XX — El barba negra Evgenev-Paley



Habían pasado ocho meses desde que salí de la Tierra.

La Estrella Ketz se preparaba para la fiesta. Aquí cada año se festejaba con gran solemnidad el día de la fundación de la Estrella. Sus viejos habitantes me contaron que para este día se reunían en la Estrella todos los colonos celestes, estuvieran donde estuvieran. Se hacen discursos, se escucha el balance anual de trabajo, comunicaciones sobre sus éxitos, comparten sus experiencias y se hacen planes para el futuro. Este año se preparaba una fiesta extraordinaria. Yo la esperaba con gran impaciencia: sabía que al fin vería, no sólo a Tonia, sino también al escurridizo de la barba negra.

En la Estrella ya empezaron los trabajos de preparación. Desde los invernaderos se trajeron flores y plantas y se decoró la sala principal. Los artistas dibujaron carteles, retratos y diagramas. Los músicos estudiaron nuevas canciones, los comediantes nuevas obras, los dirigentes de los trabajos científicos componían sus informes.

Era divertido volar por las «tardes» a lo largo del «túnel», entre el verdor de las plantas, adornado por lámparas de colores. Por doquier había agitación, se oían canciones, música, voces juveniles. Cada día aparecían nuevas caras. Predominaba la juventud. Los conocidos se encontraban de nuevo con calurosos saludos y se entablaban animadas charlas.

— ¿Tú, de dónde vienes?

— De la banda de asteroides.

— ¿En el aro de Saturno has estado?

— ¡Claro!

— ¡Cuéntanos! ¡Cuéntanos! — se oían voces.

Alrededor del narrador pronto se formaban compactos grupos, mejor dicho, enjambres: la fuerza de gravedad era mínima y muchos de los oyentes flotaban por encima de la cabeza del que contaba sus aventuras.

— El aro de Saturno, como ustedes saben, se compone de miríadas de fragmentos que vuelan en una dirección. Seguramente, son restos de algún planeta desintegrado, un satélite de Saturno. Hay piedrecitas muy pequeñas, pero también hay enormes bloques y montañas enteras.

— ¿Y se puede andar por el aro, saltando de piedra en piedra? — alguien preguntó.

— Claro que se puede — contestó riéndose el narrador. Y no se podía comprender si decía la verdad o bromeaba—. Yo así lo hice. Algunos fragmentos, vuelan tan cerca unos de otros que se puede traspasar. Pero en general, la distancia entre ellos no es pequeña. Sin embargo, con ayuda de nuestros cohetes portátiles volábamos fácilmente de un fragmento a otro. ¡Vaya riqueza, camaradas! Algunos trozos estaban compuestos de oro, otros de plata, pero la mayoría eran de hematites.

— ¿Tú, claro está, habrás traído oro?

— Hemos traído muestras. El aro de Saturno es suficiente para cientos de años. Nosotros iremos sacando piedra tras piedra de este magnífico collar. Primero las piedras pequeñas, después iremos por las grandes.

— Y Saturno perderá su maravilloso adorno. Esto es una lástima — dijo alguien.

— Sí, en efecto, el espectáculo es maravilloso. Llegando al aro en el mismo plano que él, se ve sólo su borde, una línea fina luminosa que corta al también iluminado planeta. Si lo miras desde arriba, ves un resplandeciente aro de belleza inigualable. De lado, un arco de oro que ciñe medio cielo, que puede ser regular o estirado en elipses o incluso en parábola. Añadan a esto las diez lunas-satélites y tendrán una imagen del sorprendente espectáculo que espera al viajero.

— ¿Y no descendieron al planeta Saturno?

— No, eso lo dejamos para ti — contestó el narrador. Todos se rieron—. En Febe sí estuvimos y también en Iapeto. Son pequeñas lunas sin atmósfera y nada más. Pero la vista del cielo, desde todos los sitios, es maravillosa.

— En una palabra, hemos estudiado la estratosfera, como la atmósfera de nuestra propia habitación. Para nosotros no existen ya secretos… — se oyó la voz del aerólogo, que pasó volando junto con mi amigo Sokolovsky.

Agité el brazo saludando al geólogo y de pronto vi a Tiurin. Caminaba con cuidado por el suelo al lado del director Parjomenko y hablaba sobre el movimiento. ¿No será que piensa hacer un discurso sobre su filosofía del movimiento…?

Parjomenko se va hacia Zorina. No es la primera vez que veo a esta joven junto a Parjomenko. Menos mal que Kramer no lo ve. El pobre está aún aislado. Tiurin, con la clásica distracción de los científicos, no se dio cuenta que había perdido a su acompañante y seguía despacio adelante divagando:

— El movimiento es un bien, la inmovilidad, un mal. El movimiento es bueno, la inmovilidad…

El sonido de la orquesta ahogó el discurso del predicador de la nueva filosofía.

Recorrí todo el corredor principal, miré en la gran sala, en el comedor, en el estadio, la piscina. Por doquier gente revoloteando, saltando. Por doquier voces sonoras y risas. Pero entre ellos no estaba Tonia… Llegué a ponerme triste y me dirigí al zoolaboratorio a charlar con mi amigo cuadrúpedo…

Por fin llegó el día de la fiesta. Para que los innumerables colonos pudieran acomodarse, la fuerza de gravedad en la Estrella se había anulado casi por completo. Y los reunidos se alojaron regularmente por todo el espacio. Cubrieron las paredes, llenaron las salas al igual que las moscas drosófilas la vitrina de vidrio.

Al final del corredor fue erigida una «estrada». Detrás se situó un telón transparente, donde se había pintado nuestra Tierra, la Estrella Ketz encima y más arriba, la Luna. En un gran ovalado del transparente se veía la estatua en platino de Konstantin Eduardovich Tziolkovsky. Estaba representado en pose de trabajo: con una tabla de madera y el papel encima de las rodillas. En su mano derecha había un lápiz. El gran inventor, que había mostrado al hombre el camino hacia las estrellas, parecía que había hecho una pausa en su trabajo poniendo atención en lo que decían los oradores. El artista escultor había transmitido con extraordinaria fuerza la expresión intensa del rostro del algo sordo viejo y la alegre sonrisa del hombre «que no ha vivido en vano» su larga vida. Esta estatua plata-mate iluminada con efecto, dejaba una impresión imperecedera.

La mesa de la presidencia era sustituida por un aro de oro flotando en el aire. Alrededor de este aro, sujetos a él con las manos, estaban situados los miembros de la presidencia. En el centro, el director Parjomenko. La sala le saludó con exclamaciones y aplausos.

Sentí que alguien me tocaba del brazo. Me volví… ¡Tonia!

— ¡Tú! — sólo pude exclamar yo. Así, inesperadamente, llamé por primera vez de «tú» a Tonia.

Contrariamente a las reglas de Ketz, nos estrechamos las manos.

— ¡El trabajo me ha retenido! — dijo Tonia—. He hecho otro descubrimiento. Muy útil aquí pero, desgraciadamente, de muy poca utilidad en la Tierra… ¿Recuerdas aquella ocasión en que un pequeño asteroide por poco no provocó una catástrofe al traspasar nuestra base? Esto me convenció del hecho que pese a no ser muy probables estos casos, tienen lugar algunas veces. Y yo he inventado…

— ¿Entonces, no es un descubrimiento, sino un invento?

— Sí, un invento. Inventé un aparato que reacciona a la aproximación del más pequeño asteroide y automáticamente aparta la Estrella de su camino.

— ¿Algo así como los aparatos que avisan a los barcos de la aparición en su ruta de los icebergs?

— Sí, con la sola diferencia que mi aparato no sólo avisa, sino que aparta nuestro «barco» hacia un lado. Luego te lo contaré detalladamente… Parjomenko ya empieza su informe.

Se hizo el silencio.

El director felicitó a todos con «la terminación con éxitos del año estelar». Una lluvia de aplausos, y de nuevo silencio.

Luego, haciendo el balance, dijo que la Estrella Ketz, obra de la Tierra, «empieza ya a devolver su deuda a su madre». Dijo que tenía en su haber enormes progresos, que en sus trabajos en los dominios de la astronomía, aerología, geología, física y biología, enriquecieron a toda la Humanidad. ¡Cuántos descubrimientos científicos y problemas solucionados! Problemas irresolubles en la Tierra. De inmenso valor son los descubrimientos hechos por Tiurin. Su «Estructura del Cosmos» pasará a la historia de la ciencia como una obra clásica que hará época. Su nombre se pondrá en la fila de nombres de titanes de la ciencia tales como Newton y Galileo.

Un alto valor recibieron los trabajos del aerólogo Kistenko, del geólogo Sokolovsky, de la «eminente inventora y experimentadora, camarada Gerasimova», fueron recordados mis modestos trabajos, a mi parecer sobrevalorados.

— Como verdadero héroe conquistador de los espacios siderales, se ha revelado el camarada Evgenev — dijo Parjomenko y empezó a aplaudir a alguien detrás de él.

¡Evgenev! ¡El barba negra! Yo estiro mi cuello para verlo, pero el héroe se esconde. No salió ni por los aplausos.

— Camaradas, él se hace el modesto — dice Parjomenko—. Pero le obligaremos a informar sobre sus extraordinarias aventuras en la zona de asteroides. El jefe de la expedición debe rendir cuentas ante nosotros.

Evgenev apareció. Yo en seguida lo reconocí.

— ¿Y tú lo hubieras reconocido? — pregunté a Tonia.

Ella sonrió.

— Entre otros sin barba sí, pero entre todos estos barbudos, es poco probable, ya que sólo lo vi una vez, en forma fugaz, cuando iba hacia el aeródromo.

Evgenev empezó a hablar. Al oír sus primeras palabras, Tonia de pronto se puso pálida.

— ¿Qué te pasa? — exclamé yo asustado.

— ¡Pero si es Paley! Su voz… ¡Pero cómo ha cambiado! Paley-Evgenev… ¡No comprendo nada!

Yo, seguramente palidecí no menos que Tonia: tanto me alteró esta novedad.

— ¡En cuanto termine iremos a verle! — exclamó Tonia en tono decidido.

— Pero… ¿No sería mejor que fueras tú sola? Tienen mucho que hablar.

— No tenemos secretos — respondió Tonia—. Así será mejor. ¡Vamos!

Y en cuanto se apagó la ovación y el barba negra se separó de la «mesa», Tonia y yo nos dirigimos hacia él.

La parte solemne de la reunión terminaba. El «enjambre de moscas» se puso en movimiento. Tocaba la orquesta. Todos cantaban a coro el «Himno de la Estrella». Empezaba el carnaval de flores.

Penetrando con dificultad entre la muchedumbre, pudimos al fin llegar cerca de Paley. Al ver a Tonia, sonrió y exclamó:

— ¡Nina! ¡Camarada Artiomov! ¡Buenos días!

— Vamos a algún lugar silencioso. Tengo que hablar contigo — dijo Tonia a Paley y tomó un ramo de violetas que flotaban en el aire.

— Y yo también — respondió Paley.

Nos dirigimos a un ángulo alejado de la sala, pero aún allí había mucho ruido. Tonia propuso pasar a la biblioteca.

Paley-Evgenev estaba de buen humor. El propuso que nos «sentáramos» en las sillas, a pesar que ellas no nos sostenían en nada. El mismo, con velocidad vertiginosa y destreza singular, tomó una silla que flotaba en el aire y se la puso debajo sujetándola con las piernas, «sentándose». Nosotros seguimos su ejemplo, aunque no con tanta facilidad. Tonia resultó «sentada» un poco de lado, Paley tomó su silla y la puso a su lado. Yo flotaba cabeza abajo en relación a ellos, pero no quería cambiar mi posición para no provocar la risa de ellos con mis movimientos desmañados.

— Así es más original — dije yo.

Pasaron algunos momentos de silencio. A pesar de su alegría exterior Paley estaba emocionado. Tonia tampoco ocultaba su nerviosismo. En cuanto a mí, mi situación era completamente embarazosa, violenta. En verdad, yo gustosamente me hubiera marchado, a pesar del interés que tenía para escuchar lo que iban a decirse. Me sentí aún más violento cuando Paley, haciendo un movimiento de cabeza hacia mí, preguntó a Tonia:

— ¿El camarada Artiomov es tu prometido?

Creí que me caía. Pero por suerte, aquí no se cae nadie, aunque se desvanezca. ¿Qué va a responder Tonia? Yo me quedé mirándola fijamente.

— Sí — respondió ella sin vacilar.

Yo respiré más libremente y me sentí más firme en mi silla «aérea».

— Así que no me he equivocado — dijo en voz baja Paley y en su voz yo creí sentir tristeza.

O sea, que yo tampoco me había equivocado al suponer que entre ellos hubo algo, además del interés científico.

— Yo soy culpable ante ti, Nina… — pronunció Paley y se calló.

Tonia asintió con la cabeza.

Paley me miró.

— Nosotros somos camaradas — dijo él—, y entre camaradas se puede hablar con franqueza. Yo te amaba Nina… ¿Tú lo sabías?

Tonia bajó un poco la cabeza.

— No.

— Lo creo. Yo supe guardar este sentimiento. ¿Y tú cómo me mirabas?

— Para mí, tú eras un amigo y camarada de trabajo.

Paley asintió con la cabeza.

— Y en esto me equivoqué. A ti te atraía nuestro trabajo. ¡Y yo sufría, sufría mucho! ¿Recuerdas con qué alegría acepté la proposición para ir al Lejano Oriente? Me parecía que cuando no estuviera cerca de ti…

— Yo tuve un gran disgusto cuando nuestro trabajo se interrumpió en lo más interesante. Todas las anotaciones las llevabas tú. Las fórmulas también te las quedaste. Sin ellas yo no podía ir más allá.

— ¿Y sólo por estas fórmulas me buscabas por la Tierra y por el cielo?

— Sí — contestó Tonia.

Esta vez Paley rió sinceramente.

— Todo lo que se hace, se hace para mejorar. Más de una vez tú, Nina, me habías reprochado el ser una persona apasionada. ¡Ay! Este es mi defecto, pero también mi cualidad… Sin esta pasión yo no hubiera efectuado las «doce hazañas de Hércules», de las cuales habló hoy Parjomenko. A propósito, todos nosotros estamos propuestos para una condecoración. Esto será el premio por mi carácter apasionado… Así — continuó—, marché al Lejano Oriente y allí… me enamoré de Sonia y me casé con ella, y ahora tenemos ya una preciosa hija. Mi mujer e hija están en la Tierra, pero pronto vendrán aquí.

Mi corazón latió ya regularmente.

— ¿Por qué ahora te llamas Evgenev? ¿Evgeni Evgenev? — preguntó Tonia.

— Esto es por casualidad. El apellido de Sonia es Evgeneva. Y ella es muy original. «¿Por qué no podrías llevar mi apellido?», dijo ella antes de casarnos. «El tuyo, pues el tuyo», decidí yo. El de Paley no me daba lástima perderlo, era el de una persona apasionada. Dejaba el trabajo en el punto más interesante… Podía ser que Evgenev fuera un mejor trabajador.

— Pero bueno. ¿Por qué no mandaste tus apuntes?

— Primero: era tan feliz, que me olvidé de todo el mundo. Segundo: me sentía culpable ante ti. Después de mi inesperada partida, estuve dos veces en Leningrado. Y una de las veces te vi con el camarada Artiomov. Oí cómo nombrabas su apellido. Pero en seguida comprendí vuestra relación. En aquel tiempo ya trabajaba en el sistema Ketz, el nuevo trabajo me tenía cautivado por completo. Vivía sólo para los «intereses celestes». Hacia nuestro trabajo contigo, sinceramente, había perdido todo el interés. Yo recordaba que nuestros apuntes comunes tenía que devolvértelos… Y he aquí que encuentro al camarada Artiomov. Y hay que decir que esto sucedió en momentos muy especiales. Una hora antes de partir de Leningrado recibimos un telegrama en el que nos comunicaban que debíamos comprar unos aparatos de nueva producción. Con mis camaradas nos repartimos las compras, acordando encontrarnos en la esquina de la calle Tres de Julio y la Avenida Veinticinco de Octubre. Por esto partí tan aprisa que no tuve tiempo de comunicar mi dirección. Sólo pude gritar: «¡Pamir, Ketz!» Y llegué al Pamir y empecé a dar vueltas. Luego volé a la Estrella Ketz, de aquí a un viaje interplanetario… He aquí todo el cuento. ¡Perdón, perdón por todo!

— Pero, ¿dónde están por fin estos apuntes? — exclamó Tonia.

— No me tires de la silla, por favor, no sea que me caiga y me parta en pedazos — reía Paley—. ¡Ay, ay! No era necesario que fueras al cielo para tenerlos. Quedaron en Leningrado, en una casa casi al lado de la tuya, en casa de mi hermana.

— ¡Y tú no pudiste escribirme eso! — dijo Tonia en tono de reproche.

— Culpable, mil veces culpable, toma… — dijo Paley-Evgenev, balando y acercando su cabeza de negro pelo hacia Tonia.

Ella puso los dedos en su espesa cabellera y, sonriendo, la agitó.

— ¡Habría que pegarte por esto, pillo, y no proponerte para un premio!

— Hay para castigarme, pero hay también de qué premiarme — replicó bromeando Paley.

Tonia de pronto se volvió hacia mí y exclamó:

— ¿Bien, volvemos a la Tierra, Lenia?

«¿Volvemos a la Tierra, Lenia?» ¡Cómo me habrían regocijado estas palabras algunos meses atrás! Ahora sólo me alegraba la palabra «Lenia». Por lo que se refiere a la vuelta a la Tierra, esto…

— Hablaremos de esto aún. No podemos así, tan de prisa. Tú y yo tenemos trabajos aún no terminados — contesté.

— ¿Cómo? — se extrañó ella—. ¿Ahora no quieres volar a la Tierra conmigo?

— Quiero, Tonia. Pero estoy en vísperas de un grandioso descubrimiento biológico. Y este trabajo sólo se puede terminar aquí. Además, lo primero es lo primero.

Tonia me miró, como si fuera la primera vez que me viera.

— Parece que has madurado en Ketz — dijo ella, no sé si en tono de burla o de aprobación—. Esta entereza de carácter aún no la había notado en ti. Bueno, así aún me gustas más. Haz lo que quieras. Pero yo no puedo quedarme. He terminado mis trabajos, como se dice, incluso he sobrepasado mi plan y no pienso empezar de nuevo. Me hace falta terminar aquel que empecé hace mucho con Paley.

— Sí. Nina — la alentó Paley—. A propósito, parece que tú eres Tonia, al igual que yo Evgenev. ¡Todo cambia! Tú debes terminar este trabajo. No se puede dejar este problema a la mitad…

— ¿Y quién lo dejó? — exclamó Tonia—. ¡Bien, basta de cuentos! Vamos a divertirnos. ¡Esta es mi última noche en la Estrella!




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