Hacía tiempo que no había dormido como esta noche. Y habría dormido hasta las doce del mediodía, si no me hubiera despertado Tonia a las seis de la mañana.
— De prisa, a la calle — dijo ella—. Ahora van a ir al trabajo los obreros y empleados.
Y de nuevo, desde la mañana temprano, tuve que reanudar mis funciones detectivescas.
— ¿Y no sería mejor preguntar en un centro de información si reside o no Paley en esta ciudad?
— Vaya pregunta inocente — contestó Tonia—. Ya en Leningrado me informé de esto…
Íbamos por el pavimento monolítico. El sol iluminaba ya desde las altas montañas, pero yo tenía escalofríos, y respirar se me hacía dificultoso. Los glaciares reflejaban los rayos del sol con deslumbradora brillantez.
Llegamos a un pequeño jardín botánico, fruto del trabajo de los horticultores del lugar en la difícil aclimatización de los vegetales a estas alturas. Antes de la construcción de la ciudad de Ketz, aquí, a la altura de algunos miles de metros, no crecía ni la hierba.
El paseo me cansó. Yo propuse descansar un poco. Tonia, complaciente, aceptó. Nos sentamos.
A nuestro alrededor desfilaba un torrente humano. Hablaban en voz alta, reían; en resumen, ellos se sentían completamente normales.
— ¡Es él! — grité de pronto.
Tonia se levantó de un salto, me tomó la mano y nos pusimos a correr tras el coche. El automóvil corría por la recta avenida que llevaba al cohetódromo.
Se hacía difícil correr. Yo me asfixiaba. Me venían náuseas. La cabeza me daba vueltas, las piernas me tambaleaban. Esta vez Tonia se sentía mal, pero a pesar de esto continuaba corriendo.
Corrimos así durante unos diez minutos. Veíamos el automóvil del de la barba negra a lo lejos aún. De pronto Tonia atravesó la calzada y, levantando los brazos en alto, interceptó el camino a un coche que venía en dirección contraria. El automóvil frenó en seco. Tonia entró rápidamente en él y tiró de mí.
El chofer nos miraba perplejo.
— ¡Vuele tras aquel coche! — ordenó Tonia en tono tan autoritario que el chofer, sin decir palabra, dio la vuelta y apretó el acelerador.
La carretera era magnífica. Pronto dejamos atrás las últimas casas. Y delante de nosotros, como en la palma de la mano, se hallaba el cohetódromo. En las anchas vías había un cohete, parecido a un gigantesco siluro. Cerca del cohete había algunas personas. Súbitamente sonó una sirena. Las gentes se alejaron rápidamente del cohete. Éste se puso en movimiento sobre los rieles, aumentando su velocidad ostensiblemente hasta llegar a una carrera increíble. Hasta el momento no se servía de explosiones aún y se movía utilizando tan sólo la fuerza de la corriente eléctrica que obtenía de los rieles, como un tranvía. La vía subía con una inclinación de unos treinta grados. Cuando faltaba cosa de un kilómetro para llegar al final de la rampa, surgió una enorme llamarada de la cola del cohete. Una columna de humo lo envolvió. Después de esto llegó hasta nosotros una explosión ensordecedora. Unos segundos después una fuerte onda de aire llegó hasta nosotros. El cohete, dejando tras de sí una columna de humo, se enderezó hacia el cielo, rápidamente fue empequeñeciéndose hasta llegar a ser sólo un punto negro y se esfumó.
Llegamos hasta el mismo cohetódromo. Pero, ¡ay! el de la barba negra no estaba entre los que se habían quedado.