Tonia se mezcló entre la muchedumbre y empezó a preguntar a todo el mundo: ¿no habían visto a un hombre con barba negra?
Las gentes se miraban, hacían memoria, y, finalmente, un hombre vestido de piel blanca con una visera también blanca dijo:
— Ese será seguramente Evgenev.
— Claro, Evgenev. Hoy no había otro con barba negra — confirmó otro.
— ¿Dónde está? — preguntó con agitación Tonia.
El hombre levantó el brazo señalando hacia el cielo.
— Allí. Está traspasando la estratosfera. Camino de la Estrella Ketz.
Tonia palideció. La tomé por el brazo y la lleve al taxi.
— Vamos al hotel — dije.
Tonia estuvo callada todo el camino. Sumisamente apoyada en mi brazo subió la escalera. La llevé a la habitación y la senté en un sillón. Así quedó, sentada, con la cabeza echada hacia atrás y con los ojos cerrados. ¡Pobre Tonia! ¡Con qué agudo sentimiento sufre su fracaso! Pero al menos ahora ha terminado todo. No vamos a estar esperando en la ciudad de Ketz hasta que regrese el de la barba negra de su viaje interplanetario.
Poco a poco, la cara de Tonia empezó a animarse. Sin abrir aún los ojos, de pronto sonrió.
— El de la barba negra ha volado hacia Ketz. ¡Pues muy bien, nosotros vamos a seguirle!
Al oír estas palabras casi me caí de la silla.
— ¡Volar en un cohete! ¡Hacia el negro abismo del cielo…!
Yo dije esto en un tono tan trágico y con tal pavor, que Tonia soltó una carcajada.
— Creía que usted era más valiente y decidido — dijo ella ya seria e incluso con un poco de amargura—. De todas maneras, si usted no quiere acompañarme, puede irse a Leningrado o a Armenia, donde usted quiera. Ahora ya sé el nombre del de la barba negra puedo prescindir de usted. Y ahora vaya a su habitación y túmbese en la cama. Tiene muy mala cara. Las grandes alturas y el mundo de las estrellas no son para usted.
Sí, en verdad, yo me sentía bastante mal y gustosamente habría cumplido las órdenes de Tonia. Pero mi amor propio estaba afectado. En aquel momento lo que más me interesaba era quedarme en la Tierra y lo que más temía era perder a Tonia. ¿Qué sentimiento sería más fuerte? Mientras vacilaba mi lengua decidió por mí.
— ¡Antonina Ivanovna! ¡Tonia! — exclamé—. Estoy orgulloso porque me invite ahora a acompañarle, cuando ya no le hago falta, para buscar al de la barba negra. ¡Yo también voy!
Ella sonrió dulcemente y me alargó la mano.
— Gracias, Leonid Vasilevich. Ahora debo contárselo todo, pues he visto como sufría debido a Paley, al que busco con tal ahínco. Reconózcalo, usted más de una vez ha tenido en la cabeza el pensamiento que Paley se fue de mi lado y que yo, como una obstinada enamorada, voy detrás de él por el mundo, con esperanzas de recobrar su amor.
Enrojecí involuntariamente.
— Pero usted tuvo tanto tacto, que no me hizo ninguna pregunta. Pues bien, sépalo: Paley es mi amigo y camarada de Universidad. Es un joven científico de talento superior; es además inventor. De naturaleza apasionada e inconstante. Nosotros, aún en el último curso de la Universidad, empezamos un trabajo científico que prometía hacer una revolución en electromecánica. El trabajo lo dividimos e íbamos cada cual por su parte hacia un solo objetivo, como los trabajadores que abren brecha en un túnel, cada uno por su parte, para encontrarse en un punto. Habíamos llegado ya al objetivo. Todos los apuntes los llevaba Paley en su libreta de notas. Inesperadamente fue enviado en comisión de servicios a Sverlovsk. Se fue con tanta prisa que no me dejó la libreta. Siempre fue muy distraído. Yo le escribí a Sverlovsk, pero no recibí contestación. Desde entonces se perdió para mí, como una gota de agua en el mar. En Sverlovsk supe que había sido trasladado a Vladivostok pero allí se perdió su pista. Probé a continuar el trabajo sola. Pero me faltaban una serie de fórmulas y cálculos que había hecho Paley. Algún día le contaré más detenidamente sobre este trabajo. Este se convirtió para mí en idea persecutoria, en una pesadilla. Me estorbaba para dedicarme a otros trabajos. Dejar a medio camino un problema de tantas perspectivas, aún ahora no puedo comprender esta inconstancia de Paley. Ahora usted comprenderá por qué las noticias sobre él me agitaron tanto. Y esto es todo… Usted verdaderamente tiene muy mala cara. Márchese y duerma.
— ¿Y usted?
— Yo también intentaré descansar un poco.
Pero Tonia no podía descansar. Se dirigió a la sección de cuadros de la dirección general de Ketz y allí supo que se podía llegar a la estrella Ketz firmando contrato para trabajar allí. Se necesitaban físicos y biólogos. Y Tonia, sin pensarlo mucho, contrató a los dos para un año.
Entró alegre en mi habitación y, animada, empezó a relatarme sus aventuras. Luego sacó de su cartera de piel lila los impresos, su pluma estilográfica y me los tendió.
— Aquí tiene su solicitud. Fírmela.
— Sí, pero…, el plazo de un año…
— No se preocupe. Ya me he informado que la dirección no se atiende muy rigurosamente a las condiciones del contrato. La situación poco común, las condiciones climatológicas y demás, se tienen en consideración. Y si alguien no soporta bien aquello…
— ¿El clima? ¿Qué clima hay allí?
— Yo me refiero a los locales habitables de Ketz. Allí se puede organizar cualquier clima, con la temperatura y humedad del aire necesarios.
— ¿O sea, que allí hay una atmósfera tan enrarecida como aquí, en las alturas del Pamir?
— Sí, aproximadamente igual — me contestó Tonia Sin gran seguridad, y añadió rápidamente—: O un poco menos. En esto, seguramente, está el principal obstáculo para usted. Los candidatos a ir a la Estrella tienen que pasar un duro examen físico. Los que sufren del mal de las alturas son desechados.
Yo, en realidad, me alegré mucho al saber que aún tenía un camino honroso de retirada. Sin embargo, Tonia me consoló en seguida:
— ¡Pero de alguna manera arreglaremos eso! Yo he oído que allí hay habitaciones con la presión atmosférica normal. Luego la presión disminuye gradualmente y los forasteros se acostumbran pronto. Hablaré con el doctor de su caso.
Yo me puse fuera de mí y, con desesperación, me agarré a mi último argumento:
— ¿Y qué va a pasar con mi trabajo en la Tierra?
Tonia tenía ya la contestación preparada:
— ¡No hay nada más fácil! Ketz es una institución con mucha autoridad y será suficiente comunicar al lugar de trabajo que usted ha sido contratado, para que, inmediatamente, le dejen libre. Sin tan sólo su salud aguantara… ¿Cómo se encuentra? — Y tomó mi mano para controlar el pulso.
— ¡Bueno, cuando un doctor así te toca la mano, sin querer respondes: «Perfectamente»!
— Mucho mejor. Pronto, firme los papeles y me iré a ver al doctor.
Así, sin tener tiempo de pensarlo, me encontré enrolado para vivir en el cielo…
— ¿Debilidad? ¿Se le pone la piel azul? ¿Vértigo? ¿Náuseas? — me interrogaba el doctor—. ¿No tuvo vómitos?
— No, tan sólo tuve fuertes náuseas cuando corríamos detrás del automóvil.
El doctor se quedó pensativo cosa de un minuto y dijo:
— Usted sufre de la enfermedad en ligero grado.
— ¿O sea, puedo volar, doctor?
— Sí. Creo que puede. En el cohete, claro, hay tan sólo una décima parte de la presión atmosférica normal; en compensación, usted respirará oxígeno puro, sin mezclas de cuatro quintos de nitrógeno, como en la atmósfera terrestre. Esto es completamente suficiente para la respiración. Y en la Estrella Ketz hay cámaras interiores con presión normal. La Estrella se halla sólo a una altura de mil kilómetros.
— ¿Cuántos días durará el vuelo? — pregunté.
El doctor me miró de soslayo burlonamente.
— Veo, que usted entiende muy poco de viajes interplanetarios. Pues sí, querido amigo, el cohete tarda hasta la Estrella unos ocho o diez minutos… Pero como hay que trasladar a personas no avezadas, el vuelo se prolonga un poco más. Para aprovechar la fuerza centrífuga, el cohete vuela con un ángulo de veinticinco grados con respecto al horizonte y en dirección a la rotación de la Tierra. Los primeros diez segundos la velocidad aumenta hasta quinientos metros por segundo y tan sólo durante el tiempo de vuelo a través de la atmósfera disminuye algo la velocidad, para que luego, cuando la atmósfera empieza a enrarecerse, aumente de nuevo.
— ¿Por qué la velocidad disminuye durante el vuelo a través de la atmósfera? ¿Frenando?
— El frenado puede ser superado, pero es que durante el vuelo en la atmósfera a grandes velocidades, la fricción del cohete con ella hace que la envoltura exterior se caliente en extremo y también que aumente la sobrecarga. Y sentir que nuestro cuerpo aumenta de peso en diez veces, no es muy agradable que digamos.
— ¿Y no nos quemaremos con la fricción de la envoltura exterior con la atmósfera? — pregunté receloso.
— No, aunque puede ser que suba un poco. Pues la envoltura del cohete la forman tres capas. La interior es de metal duro, con ventanillas de cuarzo recubiertas de cristal ordinario, y con puertas que cierran herméticamente. La segunda es refractaria, de material que casi no transmite el calor. Y la tercera, exterior, a pesar de ser relativamente delgada, es de metal extraordinariamente refractario. Si la envoltura exterior llega a calentarse hasta el rojo, la intermedia retiene el calor y no lo deja penetrar al interior del cohete; además la refrigeración es inmejorable. Un gas refrigerante circula sin interrupción entre las envolturas, filtrándose a través de un material poroso y refractario que separa las envolturas entre sí.
— Usted, doctor, es un verdadero ingeniero — dije yo.
— Qué le vamos a hacer. Es más fácil adaptar el cohete al organismo humano, que el organismo a condiciones anormales. Por esto los técnicos no tienen más remedio que trabajar en contacto con nosotros. Si hubiera visto los primeros experimentos. ¡Cuántos fracasos! ¡Víctimas!
— ¿Y hubo víctimas humanas?
— Sí, también humanas.
Sentí un hormigueo en la espalda. Pero era ya tarde para retroceder.
Cuando volví al hotel, Tonia me comunicó muy alegre:
— Ya lo sé todo. Se ha arreglado todo maravillosamente. Volamos mañana al mediodía. No se lleve nada de sus cosas. Temprano, antes del vuelo, nos bañaremos y pasaremos por la cámara de desinfección. Recibiremos ropa y vestidos esterilizados. El doctor me comunicó que está usted perfectamente bien de salud.
Yo oía a Tonia como en sueños. No supe contestarle nada. El miedo me había paralizado. No creo valga la pena hablar de cómo pasé mi última noche en la Tierra, ni de todo lo que pasó por mi cerebro…