Nuestro reloj de cuerda (los relojes de péndulo no trabajan en el mundo de la imponderabilidad) señalaba ya cerca de las seis de la tarde. Falieev había volado a la Estrella Ketz. Zorina estaba aún en el laboratorio zoológico. A esta joven le cautivaba el trabajo no menos que a mí y a menudo se quedaba allí hasta la cena. Siempre alegre y cordial, no era tan sólo una trabajadora excelente, sino además una compañera ideal.
Ella frecuentemente se dirigía a mí con diversos problemas científicos y preguntas, que yo procuraba atender y solucionar.
Así sucedió esta vez.
Vera Zorina estudiaba la acción del frío en el crecimiento de la lana. Los animales en observación se encontraban en una cámara a bastante bajas temperaturas, por lo cual, era necesario trabajar allí con vestidos térmicos. Esta cámara se encontraba al final de nuestro laboratorio.
Yo estaba sentado solo ante una vitrina, contemplando una inmensa mosca drosófila del tamaño de una paloma. A pesar de este crecimiento, las alas de la mosca eran un poco más desarrolladas que las de una abeja. Debido a que estas alas no le ayudaban en su vuelo, ella prefería trepar por las paredes de su casa de cristal. Pero esta gigantesca mosca ya no era asexual. Era hembra, según yo había querido. Meditando sobre las consecuencias de mi éxito, no reparé en seguida en la presencia de «Dgipsi» que empezó a explicarse en su lengua canina. Luego yo comprendí: Zorina me llamaba.
Me levanté. «Dgipsi» voló delante «remando» con sus garras membranosas. Yo le seguí. Al llegar al final del laboratorio me puse el traje de abrigo y entré en la cámara. Cerca del «techo» flotaba una oveja. Tenía una lana tan larga que no se le veían las patas. Palpé la suave lana. ¡Verdaderamente un vellón de oro! La lana envolvía a la oveja como una nube.
— ¡No está mal! — dije—. Usted tendrá éxito.
— Y tenga presente — exclamó Zorina contenta—, que hace muy poco que la esquilé. Y la lana ha crecido de nuevo y más larga que la anterior. Aunque es un poco más áspera. Esto me ha preocupado.
— Pero…, si la seda no puede ser más suave — objeté.
— Pero los hilos son más delgados que la seda — replicó Zorina a su vez—. Vea, pruebe este vellón. — Y me tendió un mechón de lana blanca como la nieve, ligera como el gas.
Zorina tenía razón: la lana cortada era más delgada.
— ¿Será posible que después del esquilo la lana salga más rústica? — preguntó la joven.
Yo no pude responder en seguida.
— Hace frío aquí — observé yo—. Salgamos de aquí y conversaremos.
Pasamos de la cámara al laboratorio, nos sacamos los abrigos y «colgándolos en el aire», empezamos la conversación. Por la ventana entraba la luz azul del Sol. Allá debajo flotaba el iluminado «cuarto» de la Tierra. Como un yacimiento de brillantes se veía brillar la Vía Láctea. Blanqueaban las manchas de las nebulosas. Un cuadro habitual, conocido… Zorina me escuchaba agarrada con el dedo del pie de la correa en el «techo». Yo, abrazando a «Dsipsi» por la cabeza, estaba encaramado cerca de la ventana.
De repente «Dgipsi» pronunció con alarma: «Kgmrrr…» En este mismo instante oí la voz de Kramer:
— ¡Un idilio celestial! ¡Dúo en la Estrella!
Yo cambié una mirada con Zorina. Sus cejas se fruncieron. «Dgipsi» gruñó de nuevo, pero yo lo apacigüé. Kramer, agitando la mano derecha, daba lentas vueltas en el aire acercándose a nosotros.
— ¡Tengo que hablar con Vera! — dijo él, parándose y mirándome a los ojos.
— ¿Yo les estorbo? — pregunté.
— ¿Hace falta que se lo diga? — respondió Kramer con rencor—. Con usted hablaré después.
Me empujé con la pierna de la pared y volé al lado contrario del laboratorio.
— ¿Dónde va usted Artiomov? — oí tras de mí la voz de Zorina.
Miré atrás a medio camino y vi que «Dgipsi» vacilaba: volar tras de mí o quedarse con la joven, a la cual quería no menos que a mí.
— ¡Vamos, «Dgipsi»! — grité.
Pero «Dgipsi», por primera vez en todo el tiempo, no cumplió mi orden. Me contestó que se quedaba con Zorina para resguardarla. Esta contestación, claro está, Kramer no la comprendió. Para él, las «palabras» de «Dgipsi» eran un conjunto de gruñidos, ladridos y ruidos con las mandíbulas. ¡Mucho mejor!
Llegué a la cámara de las moscas drosófilas y me paré prestando oído a lo que pasaba en el otro extremo del laboratorio. El extraño aspecto de Kramer y la conducta del perro, que había presentido el peligro, me predispuso a la alarma.
Pero todo estaba en silencio, «Dgipsi» no gruñía, no ladraba. Y la voz de Kramer no se oía. Seguramente estaba hablando muy bajo. La atmósfera de nuestro laboratorio no era tan densa como en la Tierra y por esto los ruidos eran apagados. Pasaron dos minutos de espera en tensión de todos mis nervios. Súbitamente llegó hasta mí un ladrido rabioso de socorro. Luego cesó y sólo se oía un gruñido sordo.
Hice un esfuerzo y volé hacia ellos aferrándome en mi vuelo de los salientes de los tabiques para darme más impulso.
Un horrendo cuadro se presentó a mi vista.
Kramer estrangulaba a Zorina. Vera quería aflojar sus manos, pero no podía. «Dgipsi» mordía en el hombro a Kramer. Y éste, queriéndose liberar del perro hacía bruscos movimientos con su cuerpo. «Dgipsi» agitaba desesperadamente sus patas. Y los tres daban vueltas en medio del laboratorio.
Yo caí sobre el grupo de cuerpos entrelazados y aferré a Kramer por la garganta. Otra cosa no podía hacer.
— ¡«Dgipsi»! ¡Pide socorro! ¡El timbre! ¡El teléfono! — chillé.
Kramer enronquecía, enrojecía su semblante, pero no soltaba el cuello de Zorina. Sus manos estaban crispadas. Su cara estaba descompuesta, sus ojos eran de loco.
«Dgipsi» corrió al mando de timbres y oprimió el botón de «alarma». Luego, volvió de nuevo hacia mí y se aferró a la nariz de Kramer. Éste gritó y aflojó las manos.
Pero era aún pronto para cantar victoria. Menos mal que yo pude empujar a Vera lejos de Kramer. Pero un momento después, éste golpeó fuertemente la «cara» chata de «Dgipsi» y se abalanzó contra mí. Empezó una lucha singular. Yo agitaba desesperadamente mis brazos para esquivar a Kramer. Sin embargo mi enemigo, más ágil y práctico en sus movimientos, cambiaba rápidamente de posición y no podía desasirme de él. Entonces «Dgipsi» se lanzó de nuevo al ataque amenazando morderle la cara con sus dientes.
Kramer frenético me pegaba con el puño y con los pies. Por suerte mía, los puños de mi enemigo no tenían ningún peso. Y sentí sólo un fuerte golpe, cuando Kramer se volcó contra mí empujándome a la pared.
Finalmente pudo aferrarme por detrás y sus manos empezaron a aproximarse a mi cuello. Aquí «Dgipsi» mordió su mano derecha. Kramer tuvo que liberar su izquierda para ahuyentar al perro, pero en éste momento se unió Vera a nuestro bando. Ella agarró a Kramer por los pies.
— ¡Déjelo ya, basta Kramer! ¡De todas maneras no podrá usted contra los tres! — gritaba yo en tono persuasivo.
Pero él estaba furibundo.
En el laboratorio se oyeron roces de otras personas y pronto cinco jóvenes nos separaron. Kramer continuaba luchando, chillando como un loco. Fue necesario sujetarle entre cuatro, mientras otro iba en busca de una cuerda. Lo ataron.
— ¡Tírenme al vacío! ¡Échenme al espacio! — musitaba entre dientes.
— ¡Qué vergüenza! — exclamó uno de los llegados—. ¡Esto no había sucedido nunca en Ketz!
— Nuestro director, camarada Parjomenko, tiene poderes judiciales. Yo creo que este acto de incivilidad será el último — dijo otro.
— No le juzguen antes de tiempo, camaradas — dije yo conciliador—. Me parece que a Kramer no hay que juzgarle, sino curarle. Está enfermo.
Kramer apretó los dientes y calló.
Temiendo que de nuevo empezara a pelear, le vistieron el «buzo» sin desatarlo y lo llevaron a Ketz como un bulto. Yo y Zorina les seguimos allá. En el laboratorio se quedó uno de guardia y «Dgipsi».
Cuando llegamos a Ketz insistí para que Kramer fuera inmediatamente reconocido por Meller. Le conté todo sobre su comportamiento desde que le conocí hasta los sucesos que acababan de acontecer. Recordé a Meller que también Falieev, a mi parecer, había enfermado corporal y psíquicamente y que podía ser que la causa de sus enfermedades fuera la misma.
Meller me escuchó atentamente y dijo:
— Sí, es posible. Las condiciones de vida en la Estrella son demasiado extraordinarias. Ya habíamos tenido casos de enajenación mental. Uno de los primeros «habitantes celestes» se imaginó que se encontraba en el «otro mundo». ¿Puede usted imaginarse, qué vestigios del pasado existen aún en nuestra psique?
Ella exigió que le llevaran primero a Kramer y luego a Falieev.
Kramer no contestó a las preguntas, estaba sombrío y sólo una vez repitió su frase:
— ¡Échenme al espacio!
Falieev dio muestras de una «tranquila perplejidad», manifestó Meller como bromeando. De las respuestas de Falieev aún pudo sacar algunas conclusiones. Y cuando se los llevaron, ella manifestó:
— Tenía usted plena razón. Los dos están enfermos y seriamente. No debe ni hablarse de juzgar a Kramer. Se le debe compadecer. Es una víctima del deber científico. Pero yo me pregunto: ¿Cómo usted, biólogo, no adivinó la causa?
— Yo soy aquí un huésped reciente y no soy médico… — respondí confuso.
— Sin embargo, usted podía fácilmente darse cuenta. Por otra parte yo, vieja tonta, no he sido mejor. También me descuidé… ¡Todo está en los rayos cósmicos! Piénselo usted. A la altura de veintitrés kilómetros sobre la superficie de la Tierra, la fuerza de los rayos cósmicos es ya de trescientas veces mayor que en la Tierra. A través de la atmósfera terrestre se infiltran tan sólo una cantidad ínfima de estos rayos. Nosotros nos encontramos fuera de los límites de la atmósfera terrestre y estamos sometidos a la acción continua de rayos cósmicos miles de veces más fuertes que en la Tierra…
— Permítame — la interrumpí—. Entonces todos los habitantes de Ketz deberían haber enloquecido o degenerado en monstruos. Sin embargo, esto no sucede.
Meller movió la cabeza en tono de reproche.
— ¡Usted no lo entiende aún! De esto podemos dar las gracias a los constructores de Ketz. A pesar del hecho que existía la opinión que los rayos cósmicos no representaban ningún peligro, los que construyeron esta base utilizaron capas aislantes que nos resguardan de la acción de las radiaciones cósmicas más fuertes. ¿Comprende?
— Yo no sabía esto…
— Por el contrario, parte de los laboratorios, el de fisiología de las plantas y el zoolaboratorio, fueron creados de manera que sus paredes dejaran pasar la máxima cantidad de rayos cósmicos. Nosotros debíamos determinar qué influencia podían tener en el organismo de los animales y vegetales. Así, todos nuestros experimentos en moscas y demás animales se basan en esto. ¿Todas estas mutaciones de dónde provienen? Por la influencia de las radiaciones cósmicas. ¿Usted lo sabe?
— Sí, lo sé. Y ahora comprendo…
— Finalmente. Las moscas drosófilas cambian; los perros, cabritos, ovejas, etc., se transforman en monstruos. Y ustedes mismos, ¿es que son de otra pasta? ¿En ellos influyen y en ustedes no? ¡Y yo sabía esto! Lo sabía y lo advertía. Pero algunos biólogos como usted me persuadían: ¡no hay peligro! Y hemos llevado a uno a la locura y otro a la deformidad. Los rayos cósmicos afectaron las glándulas y las glándulas influenciaron en las funciones fisiológicas y psíquicas. Esto está claro…, Falieev padece acromegalía. Con esta enfermedad espero poder luchar. Pero con Kramer la cosa es ya más seria. Sí, y si usted hubiera trabajado en este laboratorio unos dos años, seguramente le hubiera sucedido algo parecido.
— ¿Y cómo vamos a proseguir? Yo no puedo dejar el trabajo empezado.
— Y no lo deje. Algo pensaremos. Bien trabajan los radiólogos con radiaciones peligrosas. Hace falta tan sólo saber aislarse. Trajes aislantes. Los animales en experimentación pueden encontrarse bajo la acción directa de los rayos, pero los científicos y asistentes, bajo «tejados» que no dejen pasar la «lluvia» cósmica. Y entrar en las cámaras de experimentación sólo con los trajes «aislantes» puestos. Yo daré órdenes para que nuestros ingenieros preparen todo lo necesario.