XVII — El laboratorio zoológico



En el mismo instante vi a un hombre que con sus grandes y abiertos ojos me miraba con perplejidad. Estaba colgado cabeza abajo.

— ¿Qué es lo que usted ordena hacer? — exclamó este hombre, como si leyera mis pensamientos.

Yo estaba completamente confundido. ¡De hora en hora la cosa se ponía peor! Hasta ahora había encontrado en Ketz personas normales, sanas, alegres. ¡Y de pronto dos psicópatas!

— ¿Qué pasa, camarada? — pregunté.

— Yo no sé qué hacer con el cabrito, mejor dicho, con sus patas. Dos veces hemos cambiado el establo, pero las piernas del cabrito crecen y crecen. No caben, se tuercen, se enrollan. ¡No sé qué hacer…! ¿Usted es Artiomov? Yo soy Falieev. Está muy bien que sea usted también biólogo. Pensaremos juntos. El laboratorio zoológico es el más inquieto. Toda clase de cornudos, cuadrúpedos… Los problemas son infinitos. Shlikov da más y más tareas. ¿Y cómo llevarlas a la práctica cuando los resultados de los experimentos son completamente inesperados? Primero, la ausencia de fuerza de gravedad; segundo, la acción de los rayos cósmicos. Gracias a la influencia de estos rayos se operan tales saltos en las mutaciones que te quedas parado. Mire usted mismo.

Falieev giró en el aire con gran agilidad y tomando aire con sus grandes manos, voló por el laboratorio. Yo salí tras él como pude.

No olía a animales. Por lo visto, la limpieza y ventilación de los establos era ideal. Estos eran sencillos tabiques construidos con redes de alambre. Cerca de un establo vi un enorme cerdo que parecía un globo, mejor, un gigantesco huevo. Sin embargo sus patas eran larguísimas y delgadas como macarrones. Si de pronto se llevara este animal a la Tierra, se aplastaría bajo su peso como un «blin», como una ballena fuera del agua.

El cabrito aún me sorprendió más. Su hocico era extraordinariamente alargado, los cuernos largos y curvados, como espadas turcas, las patas eran delgadas, de metro y medio de largo, y terminaban en dos débiles apéndices abiertos en ángulo de treinta grados, como en las patas de las aves. Su tamaño era como el de una oveja grande, pero en él no había nada de pelo.

— Pelado como un perro africano — exclamó Falieev—. Es un cabrito «para carne». Más allá verá otro que es productor de lana. El desarrollo de su cuerpo es mínimo, pero su lana ha crecido un metro. ¡Y qué lana! ¡Una fábrica viviente!

— Pero, ¿el cabrito lanero no estará con esta temperatura, verdad? — pregunté.

— Ni que decir tiene. A él le tenemos en una temperatura fría, pero lo alimentamos bien. Lo de la lana es cosa fácil. Pero Shlikov da tareas más difíciles. Necesitamos cuerdas para los instrumentos musicales y para las raquetas de tenis. Quiere crear una especie de corderos con tripas larguísimas. Shlikov no quiere dar importancia a las dificultades. Dice que no hay nada imposible. Y las instrucciones son breves. «Si hace falta alargar los intestinos», dice, «prueben diferentes alimentos, cambien de piensos.» El pienso es el pienso, pero al cordero en lugar de alargársele las tripas se le ensancha el estómago. Aquí actúan no sé qué nuevos factores… Por ejemplo, con las patas del cabrito no sé qué hacer. ¿Es posible que cambiando de nuevo su alimento…? Aquí pasa como en el cuento de los guisantes: rompieron el piso, rompieron el techo, el tejado y continúan creciendo. Sólo que aquí no podemos romper el tejado.

— No rompa el tejado ni cambie nada — dije yo—. Se supone que los rayos cósmicos jugaron un inmenso papel en la evolución de los animales en la Tierra. Las mutaciones extraordinarias de las que usted habla, confirman esta hipótesis. Por lo visto, aquí se opera una adaptación de los organismos hacia las alteraciones de las condiciones a «saltos». La fuerza de gravedad no existe y los cuerpos no están de pie, no tienen un apoyo. Los animales están flotando en el aire. Ellos pretenden salir de esta posición. Les son necesarias las largas extremidades…

— ¡Sí, claro! — me interrumpió Falieev—. Los primeros perros aquí aullaban lastimosamente. Se pasaban horas enteras moviendo las patas para poder llegar a la pared o hasta el trozo de carne atada. Y claro, no se movían de sitio.

— He aquí por qué las patas crecen. No aumenten ustedes las dimensiones de los locales. Si las patas llegan a ser tan largas que puedan llegar a cualquier pared, yo creo que su crecimiento se detendrá. O hagan rejas para que los animales puedan aferrarse. Cambie estas finas redes por otras de agujeros más grandes, con barrotes de madera. Entonces se les desarrollarán los órganos para aferrarse. Sus cabritos y corderos llegarán a ser «cuadrúmanos», como los monos, se acostumbrarán a estos movimientos. Treparán por las jaulas. Con una o dos de sus extremidades se sostendrán y con las otras tomarán lo que les haga falta.

— ¡Pues es verdad! — exclamó Falieev—. Con usted la cosa marchará. De otra manera me veía perdido. Últimamente estaba desconcertado, verdaderamente me sentía incapaz de hacer nada… Sabe — dijo con voz miedosa—, aquí no es muy difícil volverse loco, cuando ante tus ojos nacen estos horribles monstruos… Sólo que…¿Hacia dónde será mejor dirigir su adaptabilidad? ¿Es posible, directamente, hacer que se transformen en animales voladores? En nuestras condiciones sería lo más práctico. ¡Cabritos voladores! — Soltó una carcajada—. No, pero para los cuadrúpedos usted ha acertado. A uno de mis gatos le creció tanto la cola, que ahora se sirve de ella como los monos. Si no llega con las patas, pone en acción su cola. Se agarra con la punta y estira sus patas hasta que logra su objetivo. Además, durante sus saltos, la cola le sirve de timón, como la ardilla voladora. Parece ser que entre sus garras se está formando una membrana. ¡Muy pronto va a volar como un pájaro! ¿Y el perro «Dgipsi»? Es horrible, de verdad… Sí, espere, yo ahora… ¡«Dgipsi»! ¡«Dgipsi»!

Desde alguna parte se oyó el ladrido de un perro. Súbitamente vi a un monstruo que volaba hacia nosotros. Movía las patas como un perro en rápida carrera, pero se acercaba despacio. Entre los delgados dedos de su garra se notaban delgadas membranas. Estas membranas le ayudaban a empujar el cuerpo adelante, repeliendo el aire. El perro era un poco mayor que un bulldog, su cuerpo estaba cubierto por pelo ralo de color castaño, la cola era larga y gruesa, la cabeza completamente pelada, corta, con la mandíbula inferior poco desarrollada, casi plana. Era algo intermedio entre hocico de perro, mono y la cara del hombre. ¡Verdaderamente tenía un aspecto horrible! El perro llegó muy cerca y me miró directamente a los ojos. Sin querer me estremecí: «Dgipsi» tenía grandes ojos castaños, completamente humanos en su mirada triste y plena de inteligencia… Meneó la cola, giró su cuerpo y se aferró con los extremos de los dedos sin uñas del borde del tabique. Luego trasladó su mirada hacia Falieev. En sus ojos había interrogación.

Falieev de pronto se turbó, como si no se tratara de un perro, sino de una persona a la cual no conociera. Estos ojos humanos en la «cara» del perro eran espantosos. Yo mismo me sentí confundido.

— Bueno, «Dgipsi» — dijo Falieev sin mirar los ojos atentos del perro—. Te presento a nuestro nuevo camarada Artiomov.

Yo suponía que Falieev se dirigía al perro en broma, como muchos amantes de los perros. Y yo hice un movimiento con la mano para acariciar la cabeza del perro. Pero, ¡cuál no sería mi asombro, cuando el perro asintió con la cabeza y me tendió su pata! Me quedé tan sorprendido, que mi brazo tendido quedó un momento en el aire. Y en lugar de acariciar a «Dgipsi» como a un vulgar perro, yo, sobreponiéndome, apreté cortésmente su tibia y pelada pata, a pesar que los apretones de mano no estaban en boga en Ketz.

— ¿Los cachorros de «Diana» han comido ya? — preguntó Falieev.

El perro meneó la cabeza negativamente.

— ¿Por qué? ¿No han traído aún los biberones?

«Dgipsi» asintió con la cabeza.

— Entonces vuela «Dgipsi», aprieta el séptimo botón. Llama a «Olia» y dale prisa.

El perro, abarcándome con una mirada, se marchó. Sentí que mi corazón latía aceleradamente.

— ¿Ha visto? — dijo Falieev en voz baja—. Lo comprende todo. Sólo que no puede contestar. Debemos entendernos por el sistema de pregunta-respuesta. Sin embargo, en el desarrollo de su cerebro ha habido un gran salto. ¡Verdaderamente, me da miedo este perro! Yo procuro estar bien con él. Parece que me ama, sin embargo, a Kramer no lo puede ver. Al verlo, lo mira enojado y se va de su lado. Él mismo, por lo visto, sufre al no poder hablar. No tengo más remedio que estudiar su lengua canina.

En la profundidad del laboratorio se oyó un ladrido entrecortado.

— Lo ve, es él quien me llama. Algo no va bien allí. ¡Vamos!

Al ladrido de «Dgipsi» se unió el chillido de un cachorro. Con rapidez, fuimos allá.

Un cachorro de patas membranosas había metido un dedo en la red y no podía sacarlo. Chillaba desesperadamente mirándonos con ojos de criatura. «Dgipsi» se afanaba a su lado, sin lograr con sus largos dedos extraer la atrapada pata del cachorro. Llegamos allí y uniendo nuestros esfuerzos lo libramos de la trampa.

Decidí «hablar» con «Dgipsi».

— ¡Dgipsi! — ¡Qué difícil es sostener la mirada de estos ojos! — . ¿Tú no sabes hablar? ¿Quieres que te enseñe?

«Dgipsi», rápido, asintió con la cabeza y me pareció ver en sus ojos una chispa de alegría. El perro vino a mi lado y lamió mi mano.

— Esto quiere decir que está muy satisfecho. Veo que serán amigos — dijo Falieev—. Bien pues, camarada Artiomov. ¿Dónde piensa trabajar? ¿En el laboratorio de fisiología de los vegetales o aquí?

— Que decida Shlikov — contesté—. Mientras, tendré que trabajar en el invernadero. ¡Adiós, camarada Falieev! ¡Adiós, «Dgipsi»!

El resto del día lo pasé en el invernadero. Kramer estaba de un humor sombrío y no hablaba conmigo. Estaba en silencio ocupado entre las matas de fresas. Cuando Zorina venía a mí con cualquier pregunta, Kramer acechaba cualquier movimiento nuestro. ¡No era fácil trabajar en aquel ambiente! Decidí pedir a Shlikov mi traslado al laboratorio de fisiología de animales.

Cuando le comuniqué mi petición, Shlikov se puso muy contento.

— He decidido aumentar la plantilla del zoolaboratorio — dijo él—. Al invernadero enviaré nuevos colaboradores que hoy llegarán de la Tierra. Y usted vaya con Falieev. No comprendo qué pasa con él. Cada día que pasa se hace más torpe y distraído. Algo le sucede.

— A mi modo de ver no es el único — repliqué.

— ¿Quién más? — preguntó Shlikov, levantándose.

— Kramer. Ésta fue la primera persona con quien trabé conocimiento en Ketz. Entonces era completamente diferente. Ahora no le reconozco. Se ha vuelto irascible, desconfiado, desequilibrado. Me parece que su psiquis no está en orden — dije.

— No lo sé… Yo le veo poco. Pero si a usted le parece así, hará falta que lo vea Meller. Para trabajar con Falieev trasladaré a la nueva colaboradora Zorina.

— ¿Zorina? — exclamé.

— ¿Y por qué no? ¿Tiene usted algo contra ella?

— Contra ella no, no tengo nada — respondí—. Pero parece que Kramer sintió hostilidad hacia mí precisamente debido a esta joven. Y si tiene que trabajar en un mismo laboratorio conmigo…

— ¡Ah, ya veo lo que pasa! — sonrió Shlikov—. En la Estrella Ketz empezaron los celos. Entonces comprendo por qué Kramer está desequilibrado. Pero a esto no hace falta darle importancia.

¿Qué podía hacer yo? Y tuve que contar a Shlikov que no era sólo lo de Zorina, que Kramer sospechaba que yo tenía la intención de robar y adjudicarme los descubrimientos del mismo Shlikov, y que sin causa se ríe… Pero Shlikov dijo que todo esto tenía su origen en los celos de Kramer. Yo decidí esperar y ver cómo se portaba Kramer en lo sucesivo.




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