II — El demonio de la indomabilidad



Recuerdo confusamente nuestro viaje desde Leningrado hasta el misterioso Ketz. Me encontraba demasiado agitado por nuestra marcha inesperada, turbado por mi propio proceder, deprimido por la energía de Tonia.

Tonia no quería perder ni un solo día y compuso el itinerario de nuestro viaje utilizando los más modernos medios de comunicación existentes.

Desde Leningrado a Moscú volamos en avión. En la elevación de Baldaisk fuimos zarandeados lo suficiente para que yo, que no aguanto el balanceo por mar ni por el aire, me sintiera indispuesto. Tonia cuidaba solícita de mí. Por el camino empezó a tratarme con más dulzura, en una palabra, mejoró. Yo me maravillaba más y más: ¡cuánta fuerza, ternura femenina y solicitud en esta joven! La preparación del viaje me dejó rendido. A pesar que había trabajado más que yo, en ella esto no hizo mella. Siempre estaba alegre y a menudo canturreaba no sé qué canciones.

En Moscú transbordamos a un avión estratoplano polirreactivo Tziolkovsky, que efectuaba el tramo directo Moscú-Tashkent.

Este avión desarrollaba una velocidad asombrosa. Tres cigarros metálicos unidos por sus lados entre sí y por el timón de cola, cubiertos por una ala, así era el aspecto exterior del estratoplano. Tonia en seguida se puso al corriente de las características de su construcción, y me explicaba que los pasajeros y pilotos viajaban en el cuerpo de la izquierda, en el de la derecha el carburante, y en el cuerpo central se hallaban la hélice, el compresor de aire, el motor y todo el sistema de refrigeración; que el avión se movía por la fuerza de la hélice y la repercusión de los productos que quemaba. Hablaba también sobre no sé qué interesantes pormenores, pero yo la escuchaba distraídamente: el efecto de tanta novedad me deprimía. Recuerdo que entramos en una cabina que se cerraba herméticamente y que nos sentamos en unos sillones muy cómodos. El estratoplano corrió por unos rieles, adquirió velocidad — cien metros por segundo— y se elevó en el aire. Volábamos a gran altura — quizá en los límites de la troposfera— con velocidad de mil kilómetros por hora. Dijeron que esta velocidad no era su límite.

No tuve tiempo de sentarme bien y ya habíamos traspasado los límites de la República Federal Rusa. La masa de nubes impedía el ver la tierra. Cuando las nubes empezaron a clarear, vi en la profundidad, debajo nuestro, una superficie grisácea. Parecía más profunda en el centro y elevada en el horizonte, como una cúpula gris vuelta al revés.

— Las estepas de Kirgisia — dijo Tonia.

— ¿Ya? ¡Esto sí que es velocidad!

Un vuelo así satisfacía incluso la impaciencia de Tonia.

Delante brilló el Mar de Aral. Y en la cabina se hablaba ya no sobre Moscú, la cual acabábamos de dejar, sino sobre Tashkent, Andijan, Kokand.

No tuve tiempo de ver Tashkent. Con la rapidez del rayo tomamos tierra, y ya después de un minuto corríamos en automóvil hacia la estación del tren superrápido reactivo con el nombre del mismo Tziolkovsky. Este primer tren reactivo «Tashkent-Andijan» corría a velocidades no inferiores al estratoplano que acabábamos de dejar.

Vi un largo vagón de forma aerodinámica sin ruedas. El fondo del vagón descansaba en una pista de hormigón que se elevaba sobre el suelo. Por ambos lados del vagón había una especie de brazos salientes, que llegaban hasta los costados de la pista. Estos daban estabilidad al vagón en las curvas.

Supe que en este tren se bombeaba aire a presión debajo del vagón y por unas toberas especiales salía despedido hacia atrás. De esta manera, el vagón volaba sobre una delgada almohada de aire. La fricción se reducía al mínimo. El movimiento se obtenía al lanzar hacia atrás los chorros de aire y el vagón desarrollaba tal velocidad que, en su carrera, atravesaba pequeños riachuelos sin necesidad de puentes.

Subí al vagón, me senté con recelo y muy pronto se puso en movimiento.

La velocidad de la «corrida-vuelo» era en efecto extraordinaria. A través de las ventanillas el paisaje se difundía en rayas grises amarillentas. Tan sólo el cielo azul aparecía como de ordinario, pero las blancas nubes corrían hacia atrás con extraordinaria rapidez. Lo reconozco, a pesar de todas las comodidades de este nuevo método de comunicación, no pude por menos de esperar con impaciencia el final de nuestro corto viaje. He aquí que abajo centelleó un río, y en un instante lo pasamos sin puente alguno. Yo lancé una exclamación y sin poderlo evitar me levanté de mi asiento. Al ver tal atraso y provincianismo, todos los pasajeros se pusieron a reír ruidosamente. Tonia, al revés, se puso a aplaudir entusiasmada.

— ¡Esto sí que me gusta! ¡Esto es correr! — decía ella.

Yo ansiosamente ojeaba por la ventanilla: ¿cuándo va a terminar este turbio centellear?

En Andijan pedí un poco de reposo. Me hacía falta descansar después de todas estas superveloces carreras. Pero Tonia no quiso ni escucharme. Parecía dominada por un demonio indómito.

— Vas a estropearme todo mi gráfico. En mi horario concuerda todo con exactitud cronométrica.

Y nuevamente, como llevados por el mismo diablo, corrimos al aeródromo.

El camino desde Andijan a Osha lo hicimos en avión ordinario. Su velocidad normal, no pequeña por cierto — cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora— le pareció a Tonia de tortuga. Por si fuera poco, un motor empezó a ratear y tuvimos que efectuar un aterrizaje forzoso. Mientras el mecánico reparaba el motor, yo salí de la cabina y me tumbé en la arena. Pero ésta era caliente en extremo. El sol abrasaba con sus rayos perpendiculares y no tuve más remedio que volver a la sofocante cabina.

Sudando a mares, maldecía en mi interior el viaje y soñaba con la fresca llovizna de Leningrado.

Tonia estaba nerviosa, temiendo retrasarse en Osha al despegue del dirigible. Para desdicha mía, no llegamos tarde y aterrizamos en el aeródromo con media hora de anticipación a la salida del dirigible. Este gigante metálico debía trasladarnos a la ciudad de Ketz. Corrimos hacia la torre de amarre, subimos rápidamente en el ascensor y entramos en la góndola.

El viaje en el dirigible dejó en mí un agradable recuerdo. Los camarotes de la góndola estaban refrigerados y bien ventilados. La velocidad era tan sólo de doscientos kilómetros por hora. Ni balanceo, ni trepidaciones y ausencia absoluta de polvo. Almorzamos magníficamente en la sala de oficiales. En la sobremesa se oían nuevas palabras: Alay, Karakul, Jorog…

El Pamir desde las alturas me produjo una impresión bastante sombría. No en balde este «techo del mundo» es también llamado «estribo de la muerte». Ríos de hielo, montañas, desfiladeros, morrenas, paredes de hielo y nieve coronadas por dientes de piedra negra, eran los adornos fúnebres de estas montañas. Y abajo en las profundidades tan sólo pastos de un intenso verdor.

Uno de los pasajeros, alpinista, mostrando los picos cubiertos de hielo con tonalidades verdosas explicó a Tonia:

— Esto es un glaciar liso, éste es de agujas, el de allí es quebrado, más allá forma olas y más abajo escaleras…

De pronto resplandeció la lisa superficie de un lago.

— Karakul. Altura: tres mil novecientos noventa metros sobre el nivel del mar — dijo el alpinista.

— ¡Mire, mire! — me llama Tonia.

Miro. Un lago como otro cualquiera. Brilla. Y Tonia se maravilla:

— ¡Qué hermosura!

— Sí, un lago brillante — digo yo, para no ofender a Tonia.




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