XVI — A Kramer se le estropea el carácter



Salí al corredor.

— ¡Camarada Artiomov! ¡Tiene carta! — oí una voz detrás de mí. La joven cartero me tendía un sobre. Lo tomé con avidez. Era la primera carta que recibía en Ketz. El matasellos era de Leningrado. Mi corazón saltaba de emoción.

— Una carta de Leningrado — dijo la joven—. Yo nunca estuve en esta ciudad. Dígame, ¿es bonita?

— ¡Una ciudad extraordinaria! — contesté con vehemencia—. Es la mejor ciudad después de Moscú. Pero a mí me gusta incluso más que Moscú.

Y empecé a describirle con ardor los maravillosos nuevos barrios de Leningrado, cerca de Strellne y de los altos de Pullkovsky, sus admirables parques, pintorescos canales que le dan un parecido a Venecia, su metropolitano, el aire de Leningrado, limpio de todo polvo y del hollín de las fábricas, las cubiertas de vidrio que protegen al peatón del aire en sus innumerables puentes, los parques invernales para los niños, sus museos de primera categoría, sus teatros, bibliotecas…

— Incluso el clima ha mejorado — decía yo—. Se han secado los pantanos de turba de centenares de kilómetros alrededor, los pantanosos ríos y lagos han sido puestos en condiciones, algunos canales de los alrededores de la ciudad han sido tapados y convertidos en paseos, o cubiertos por puentes que sirven de autopista. La humedad del aire ha disminuido y su nitidez ha dado a los leningradenses la posibilidad de recibir más sol. A cada automóvil que llega a la ciudad, le son lavadas las ruedas antes de entrar, para que no lleve a ella barro y polvo. ¡Para qué hablar! ¡Leningrado… es Leningrado!

— Tengo que ver Leningrado sin falta — exclamó la joven y moviendo la cabeza en señal de despedida «voló».

Abría la carta. Mi asistente me comunicaba que el laboratorio iba a terminar la reparación. Se instalaba un nuevo equipo. Que al terminar se marcharía a Armenia junto con el profesor Gabel, ya que habían perdido la esperanza a que yo volviera pronto.

Estaba agitado. ¿Podría dejarlo todo y volver a la Tierra…?

La aparición de Kramer cambió el rumbo de mis pensamientos. Y cuando vi el invernadero, me olvidé en seguida de todo. Éste me causó una fuerte impresión.

Pero no llegué allí tan pronto. Kramer me propuso vestirme con el traje de «buzo», un poco más ligero que el de salida al espacio interplanetario. Estaba además dotado de radioteléfono.

— En el invierno la presión es mucho menor que aquí — me explicó Kramer—. Y en su atmósfera hay mucho más anhídrido carbónico. En la atmósfera terrestre el gas anhídrido carbónico compone tan sólo una tres milésima parte; en el invernadero tres centésimas y en algunos departamentos aún más. Esto ya es dañino para el hombre. ¡Pero para las plantas…! ¡Crecen como en el período carbonífero!

De improviso, Kramer empezó a reír sin causas justificadas, una risa un poco extraña, según me pareció.

— En estas escafandras — dijo después de concluir su racha de risa—, hay teléfono, así que no será necesario acercarnos para hablar. Muy pronto las escafandras de los trajes interplanetarios también irán provistos de él. ¿Es muy cómodo, no le parece? Creo que lo construyó su amiga, la que vino con usted desde la Tierra.

Kramer me guiñó el ojo y de nuevo soltó la carcajada.

«No se sabe quién trajo a quién — pensé yo—. ¿Y por qué Kramer ríe hoy de esta manera…?»

Pasamos por la cámara atmosférica y sin prisa, nos dirigimos por un largo corredor que unía el cohete con el invernadero.

— Tenemos varios invernaderos — charlaba sin parar Kramer—. Uno largo que ya vio al llegar. ¡Ja, ja, ja! ¿Recuerda cómo por poco voló usted y yo le até como un perrito? Ahora vamos al nuevo invernadero, es cónico. En él, como en el cohete, existe peso, pero muy insignificante. Total, una milésima parte del terrestre. Una hoja que cae de un árbol desde la altura de un metro del suelo, cae durante veinte minutos. Esta fuerza de gravedad es suficiente para que el polvo y los residuos se sedimenten en el suelo y para que los frutos maduros no floten en el espacio… ¿Aún no se ha bañado en la ingravidez? ¡Estupendo! «Verley se fue a bañar»… — se puso de pronto a cantar, riendo de nuevo salvajemente—. Tenemos además algunos laboratorios experimentales, donde la fuerza de gravedad falta por completo. Allí está el baño… Ya hemos llegado. «El velo está corrido…» — declamó mientras abría la puerta.

Primero me cegó la luz. Luego, al mirar vi un túnel de colosales dimensiones, un embudo que se ensanchaba. La puerta de entrada estaba situada en la parte estrecha del embudo. En la parte opuesta se unía a una enorme esfera de cristal.

A través del cristal caían torrentes de luz. Su fuerza era incalculable. Como si miles de proyectores vertieran su luz en ella. Las paredes del túnel estaban llenas de verde, vegetación con matices desde vivo esmeralda hasta casi negro. Este verde tapiz estaba traspasado por estrechas pasarelas de aluminio. El espectáculo era extraordinario. Pero creció mi admiración cuando me enteré más a fondo de la clase de plantas que allí habían. Yo, biólogo, botánico, especialista en el estudio de la fisiología de los vegetales, no tenía la menor noción de hasta qué punto pueden ser maleables, «plásticas» estas materias, de cómo puede cambiar su aspecto exterior y estructura interior.

Quería mirarlo todo despacio y detalladamente. Pero Kramer no me dejaba tranquilo y susurraba a mi oído:

— ¡Todo esto lo ha hecho Shlikov! Es un genio. Muy pronto va a lograr que las plantas bailen y que canten como los ruiseñores. ¡Las amaestrará! «Los cereales», dice él, «utilizan una sesentava parte de la energía solar y las bananas cien veces más. Y esto no depende del clima. Se puede obligar a que aumenten su consumo en cientos de veces».

— Ya me habló de esto — dije intentando poner fin a la efusión de Kramer, pero éste no se callaba.

— Y Shlikov logró esto. ¿Y los resultados? ¿No quiere mirar este ejemplar? ¿Qué me dice de él? ¡Ja, ja, ja!

Me paré admirado. Ante mí había una mata de la altura de una persona; las hojas como la palma de la mano y sus frutos, de dimensiones parecidas a una gran sandía, recordaban fresas. Eran en efecto fresas de tamaño monstruoso. El arbusto ya no se arrastraba por el suelo, sino que subían hacia arriba. De su débil tallo pendían estas enormes bayas. (¡Lo que significa la ausencia de la gravedad!) Algunas de ellas eran completamente rojas, otras aún no habían madurado.

— Cada día recogemos diez de estas «bayas» de esta sola mata — hablaba Kramer—. Sacamos unas y otras maduran. Salen sin interrupción. Nuestras plantas no tienen ni el descanso de dos semanas que tienen en la Tierra las plantas tropicales. ¡Dan y dan! Absorben los rayos del sol, los desechos y el agua del suelo, convirtiéndolos en estos sabrosos frutos. Y el sol aquí no penetra. La atmósfera del invernadero es siempre diáfana. Esto primero. Segundo: la atmósfera de aquí tiene gran cantidad de anhídrido carbónico, como en los tiempos del período carbonífero.

— Ya me ha hablado del anhídrido carbónico.

— Eche una mirada a estas hojas — continuó Kramer sin inmutarse lo más mínimo—. Son casi negras y por esto absorben casi por competo la energía solar, sin que tenga lugar el recalentamiento de la planta. Sólo disminuye la evaporación del agua. ¿Sabe usted cuánta energía gastan las plantas en la evaporación? Treinta o cuarenta veces más que en trabajo útil. Aquí esta energía va al fruto. Las hojas son gruesas, carnosas. Algunas de ellas ni tienen base. Y los frutos: ¡qué enormes! En cambio mire este ejemplar que no hace más que segregar agua — dijo mostrando una planta en cuyos extremos de las hojas goteaba agua—. No parece una planta, sino una fuente de Baichisaray. ¿Ha visto el «surtidor de las lágrimas»? ¡Gotea y gotea! Esto es nuestro filtro natural.

— Aquí hay también una planta original — continuó, avanzando por la estrecha pasarela—. El «Quiosco de agua de frutas», o mejor dicho, una herida de la que mana jugo. ¿Ve el corte en el tronco? Es un tubito por el que gotea. Pruebe. ¿Sabroso? ¿Dulce? ¡Limonada! Ponga atención en el terreno: el desmenuzamiento de las partículas es ideal. En cada millar de partículas duras hay algunas decenas de bacterias útiles. Y por esto, mire estos guisantes, habas y alubias. ¡Son como manzanas!

«Y estos departamentos vidriados — continuó diciendo— existen para crear en algunas plantas condiciones especiales: el ambiente gaseoso de composición más conveniente, la mejor temperatura. Los parásitos no existen. Las malas hierbas tampoco. Los filtros de luz dan una propicia composición de rayos… ¡«Ira»! ¡«Ira»! ¿Qué haces, loca? — chilló de improviso asustado, saltó y arrancó el vuelo por el invernadero—. ¡«Ira»! ¡«Ira»! — gritó desde no sé dónde, detrás de unas matas, como si lo despedazaran.

¿Que ha sucedido con este hombre? No hace mucho era un chico tranquilo, apacible. Y ahora tiene un elevado grado de irritabilidad. No podía comprender lo que le había hecho excitar. Oí un ruido, un chirrido y vi cómo las hojas caían y volaban desde el extremo ancho del embudo hacia el estrecho.

— ¿Por qué has puesto el ventilador con tanta fuerza? ¿Quieres armar un huracán? — clamaba—. ¿Quieres destrozar las plantas…? ¡Disminuye su fuerza si no quieres que te lance a la Tierra!

El ruido y movimiento de las hojas cesó. Se oyó una voz fina que decía:

— Ayer tú mismo ordenaste que pusiera los ventiladores a veintiséis…

— ¡Esto lo has soñado!

Yo me acercaba poco a poco a la esfera de vidrio, entreteniéndome en las plantas que ofrecían mayor interés. En los finos troncos ardían como llama viva las flores de la amapola. Sus «cajitas» eran del tamaño de la cabeza de un bebé.

— ¿Ves? ¿Ves cómo se balancean y caen las semillas de amapola? — gritaba él.

Estas semillas eran como guisantes.

Unos guisantes auténticos de muchos metros de altura subían en la mitad del embudo. Una flor de girasol de medio metro de diámetro casi no subía del suelo. Pepinos, zanahorias, patatas, fresas, frambuesas, uvas, grosellas, ciruelas, avena, trigo, remolacha, cáñamo… A duras penas los reconocía, tanto habían cambiado en sus medidas y formas.

Más de una vez me paré completamente desorientado. ¿Qué era esto?

Los terrestres enanos se habían convertido en gigantes y por el contrario, los grandes árboles leñosos de la Tierra se habían convertido en enanos. En lugares especiales, oscuros, crecían setas: unas setas enormes…

He aquí los subtrópicos y trópicos. Higueras enanas con frutos gigantes, árboles de café, de cacao, palmas y cocoteros del tamaño de una sombrilla, pero con frutos el doble de grandes que los terrestres.

En un armario vidriado vi un auténtico bosque tropical de enanos. Palmas, bananos, helechos, lianas… Sólo faltaban elefantes del tamaño de un ratón, para poderme imaginar que era Gulliver en el país de los liliputienses…

¡Que insignificantes me parecían todos mis éxitos «terrestres»!

¡Cuán fácilmente se resuelven aquí los problemas con los que yo tantos años me había partido la cabeza! Hay aquí frutas y verduras frescas durante todo el año y las fábricas que las elaboran pueden trabajar sin interrupción…

¿Es que las experiencias de la Estrella Ketz no pueden ser llevadas a la Tierra? Por ejemplo en el Pamir. En las alturas del Pamir hay menos rayos ultravioleta que en la Estrella, pero mucho más que en los lugares situados a nivel del mar. La meseta del Pamir se puede transformar en invernadero. Todos los gastos de inversión serían cubiertos plenamente. En los invernaderos podrían crearse las condiciones necesarias de atmósfera, aumentar la cantidad de anhídrido carbónico…

¿Y en los despejados cielos de los trópicos con su caluroso clima y abundancia de rayos solares…? Cuando se venza a la jungla por completo, millones de personas hallarán allí casa y alimentos.

¿Y los desiertos terrestres? Ya se lucha allí con éxito contra los arenales y la falta de agua. ¡Pero cuántos desiertos hay aún en la Tierra! Obligaremos a que nos ayude el sol, al igual que en la Estrella Ketz. El sol, que se ha tragado el agua, que ha matado con su calor a la vegetación, hará renacer la vida en los desiertos. Se convertirán en verdes jardines…

¡No, en el globo terráqueo nunca existirá el peligro de superpoblación! ¡La Humanidad puede mirar con valentía el futuro…!

— ¿Qué le pasa Artiomov, se ha quedado pasmado? — oí la exclamación de Kramer.

— Perdone, estaba soñando — respondí, estremeciéndome por la sorpresa.

Miré a mi alrededor: el cono del invernadero había cambiado de aspecto. Por las estrechas pasarelas volaban jóvenes muchachas con cestas. Sus vestidos de colores vivos y variados destacaban del fondo verde, como flores. Las jóvenes recogían los frutos. Una suave música acompañaba su trabajo.

— ¡Un cuadro mitológico! — prorrumpió en carcajadas Kramer—. ¡Muchachas estelares! ¡Un cuento de nuestros días! Muy pronto van a ser sustituidas por autómatas… Sin embargo, es hora de irnos. Aún no ha visto el laboratorio. No se encuentra en la Estrella Ketz. Allí hay ingravidez completa. Será necesario cambiar de traje y volar una larga distancia. Usted debe ya dominar el cohete portátil. ¡Sépalo: si esta vez se va, no iré detrás a buscarle!

Pero esta vez yo «disparaba» ya con más destreza y no me separaba de Kramer. A pesar de esto, la travesía celeste me causó algunas emociones. Noté que mi pierna derecha se enfriaba. ¿No habrá algún deterioro en el traje por el que penetra el frío espacial? Pero resultó que la pierna estaba a la sombra. Giré la pierna a la luz y se calentó.

Llegamos al laboratorio. Tiene forma de cilindro. En el interior estaba dividido por tabiques de vidrio. De un compartimiento a otro había que pasar a través de una cámara de «aislamiento», debido a que la presión y composición del aire en cada compartimiento eran distintos. En uno de los lados del cilindro, en toda su longitud, había ventanas, en el opuesto, plantas. Algunas de ellas estaban plantadas en recipientes de vidrio para poder observar el desarrollo de las raíces. Esto me chocó: las raíces no aman la luz. Parte de las plantas estaban en bancales, otras, en macetas puestas en fila en el aire. Y crecían ellas de extraña manera. Las ramas y hojas crecían en forma de radiación desde la maceta hacia las ventanas. En algunas, las raíces se desarrollaban «hacia arriba», y otras «hacia abajo». Pero casi todas las raíces se encontraban en la parte sombría. La falta de fuerza de gravedad había anulado la fuerza de geotropismo y aquí, por lo visto, la «dirección» del crecimiento estaba regido sólo por el heliotropismo, o sea, la fuerza que dirige las plantas hacia la fuente de luz.

— ¡Déjame! ¡Vete! ¡Te digo que te vayas! — oigo una voz femenina y la risa de Kramer.

Miro al final del laboratorio y veo a través de los cristales una joven con un vestido color lila. Está volando allí cerca del «techo» y Kramer está tras ella empujándola. La joven va de un lado a otro, se golpea en «paredes» y «techo» sin poder parar. Por lo visto tiene que ir a una mata verde oscura, pero en el mundo de la ingravidez, no es tan fácil hallar la posición necesaria.

Me acerco a ellos. Parece que la he visto en alguna parte. ¡Sí, claro, es la que vive en la habitación de Tonia! O sea, que tendré que trabajar con ella. Yo la miro de lado y arriba, ella y Kramer se ríen al ver mis absurdos movimientos. Me siento como un pez fuera del agua. Pero la joven no lo hace mejor que yo. Sólo Kramer tiene la destreza suficiente, como un pez en el agua. Él continúa girando al lado de ella, poniéndola tan pronto cabeza abajo como arriba. Ella se enfada y ríe. Luego Kramer me mira y dice:

— Conózcanse. Es Zorina.

— Ya nos conocemos — contesta ella y me saluda con la cabeza.

— ¿Ah, ya se conocen? Mucho mejor — exclama con enojo Kramer—. Bueno, vamos Artiomov. El baño está al lado. Antes y después del trabajo nos bañamos aquí.

Por estrechos pasos llegamos a un nuevo cilindro — «antebaño»— de un diámetro de cerca de cuatro metros y casi igual longitud. Allí nos desnudamos, pasamos por un agujero redondo y llegamos al «baño». Esto es un cilindro del mismo diámetro pero mucho más largo. Paredes lisas de aluminio, iluminación lateral, y ni una gota de agua. Me paro en el mismo centro del cilindro y no puedo de ninguna manera llegar a sus paredes. Estoy flotando en el aire, en el vacío. Kramer está ocupado en la entrada. Pero he aquí que ha girado una palanca, se oye un ruido, y del grifo situado en el fondo del cilindro, empieza a salir agua. El chorro de agua a presión me golpeó transformándose en gotas y bolitas. Salí despedido a un lado. Las bolitas de agua saltaban a mi alrededor, chocaban unas con otras y aumentaban de volumen.

En este mismo instante el cilindro empezó a girar sobre su eje más y más rápido. Se originó una fuerza centrífuga. Las gotas y bolitas empezaron a juntarse y sedimentarse en las paredes. Y muy pronto éstas estaban cubiertas por un metro de agua. El agua estaba en todos lados, a la derecha, a la izquierda, arriba formando techo. Sólo la parte central del cilindro estaba vacío. Sentí que empezaba a «atraerme». Después de unos segundos puse mis pies en el «fondo». Kramer estaba en la pared contraria del cilindro de cara hacia mí. Los dos nos sentíamos plenamente estables: caminábamos por el fondo, nadábamos, nos sumergíamos. Me encantó este singular baño. El peso del cuerpo era mínimo y se nadaba con facilidad.

Kramer fue a la abertura de entrada y giró la palanca. El agua empezó a marchar por unos diminutos orificios, el movimiento del cilindro disminuyó. Cuando se paró por completo ya no había agua en el baño y nuestros cuerpos eran ingrávidos de nuevo.

En el vestidor, al hacer un movimiento violento se me escapó mi vestido y pasé apuros para darle alcance. En este mundo de la ingravidez las cosas se portan de manera extraña. Al más pequeño golpe se van, empiezan a volar de un ángulo a otro, de una pared a otra y… ¡Prueba a atraparlos!

— ¿Qué le parece Zorina? ¿Verdad que es bonita? — me preguntó de improviso Kramer, con cara maliciosa y sombría—. ¡Vaya con cuidado! — terminó con tono amenazador.

¿Tendrá celos de mí por Zorina? ¡Vaya extravagancia!

— Bien, ahora le acompañaré al laboratorio zoológico — dijo Kramer mirándome con desconfianza—. Podemos llegar a él por los «túneles». Le llevaré allí y me iré.

Así lo hizo. Me dejó en la misma puerta del laboratorio y al despedirse repitió de manera significativa:

— ¡Así que téngalo en cuenta!

— ¿Qué es lo que tengo que tener en cuenta? — dije sin contenerme.

Su rostro de pronto se contrajo.

— ¡Si usted no lo tiene en cuenta, ya lo tendré yo! — musitó entre dientes y se alejó.

— ¿Qué le pasa a este hombre?

Ya había tomado el puño de la puerta, cuando Kramer volvió. Sujetándose con la punta de los pies en la correa de la pared, estaba ante mí en un ángulo de sesenta grados y dijo:

— Y además ahí va eso. ¡Yo no le creo! ¿Para qué ha venido aquí? ¿No será para ponerse al corriente de los trabajos de Shlikov y volver otra vez a la Tierra presentando estos trabajos como suyos? ¡Shlikov es un genio! Y yo no permitiré a nadie…

— ¡Oiga Kramer! — me indigné ya—. O usted está enfermo, o debe responder de sus actos. Usted me ofende sin ningún fundamento. ¡Piense bien las idioteces que está diciendo! ¿Quién puede dar por suyos unos trabajos de otro? ¿Y para qué? ¿No se da usted cuenta en qué tiempo y dónde vivimos?

— ¡Pues recuérdelo! — me interrumpió, y haciendo un enorme salto desapareció en el túnel.

Me quedé desconcertado. ¿Qué será esto? Maquinalmente abrí la puerta y entré en el laboratorio.




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