Kramer me esperaba sin quitarse la escafandra; por lo visto tenía prisa. Rápidamente me puse la mía. Mi acompañante disminuyó la presión atmosférica y abrió la puerta al exterior. Sujetándome fuerte ante sí, se separó de la pared del observatorio con precaución, y con un movimiento de lado ayudándose con suaves disparos, giró hacia la Estrella Ketz. Luego hizo algunos disparos más fuertes y salimos lanzados a gran velocidad. Ahora Kramer habría podido dejarme suelto pero, por lo visto, no tenía confianza en mi «arte de vuelo» y me sostenía desde atrás por el codo.
Mirando cómo se acercaba la Estrella Ketz, observé que ésta giraba a bastante velocidad sobre su eje. Evidentemente, la reparación del invernadero había terminado y ahora se creaba artificialmente una mayor fuerza de gravedad.
No es tarea fácil agarrarse a las palas de un molino de viento en marcha. Pero Kramer se las arregló de maravilla. Empezó a dar vueltas alrededor del cilindro en dirección a su giro. Igualando de este modo nuestra velocidad con la del cilindro se asió de la agarradera.
No había terminado de desvestirme, cuando Meller me llamó a su despacho.
No sé en cuanto se había aumentado la gravedad en la Estrella. Seguramente que no había ni una décima de la terrestre. Pero yo noté en seguida la conocida sensación de tensión de los músculos. Era grato «pisar» con los pies «el suelo», hallar de nuevo que existe suelo y techo.
Entré animado en el despacho de Meller.
— Buenos días — me saludó ella—. He llamado a Tiurin. Va a llegar de un momento a otro. ¿Cómo lo ha encontrado usted?
— Es una persona original — respondí—, sin embargo, yo esperaba encontrar…
— No quería decir esto — me interrumpió Meller—. ¿Qué aspecto tiene? Yo pregunto como médico.
— Muy pálido. Con la cara un poco hinchada…
— Se comprende. Lleva un régimen de vida imposible. Hay en el observatorio un pequeño jardín, una sala para gimnasia con aparatos para el entrenamiento de los músculos; pero él menosprecia por completo su salud. Le confieso que he sido yo quien ha persuadido al director de mandar a Tiurin a la Luna. Y en adelante exigiré que cambie por completo de régimen, pues de otro modo muy pronto perderíamos a este hombre excepcional.
Se presentó Tiurin. Bajo la viva luz del ambulatorio aparecía aún más enfermizo. Además los músculos de las piernas habían perdido por completo el hábito del movimiento y es posible que en parte se hubieran atrofiado. Le era difícil estar de pie. Sus rodillas se plegaban, las piernas le temblaban, e impotente, agitaba los brazos. Si se le hubiera devuelto a la Tierra en este estado, seguramente se habría sentido como una ballena arrojada a la playa por las olas.
— ¡Mire hasta qué punto ha llegado! — empezó Meller en tono de reproche—. Parece hecho de jalea.
La pequeña y enérgica mujer reñía al viejo científico como a un chico travieso. Finalmente lo envió al masajista, ordenando que después del masaje se presentara de nuevo a reconocimiento.
Cuando Tiurin salió. Meller se dirigió a mí:
— Usted es biólogo y me comprenderá. Tiurin es una excepción. Todos nos sentimos muy bien. Sin embargo, esta ligereza de la «vida celeste» me preocupa en sumo grado. Usted no siente o casi no siente su cuerpo. Pero, ¿cuáles serán las consecuencias? Ketz es una estrella joven. Sus más viejos habitantes llevan no más de tres años en condiciones de imponderabilidad, ¿qué pasará dentro de diez años? ¿Cómo repercutirá tal adaptación al ambiente en las condiciones generales del organismo? Finalmente… ¿Cómo se desarrollarán nuestros recién nacidos? ¿Y los hijos de nuestros hijos? Es muy posible que los huesos de nuestros descendientes sean más cartilaginosos, más gelatinosos. Los músculos se atrofiarán, indudablemente. Esto es lo primero que más me preocupa como persona responsable de la salud de nuestra colonia celeste. Lo segundo, son los rayos cósmicos. A pesar de la envoltura que, en parte, detiene estos rayos, de todas maneras nosotros recibimos aquí muchos más que en la Tierra. Hasta ahora yo no veo consecuencias nocivas. Pero es que tenemos aún muy poco material para las observaciones. En las moscas drosófilas aquí se observa una acentuada mutación, además muchas nacen con genes volátiles y no tienen descendencia. ¿Qué sucederá si los rayos producen este mismo efecto en las personas que viven en la Estrella Ketz? ¿Y si les nacen hijos monstruos o muertos…? Al fin y al cabo todo está en nuestras manos. Podemos eliminar todas las consecuencias perjudiciales. Podemos originar artificialmente cualquier fuerza de gravedad, si hace falta, mayor incluso que en la Tierra. Podemos también aislarnos de los rayos cósmicos. Pero debemos hacer infinidad de experimentos para poder fijar las condiciones óptimas… Ya ve cuánto trabajo tenemos para los biólogos.
— Sí, trabajo no falta — contesté, muy interesado por las palabras de Meller—. Este trabajo es necesario no sólo para las colonias celestes, sino también para la Tierra. ¡Cómo se abren los horizontes del saber sobre la naturaleza viva y muerta! Yo estoy entusiasmado porque la casualidad me haya traído aquí.
— Tanto mejor. Necesitamos trabajadores entusiastas — dijo Meller.
El recuerdo de «la casualidad me ha traído aquí», me llevó a pensar en Tonia. Cautivado por las nuevas impresiones, me había incluso olvidado de ella. ¿Cómo está y cómo va su búsqueda?
Me despedí de Meller y salí volando al corredor. Allí se oían alegres risas, voces, canciones y el particular zumbido de las alas; a pesar de haber ya un poco de gravedad, la juventud actuaba como de costumbre con las alas. Les gustaba dar saltos volando unos metros, como peces voladores. Algunos se ejercitaban en andar pisando el suelo. ¡Cuántas caras jóvenes, alegres y bronceadas! ¡Cuántas diversiones y travesuras!: he aquí que un grupo de chicas se las han ingeniado para jugar a «la pelota», haciendo servir de pelota a una de ellas, una pequeña regordeta. Ésta chillaba mientras «volaba» de unas manos a otras.
Todos se sentían alegres y despreocupados. Por lo visto no les cansaba el trabajo en este mundo de «poco peso». Pasando por un lado, cerca de la pared, pude llegar hasta la habitación de Tonia. Ella estaba sentada en una ligera silla de aluminio. Al parecer habían ya traído muebles del almacén.
A través de la ventana, en el negro cielo se veía un enorme resplandor; era el círculo de la Tierra «en la noche». La luz del resplandor coloreaba la cara y manos de Tonia. Estaba pensativa.
Quise alegrarla. Llegué hasta ella y dije riéndome:
— Bueno, ¿cuánto pesa usted ahora?
Y sin pensarlo mucho, la tomé por los hombros y la levanté fácilmente. Probablemente se me contagió la alegría de los jóvenes que acababa de ver.
Ella se apartó en silencio.
— ¿Por qué está triste? — pregunté, sintiéndome violento.
— Nada…, estaba pensando en mamá.
— ¿Actúa la «atracción terrestre»? ¿Nostalgia?
— Puede ser — contestó.
— ¿Sabe algo de Evgenev?
— Aún no he podido comunicar con él. El aparato está siempre ocupado. ¿Y cómo fue su conversación con el director?
— Mañana salgo hacia la Luna.
Ella levantó su mirada hacia mí.
— ¿Para mucho tiempo?
— No lo sé. El vuelo, dicen que tarda unos cinco o seis días. Y no se sabe cuánto tiempo estaremos en la Luna.
— Es muy interesante — dijo Tonia mirándome fijamente—. Con gusto iría con ustedes. Pero me han enviado por algún tiempo al laboratorio, el cual se encuentra a tal distancia de la Tierra que allí no llega la radiación terrestre. Allí, en la sombra, reina el frío del espacio universal. Vamos a montar un nuevo laboratorio para el estudio de la electroconductibilidad de los metales a bajas temperaturas…
Sus ojos se avivaron.
— ¡Hay un problema interesantísimo! Usted sabe que con la disminución de la temperatura, disminuye en los metales la resistencia a la corriente eléctrica. A temperaturas cercanas al cero absoluto, la resistencia es también casi igual a cero… En la solución de estos problemas trabajó ya Kapitza. Pero en la Tierra se exigían esfuerzos colosales para conseguir bajas temperaturas. Y en el espacio interplanetario esto es sencillo. Imagínese un aro metálico colocado en el vacío a la temperatura de cero absoluto. En él se dirige corriente inducida. Esta corriente puede ser de una potencia enorme. Y circulará por el aro eternamente, mientras no aumente la temperatura. Al subir la temperatura se produce una descarga instantánea. Si utilizamos estos aros dándoles altas tensiones, podremos tener una especie de relámpago en conserva, cuya actividad se manifestará en cuanto se eleve la temperatura. Aunque existe el problema del hecho que, al faltar la resistencia disminuye la tensión, o sea la potencia… Es necesario hacer un cálculo. ¡Cómo me serviría Paley en este caso! — exclamó casi con apasionamiento.
Esto, claro, era la pasión del científico, pero yo no pude disimular mi disgusto.
No pudo salir la expedición al día siguiente: enfermó Tiurin.
— ¿Qué le pasa? — pregunté a Meller.
— Se ha agriado nuestro filósofo — contestó ella—, enfermó de la «alegría», todo es debido al movimiento. En realidad no es nada. Se queja de dolor en las piernas. Le duelen las pantorrillas. Es poca cosa. Pero, ¿cómo enviarlo a la Luna en este estado? Les crearía muchos problemas. Con una décima parte de la gravedad terrestre está así. Y en la Luna hay una sexta parte. Allí a buen seguro no podrá con sus huesos. He decidido darle unos cuantos días para entrenarse. Aquí tenemos un almacén de los asteroides captados por nuestros hombres. Todas estas piedras, trozos de planetas, se han amontonado en forma de globo. Para que no volaran trozos de esta masa nuestros heliosoldadores han fundido y soldado la superficie de estos pedazos. A una de estas «bombas» hemos atado una esfera vacía con un cable de acero y luego le dimos movimiento circular. Resultó una fuerza centrífuga; la gravedad en el interior de la esfera hueca es igual a la de la Luna. En este globo se ejercita Tiurin. La presión y cantidad de oxígeno en la esfera son las mismas que en la escafandra del vestido interplanetario. Vuele hasta allí y hágale una visita. Pero no vaya solo. Que vaya Kramer con usted.
Hallé a Kramer en la sala gimnasio. Estaba efectuando tales números que le hubieran envidiado los mejores artistas del trapecio si le hubieran podido ver.
— Voy a ir con usted, eso sí, pero ya es hora de aprender a volar solo. Va a ir pronto a la Luna. ¡Y no sabemos lo que puede suceder en un viaje así!
Kramer me ató a un largo cordón y me dejó volar hasta el campo de entrenamiento de Tiurin. Ya no daba volteretas y «disparaba» con bastante acierto, aunque no supe amarrar a la esfera en movimiento. Kramer vino en seguida en mi ayuda. A los cuatro minutos de haber partido ya entrábamos en la esfera metálica.
Fuimos recibidos con ensordecedores chillidos y alaridos. Extrañado miré hacia el interior del globo iluminado por una gran lámpara eléctrica y vi a Tiurin sentado en el «suelo» golpeando con los puños una alfombra de goma. Cerca de él daba saltos gigantescos el negrito John. La mona «Mikki» con alegres chillidos, saltaba desde los hombros del negro hasta el «techo», allí se asía de las correas, cayendo otra vez a la cabeza de John. La gravedad «lunar» parecía gustarles, lo que no se podía decir de Tiurin.
— ¡Levántese profesor! — gritó John—. La doctora ha ordenado que ande unos quince minutos y usted no ha andado ni cinco.
— ¡No me levanto! — chilló enojado Tiurin—. ¡Yo no soy un caballo! ¡Verdugos! ¡No puedo más!
En este momento llegamos nosotros. Primero nos vio John y se alegró:
— Mire, camarada Artiomov — dijo dirigiéndose a mí—, el profesor no me hace caso, de nuevo quiere meterse en su telaraña…
La mona, de pronto, se puso a chillar.
— ¡Detén ya tu tocadiscos! — gritó el profesor—. ¡Buenos días, camaradas! — se dirigió a nosotros y, poniéndose de rodillas se levantó pesadamente.
«¿Cómo puede ir a la Luna en este estado?», pensé yo mirando a Kramer. Éste sólo meneó la cabeza.
— Pero si usted mismo, profesor, más de una vez me lo ha dicho: cuanto más movimiento, más felicidad… — insistía el negro.
Este argumento «filosófico» por parte de John, fue inesperado. Sin querer nos sonreímos, y Tiurin se puso rojo de ira.
— ¡Hace falta comprender! ¡Al menos intentarlo! — chilló él con voz aguda—. Hay diversas clases de movimiento. Estos movimientos físicos pesados estorban al movimiento superior de las células de mi cerebro, de mis ideas. Y además, cualquier movimiento es intermitente y tú quieres que marche sin descanso… ¡Me vas a matar!
Y se puso a caminar con aspecto de mártir, gimiendo y suspirando.
John me llevó a un lado y me dijo al oído:
— ¡Camarada Artiomov! Tengo mucho miedo por mi profesor. Está tan débil. Será peligroso que vaya a la Luna sin mí. Si incluso se olvida de comer y beber… ¿Quién va a cuidarlo en la Luna…?
A John la aparecían las lágrimas en los ojos. Quería a su profesor. Consolé a John como pude, y le prometí preocuparme de Tiurin durante la expedición.
— ¡Usted responde de él! — pronunció el negrito solemnemente.
— ¡Sí, claro! — asentí.
De vuelta a la Estrella, se lo conté todo a Meller. Ella meneó la cabeza con desaprobación.
— Tendré que ocuparme yo misma de Tiurin.
Y esta pequeña y enérgica mujer se dirigió efectivamente a la «sala de entrenamiento».
Yo tampoco perdí el tiempo: aprendí a volar en el espacio interplanetario, y según manifestó mi maestro Kramer, hice grandes progresos.
— Ahora ya estoy tranquilo porque durante la expedición a la Luna usted no se perderá en los abismos del cielo — dijo.
Pasados unos días Meller regresó de la «sala de entrenamiento» más satisfecha y declaró:
— A la Tierra aún no dejaría ir al profesor, pero para ir a la Luna está en «plena forma».