— ¡Hemos llegado! — dijo Sokolovsky—. Todo ha resultado bien.
— No hemos cerrado las ventanillas al caer — refunfuñó Tiurin—. Esto ha sido una imprudencia. El cohete podía haber caído de lado y romper el cristal.
— Bueno, no es la primera vez que nuestro capitán «aluniza» — replicó Sokolovsky—. Bien, queridos camaradas, pónganse los trajes interplanetarios y trasládense al «automóvil lunar.»
Nos vestimos rápidamente y salimos del cohete.
Respiré profundamente. Y a pesar que respiraba el oxígeno de mi aparato, me pareció como si el gas tuviera aquí otro «gusto». Esto, claro está, era todo imaginario. Mi segunda impresión, ya real por completo, fue la sensación de ligereza. Ya antes, durante los vuelos en los cohetes y en la Estrella Ketz, donde había una completa ingravidez, había experimentado esta ligereza, pero aquí, en la Luna, la gravedad se sentía como una «magnitud constante», sólo que bastante menor que en la Tierra. ¡No era broma! ¡Yo ahora pesaba seis veces menos que mi peso terrestre!
Miré a mi alrededor. Encima de nosotros se hallaba el mismo cielo lúgubre con sus estrellas sin centelleo. El Sol no se veía y tampoco la Tierra. Oscuridad completa, atenuada tan sólo por los rayos de luz de las ventanillas de nuestro cohete. Todo esto se hacía extraño por la idea terrestre que tenemos de nuestro satélite reluciente. Luego adiviné: el cohete cayó más al sur de Clavius, en el lado de la Luna invisible desde la Tierra. Y aquí ahora era de noche.
Todo alrededor era silencio y desierto sin vida. No sentía frío dentro de mi traje electrificado. Pero el aspecto de este negro desierto inhóspito me helaba el alma.
Salieron también del cohete el capitán y el mecánico para ayudar a sacar el automóvil. El geólogo me invitó con un gesto a tomar parte en el trabajo. Miro el cohete-auto. Tiene forma de vagón-huevo. A pesar de ser pequeño debe pesar lo suyo. Pero no veo ni cuerdas, ni cables, ni grúas, en una palabra ningún aparato para bajarlo. El mecánico trabaja allá arriba destornillando las tuercas. El capitán, Sokolovsky, Tiurin y yo estamos debajo preparados para recibir el cohete. Nos va a aplastar… Pero bueno, estamos en la Luna. No es fácil acostumbrarse tan pronto. La parte trasera del «huevo» está destornillada. Empieza a deslizarse por este lado. Sokolovsky tira de él. El capitán está a la mitad y yo en la parte delantera. Ahora el cohete se vendrá abajo… Yo estoy preparado para sujetarlo y al mismo tiempo pienso en cómo y dónde saltar, si el peso resulta demasiado para mis fuerzas. Sin embargo, mis temores son vanos. Seis brazos, deteniendo el deslizante automóvil, sin grandes esfuerzos lo ponen sobre sus ruedas.
El capitán y el mecánico se despiden agitando la mano y vuelven al gran cohete. Tiurin nos invita a subir a nuestro automóvil.
En él se estaba bastante estrecho. Pero en compensación podíamos liberarnos de nuestros trajes y hablar.
Al mando se puso Sokolovsky, que ya conocía la construcción del pequeño cohete. Encendió la luz, accionó al aparato de oxígeno y conectó la calefacción eléctrica.
El interior del cohete recordaba un automóvil ordinario de pequeñas dimensiones. Sus cuatro asientos ocupaban la parte delantera del mismo. Dos terceras partes de la cabina estaban ocupadas por el combustible, las provisiones y mecanismos. Esta parte del vehículo llevaba una estrecha puertecilla, por la cual era difícil penetrar.
Al desvestirnos de nuestros trajes y escafandras sentimos frío a pesar que la calefacción eléctrica estaba ya conectada. Yo tenía escalofríos. Tiurin se echó encima un abrigo de pieles.
— Nuestro cohete se enfrió mucho. Tengan un poco de paciencia, pronto se calentará — dijo Sokolovsky.
— Ya empieza el alba — dijo Tiurin, mirando por la pequeña ventanilla de nuestro vehículo.
— ¿El alba? — pregunté yo extrañado—. ¿Cómo puede verse en la Luna el resplandor del amanecer si no hay atmósfera?
— Pues resulta que puede ser — contestó Tiurin. No había estado nunca en la Luna, pero como astrónomo sabía tanto de las condiciones lunares como de las terrestres.
Miré por la ventanilla y vi a lo lejos algunos puntos luminosos, como si fueran trozos de metal en fusión.
Eran los picos de las montañas iluminadas por los rayos del sol naciente. Su vivo reflejo iluminaba a otras cumbres. Su luz iba transmitiéndose más; y más allá debilitándose poco a poco. Esto era lo que creaba el original efecto de alba lunar. A su luz, empecé a distinguir las cordilleras que se hallaban a la sombra, las cavidades de los «mares» y los picos cónicos. Montañas invisibles se destacaban en el fondo del cielo estrellado, mostrando hendiduras con negros trazos de caprichos contornos dentados.
— Pronto va a salir el sol — dije.
— No tan pronto — replicó Tiurin—. En el ecuador de la Tierra sale en dos minutos, pero aquí será necesario esperar más de una hora hasta que todo el disco solar no se eleve sobre el horizonte. Pues los días en la Luna son treinta veces más largos que en la Tierra.
Quedé pegado a la ventanilla sin poderme separar ¡El espectáculo era magnífico! Las cumbres de las montañas se encendían con luz cegadora una tras otra, como si en ellas seres desconocidos estuvieran encendiendo bengalas de gran potencia. ¡Cuántos picos hay en la Luna! Los rayos del sol aún invisibles «cortaron» todas las cumbres de las montañas a una misma distancia de la superficie. Y parecía como si de pronto aparecieran en el «aire» montañas de extraños contornos, pero con iguales bases planas. Fueron aumentando más y más la cantidad de estas montañas en llamas hasta que, al fin, se divisaron sus «proyecciones» y ellas cesaron de parecer flotantes en el fondo negro.
Sus partes bajas eran de color ceniza plateada, y más arriba, de un blanco deslumbrante. Gradualmente fueron iluminándose, por los reflejos de la luz, las bases de las montañas. El «alba lunar» se hizo aún más luminosa.
Completamente encantado por este espectáculo, no podía retirar mis ojos de la ventana. Quería ver las particularidades y el trazado de las montañas lunares. Pero me di cuenta que eran casi como en la Tierra. En algunos puntos, las rocas colgaban de manera inverosímil sobre el abismo, como enormes cornisas, y no caían. Aquí ellas pesaban menos, la gravedad era menor.
En las llanuras lunares, como grandes campos de pasadas batallas, habían agujeros en forma de embudo de diversas medidas. Algunos pequeños, no más grandes de las que deja al explotar una granada de tres pulgadas, otros se acercaban a las medidas de un verdadero cráter. ¿Podrá ser que esto sean huellas de meteoritos caídos en la Luna? Quizá. En la Luna no hay atmósfera y, por lo tanto, no tiene la cubierta protectora que pueda evitar, como en la Tierra, que caigan enteras estas bombas celestes. Pero bueno, entonces aquí no estamos exentos de peligro. ¿Qué va a pasar si nos cae encima una de estas bombas-meteoro?
Comuniqué a Tiurin mis inquietudes. Él me miró, sonriendo.
— Parte de los cráteres son de origen volcánico pero otros son, sin duda, hechos por meteoritos al caer — dijo él—. ¿Usted teme que uno de ellos caiga sobre su cabeza? Esta posibilidad existe, pero el cálculo de probabilidades nos demuestra que el peligro es un poco mayor que en la Tierra.
— ¡Un poco mayor! — exclamé—. ¿Caen muchos meteoros grandes en la Tierra? Se buscan como una gran rareza. Por el contrario aquí toda la superficie está cubierta de ellos.
— Eso es verdad — dijo tranquilamente Tiurin—. Pero usted se olvida de algo: La Luna hace ya mucho que no tiene atmósfera. Y existe desde hace millones de años; además del hecho que al no existir aquí ni vientos ni lluvias, las huellas quedaron intactas. Estos cráteres son los anales de muchos millones de años de vida. Si en la Luna cae un meteoro de grandes dimensiones cada cien años, ya es mucho. ¿Vamos a tener tanta mala suerte que precisamente ahora, cuando estamos aquí, va a caer este meteoro? Yo no tendría nada en contra, claro está, siempre que no nos cayera precisamente sobre nuestras cabezas, sino cerca de nosotros para poderlo ver.
— Vamos a discutir sobre el plan de nuestras operaciones — dijo Sokolovsky.
Tiurin propuso empezar con un examen general de la superficie lunar.
— ¡Cuántas veces he admirado con mi telescopio el circo de Clavius y el cráter de Copérnico! — dijo—. Quiero ser el primer astrónomo que pise estos lugares.
— Yo propongo empezar con el examen geológico del suelo — añadió Sokolovsky—. Sobre todo porque la parte invisible desde la Tierra, aún no está iluminada por el sol y aquí empieza a «amanecer».
— Se equivoca usted — replicó Tiurin—. O sea, no es muy exacto. En la Tierra ahora ven la Luna en cuarto creciente. Nosotros podemos recorrer este «cuarto» — el extremo oriental de la Luna— en cuarenta y cinco horas, si ponemos nuestro bólido a doscientos kilómetros por hora. Vamos a parar únicamente en Clavius y Copérnico. ¿Además, quién es el jefe de la expedición, usted o yo? — terminó acalorándose.
El paseo por el «cuarto» me interesó.
— Verdaderamente, ¿por qué no admirar los más grandiosos circos y cráteres de la Luna? — dije—. Su estructura geológica tiene también un gran interés.
El geólogo se encogió de hombros. Sokolovsky ya había estado en la parte de la Luna que se ve desde la Tierra. Pero si la mayoría quería…
— Pero, ¿usted no subió al cráter, verdad? — preguntó Tiurin con temor.
— No, no — sonrió Sokolovsky—. El pie del hombre no ha pisado aún aquellos lugares. Usted será el primero. Yo estuve en el «fondo» del Mar de la Abundancia. Y puedo confirmar que este nombre es justificado, hablando de materiales geológicos. Yo recogí allí una colección extraordinaria… Bien, no perdamos tiempo. ¡Vamos entonces, vamos! Pero permítanme ir a gran velocidad. En nuestro coche podemos hacer más de mil kilómetros por hora. Sea, voy a llevarles a Clavius.
— Y a Copérnico — añadió Tiurin—. Por el camino veremos los Cárpatos. Se hallan un poco más al norte de Copérnico.
— ¡De acuerdo! — respondió Sokolovsky, tirando de la palanca.
Nuestro cohete se estremeció, recorrió un trecho sobre sus ruedas y, dejando la superficie, fue tomando altura. Vi nuestro gran cohete posado en el valle, luego un vivo rayo de luz me cegó: ¡El Sol!
Estaba aún muy bajo en el horizonte. ¡Era un sol de madrugada, pero no se parecía en nada al que nosotros vemos desde la Tierra! La atmósfera no lo enrojecía. Tenía un color azulado, como siempre en este cielo negro. A pesar de esto su luz era deslumbrante. A través del cristal de la ventanilla sentí en seguida su calor.
El cohete se había elevado y volaba por encima de los altos picachos. Tiurin observaba con atención el contorno de las montañas. Se había olvidado de los embates que acompañaban los cambios de velocidades y también de su filosofía. Ahora era tan sólo un astrónomo.
— ¡Clavius! ¡Es él! Ya veo en su interior tres cráteres no muy grandes.
— ¿Lo llevo al mismo circo? — preguntó Sokolovsky sonriendo.
— Sí, al circo. ¡Bien cerca del cráter! — exclamó Tiurin, y empezó a cantar de alegría.
Eso fue para mí tan inesperado como oír cantar una araña. Creo que ya había dicho que Tiurin tenía una voz extremadamente fina, lo que desgraciadamente no se podía decir de su oído. En su canto no había ni ritmo, ni melodía. Sokolovsky me miró malicioso y sonrió.
— ¿Qué? ¿Qué pasa? — le preguntó de pronto Tiurin.
— Estoy buscando un lugar para bajar — respondió el geólogo.
— ¡Un lugar para posarse! — exclamó Tiurin—. Creo que hay sitios de sobra. El diámetro de Clavius tiene doscientos kilómetros. ¡Una tercera parte de la distancia que separa Moscú de Leningrado!
El circo de Clavius era una especie de valle rodeado por un alto terraplén. Tiurin dijo que la altura de este terraplén era de siete kilómetros. Más alto que los Alpes. Juzgando por la sombra dentada que proyecta en el valle, el terraplén tiene una cresta muy desigual. Las tres sombras de los cráteres se alargaban ocupando casi todo el circo.
— Es el mejor tiempo para hacer excursiones por el circo — dijo Tiurin—. Cuando el Sol se encuentre encima, el calor será insoportable. El suelo se pondrá candente. Ahora sólo empieza a calentarse.
— Es igual. Aguantaremos también el día lunar. Nuestros trajes resguardan tan bien del calor como del frío — respondió Sokolovsky—. Bajamos. ¡Sujétese fuerte, profesor!
Yo también me agarré a la butaca. Pero el cohete casi sin sacudida cayó sobre sus ruedas, dio un salto, voló unos veinte metros, cayó de nuevo, otra vez dio un salto ya más pequeño y finalmente corrió por una superficie bastante lisa.
Tiurin pidió ir hasta el centro del triángulo formado por los tres cráteres.
Rápidamente nos dirigimos hacia ellos. El suelo se hacía cada vez más irregular, más escabroso y empezamos a dar saltos en nuestros asientos.
— Será mejor que lo pasemos de un salto — dijo el geólogo—. O vamos a dejar las ruedas en esta «pista».
En ese mismo instante, sentimos un fuerte golpe. Algo se había roto debajo y nuestro bólido, tumbado hacia un lado fue dando brincos lentamente por los terrones.
— ¡Vaya, ya lo decía! — exclamó Sokolovsky con disgusto—. Una avería. Tendremos que salir fuera y repararla.
— Tenemos ruedas de recambio. Lo arreglaremos — dijo Tiurin—. En caso contrario iremos a pie. Hasta los cráteres sólo hay unos diez kilómetros. ¡Vistámonos!
Sacó con prisa la pipa y empezó a fumar.
— Yo propongo comer un poco — dijo Sokolovsky—. Ya es hora de desayunar.
Pese a sus prisas, Tiurin tuvo que obedecer. Comimos frugalmente y salimos al exterior. Sokolovsky movió la cabeza: la rueda estaba deshecha. Fue necesario poner una nueva.
— Bueno, mientras ustedes lo hacen, yo me voy — dijo Tiurin.
Y él, en efecto, empezó a correr. ¡Vaya con la gelatina! ¡Lo que puede la curiosidad! Sokolovsky admirado, abrió los brazos con gesto de sorpresa. Tiurin saltaba con facilidad grietas de más de dos metros y sólo las más anchas le obligaban a dar un rodeo. La mitad de su traje brillaba al sol y la otra casi se perdía en la sombra. Parecía como si en la superficie lunar se moviera un extraño monstruo, saltando sobre la pierna derecha y agitando el brazo también derecho. La pierna y brazo izquierdos centelleaban periódicamente con una estrecha franja luminosa. La «cuarta» parte de la figura de Tiurin iluminada se alejó rápidamente.
Estuvimos ocupados con la rueda algunos minutos. Cuando todo estuvo reparado, Sokolovsky me propuso ir a la plataforma superior abierta del cohete, donde había un segundo mando de dirección del mismo. Renovamos nuestro camino siguiendo las huellas de Tiurin. Cabalgar en la plataforma superior era más interesante aún. Desde allí podía verse todo a nuestro alrededor. A nuestra derecha cuatro sombras de montañas proyectaban en el valle vivamente iluminado por el Sol sus siluetas. A la izquierda «ardían» sólo las cimas de las montañas y sus bases estaban sumergidas en el crepúsculo lunar. Desde la Tierra esta parte de la Luna parece de color ceniza. Las cordilleras eran de declives más suaves de lo que yo esperaba, íbamos por el mismo borde del «cuarto creciente», o sea por la línea «terminal», como dijo Tiurin, el límite de la luz y la sombra.
Súbitamente Sokolovsky me dio un suave golpe con el codo y con la cabeza me señaló hacia delante. Ante nosotros había una enorme grieta. Más de una vez habíamos pasado de corrida grietas de esas dimensiones, y si era demasiado ancha, volábamos sobre ella. Seguramente, Sokolovsky me había avisado antes del salto, para que yo no me cayera. Yo le miré interrogante. El geólogo acercó su escafandra a la mía y dijo:
— Mire, nuestro profesor…
Eché una mirada y vi a Tiurin que acababa de salir de la franja de sombra. Corría agitando los brazos, a lo largo de una extensa grieta, en dirección a nosotros. Por lo visto no podía saltarla.
— Tiene miedo a que pasemos delante de él y seamos los primeros en llegar al centro del circo — dijo el geólogo—. Tendremos que parar.
En cuanto paramos, Tiurin subió a la plataforma de un salto. Verdaderamente la Luna lo había rejuvenecido.
Sin embargo, exageró un poco. Tiurin cayó sobre mí con todo su cuerpo y se veía cómo su vestido se levantaba convulsivamente en el pecho. El viejo estaba extraordinariamente cansado.
Sokolovsky «pisó el pedal» ante la grieta. Se oyó una explosión y al mismo tiempo el cohete dio un tirón hacia arriba. En este instante vi ante mis ojos los pies de Tiurin. El cansancio se hizo sentir: no tuvo tiempo de aferrarse fuerte de la barandilla y fue derribado. Vi cómo su cuerpo describía un arco y empezaba a caer. Caía despacio, pero desde una altura considerable. Mi corazón dejó de latir ¡Se ha matado…!
Y nosotros ya volábamos encima de la ancha grieta. Sokolovsky giró bruscamente el cohete, con lo cual por poco no salto también yo, y rápidamente descendimos a la superficie, no lejos de donde yacía Tiurin. Estaba tendido y no se movía. Sokolovsky, como persona entendida, revisó ante todo, el estado del traje. El más pequeño agujero podría ser mortal: el frío convertiría en un momento el cuerpo del profesor en un pedazo de hielo. Por fortuna el vestido estaba entero, sólo manchado en algunos sitios por el negro polvo, y tenía algunos rasguños sin importancia, que no había llegado a agujerearlo. Tiurin levantó una mano, movió el pie… ¡Vivo! Inesperadamente se levantó y sin ayuda de nadie se dirigió al cohete. Yo quedé admirado. Sólo en la Luna se puede caer con tanta suerte. Tiurin subió a su sitio y sin decir palabra señaló con el brazo adelante. Miré a través del cristal de su escafandra. ¡Estaba sonriendo!
Después de unos minutos llegamos al lugar. El profesor, con aire solemne, bajó primero del cohete. Realizaba un rito. Este cuadro se grabó en mi memoria. El cielo negro sembrado de estrellas. El Sol, azulado. Por un lado, las montañas de un brillo cegador; por el otro, picos montañosos «encendidos» hasta el blanco, «pendientes en el vacío». El amplio valle del circo, casi la mitad cubierto por sombras de bordes dentados; las huellas de nuestro automóvil-cohete en el suelo rocoso cubierto de cenizas y polvo. Estas huellas en la superficie lunar producían un efecto singular. En el mismo límite de la sombra pisa con solemnidad una figura, parecida a un buzo dejando tras de sí huellas… ¡Huellas del pie del hombre! Pero he aquí que esta figura se para. Mira el cráter, hacia nosotros, el cielo. Recoge algunas piedras y forma una pequeña pirámide. Luego se agacha y dibuja con el dedo en la ceniza:
TIURIN
Esta inscripción, hecha en la frágil ceniza con un dedo de la mano, de hecho era más fuerte que las inscripciones rúnicas en las rocas terrestres: las lluvias no van a erosionarla, los vientos no van a taparla con polvo. Se conservará durante millones de años, suponiendo que no caiga en este lugar algún meteorito casual.
Tiurin está satisfecho. De nuevo subimos a nuestro coche y volamos hacia el norte. El sol, poco a poco, se eleva en el horizonte e ilumina aislados peñascos de las montañas situadas al este. ¡Sin embargo, qué lento se desliza por el firmamento!
De nuevo un salto sobre una grieta. Esta vez Tiurin está preparado. Se agarra fuerte a la barandilla. Miro hacia abajo. ¡Pavorosa grieta! No es fácil que en la Tierra existan tales grietas. No se ve el fondo, está oscuro. Tiene una anchura de varios kilómetros. ¡Pobre viejecita, la Luna! ¡Qué profundas arrugas tiene tu cara…!
— Alfonso… Ptolomeo… Ya los vimos cuando volábamos hacia la Luna — dice Tiurin.
A lo lejos veo la cúspide de un cráter.
Tiurin acerca su escafandra a la mía (de otra manera no podemos conversar) y me comunica:
— ¡Helo aquí…! ¡Copérnico! Uno de los más grandes cráteres de la Luna. Su diámetro pasa de los ochenta y cinco kilómetros. El mayor de la Tierra, en la isla de Ceilán, tiene menos de setenta kilómetros de anchura.
— ¡Al cráter! ¡Al mismo cráter! — ordena Tiurin.
Sokolovsky pone el cohete vertical. Subimos para volar sobre el borde del cráter. Desde la altura se ve el círculo correcto, en el centro del cual se eleva un cono. El cohete desciende en la base del cono. Tiurin baja a la superficie y dando saltos se dirige hacia él. ¿No querrá subir hasta su cumbre? Así es. Ya empieza a escalar por las abruptas rocas casi verticales, y con tal rapidez que el mejor alpinista en la Tierra no le daría alcance. En la Luna es más fácil la escalada. Aquí Tiurin pesa entre diez y doce kilogramos. No es demasiado peso, incluso para sus debilitados músculos.
Alrededor del cono, a alguna distancia de él, hay un terraplén de piedras formando círculo. No comprendo su origen. Si esto son piedras arrojadas alguna vez por el volcán en erupción entonces estarían dispersas por todo el espacio y no formarían un círculo tan correcto.
La explicación vino inesperadamente. De pronto sentí cómo el suelo se estremecía. ¿No será que en la Luna hay aún «lunemotos»? Miré perplejo a Sokolovsky. Éste, en silencio, extendió el brazo en dirección a un pico: de su cumbre salían disparadas enormes rocas que se desmenuzaban por el camino. En su carrera estas rocas rodaban hasta el terraplén.
¡Ahora comprendo de qué se trata! En la Luna no hay vientos, ni lluvias que destruyan las montañas. Pero en cambio existe otro fenómeno destructor: la enorme diferencia de temperaturas entre el día y la noche lunares. Durante dos semanas se sostienen temperaturas de cerca de doscientos grados bajo cero, y en otras dos semanas, casi doscientos grados de calor. ¡Una diferencia de cuatrocientos grados! Las rocas no resisten y se agrietan rompiéndose a trozos, como un vaso de vidrio al que se vierte agua hirviendo. Tiurin debe saber esto mejor que yo. ¡Cómo ha podido cometer tal imprudencia…! Por lo visto, él mismo ha comprendido esto y ya está descendiendo rápidamente, saltando de roca en roca. A su izquierda hay otro derrumbamiento, a la derecha también, pero ya está cerca de nosotros.
— ¡No, no! Yo no rehúso de mi intento — dice agitado—, pero escogí una mala hora. Para subir a las montañas lunares, es necesario hacerlo al final del día lunar o de noche. Por ahora ya basta. Volemos hacia el Océano de las Tormentas, y desde allí, recto hacia el este, al otro lado de la Luna, el que no ha visto aún ningún ser humano.
— Me gustaría saber quién ha dado estos extraños nombres — dije cuando ya nos pusimos en camino—. Copérnico, Platón, Aristóteles…, no lo comprendo aún. Por ejemplo: ¿Qué océano de las Tormentas puede haber en la Luna, si no las hay en absoluto? ¿Un mar de la Abundancia, donde no hay nada, excepto piedras muertas, un mar de las Crisis…, qué crisis? ¿Y qué clase de mares son éstos, en los que no hay ni una gota de agua?
— Sí, los nombres no son del todo acertados — convino Tiurin—. Claro que las cavidades en la superficie de la Luna, son el lecho de mares y océanos que existieron alguna vez. Pero esos nombres… ¡Hacía falta llamarlos de alguna manera! Cuando se fueron descubriendo los pequeños planetas, al principio se les llamaba, según una tradición ya establecida, por los nombres de los antiguos dioses griegos. Muy pronto se agotaron todos los nombres y había más y más planetas. Entonces se recurrió a los nombres de hombres célebres: Flammarión, Gauss, Pickering e incluso conocidos filántropos como el norteamericano Eduardo Tuck. Así el capitalista Tuck pudo adquirir propiedades en el cielo. Yo creo que para los pequeños planetas el mejor sistema sería el numeral… Los Cárpatos, Alpes, Apeninos en la Luna es por falta de fantasía. Yo, por ejemplo, he imaginado una denominación completamente nueva para las montañas, volcanes, mares y circos, que descubramos en el otro lado de la Luna…
— ¿No se olvidará usted del cráter de Tiurin, verdad? — preguntó, sonriendo, Sokolovsky.
— Habrá para todos — contestó Tiurin—. El cráter de Tiurin, el mar de Sokolovsky y el circo de Artiomov, si así lo quieren.
No había pasado media hora cuando Sokolovsky «aumentando el ardor» de nuestro cohete nos llevó al Océano de las Tormentas. El cohete bajó hasta el «fondo» del océano. Este «fondo» era muy desigual. En algunos lugares se elevaban altas montañas. Es posible que sus cimas en algún tiempo sobresalieran de las aguas formando islas. Algunas veces descendíamos a profundos valles que se hallaban en la sombra. Pero la oscuridad no era completa: la luz reflejada por los picos de las montañas iluminadas nos alumbraba.
Miré a mi alrededor con atención. Las piedras daban sombras largas y compactas. De improviso vi a lo lejos una sombra extraña en forma de rejilla, como de una gran cesta medio deshecha. Mostré la sombra a Sokolovsky. Paró inmediatamente el cohete y corrí hacia ella. Parecía una piedra, pero una piedra de forma rara: como parte de una espina dorsal con sus costillas. ¿Es posible que hayamos encontrado los restos de algún monstruo extinguido? ¿O sea, que en la Luna existieron incluso animales vertebrados? Por lo tanto, no hace tanto que perdió su atmósfera. Mirando atentamente vi que las «vértebras» y las «costillas» eran demasiado finas para un animal de tales dimensiones. Pero claro, en la Luna la gravedad es seis veces menor que en la Tierra, y los animales podían tener aquí esqueletos más delgados. Además, esto seguramente fue un animal marino.
El geólogo recogió una «costilla» caída cerca del esqueleto y la partió. Por fuera era negra, en el interior tenía un color grisáceo y de aspecto poroso. Sokolovsky movió la cabeza y dijo:
— Creo que esto no es hueso, más bien son corales.
— Pero su aspecto, sus contornos… — traté de objetar.
Estuvo a punto de entablarse una discusión científica, pero en aquel momento se inmiscuyó Tiurin. Alegando sus poderes exigió la marcha inmediata. Tenía prisa para examinar la parte opuesta de la Luna mientras estaba casi toda iluminada por la luz del sol. No tuvimos más remedio que obedecer. Recogí algunos «huesos» para analizarlos detenidamente de vuelta a Ketz y emprendimos el vuelo. Este hallazgo me emocionó fuertemente. Si se excavara en el suelo del fondo marino se podrían hacer muchos descubrimientos inesperados. Se podría reconstruir el cuadro de la breve vida en la Luna. Breve, claro está, a escala astronómica…
Nuestro cohete corría hacia el este. Yo miraba hacia el sol y me asombraba: se elevaba bastante de prisa hacia el cenit. Súbitamente, Tiurin se echó la mano al costado.
— Creo que he perdido mi máquina fotográfica… El estuche está aquí pero el aparato no… ¡Atrás! ¡No puedo quedarme sin aparato fotográfico! ¡Seguramente se me cayó cuando lo puse en el estuche, después de fotografiar aquel nefasto esqueleto! Aquí los objetos tienen tan poco peso que no es difícil que caigan sin notarlo…
El geólogo movió la cabeza con disgusto pero dio la vuelta al cohete. Y entonces me di cuenta de un fenómeno inverosímil: el sol se fue hacia atrás, hacia el este, bajando gradualmente hacia el horizonte. Me dio la sensación que estaba delirando. ¿Me habrán calentado la cabeza los rayos solares? ¡El sol se mueve en el cielo hacia un lado, y después hacia otro! No me atrevía a decirlo a mis compañeros y continuaba, callado, mi observación. Cuando llegábamos al lugar, disminuyó la velocidad de nuestro cohete hasta unos quince kilómetros a la hora y el sol se paró. ¡No puedo comprenderlo!
Tiurin, por lo visto, se dio cuenta que yo miraba a menudo el cielo. Sonrió y, acercando su escafandra a la mía, dijo:
— Veo que le inquieta el comportamiento del sol. Y, sin embargo, la razón es sencilla. La Luna es un cuerpo celeste pequeño y, por lo tanto, el movimiento de sus puntos ecuatoriales es muy lento: cruzan menos de cuatro metros por segundo. Por esto, si se va por el ecuador a una velocidad cercana a los quince kilómetros por hora hacia el oeste, el sol estará parado en el cielo y si se aumenta esta velocidad, el sol empezará a «ponerse» hacia el este. Y al contrario: cuando nosotros íbamos hacia el este, hacia el sol, entonces, al trasladarnos por la superficie lunar, obligábamos al mismo a aumentar su ascensión. En una palabra, aquí podemos dirigir el movimiento del sol. Quince kilómetros por hora es fácil hacerlos en la Luna, aunque sea a pie. Entonces el expedicionario que por el ecuador hacia el oeste vaya a tal velocidad, tendrá el sol siempre encima… Esto es muy cómodo. Por ejemplo, es muy conveniente ir siguiendo al sol cuando está cerca de la puesta. El suelo está aún caliente, hay luz suficiente y no existe ya el calor sofocante. A pesar que nuestros trajes nos preservan de los cambios de temperaturas, la diferencia entre la luz y la sombra se siente bastante.
Llegamos al lugar. Tiurin empezó la búsqueda de su aparato y yo aprovechando la oportunidad, empecé de nuevo la inspección del fondo del Océano de las Tempestades. Puede ser que algún día, en efecto, hubieran en la superficie de este océano espantosas tempestades. Que sus olas fueran cinco o seis veces más altas que en los mares terrestres. Que verdaderas montañas de agua se desplazaran alguna vez por este mar. Que centellearan relámpagos, iluminando sus aguas bulliciosas, que retumbara el trueno, que el mar estuviera lleno de monstruos de gigantesca estatura, mayores que los más grandes existentes alguna vez en la Tierra…
Llegué hasta el borde de una grieta. Tenía una anchura no menor de un kilómetro. ¿Por qué no mirar lo que hay en la profundidad? Encendí la lámpara eléctrica y empecé a descender por el lado de pendiente más suave. Era fácil el descenso. Empecé con precaución, luego, dando saltos y bajando más y más profundo. Encima brillaban las estrellas. A mi alrededor una oscuridad impenetrable. Me pareció que a medida que iba descendiendo aumentaba la temperatura. Quizás me calentara con mis rápidos movimientos. Lástima que no tomé el termómetro del geólogo. Habría podido comprobar la hipótesis de Tiurin, según la cual el suelo de la Luna tiene más calor de lo que los científicos suponen.
Por el camino empecé a encontrar restos extraños de piedras de forma cilíndrica. ¿Serían troncos de árboles petrificados? ¿Pero, cómo podrían haber ido a parar al fondo del mar, en esta profunda hendidura?
Me enganché en algo agudo y faltó poco para que desgarrara mi traje. Un sudor frío de angustia me invadió: esto hubiera sido mortal. Me encogí rápidamente y palpé con la mano el objeto: unos extraños dientes. Giré la lámpara. De la roca salía una larga y negra sierra de dos filos exactamente igual a la de nuestros peces sierra. No, «esto» no podía ser coral. Dirigí la luz a diferentes lados y todo a mi alrededor estaba lleno de sierras, colmillos rectos en espiral como los de los narvales, láminas cartilaginosas, costillas… Todo un cementerio de animales desaparecidos… Era muy peligroso pasear entre todas estas armas de ataque petrificadas. A pesar de esto yo vagaba entre ellas como encantado. ¡Un descubrimiento extraordinario! Sólo por eso valía la pena efectuar un viaje interplanetario. Ya me imaginaba cómo descendería a esta hendidura una expedición especial y los huesos de estos animales que perecieron millones de millones de años atrás, serían recogidos y llevados a Ketz, a la Tierra, a los Museos y Academias de Ciencias, donde los científicos restaurarían los animales lunares…
¡Esto sí que son corales! Y no sólo seis, sino diez veces más grandes que los mayores terrestres. Todo un bosque de «cuernos ramificados». Algunos de ellos conservaban aún su colorido. Unos eran de color marfil, otros rosa, pero la mayoría eran rojos.
Sí, se puede afirmar que en la Luna existió la vida. Puede ser que Tiurin tenga razón y podamos descubrir restos de esta vida. No sólo los despojos mortales, sino los restos vivos de los últimos representantes del mundo animal y vegetal…
Una pequeña piedra me pasó rozando y fue a caer en una mata de coral cercana.
Esto me volvió a la realidad. Levanté la cabeza y vi en el borde superior de la hendidura unas lucecitas que centelleaban. Mis compañeros hacía tiempo que me estaban dando señales. Era necesario volver. Les hice señales con mi linterna, de prisa recogí las muestras más interesantes y llené mi bolsa de campaña. En la Tierra este tesoro pesaría seguramente no menos de sesenta kilos. O sea que aquí no pesa más de diez. Este lastre no me molestó mucho y rápido subí a la superficie.
Tuve que escuchar una reprimenda por parte del astrónomo por haberme separado de la expedición, pero cuando le conté mi hallazgo, se ablandó un poco.
— ¡Usted ha hecho un gran descubrimiento! ¡Le felicito! — dijo—. Naturalmente, organizaremos una expedición. Pero ahora no vamos a detenernos más. ¡Adelante, sin demora de ninguna clase!
Pero sobrevino a pesar de esto una demora. Estábamos ya en el extremo del océano. Ante nosotros se levantaban las peñas «costeras» iluminadas por el sol. ¡Un espectáculo encantador! Sokolovsky paró la máquina sin querer.
Debajo, las rocas eran de pórfidos rojizos y basaltos de los más variados coloridos y matices: verde esmeralda, rosa, gris, azul, pajizo y amarillo… Parecía una alfombra mágica oriental tornasolada por todos los colores del arco iris. En algunos sitios se veían contrafuertes de blanco níveo y obeliscos rosáceos. Sobresalían en las rocas enormes cristales que resplandecían con luz cegadora. Como gotas de sangre colgaban los anaranjados rubines. Cual flores transparente lucían su hermosura los jacintos, los rojo-sangre pirones, los oscuros zafiros melanitas, los almandinos violetas. Nidos enteros de zafiros, esmeraldas, amatistas… De uno de los lados, en un borde agudo del peñascal, brotó un haz de vivos rayos irisados. Así, sólo podían brillar los diamantes. Seguramente eran rupturas recientes de la roca y por esto su brillo no había sido empañado aún por el polvo cósmico.
El geólogo frenó en seco. Tiurin por poco no volvió a caer. Paramos. Sokolovsky, sacando el martillo de geólogo de su bolsa, ya saltaba por las rocas fulgurantes. Tras él iba yo y Tiurin detrás de nosotros. Sokolovsky fue preso de la locura «geológica». No era la codicia del buscador de piedras preciosas. Era la codicia del científico que encuentra un yacimiento de minerales raros.
El geólogo golpeaba con el martillo en los bloques de diamantes, con el enfurecimiento del minero atrapado por un desmoronamiento al abrir camino hacia su salvación. Bajo sus golpes, los diamantes saltaban en todas direcciones con chispas iridiscentes. La locura es contagiosa. Tiurin y yo recogíamos trozos de piedras diamantinas y las tirábamos allí mismo para recoger otras mejores. Llenamos nuestras bolsas, les dábamos vueltas en nuestras manos exponiéndolas a los rayos del sol, las lanzábamos al aire. A nuestro alrededor todo centelleaba y brillaba.
¡Luna! ¡Luna! Desde la Tierra te vemos de color uniforme plateado. ¡Pero cuántos y variados colores descubre el que llega a pisar tu superficie…!
Muchas veces fuimos sorprendidos con tales descubrimientos. Las piedras preciosas, como rocío policromo, sobresalían en las rocas de montañas y picos. Los diamantes, esmeraldas, las piedras preciosas más caras en la Tierra, no son raras en la Luna… Ya casi nos acostumbramos a tales espectáculos. No les dábamos valor. Pero no olvidaré jamás la «fiebre de diamantes» de la que fuimos presa en las orillas del Océano de las Tempestades…
De nuevo volamos hacia el este saltando a través de montañas y grietas. El geólogo recupera el tiempo perdido.
Tiurin, aferrado con una mano en el respaldo de su asiento, levanta solemne su otro brazo. Este gesto significa nuestro paso por la frontera de la superficie lunar visible desde la Tierra. Hemos entrado en las regiones desconocidas. Ni un sólo hombre ha visto jamás lo que ahora vemos. Mi atención se esfuerza hasta el límite.
Pero los primeros kilómetros nos desilusionaron. Es la misma sensación que se apodera de nosotros la primera vez que salimos al extranjero. Siempre parece que al traspasar la frontera todo será diferente. Sin embargo, te das cuenta que ves el mismo paisaje, los mismos campos, la misma vegetación… Sólo la arquitectura en algunos casos cambia y los vestidos de las personas varían. Después poco a poco se van descubriendo las particularidades del nuevo país. Aquí la diferencia era aún menos manifiesta. Las mismas montañas, circos, cráteres, valles, cavidades de antiguos mares…
Tiurin estaba extraordinariamente inquieto. No sabía que hacer: encima del vagón-cohete se veía todo mejor, pero en el interior era más cómodo efectuar apuntes. Lo que ganaba en uno, lo perdía en lo otro. Por fin, decidió sacrificar los apuntes: de todas maneras, la superficie de la parte «trasera» de la Luna será en un futuro próximo estudiada y medida cuidadosamente para, al final, ser llevada a un mapa. Ahora tan sólo es necesario recibir una idea general de esta parte del relieve lunar aún desconocido por el hombre. Decidimos pasar por el ecuador. Tiurin anotaba sólo los circos de mayores proporciones, los más altos cráteres y les daba al mismo tiempo sus nombres. Este derecho de primer explorador era para él motivo de gran satisfacción. Sin embargo, era tan modesto que no tenía prisa en poner su nombre a los cráteres y mares que descubríamos. Seguramente ya tenía preparado todo un catálogo, y ahora lo rellenaba con nombres de científicos, héroes, escritores y exploradores célebres.
— ¿Qué le parece este mar? — me preguntó con el aire de un rey que se dispone a recompensar con títulos y tierras a su vasallo—. ¿Le gustaría bautizarlo con el nombre de «Mar de Artiomov»?
Miré la profunda cavidad llena de grietas que se extendía hasta el horizonte. Este mar no se diferenciaba en nada de los otros mares lunares.
— Si me permite. — dije después de un momento de vacilación—, lo llamaremos «Mar de Antonino».
— ¿Antonio? ¿Marco Antonio, el ayudante de Julio César? — preguntó extrañado Tiurin. No había oído bien. Y, por lo visto, su cabeza estaba llena de nombres de grandes hombres y dioses antiguos—. Bueno, está bien. ¡Marco Antonio! No suena mal y me parece que es un nombre no utilizado aún por los astrónomos. Sea. Apuntó: «Mar de Marco Antonio».
Era violento corregir al profesor. Así recibió Marco Antonio unas posesiones a título póstumo en la Luna. Bueno. Para mí y Tonia aún quedaban bastantes mares.
Tiurin pidió hacer una parada. Estábamos en una cuenca donde aún no llegaban los rayos del sol.
Descendimos y el astrónomo sacó el termómetro y lo hundió en el suelo. El geólogo descendió del cohete después de Tiurin. Pasado un tiempo Tiurin sacó el termómetro del suelo y, una vez observado lo entregó a Sokolovsky. Acercaron sus escafandras y, por lo visto, compartieron sus impresiones. Luego subieron precipitadamente a la plataforma del cohete. Allí empezaron de nuevo a hablar. Yo, con mirada interrogante, contemplé a Sokolovsky.
— La temperatura del suelo es de cerca de doscientos cincuenta grados bajo cero por la escala de Celsius — me dijo Sokolovsky—. Por eso Tiurin está de mal humor. Cree que esto es debido a que en este lugar hay pocas materias radiactivas, cuya desintegración calentaría el suelo. Dice que también en la Tierra los océanos se formaron allí donde el suelo era más frío. En el fondo de los mares tropicales, la temperatura es incluso menos que en los mares de latitud norte. Afirma que aún hallaremos zonas calentadas por la desintegración radiactiva. A pesar que, entre nosotros, debo decirle que en régimen térmico de la Tierra, la desintegración radiactiva constituye una magnitud insignificante. Pienso que en la Luna, pasará lo mismo.
Sokolovsky propuso subir a un lugar más elevado para poder observar mejor el relieve de la superficie lunar de la región en que nos encontrábamos.
— Tendremos todo un mapa ante nosotros. Será posible fotografiarlo incluso — dijo Tiurin.
El astrónomo aceptó. Nos asimos fuertemente y Sokolovsky aumentó las explosiones. El cohete empezó a tomar altura. Tiurin fotografiaba sin descanso. En un lugar, en una pequeña elevación del terreno, vi un montón de piedras o rocas en forma de ángulo recto.
«¿Será acaso una construcción de los habitantes lunares, de los que pudieron existir antes que el planeta se convirtiera en este desolado satélite sin atmósfera?», pensé yo y en seguida deseché esta absurda idea. De todos modos, la regular forma geométrica quedó grabada en mi cerebro como uno de los enigmas a descifrar en el futuro.
Tiurin se movía en su asiento. Por lo visto el fracaso con el termómetro le había causado un gran disgusto. Cuando volamos sobre el siguiente «mar», exigió a Sokolovsky bajar hasta la parte sombría del mismo y midió de nuevo la temperatura del suelo. Esta vez el termómetro marcó ciento ochenta grados bajo cero. Una diferencia enorme, a no ser que fuera causada por un mayor calentamiento del suelo por el sol. Sin embargo, Tiurin contempló a Sokolovsky con mirada de vencedor y declaró categóricamente:
— «Mar Caluroso», así se llamará.
¡Un calor de ciento ochenta grados bajo cero! Sin embargo. ¿Es esto peor que el «Mar de las Lluvias» o el «Mar de la Abundancia»? ¡Son unos bromistas estos astrónomos!
Tiurin propuso recorrer unos cientos de kilómetros «sobre ruedas», para poder, en dos o tres lugares, volver a medir la temperatura.
Íbamos ya por el fondo de otro mar, al que yo, de buen grado, le hubiera dado el nombre de «Mar de las Sacudidas». Todo el fondo estaba cubierto de montículos, algunos de los cuales tenían una superficie aceitosa. ¿Serían capas petrolíferas? Éramos zarandeados despiadadamente pero continuábamos la marcha. Tiurin medía con mucha frecuencia la temperatura. Cuando en un paraje el termómetro marcó doscientos grados bajo cero, el astrónomo acercó solemnemente el termómetro a los ojos del geólogo. ¿Qué pasa? Pues que, si la temperatura descendió de nuevo a pesar de aproximarnos al día lunar, quiere decir que las causas hay que buscarlas no sólo en el calentamiento del suelo por el sol. Quizás el profesor tenga razón.
Tiurin se puso de buen humor. Salimos de la cuenca, dimos una vuelta para pasar una grieta, traspasamos la cadena rocosa de un circo y, recorriendo la suave planicie, levantamos el vuelo hacia las montañas.
Volando a través de ellas, vimos una grandiosa pared de montañas de unos quince kilómetros de altura. Esta pared nos cubría del sol, a pesar que éste estaba ya muy alto del horizonte. Por poco tropezamos ante esta barrera imprevista. Sokolovsky tuvo que dar un círculo para adquirir altura.
— ¡Esto sí que es un hallazgo! — exclamó Tiurin admirado—. Esta cadena de montañas no la podemos llamar Alpes, ni Cordilleras. Esto… Esto…
— ¡Tiurineros! — sugirió Sokolovsky—. Sí, Tiurineros. Un nombre suficientemente sonoro y digno para usted. Difícilmente encontraremos unos montes más altos.
— Tiurineros — repitió atónito Tiurin—. Bien…, Bien…, un poco inmodesto… Pero suena bien: ¡Tiurineros! Sea, lo que usted quiera — asintió. A través de su escafandra vi su rostro radiante.
Fue necesario dar un gran círculo para adquirir altura. Estas montañas llegaban hasta el mismo cielo… Finalmente vimos de nuevo el sol. ¡El cegador sol azul!
Instintivamente entrecerré los ojos. Y Cuando los abrí, parecía que habíamos dejado la Luna y volábamos por los espacios celestes… Me volví y vi detrás la radiante pared vertical de los montes Tiurineros. Su base se perdía abajo en el negro abismo. Y delante…, nada. Abajo, tampoco nada. Un negro vacío… El reflejo de la luz se apaga a medida que avanzamos y más allá…, tinieblas.
¡Vaya aventura! Resulta que la Luna en su parte posterior no tiene forma de hemisferio, sino una especie de corte en la esfera. Veo que mis compañeros están no menos alarmados que yo. Miro a la izquierda, a la derecha. Vacío. Recuerdo algunas hipótesis de cómo podía ser la parte invisible. Una en la que esta parte sería igual a la otra, sólo que con otros mares, montañas. Alguien emitió la opinión donde la Luna tenía forma de pera. En que la parte visible desde la Tierra tenía forma esférica, pero que la invisible era alargada como en la pera. Y que, debido a esto, la Luna dirige siempre hacia la Tierra su cara esférica, más pesada. Pero nosotros encontramos algo aún más inverosímil: la Luna es la mitad de un globo. ¿Qué se ha hecho la segunda mitad?
El vuelo continuó algunos minutos más y nosotros continuábamos sobre el negro abismo. Tiurin estaba sentado, como aturdido. Sokolovsky pilotaba en silencio aumentando la velocidad del cohete: estaba impaciente para ver en qué acababa todo esto.
No sé cuánto tiempo estuvimos volando entre la negrura del cielo estrellado, pero, de pronto, hacia el este, se insinuó una franja iluminada de superficie lunar. Nos alegramos como navegantes en un mar desconocido que de pronto divisan la tierra esperada. ¿No nos hemos caído de la Luna? Entonces, ¿qué es lo que había debajo de nosotros?
Tiurin fue el primero en adivinarlo.
— ¡Una grieta! — exclamó, golpeándose en mi escafandra—. ¡Una grieta de extraordinaria profundidad y anchura.
Así era en realidad.
Pronto llegamos al otro lado de la grieta.
Cuando volví la vista atrás, no estaban los Tiurineros. Habían desaparecido detrás del horizonte. A nuestra espalda sólo estaba el espacio vacío.
Los tres estábamos muy impresionados por nuestro descubrimiento. Sokolovsky escogió un lugar para posarse, descendió y sentó el cohete no muy lejos del borde de la grieta.
Nos miramos en silencio. Tiurin se rascó con la mano la escafandra; quería rascarse la nuca, como hacen las personas completamente desconcertadas. Juntamos nuestras escafandras: todos queríamos comunicarnos nuestras impresiones.
— Pues bien, he aquí lo que sucede — dijo finalmente Tiurin—. Esto ya no es una grieta vulgar, como existen infinidad en la Luna. Esta depresión va de un extremo a otro de la superficie posterior de la Luna. Y su profundidad es probable que no sea menor de una décima parte del diámetro del planeta. Nuestro querido satélite está enfermo, y seriamente además, y nosotros no lo sabíamos. ¡Ay! La Luna resulta ser un globo roto, medio rajado.
Recordé diferentes hipótesis sobre la destrucción, el final de la Luna. Unos afirmaban que la Luna, al girar alrededor de la Tierra, se aleja más y más de ella. Y por esto las generaciones futuras verán la Luna cada vez más pequeña. Primero se verá igual que Venus, luego como una sencilla estrella pequeña y, finalmente, nuestro fiel satélite huirá para siempre al espacio universal. Otros, por el contrario, afirman que la Luna será atraída por la Tierra y caerá en ella. Algo singular parece que ya sucedió con un segundo satélite terrestre: una pequeña luna que en tiempos remotos cayó en la Tierra. Esta caída, según ellos, provocó la cavidad del Océano Pacífico.
— ¿Qué va a pasar con la Luna? — pregunté alarmado—. ¿Caerá a la Tierra o se irá al espacio interplanetario cuando se desintegre en pedazos?
— Ni lo uno, ni lo otro. Lo más seguro es que girará alrededor de la Tierra infinidad de tiempo, pero en otro aspecto. Si se rompe sólo en dos pedazos, entonces la Tierra tendrá dos satélites en vez de uno. Dos «medias lunas». Pero lo más fácil es que se desintegre en pequeñas partes y entonces se formará alrededor de la Tierra un anillo luminoso, como el de Saturno. Un anillo de pequeños trozos. Yo había ya predicho esto pero, francamente, no creía que este peligro estuviera tan cerca… Sí, da lástima nuestra vieja Luna — continuó, mirando hacia las tinieblas de la grieta—. Mal… Mal… ¿Y si no se esperara hasta el inevitable final y se precipitara? Si en esta grieta se colocara una tonelada de nuestro «potental», seguramente sería suficiente para partirla en partes. Si está ya condenada a morir, al menos que esto suceda por nuestra voluntad y en la hora que nosotros decidamos.
— Es interesante. ¿Cuán profunda penetra la grieta en la corteza lunar? — dijo Sokolovsky. A él, como geólogo, no le interesaba la suerte de la Luna, sino las posibilidades de penetrar casi hasta el centro del planeta.
Tiurin aprobó efectuar esta expedición.
Empezamos a discutir el plan de acción. Tiurin propuso descender lentamente con el cohete-vagón por la inclinada pendiente de la grieta, frenando el descenso por medio de explosiones.
— Se pueden hacer paradas y mediciones de la temperatura — dijo.
Pero Sokolovsky consideró que este descenso sería difícil e incluso peligroso. Además, al hacerlo despacio, se gastaría demasiado carburante.
— Mejor será descender directamente hasta el fondo. En la vuelta se pueden hacer dos o tres paradas, en caso de hallar lugar adecuado para ello.
Sokolovsky era nuestro capitán y Tiurin, por esta vez, tuvo que conformarse. Sólo pidió que no descendiera demasiado aprisa y que lo hiciera acercándose todo lo posible al borde de la grieta para poder examinar la composición geológica del declive.
Y así empezamos el descenso.
El cohete se elevó sobre el negro abismo de la hendidura y, describiendo un semicírculo, empezó a descender. El sol, que estaba ya bastante alto, iluminaba parte del declive hasta una profundidad considerable. Pero la pendiente contraria de la grieta aún no se veía. El cohete iba perdiendo altura, inclinándose más y más. Nos teníamos que echar hacia atrás, apoyando los pies. Tiurin fotografiaba.
Vimos unas rocas negras, casi lisas. Algunas veces parecían azuladas. Luego aparecían rojizas, amarillas, con matices verdosos. Yo interpreté esto como una señal del hecho que aquí la atmósfera tardó más en desaparecer y los metales, sobre todo el hierro, sufrieron una mayor influencia del oxígeno y, como en la Tierra, se oxidaron. Más tarde Tiurin y Sokolovsky confirmaron mi suposición.
De pronto nos sumergimos en una profunda oscuridad. El cohete entró en la zona de sombra. El cambio fue tan brusco que al principio quedamos como ciegos. El cohete giró a la derecha. En la oscuridad era peligroso volar cerca de las rocas. Se encendieron las luces de los proyectores. Dos tentáculos de luz escudriñaban en la oscuridad sin encontrar dónde posarse. El descenso se hizo más lento. Pasaban los minutos y continuábamos volando en el vacío. Si no fuera por la ausencia de las estrellas, se podría decir que volábamos en el espacio interplanetario. Inesperadamente, la luz del proyector resbaló por una afilada peña. Sokolovsky disminuyó aún más la velocidad de vuelo. Los proyectores iluminaban las angulosas capas de estratos. A la derecha se presentó una pared. Giramos a la izquierda. Pero también allí nos encontramos con una pared. Ahora volábamos por un estrecho cañón. Montones de puntiagudas piedras se acumulaban por todos lados. No había dónde asentar la nave. Volábamos kilómetros y más kilómetros, pero el desfiladero no se ensanchaba.
— Me parece que tendremos que contentarnos con este examen y elevarnos de nuevo — dijo Sokolovsky.
En él recaía toda la responsabilidad de nuestras vidas y de la integridad del cohete: no quería arriesgarse. Pero Tiurin puso su mano en la suya, como si le prohibiera con este gesto actuar con la palanca de altura.
El vuelo se prolongó una hora, dos, tres…, no puedo decirlo con exactitud.
Al fin vimos una plazoleta, bastante inclinada por cierto, pero en la cual, a pesar de todo, pudimos posarnos. El cohete se paró en el espacio, luego, despacio, fue bajando. ¡Detención! La nave «alunizó» con una inclinación de unos treinta grados.
— Bien — dijo Sokolovsky—. Conseguimos llegar, pero no sé cómo vamos a salir de aquí.
— Lo importante, es que hemos alcanzado nuestro objetivo — respondió Tiurin.
Ahora no quería pensar en nada más y se ocupó en medir la temperatura del suelo. Con inmenso placer comprobó que el termómetro marcaba una temperatura de ciento cincuenta grados bajo cero. No era una temperatura demasiado alta, pero de todos modos parecía que sus hipótesis se justificaban.
Y el geólogo ya estaba picando con su martillo. De él salían chispas, pero ni un solo pedazo de roca se desprendía. Al final, cansado por su vano trabajo, se levantó y acercando su escafandra a la mía, dijo:
— Hematites puras. Lo que podía esperarse. Habrá que contentarse con fragmentos ya rotos. — Y se puso a buscar muestras por los alrededores.
Miré arriba y vi las estrellas, franjas de la Vía Láctea y los bordes radiantes de nuestra grieta vivamente iluminados con fulgores de diferentes colores. Luego dirigí la mirada hacia donde iluminaban los proyectores del cohete. Me pareció que cerca de una pequeña hendidura de la pared la luz oscilaba. Me acerqué al agujero. Verdaderamente, una corriente imperceptible casi de gas o vapor salía de las profundidades. Para comprobar si era verdad, recogí un puñado de cenizas y lo tiré al agujero. La ceniza saltó hacia un lado. Esto se ponía interesante. Encontré una piedra cerca del abismo y la tiré a él, para que el temblor del suelo llamara la atención de mis compañeros y vinieran hacia mí. La piedra cayó al abismo. Pasaron al menos diez segundos, antes que yo sintiera un leve temblor del suelo. Luego le siguió otro, un tercero, cuarto…, más y más fuertes. No podía comprender que estaba sucediendo. Algunas sacudidas eran tan fuertes que la vibración del suelo se transmitía a todo el cuerpo. De pronto vi cómo una enorme roca pasaba cerca de mí. Al pasar por una franja de luz, brilló como un meteorito y desapareció en el oscuro abismo. Las peñas temblaban. Comprendí que había cometido una fatal equivocación. Sucedió lo mismo que en las montañas, cuando la caída de un pequeño guijarro provoca inmensos desprendimientos de rocas. Y he aquí que ahora caían de todas partes piedras, rocas y trozos de peñas. Se precipitaban golpeando en las rocas, saltando, chocando unas con otras soltando chispas… Si nos hubiéramos encontrado en la Tierra, habríamos oído un tronido, un estruendo parecido a cañonazos repercutido interminablemente por el eco de las montañas. Pero aquí no había aire y por eso reinaba un silencio absoluto. El sonido, más exactamente, la vibración del suelo, se transmitía únicamente a través de los pies. Era imposible adivinar hacia dónde correr, de dónde vendría el peligro… Helado de espanto, seguramente habría muerto de miedo si no hubiera visto a Sokolovsky que frenéticamente agitaba sus brazos desde la plazoleta en la que estaba la nave para que fuera hacia allá. ¡Sí! ¡Claro! ¡Sólo el cohete podía salvarnos!
De algunos saltos llegué al cohete, sin parar salté a la plataforma y, al instante, Sokolovsky tiró de la palanca. Bruscamente fuimos echados hacia atrás y durante algunos minutos volamos con las piernas hacia arriba, tan brusca era la subida, la posición casi vertical que Sokolovsky había dado al cohete. Fuertes explosiones en las toberas del cohete lo hacían estremecer.
El geólogo dirigió el cohete en ascenso hacia la derecha, lejos de la vertiente de la grieta. ¡Era asombroso cómo podía dirigir el cohete en posición tan incómoda! Juzgando por su entereza, era un hombre experimentado, que no perdía nunca el dominio de sí mismo. Y, sin embargo, parecía un sencillo hombre «de su casa» chistoso y alegre.
Sólo cuando nuestra nave entró en el espacio iluminado por el sol y se alejó lo bastante del borde del desfiladero, disminuyó Sokolovsky la velocidad y el ángulo de vuelo.
Tiurin subió a la butaca y frotó la escafandra. Por lo visto el profesor se había magullado la nuca.
Como a menudo sucede en las personas que acaban de pasar un gran peligro, nos sobrevino de repente una alegría nerviosa. Nos mirábamos unos a otro a través de las escafandras y nos reíamos, reíamos…
Tiurin señaló hacia el iluminado declive de la grieta lunar. La casualidad nos brindaba una plazoleta para tomar tierra. ¡Y qué plazoleta! Ante nosotros había una enorme terraza, en la cual sin grandes trabajos podrían alojarse docenas de naves. Sokolovsky giró el cohete y muy pronto corríamos por él sobre las ruedas, como en una pista de asfalto. Rodando casi hasta la misma pared, nos paramos. La pared rocosa o férrea tenía unas grietas enormes en sentido vertical. En cada una grietas enormes en sentido vertical. En cada grieta podrían haber entrado varios trenes.
Descendimos al suelo del «cohetódromo». Nuestra excitación no había pasado aún. Sentíamos necesidad de movernos, de trabajar, para poner nuestros nervios a tono.
Relaté a Tiurin y Sokolovsky sobre el hallazgo del «géiser» lunar y me confesé culpable del alud de piedras ocasionado, que por poco nos destruye. Pero Tiurin, interesado por el «géiser», no hizo caso de mi acto temerario.
— ¡Pero si esto es un descubrimiento grandioso! — exclamó—. Yo siempre he dicho que la Luna no es un planeta tan muerto como parece. En él deben existir aún, por insignificantes que sean, restos de gases, sea cual fuere su composición, de su vida anterior. Estas serán, seguramente, salidas de gases sulfúreos. En algún lugar de la masa lunar, queda aún magma caliente. Los últimos latidos, el último fuego del gran incendio que se extingue. En la profundidad de esta grieta que penetra, seguramente, hacia el interior de la Luna, no menos de un cuarto de su radio, los gases encontraron salida. Y nosotros no los hemos analizado. Es necesario hacerlo pase lo que pase. Esto producirá sensación entre los científicos del mundo. ¡El «Géiser de Artiomov»! ¡No ponga objeciones! Tiene derecho a ello. Volvamos ahora mismo.
Y saltó al cohete, pero Sokolovsky movió la cabeza negativamente.
— Por hoy tenemos bastante — dijo—. Es necesario descansar.
— ¿Qué quiere decir «por hoy»? — protestó Tiurin—. El día en la Luna dura treinta días terrestres. ¿Y usted piensa quedarse inmóvil durante treinta días?
— Me moveré — contestó Sokolovsky en tono conciliador—. Pero si usted hubiera estado pilotando cuando salimos de esta grieta del diablo, comprendería mi estado de ánimo y razonaría de otra manera.
Tiurin miró la fatigada cara de Sokolovsky y se calló.
Decidimos renovar la reserva de oxígeno en nuestras escafandras y luego dispersarnos para explorar hacia diferentes lados, aunque sin alejarnos mucho uno de otro.
Me dirigí hacia la garganta más cercana, la cual se hacía interesante por su colorido. Las peñas eran de tonos rojizos y rosáceos. Sobre este fondo destacaban manchas de espeso color verde de forma irregular, por lo visto capas de otros minerales. Resultaba una combinación de colores muy hermosa. Gradualmente fui adentrándome en el cañón. Una de sus paredes estaba brillantemente iluminada por el sol y por la otra sus rayos resbalaban oblicuamente, dejando en su parte inferior un ángulo agudo de sombra.
Me sentía de un humor excelente. El oxígeno penetraba en mis pulmones al punto de embriagarme. Sentía en todos mis miembros una ligereza extraordinaria. Había momentos en que me parecía que todo lo veía en sueños. ¡Un sueño atrayente, prodigioso!
En uno de los cañones laterales brillaba una «cascada» de piedras preciosas. Ellas llamaron mi atención y doblé a la derecha. Luego me desvié otra vez y otra. Finalmente llegué a un completo laberinto de cañones. En él era fácil perderse pero yo procuraba recordar bien el camino. Y por doquier aquellas manchas. De un verde vivo en la luz tenían a la sombra un matiz amarillo oscuro, y a media luz un tinte pardusco claro. Extraño cambio de colores: pues en la Luna no hay atmósfera que pueda cambiar los matices de los colores. Me acerqué a una de estas manchas y la observé atentamente. No, esto no es una salida de minerales. La mancha era prominente y parecía blanda como el fieltro. Me senté en una piedra y continué la observación.
De pronto me pareció que se había movido un poco en dirección a la luz. ¿Será una ilusión óptica? Yo miraba la mancha con demasiada atención, fijamente. Haciendo mentalmente una señal en uno de los pliegues del mineral, continué mi acecho. Después de unos minutos ya no podía dudar: la mancha se había desplazado. Su borde había traspasado el límite de la sombra y estaba volviéndose verde ante mis ojos.
Me levanté y corrí hacia la pared. Sujetándome de un ángulo de la roca, alargué mi brazo hasta la mancha más próxima y arranqué un trozo del blando «fieltro». Estaba compuesto de pequeños hilos en forma de abeto. ¿Un vegetal? ¡Claro, es un vegetal! Son musgos lunares. ¡Vaya descubrimiento! Arranqué otro pedazo de una mancha pardusca. Estaba completamente seco. Lo volví del lado contrario y vi unas blancuzcas «avellanitas» que en su parte inferior terminaban con una especie de ventosa almohadilla.
Un enigma biológico. Por su aspecto este vegetal podría catalogarse entre los musgos. Pero, ¿y las ventosas? ¡«Raicespiernas»! Un vegetal que puede desplazarse por las rocas siguiendo los rayos solares. Su color verde, claro está, depende de la clorofila. Pero…, ¿y la respiración? ¿Y la humedad? ¿De dónde la saca…? Recordé conversaciones en Ketz sobre piedras celestes de las que puede obtenerse oxígeno y agua. Por supuesto, también en las piedras habrá en combinación con otros elementos oxígeno e hidrógeno, elementos que entran en la composición del aire y el agua. ¿Y por qué no…? ¿No son también las plantas terrestres verdaderas «fábricas» milagrosas con producción química muy complicada? ¿Y es que nuestras plantas terrestres, como, por ejemplo, la «Rosa de Jericó», no poseen la facultad de amortecerse por el calor y la sequía y luego revivir de nuevo, cuando se ponen en agua? Los vegetales lunares «duermen» durante la larga y fría noche y a la luz del sol empieza de nuevo a funcionar la «fábrica química», elaborando todo lo necesario para su vida. ¿Movimiento? Bien, pero es que también los vegetales terrestres no están por completo privados de movimientos. La adaptabilidad de los organismos es ilimitada.
Llené la bolsa de musgos y con el ánimo excitado me dispuse a regresar para vanagloriarme de mi hallazgo.
Marché hasta el final del cañón, giré a la derecha, otra vez a la derecha. Aquí debía encontrar el yacimiento de rubíes y diamantes, pero no los vi… Volví atrás, giré hacia otro cañón… ¡Un lugar completamente desconocido!
Aceleré mi marcha. Ya no andaba, sino que saltaba. De pronto, me paré en el borde del abismo, estupefacto. Un nuevo paisaje lunar se abría ante mí. Al otro lado del abismo se elevaba una cadena de montañas. Entre ellas destacaban tres picos de igual altura. Brillaban como panes de azúcar. Nunca había visto unas cumbres tan blancas. Estaba claro que no era nieve. En la Luna no podía haber nieve. Podía ser que estas montañas fueran de yeso o cal. Pero las montañas no hacían al caso. Estaba claro que me había extraviado por completo.
La inquietud se apoderó de mí. Como si todo este extraordinario mundo lunar me hubiera de repente vuelto la espalda. ¡Qué hostil era al hombre! Aquí no habían nuestros bosques terrestres, ni campos, ni praderas con sus flores, hierbas, pájaros y animales, donde «bajo cada árbol» tienes preparados «mesa y casa».
Aquí no hay ríos y lagos con abundante pesca. La Luna es avara, no da de comer ni beber al hombre. Los que se extravían en la Tierra pueden mantenerse días y días aunque sea con raíces vegetales. ¿Pero aquí? Sólo rocas desnudas, sin contar con el musgo. Seguramente, no será mejor comestible que la arena. Pero aunque corrieran a mi alrededor ríos de leche con orillas de pan, de todas maneras moriría de sed y de hambre, sufriendo los tormentos de Tántalo, ya que no puedo sacarme la escafandra.
¡La escafandra! Al recordarla me puse a temblar como si el frío del espacio hubiera penetrado en mi cuerpo. Toda la «atmósfera» que me da posibilidad de respirar y vivir, está resumida en el pequeño balón que llevo en la espalda. Tiene capacidad para seis horas; no más. Ya han pasado unas dos horas desde que renové la provisión de oxígeno. ¿Y después? La muerte por asfixia… ¡Tengo que salir de aquí mientras no se agoten mis fuerzas y la reserva de oxígeno!
Volví atrás de nuevo y empecé a dar saltos como un saltamontes. Menos mal que aquí no se fatiga uno tanto como en la Tierra…
Llegué al final del cañón. Ante mí otro cañón vivamente iluminado por el sol y cubierto por entero por una verde alfombra. Por lo visto, todos los musgos se arrastraron hasta aquí desde los lugares sombríos. ¡Asquerosos musgos! No quería verlos, pero mis ojos se encontraban con el color verde, debido al cual veía confusamente…
Pero, ¿puede ser que éste sea el mismo cañón por el cual vine, aunque ahora no pueda reconocerlo, debido a que se ha puesto verde?
Nuevo viraje hacia una estrecha garganta sumergida de la oscuridad. A través de mis vestidos calentados por el sol, sentí frío. ¿O es que los nervios me fallan?
¿Hacia dónde ir? Detrás, después de dos vueltas está el abismo. Delante, un oscuro y estrecho cañón desconocido.
Sentí una debilidad aterradora y me dejé caer sobre una piedra quebrada, desfallecido. Súbitamente, debajo de mí, la piedra se movió y empezó a arrastrarse… Di un brinco como si me hubiera picado una avispa. Mis nervios estaban demasiado tensos. ¡Una piedra viva! ¡Un nuevo animal! ¡Un nuevo descubrimiento sensacional! Pero en aquel momento no estaba para descubrimientos. Dejé arrastrarse al nuevo ser vivo sin mirarle incluso. Y como un autómata seguí adelante.
Ya no meditaba, incluso, hacia dónde iba. Algunas veces me parecía que el oxígeno del balón se agotaba. Sentía asfixia. Entonces me paraba y me agarraba el pecho. Luego todo pasaba. ¡Nervios, nervios! ¡Si en la Luna hubiera atmósfera, un medio ambiente elástico, aunque no fuera apto para la respiración! Podría golpear piedra con piedra, para pedir auxilio. La atmósfera podría transmitirme los reflejos, el «resplandor» de los proyectores del cohete. Sin embargo, esto no podría ayudarme ahora: del cielo se derramaba la luz cegadora del sol, la cual quemaría mis ojos si no fuera por el ahumado de mi escafandra.
En el momento en que yo había perdido las esperanzas y me preparaba para el final, vi el gran cañón. Tuve una alegría tan grande como su hubiera salido de pronto a la Gran Avenida de la isla Vasilevskaia en Leningrado.
¡Vaya suerte! ¿Será el instinto el que me llevó aquí?
Sin embargo, mi alegría pronto cambió en alarma. ¿Hacia que lado seguir? ¿A la derecha o a la izquierda? ¡He perdido por completo la orientación! Probé de poner a prueba mi «instinto», pero esta vez guardaba silencio. Di un paso a la izquierda — el instinto no se oponía— a la derecha, lo mismo.
Fue preciso dirigirse de nuevo en petición de ayuda al «cerebro». A pensar. Cuando salí del cohete tiré hacia la derecha. O sea que ahora hay que girar a la izquierda. Vayamos por la izquierda.
Seguí en esta dirección por lo menos una hora. El hambre se dejaba sentir. Y el final del cañón no se veía aún. Es extraño. Si la primera vez fui hasta la vuelta menos de media hora. O sea que no había visto bien. ¿Volver atrás? ¡Cuánto tiempo perdido! Seguí adelante tenazmente. Súbitamente el cañón se estrechó. Está claro: no voy bien, me he equivocado de lado. ¡Atrás rápidamente!
El sol quemaba sin compasión. Tuve que cubrirme con la capa blanca. El hambre me atormentaba, empezaban a faltarme las fuerzas, pero yo saltaba y saltaba, como si detrás de mí vinieran acosándome monstruos desconocidos. De pronto me cerró el camino una grieta. No era muy grande, se podía traspasar. ¡Pero esta grieta no la vi cuando vine! ¿O es que, pensando, no me di cuenta de ella? Un sudor frío cubrió mi cuerpo. El corazón me latía febrilmente. ¡Me muero! Tuve necesidad de echarme para descansar un poco y volver en sí. Desde el negro cielo me miraba el azul, muerto sol. Así, indiferente, iluminará mi cadáver… ¡No! ¡No! ¡Aún no he muerto! Tengo aún reservas de oxígeno y energía… Poniéndome de pie de un salto, traspasé la grieta y eché a correr… ¿Adónde? ¡Delante, atrás: es igual, lo que importa es moverse!
El cañón se ensanchó. Salté sin parar no menos de una hora, hasta que caí desvanecido. Aquí, por primera vez sentí verdaderamente que me faltaba el aire. Esto ya no era engaño. Con mis carreras había gastado demasiado oxígeno y la provisión se terminaba antes de tiempo.
Es el fin… Adiós, Tonia… Armenia…
Mi cabeza empezó a turbarse…
Inesperadamente vi encima de mí, vivamente iluminado por el sol, uno de los lados de nuestro cohete. ¡Me buscan! ¡Estoy salvado! Reuniendo mis últimas fuerzas, doy un brinco, agito los brazos, grito, olvidando por completo que mi grito no saldrá de la escafandra… ¡Ay! Mi alegría se apagó con igual rapidez que se había encendido: no me vieron. El cohete voló sobre el cañón y se perdió tras las montañas…
Era el último destello de energía. La indiferencia se apoderó de mí. La insuficiencia de oxígeno se hacía sentir. Miles de soles azules centellearon ante mis ojos. Sentí ruidos en los oídos y perdí el conocimiento.
No sé cuanto tiempo estuve tendido sin sentido.
Luego, sin abrir los ojos, aspiré profundamente. El vivificante oxígeno penetraba en mis pulmones. Abrí los ojos y vi encima de mí a Sokolovsky. Con la preocupación en su semblante, miraba a través de mi escafandra. Yo estaba tendido en el suelo, en el interior del cohete donde, por lo visto, me habían llevado. Pero, ¿por qué no me sacan la escafandra?
— Tengo sed… — pronuncié débilmente, sin pensar en que no me oían. Pero Sokolovsky había comprendido mi ruego por el movimiento de los labios. Me sentó en el sillón y acercando su escafandra a la mía, preguntó:
— ¿Tiene hambre y sed, verdad?
— Sí.
— Desgraciadamente, tendrá que esperar. Tenemos una avería. El alud de piedras causó algunos desperfectos en el cohete. Están rotos los vidrios de las ventanillas.
Recordé los golpes «de lado», que había sentido cuando salíamos del «Cañón de la Muerte». Entonces no les había prestado atención.
— Tenemos cristales de repuesto — prosiguió Sokolovsky—, pero para colocarlos y soldarlos es necesario no poco tiempo. En una palabra, vamos a ir rápidamente hasta nuestro cohete grande. Habrá que terminar la expedición lunar.
— ¿Y por qué me llevaron al interior del cohete?
— Pues debido — contestó Sokolovsky—, a que tendré que desarrollar una gran velocidad cósmica para ir hasta el cohete en dos o tres horas. Las explosiones serán fuertes, el aumento de la gravedad del cuerpo será extraordinario. Y usted está aún demasiado débil para poderlo resistir arriba. Además, el profesor Tiurin también estará aquí.
— ¡No sabe lo contento que estoy porque esté usted vivo! — oí la voz de Tiurin—. Ya habíamos perdido las esperanzas de encontrarle…
En su voz había un calor insospechado.
— Ahora échese mejor en el suelo. Yo también lo voy a hacer, y el camarada Sokolovsky se sentará en el mando.
Después de un minuto nuestro cohete, con los vidrios rotos, se había ya elevado sobre las cimas de las montañas. Viraje hacia el oeste. Por un momento, el cohete casi se puso de lado. Debajo vi el abismo de la gran grieta lunar, que por poco nos pierde, con la plazoleta y el cañón. El cohete vibraba por las explosiones. Mi cuerpo se hacía pesado como el plomo. La sangre afluía tan pronto a la cabeza como a los pies. Sentí que, otra vez, perdía el conocimiento… Caí en un leve desvanecimiento, que esta vez superé yo mismo. El oxígeno es un magnífico medio vivificante. Se notaba que Sokolovsky se había preocupado porque a mi escafandra llegara en fuertes dosis. Pero la presión no debía sobrepasar una atmósfera, pues de lo contrario, podría fallar el vestido. Y tanto se había hinchado que daba la impresión que me había engordado.
Al final de este viaje, me había recobrado hasta el punto en que pude ya salir por mi mismo del pequeño cohete y trasladarme a la gran nave interplanetaria.
¡Con qué gusto me deshice de la ropa de «buzo»! ¡Y comí y bebí por cinco!
Pronto volvió a nosotros el buen humor. Yo contaba ya riendo mis aventuras, mis descubrimientos científicos, y no podía perdonarme el haber dejado escapar la «tortuga lunar» que había tomado por una piedra. Por otra parte ya empezaba a dudar de su existencia. Puede ser que esto fuera tan sólo una broma de mi trastornada imaginación. Pero los «musgos» estaban en mi bolsa, como un trofeo traído del «País de los Sueños».
Nuestra expedición a la Luna, a pesar de su breve duración, dio inmensos resultados científicos. Estos darían, sin duda, mucho que hablar a los científicos terrestres.
El viaje de retorno se hizo sin dificultades. No existía ya la depresión natural que siempre sobrecoge al hombre ante lo desconocido. Volábamos hacia la Estrella Ketz, como si volviéramos «a casa». Pero, ¿dónde está? Miré al cielo. En lo alto pendía sobre nosotros la hoz de la «tierra nueva». Debajo, la Luna ocupaba la mitad del horizonte. A pesar del hecho que por poco muero en ella, su vista no me causaba miedo.
Había caminado por esta Luna y huellas de nuestros pies habían quedado en su superficie. Llevábamos a Ketz, a la Tierra, «pedazos» de Luna… Este sentimiento nos acercaba a ella.