III — Me transformo en detective



Bueno, ya vamos a aterrizar. Veo desde el dirigible la vista general de la ciudad. Está situada en un valle muy largo y estrecho, entre altas montañas con picos cubiertos de nieve. El valle va casi en dirección recta de oeste a este. Cerca de la misma ciudad el valle se ensancha. En la parte sur de la ciudad, en su extremo, hay un gran lago. El alpinista dice que es muy profundo.

Unas doscientas casas brillan con sus planos tejados metálicos. La mayoría de ellos son blancos como el aluminio, pero los hay también oscuros. En la vertiente norte de la montaña hay grandes edificios con cúpula, seguramente son observatorios. Más allá de las casas de vivienda se ven los grandes cuerpos de las fábricas.

Nuestro aeródromo está situado, en la parte oeste de la ciudad, al este se ve un extraño camino de hierro de grandes y anchas vías. Este va hasta el final del valle y allí, por lo visto, queda cortado.

¡Al fin tierra firme!

Nosotros vamos al hotel. Yo me niego a recorrer la ciudad, estoy cansado del viaje, y Tonia caritativa me deja ir a descansar. Me saco las botas y me tumbo en el ancho diván. ¡Qué bienestar! En mi cabeza siento aún toda clase de ruidos de motores, los ojos se me cierran. ¡Bueno, ahora sí que voy a descansar bien!

Parece como si llamaran a la puerta. O es que aún oigo los zumbidos de los motores… Vaya, en verdad están llamando. ¡Qué inoportunos!

— ¡Entren! — chillo enfadado mientras me levanto del diván.

Aparece Tonia. Parece que se ha propuesto hacerme perder los estribos.

— ¿Qué tal ha descansado? Vámonos — dice ella.

— ¿Adónde vamos? ¿Por qué vamos? — grito yo.

— ¿Cómo que dónde? ¿A qué hemos venido aquí?

Bueno, está bien. Hemos venido a buscar una persona con barba negra. Entendido… Pero ya es tarde y sería mejor empezar nuestras pesquisas mañana al amanecer. Por otra parte veo que es inútil protestar. Callo y me pongo mi gabardina, pero Tonia solícita me previene:

— Póngase el abrigo de pieles. No olvide que nos encontramos a algunos miles de metros de altura, y el sol ya se ha puesto.

Me pongo mi abrigo de pieles y salimos a la calle.

Aspiro el aire helado y siento que se me hace difícil respirar. Tonia se da cuenta como «bostezo», y dice:

— Usted no está acostumbrado al aire enrarecido de estas alturas. No es nada, pronto pasará.

— Es extraño que en el hotel no lo haya notado — digo asombrado.

— Es que en el hotel el aire es más denso, hay compresores — me dice Tonia—. No todo el mundo está acostumbrado al aire de las montañas. Algunos ni tan sólo salen a la calle y con ellos se efectúan las consultas en casa.

— ¡Qué lástima que este privilegio no lo tengan los especialistas en búsquedas de barbas negras! — repuse yo tristemente.

Íbamos por las calles de esta ciudad limpia y bien iluminada. Aquí estaba el pavimento más liso y más fuerte del mundo: de granito natural, nivelado y pulido. Un pavimento monolítico.

Frecuentemente nos encontrábamos con barbas negras; por lo visto, entre los habitantes había muchos meridionales.

Tonia cada minuto me tiraba de la manga y me preguntaba:

— ¿No es él?

Yo sombríamente meneaba la cabeza. Sin darnos cuenta llegamos a orillas del lago.

De pronto oímos el aullar de una sirena. El eco repercutió en las cumbres, y las encolerizadas montañas respondieron con melancólico sonido. Resultó un concierto que helaba el alma.

En las orillas del lago se encendieron luminosos faroles y el lago se iluminó como un espejo en un marco de diamantes. Seguidamente se encendieron decenas de potentes proyectores que dirigían sus rayos azules hacia el espejado cielo vespertino. La sirena se calló. Cesó su eco en las montañas. Pero la ciudad despertó.

En el lago, cerca de sus orillas, empezaron a correr rápidas canoas y botes. Una masa de gente afluía hacia el lago.

— Pero, ¿adónde mira usted? — oí la voz de Tonia.

Esta expresión me recordó mi triste obligación. Resueltamente me volví de espaldas al lago, a las luces, y empecé a buscar entre la masa de gente a los barbudos.

En una ocasión me pareció que había visto al desconocido de la barba. Quería decírselo a Tonia, cuando de pronto ella exclamó:

— ¡Mire, mire! — y señalaba hacia el cielo.

Vimos una estrella dorada, que se acercaba a la tierra. La muchedumbre enmudeció. En el silencio que prosiguió se oía un trueno lejano. ¡Un trueno en el despejado cielo! Los montes recogieron este tronido y con sordo canon respondieron. El estruendo aumentaba cada segundo y la estrella aumentaba de volumen. Detrás de ella se veía ya claramente una estela de humo y muy pronto la estrella se convirtió en un cuerpo en forma de cigarro con aletas. Esto sólo podía ser una nave interplanetaria. En el gentío se oían estas exclamaciones:

— ¡«Ketz-siete»!

— ¡No, es «Ketz-cinco»!

El cohete de pronto describió un pequeño círculo y volvió su proa hacia abajo. Una llama escapó de su cuerpo y más lentamente empezó a descender hacia el lago. Su longitud sobrepasaba a la de la más grande locomotora. Y pesaba, seguramente, no menos.

Y he aquí que esta pesada mole se quedó como suspendida en el aire a unas decenas de metros de la superficie del agua. La fuerza de los gases de las explosiones la sostenían en esta posición. Los gases rizaban y agitaban la superficie del agua. Columnas de humo se extendían por el lago.

Luego el cigarro metálico fue bajando imperceptiblemente y pronto su proa llegó a tocar el agua. Ésta se agitó, borboteó y empezó a hervir. Una nube de vapor envolvió al cohete. Las explosiones cesaron. Entre el vapor y el humo apareció un momento el agudo extremo superior del cohete y volvió a desaparecer bajo el agua, levantando una gran masa de líquido. Grandes olas se extendieron por el lago balanceando a las canoas. Unos segundos más tarde apareció de nuevo la brillante estructura del cohete entre los rayos de los proyectores, balanceándose en la superficie del lago.

La muchedumbre, con unánimes gritos, aplaudía a los navegantes. Una flotilla de lanchas motoras se lanzó hacia el flotante cohete, como peces-golondrinas hacia la ballena. Una pequeña lancha motora negra lo tomó a remolque arrastrándolo hasta el puerto. Dos potentes tractores sacaron al cohete a la orilla a través de un puente especialmente construido para el caso. Finalmente, se abrió la escotilla y salieron de la nave los viajeros interplanetarios.

El primero de ellos empezó a estornudar ruidosamente en el momento de salir. Entre la muchedumbre se oyeron risas y exclamaciones: ¡Jesús!

— Cada vez la misma historia — exclamó el que acababa de llegar—. En cuanto llego a la Tierra, el consiguiente constipado.

Yo miraba con interés y respeto al hombre que acababa de llegar de los espacios infinitos. ¡En verdad que hay hombres audaces! Yo por nada del mundo me decidiría a volar en un cohete.

Se recibía a los recién llegados con alegría, eran preguntados ininterrumpidamente, la muchedumbre los envolvía, les daban la mano. Luego subieron a un automóvil y se fueron. El gentío empezó a disolverse. Las luces se apagaron. De pronto noté que mis pies se estaban helando. Estaba tiritando y me daban náuseas.

— Está usted morado — se compadeció de mí, al final, Tonia—. Vámonos a casa.

En el vestíbulo del hotel me recibió un hombre regordete y calvo. Moviendo la cabeza, me dijo:

— Usted, joven, soporta mal estas alturas.

— Estoy helado — contesté.

En el acogedor comedor entablé conversación con este individuo, que resultó ser médico. Mientras tomábamos el té, yo le pregunté por qué a la ciudad y al cohete recién llegado les daban el mismo nombre de Ketz.

— Y a la estrella también — contestó el Doctor—. La estrella Ketz. ¿Ha oído hablar de ella? Precisamente proviene todo de ella. La ciudad ha sido creada para ella. ¿Y el porqué de Ketz? ¿De veras no puede adivinarlo? ¿De quién era el sistema de estratoplano en el cual voló usted hasta aquí?

— Me parece, de Tziolkovsky — respondí yo.

— Me parece… — dijo el doctor con reprobación—. No parece, sino que así es en efecto. El cohete que acaban de ver también fue construido según sus planos y asimismo la estrella. Y por eso se llama Ketz: Konstantin Eduardovich Tziolkovsky, ¿Comprendido?

— Así es — contesté—. Pero, ¿qué es esto de estrella Ketz?

— Es un satélite artificial de la Tierra. Una estación-laboratorio aérea, con cohetódromo para los cohetes de comunicaciones interplanetarias.




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