XIII — Hacia la órbita lunar



En vísperas de nuestro viaje a la Luna acompañé a Tonia al laboratorio del frío universal. La despedida fue breve, pero calurosa. Ella apretó mi mano con afecto y dijo:

— Sea prudente, cuídese…

Estas palabras sencillas me hicieron feliz.

A la mañana siguiente Tiurin, bastante animado, entró en el cohete. John, se despidió de él completamente afligido. Parecía que fuera a llorar de un momento a otro.

— ¡Usted responde del profesor! — me gritó al ir a cerrarse la puerta del cohete.

Resulta que volamos hacia la Luna no directamente, sino por la espiral, alrededor de la Tierra. Y no se sabe cuánto va a durar el viaje. En nuestro cohete pueden alojarse veinte personas. Y nosotros sólo somos seis: tres componentes de la expedición científica, el capitán, el piloto y el mecánico. Todo el espacio libre de la nave está ocupado por víveres de reserva, materias explosivas y oxígeno líquido. Y en la parte superior del cohete va sujeto una especie de vagón con ruedas, destinado a servir para los viajes por la superficie lunar. Como aquí no existe la resistencia del aire, el «automóvil lunar» no disminuirá la velocidad de vuelo de nuestro cohete.

Muy pronto el cohete abandonó el hospitalario cohetódromo de la Estrella Ketz. Y en seguida Tiurin se sintió mal. El caso era que, en cuanto aumentó la velocidad y las explosiones se hicieron más seguidas, el peso del cuerpo cambiaba. Y yo comprendí a Tiurin: se puede uno acostumbrar a la gravedad, a la ausencia de peso, pero acostumbrarse a que de repente el cuerpo deje de pesar, y de pronto pese como el plomo, es imposible.

Menos mal que teníamos suficientes reservas de alimentos y combustible, lo cual daba la posibilidad de no apresurarse y las explosiones eran moderadas. El sonido de ellas se transmitía únicamente por las paredes del cohete. A estos ruidos se podía uno acostumbrar, como al zumbido de motores, o al tic tac del reloj. ¡Pero no al aumento de peso!

Tiurin suspiraba, gemía. La sangre se le subía a la cabeza y su semblante se tornaba purpúreo, casi azul, o se retiraba el color y su cara se tornaba pálida, amarilla.

Sólo nuestro geólogo Sokolovsky, alegre y fuerte, con grandes bigotes lo soportaba bien y siempre estaba de buen humor.

Cuando volvió nuestro cuerpo al estado de imponderabilidad, el astrónomo empezó a hablar en voz alta, costumbre que había adquirido en su vida solitaria. Hablaba sin coherencia: comunicaba datos astronómicos de interés, desconocidos por los astrónomos terrestres, o pronunciaba sentencias «filosóficas».

— ¿Por qué es tan interesante el cine? Porque en él vemos movimiento…

Luego empezaba a gemir y retorcerse, para después hablar de nuevo.

Yo miraba por la ventanilla. A medida que nos alejábamos de la Tierra, ésta parecía más pequeña. Nuestro día se hacía más largo, las noches más cortas. En realidad esto no eran noches, sino eclipses solares.

En cambio con la Luna sucedían cosas chocantes.

Si nuestro cohete se encontraba en el punto opuesto de la órbita de la Luna, ésta aparecía pequeña, mucho más pequeña de como se ve desde la Tierra, y si nos acercábamos hacia la Luna por la órbita, ésta se hacía enorme.

Finalmente, llegó el momento en que la máxima dimensión de la Luna se igualó con la de la Tierra. Nuestro capitán, que más de una vez había hecho el viaje a la órbita lunar, nos dijo:

— Les felicito. Hemos superado las cuatro quintas partes de la distancia que nos separa de la Luna. Hemos sobrepasado cuarenta y ocho radios terrestres. Para nuestros viajes interplanetarios dentro del Sistema Solar, el radio terrestre — 6.378,4 kilómetros— sirve de unidad de medida. Es una especie de milla para los navegantes interplanetarios — aclaró.

Ahora el tamaño de la Luna variaba durante el día, que era el tiempo de la órbita del cohete alrededor de la Tierra. La mitad del día la Luna «engordaba», se hacía más grande, y la otra mitad «enflaquecía». Pero estos días empezaron a ser de mayor duración que los terrestres.

El día claro, sin nubes y resplandeciente aumentaba sin cesar.

El capitán dice que la atracción de la Luna se deja sentir más y más fuerte y altera la ruta del cohete. La velocidad del mismo aumenta o disminuye como resultado de los fuertes abrazos de nuestro satélite terrestre. La Luna no quiere dejarnos salir de su campo de atracción. Si no fuera por la fuerza de resistencia que suponen nuestros aparatos de explosión, ella nos haría prisioneros para la eternidad. ¡Cuánto más peligrosos serán los grandes planetas del Sistema Solar…!

En las primeras horas del vuelo, el capitán dejaba los mandos para que automáticamente el cohete volara por la ruta señalada. Esto no era peligroso. Pero después, pocas veces lo dejó, a pesar de estar mecanizados y automatizados.

Íbamos alrededor de la Tierra, aproximadamente por la misma órbita que la Luna, y por eso el viaje alrededor de la Tierra lo efectuamos con el mismo tiempo que la Luna — cerca de treinta días terrestres—. Nuestra noche, o sea el eclipse solar, se hizo tan rara, como los eclipses lunares en la Tierra. El cohete iba acercándose a la Luna igualando su velocidad a la de ella. Nuestra nave alcanzó la misma distancia de la Tierra que la Luna. El espacio que separaba al cohete de la Luna se hizo invariable.

Parecía que la Luna, la Tierra y el cohete estaban inmóviles, y que sólo la bóveda celeste se moviera continuamente.

— Muy pronto construiremos colonias aquí — rompió el silencio Sokolovsky.

— No, no, señor mío, no tan pronto — contestó Tiurin—, antes es necesario encontrar materiales aquí. No los vamos a traer de la Tierra. Al contrario, nosotros debemos enviar a la Tierra algunos regalos «celestes». Ya hemos enviado toda una colección de meteoritos. Todo un enjambre de leónidos.

Y Tiurin sonrió satisfecho.

— Es verdad — dijo Sokolovsky—. Necesitamos mucho hierro, níquel, acero y cuarzo para la construcción de nuestros alojamientos.

— ¿Y de dónde van a sacar estos minerales? — pregunté yo. La palabra «mineral» hizo reír a Sokolovsky.

— No son minerales, sino «aéreos» estos materiales — dijo—. Los meteoritos son nuestros «minerales». No en balde yo corría tras ellos.

— La explotación de meteoritos la organicé yo. ¡Esto fue mi idea! — rectificó Tiurin.

— No discuto esto, profesor — dijo Sokolovsky—. La idea fue suya y la ejecución mía. Por ejemplo, ahora he enviado a Evgenev a una nueva exploración.

El nombre de «Evgenev» hizo rememorar en mí todo el camino que me había llevado aquí. ¿Quién lo iba a decir? ¡Cómo lo personal había pasado a último plano ante las extraordinarias impresiones recibidas aquí!

— ¿Usted seguramente no sabía que encontramos todo un enjambre de pequeños meteoritos no muy lejos de la Estrella Ketz? — me dijo Sokolovsky—. Más arriba se encontraron más grandes. Al analizarlos se halló hierro, níquel, sílice, alúmina, óxido de calcio, feldespato, hierro cromado, óxidos de hierro, grafito y otras materias. En una palabra, todo lo necesario para la construcción y además oxígeno para los vegetales y el agua. Poseyendo la energía solar podemos transformar estos materiales y recibir todo lo que necesitamos, incluso lápices. El oxígeno y el agua, claro está, no se hallan aquí en estado ya preparado, sino en estado «ligado», pero para los químicos esto no es problema.

— Estudié según sus datos los movimientos de estos restos de cuerpos celestes — intervino Tiurin—, y he llegado a interesantes conclusiones. Parte de estos meteoritos vino desde lejos, pero la mayoría giraban alrededor de la Tierra, en la misma órbita que la Estrella Ketz…

— Sobre esto, profesor, fui yo quien le llamé la atención — dijo Sokolovsky.

— ¡Sí, claro! Pero las conclusiones las hice yo.

— No discutamos — añadió Sokolovsky reconciliador.

— No discuto. Yo sólo quiero exactitud. No en balde soy científico — replicó Tiurin levantándose incluso del sillón, pero en seguida se dejó caer y empezó a quejarse.

— Meller tiene razón — dijo—. Me he debilitado por completo en los años que he pasado en el mundo de la imponderabilidad. Hace falta cambiar de régimen.

— La Luna será un buen entrenamiento — rió el geólogo.

— Sí… Bueno, yo quería hablar sobre mi hipótesis — continuó Tiurin—. Son tantos los meteoritos que giran alrededor de la Tierra que nos obliga a pensar que deben ser los restos de un pequeño satélite de la Tierra desaparecido, una segunda Luna. Ésta sería una Luna muy pequeña. Cuando calculemos exactamente la cantidad y masa de estos meteoros, podremos restaurar las medidas que tenía este satélite, así como los paleontólogos restauran los huesos de los animales desaparecidos. ¡Una pequeña Luna! Aunque ésta seguramente lucía no menos que la actual, pues se encontraría más cerca de la Tierra.

— Perdone, profesor — intervino de pronto el joven mecánico parecido a un indio por su color de piel—. A mí me parece que a tan corta distancia la Tierra hubiera atraído a esta pequeña Luna.

— ¿Qué? ¿Qué? — gritó Tiurin en tono amenazador—. ¿Y la pequeña Estrella Ketz, por qué no cae a la Tierra? ¿Eh? Todo depende de la rapidez de movimiento… Pero la pequeña Luna de todas maneras sucumbió — dijo conciliador—. Las fuerzas en lucha (su inercia y la atracción terrestre) la hicieron trizas. ¡Ay! ¡Esto es lo que también amenaza a nuestra Luna! Se desintegrará en pequeños trozos. Y la Tierra tendrá un magnífico aro como el de Saturno. Yo creo que este aro lunar dará tanta luz como la Luna actual. Adornará las noches de los habitantes terrestres. Pero de todas maneras será una pérdida — terminó el profesor con un suspiro.

— Una pérdida irreparable — añadí.

— Quizá sea reparable. Tengo algunos proyectos, pero por ahora me los callo.

— ¿Y cómo cazaban los meteoros? — pregunté a Sokolovsky.

— Es una caza divertida — contestó el geólogo—. Yo tuve que cazarlos no sólo en la órbita de la Estrella Ketz y…

— En la zona de asteroides entre las órbitas de Marte y Júpiter — interrumpió Tiurin—, los astrónomos terrestres han hallado poco más de dos mil Asteroides allí. Pero mi catálogo pasa ya de los cuatro mil.

«Estos asteroides son también restos de un planeta, pero más importante que nuestra segunda Luna. Según mis cálculos este planeta era mayor que Mercurio. Marte y Júpiter lo desintegraron con sus atracciones. ¡No lo compartieron! El aro de Saturno es también un satélite suyo que sucumbió destrozado a pedazos. Ya ven cuántos cadáveres hay en nuestro sistema solar. ¿Quién los va a seguir? ¡Ay! ¡Ay! ¡Otra vez estos empujones!

De nuevo miré por la ventanilla sujetándome en el respaldo. A través de ella se veía el mismo cielo negro cubierto de estrellas. Así se puede volar durante años enteros, siglos y el cuadro será el mismo…

De pronto recordé un viaje que hice en un vagón de un tren ordinario con la vieja locomotora de vapor. Verano. Atardecía. El sol se ocultaba tras el bosque dorando las nubes. Por la abierta ventanilla del vagón entraba la humedad del bosque con aromas de acónito y tilo. En el cielo, tras del tren, corre la joven Luna en su cuarto creciente. El bosque deja paso a un lago, el lago a unos promontorios, en ellos están dispersas casas con frondosos jardines. Luego vinieron los campos con aromas de trigo maduro… Cuántas impresiones diferentes, cuánto «movimiento» para los ojos, el oído, el olfato, expresándose según Tiurin. Y aquí, ni viento, ni lluvia, ni cambio de tiempo. Ni noche, ni verano, ni invierno. Siempre esta lúgubre bóveda celeste, el espantoso sol azulado y el clima invariable en el cohete…

No, por interesante que sea estar en el cielo, en la Luna, en otros planetas, yo no cambiaría esta vida «celeste» por la terrestre…

— ¡Pues bien…! La caza de asteroides es una de las más atractivas — oí de pronto la voz de bajo del geólogo Sokolovsky.

Me gusta escucharle. Habla de manera sencilla, como si charlara en casa, en su gabinete, reunido con amigos que han venido a pasar el rato. A él, por lo visto, no le produce ninguna sensación la situación extraordinaria en que nos hallamos.

— Acercándose a la zona de asteroides hay que estar muy atento — dice Sokolovsky—. De lo contrario, es posible que algún «trocito» del tamaño del Palacio de los Soviets de Moscú, o más grande aún, caiga sobre el cohete y…, ¡recuerde como se llamaba! Por eso hay que volar por la tangente, acercándose más y más hacia la dirección de los asteroides… ¡Qué hermoso cuadro! Nos acercamos a la zona de asteroides. El aspecto del cielo cambia… ¡Mire el cielo! En realidad no se puede decir que sea completamente negro. El fondo es negro, pero en él hay una masa compacta de estrellas. Y he aquí que en esta luminosa masa se notan unas rayas oscuras. Es el vuelo de los asteroides no iluminados por el Sol. Algunos dibujan en el cielo trazos luminosos como la plata. Otros dejan rastros de color rojo bronceado. Todo el cielo queda lleno de trazos más o menos luminosos. A medida que el cohete gira hacia la dirección del movimiento de los asteroides y aumenta su velocidad, cuando vuela Casi al igual que ellos, dejan de aparecer rayas. Ustedes se encuentran en un mundo extraordinario y vuelan entre innumerables «lunas» de diversas formas y tamaños. Todos vuelan en una dirección, pero aún siguen avanzando hacia el cohete.

«Cuando alguna de las «lunas» vuele cerca del cohete, podrán ver que no es redonda. Estas «lunas» tienen formas muy variadas. Un asteroide, digamos, parece una pirámide, otro que se acerca tiene forma de esfera, un tercero se parece a un tosco cubo, la mayoría, son sencillamente informes trozos de rocas. Algunos vuelan en grupos, otros bajo la influencia de la atracción mutua, se unen formando como un «racimo de uva»… Su superficie en estos casos varía, puede ser mate, o reluciente como el cristal de roca. «Lunas» a la derecha, «lunas» a la izquierda, arriba, abajo… Cuando el cohete disminuye su velocidad, parece como si las «lunas» de pronto fueran hacia delante, pero cuando el cohete de nuevo adquiere velocidad, entonces ellas parece que frenan. Finalmente el cohete las adelanta y las «lunas» se quedan atrás.

«Es peligroso volar más despacio que los asteroides. Pueden alcanzarte y destrozar el cohete. Por el contrario, es completamente seguro volar en la misma dirección y a su misma velocidad. Pero entonces se ven únicamente los asteroides que te rodean. Parece que todo está inmóvil: el cohete, las «lunas» de la izquierda, las de la derecha, las de arriba y las de abajo. Tan sólo la cúpula celeste avanza lentamente, pues, a pesar de todo, los asteroides y el cohete vuelan y cambian de posición en el cielo.

«Nuestro capitán preferiría volar un poco más veloz que los asteroides. Entonces la masa de asteroides no se echan encima. Y además te mueves entre ellos, entre un enjambre de «lunas», las observas, escoges. En una palabra, intervienes como en el personaje del diablo de Gogol, que quería robar la Luna al cielo. Sólo que pequeña. No tenemos aún la fuerza suficiente para arrancar de su órbita a un gran asteroide y luego arrastrarlo hasta la Estrella Ketz. Tenemos miedo de gastar todo el combustible en la «pelea» y quedarnos prisioneros del asteroide que nos llevaría con él… Los primeros tiempos escogíamos los más pequeños. Era necesario una gran destreza y sangre fría para acercarse al asteroide sin golpes, y tomarlo «en abordaje». El capitán dirigía el cohete de manera que volando a su lado procuraba acercarse lo más posible. Luego los disparos de lado cesaban y poníamos en acción el electroimán: pues casi todos los asteroides, menos los cristalinos, están compuestos principalmente de hierro. Finalmente, cuando la distancia era mínima, desconectábamos el electroimán, dejando que la fuerza de gravedad hiciera lo restante. Al cabo de unos instantes sentíamos un insignificante golpe. Y seguíamos volando junto con nuestro satélite. Los primeros intentos de «abordaje» no siempre salieron a pedir de boca. Algunas veces nos golpeamos bastante fuerte. En estos casos, el asteroide — sin notarlo nosotros— se desviaba de su órbita y nuestro cohete, como era más ligero, salía despedido a un lado, haciéndose necesario maniobrar de nuevo. Luego ya nos dimos maña en «abordar» de manera más limpia. Quedaba sólo «atar» el asteroide al cohete. Probamos de sujetarlo con cadenas, probamos de aguantarlo con electroimanes, pero todo esto no daba resultado. Finalmente, aprendimos incluso a soldar los meteoros a la cubierta metálica del cohete. Para esto nos servíamos de aparatos de soldadura heliógena, aprovechando la energía solar.

— Pero, ¿para esto era necesario salir del cohete? — dije yo.

— Claro. Y salíamos. Incluso hacíamos excursiones por los asteroides. Recuerdo un caso — continuó Sokolovsky riéndose—. Llegamos a un gran asteroide en forma de grandiosa y rústica bomba de piedra un poco achatada. Salí del cohete, me agarré a uno de los ángulos del asteroide e intenté hacer un «viaje» alrededor de aquel mundo. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que en los «polos» achatados de este planeta me podía mantener de pie, pero en el prominente «ecuador» el centro de gravedad se había desplazado y tuve que ponerme cabeza abajo «con los pies arriba». Así caminé por él aferrándome con las manos.

— Sería seguramente un pequeño planeta giratorio y no es que se hubiera desplazado el centro de gravedad, sino la gravedad relativa — rectificó Tiurin—. En la superficie de los polos de rotación la gravedad tiene su máximo valor y la dirección normal hacia el centro. Pero cuanto más lejos del polo, menor es la fuerza de gravedad. Así que una persona que vaya del polo al ecuador es como si descendiera de una montaña, además la pendiente aumenta sin cesar. Entre los polos y el ecuador la dirección de la gravedad coincidía con el horizonte y a usted le parecía que bajaba por una pendiente casi vertical. Más allá ya le parecía el suelo como un techo inclinado y tenía que agarrarse donde podía para no ser despedido del planeta… Desde la Tierra, con los mejores telescopios — continuó Tiurin—, se distinguen planetas con diámetros no menores de seis kilómetros. Pero hay asteroides del tamaño de una partícula de polvo.

— ¡En cuántos he tenido que estar! — dijo Sokolovsky—. En algunos la fuerza de gravedad es tan insignificante que es suficiente un pequeño salto para salir disparado de su superficie. Estuve en uno de estos que tenía una circunferencia de diecisiete kilómetros y medio. Al saltar a un metro de altura tardaba veintidós segundos en volver a tocar la superficie. Al hacer un movimiento como para traspasar una puerta en la tierra, podía aquí subir a la altura de doscientos diez metros…, un poco menos que la torre Eiffel. Tiraba piedras y ya no volvían a caer.

— Volverán, pero pasado un tiempo — añadió el astrónomo.

— He estado en un planeta relativamente grande con un diámetro sólo seis veces más pequeño que la Luna. En él levantaba con una sola mano veintidós personas, todos mis compañeros. Allí se podía uno columpiar en un columpio atado con delgados cordeles, construir torres de seis kilómetros y medio de altura. Probé a disparar con el revólver. ¡No puede usted imaginar lo que sucedió! Si yo mismo no hubiera sido despedido del planeta por el disparo, mi bala hubiera podido matarme por detrás, después de volar sobre alrededor del asteroide. Seguro que aún ahora sigue dando vueltas al planeta, como si fuera un satélite.

— Los trenes en un planeta así podrían ir a velocidades de mil doscientos kilómetros por hora — dijo Tiurin—. A propósito, podrían acercarse algunos de estos planetas a la Tierra. ¿Por qué no organizar una mejor iluminación de las noches terrestres? Y luego poblar estos planetas. Envolverlos en fundas de cristal como si fueran invernaderos. Sembrar plantas. Criar animales. Con el tiempo podría asimismo poblarse la Luna.

— En la Luna hace mucho frío y mucho calor — dije yo.

— Una atmósfera artificial bajo una cúpula de vidrio con cortinas reduciría el calor del Sol. En lo que se refiere al frío del suelo durante las noches lunares, tengo mi opinión — añadió Tiurin en tono significativo—. ¿No hemos renunciado a la teoría del núcleo candente de la Tierra con temperaturas extraordinariamente altas? Y a pesar de esto nuestra Tierra es cálida…

— El Sol y el abrigo de la atmósfera… — empezó el geólogo, pero Tiurin lo interrumpió.

— Sí, sí, pero no es tan sólo esto. En la corteza terrestre se desarrolla el calor de la desintegración radiactiva que tiene lugar en sus entrañas. ¿Por qué no puede suceder esto también en la Luna? ¿Incluso en más alto grado? La desintegración radiactiva puede calentar el suelo de la Luna. Y además el magma no enfriado aún debajo de su corteza… La Luna no es tan fría como parece. Y si además hay restos de atmósfera… He aquí por qué usted, biólogo, ha sido incluido en esta expedición — dijo dirigiéndose a mí.

Sokolovsky movió la cabeza con incertidumbre.

— En los asteroides no he podido encontrar ningún calentamiento del suelo ocasionado por la desintegración radiactiva de los elementos.

— Los asteroides son menores que la Luna — contestó el astrónomo gritando.

Estuvo callado durante mucho tiempo y de pronto volvió con su filosofía, como si en su cerebro, fueran paralelas dos líneas de ideas.

Estrellas muertas que ya no parpadean miran por la ventanilla de nuestro cohete. La lluvia de estrellas, atravesando la bóveda celeste, se va hacia un lado y a lo alto. El cohete gira.

— Hemos ya recogido muchos asteroides — me dice Sokolovsky en voz baja, sin prestar atención a Tiurin que, como una pitonisa, pronuncia sus sentencias—. Ante todo «pusimos los cimientos» debajo de nuestro cohetódromo. Cuanto mayor fuere su masa, más estabilidad tendría. Los golpes casuales de los cohetes al llegar no podrían desplazarlo en el espacio. También proveemos de asteroides a nuestras fábricas, usted aún no conoce esta faceta. No hace mucho pudimos cazar un pequeño planeta interesantísimo. Bueno, era tan sólo un trozo que según la medida terrestre tendría como tonelada y media de peso. Imagínese un pedazo casi por entero formado por oro… ¡Vaya hallazgo! Yacimientos de oro en el cielo…

Por lo visto Tiurin oyó estas palabras y comentó:

— En los grandes planetas los elementos se disponen desde la superficie hacia el centro, según su peso específico: arriba el silicio y el aluminio «sial», debajo del silicio el magnesio («sima», más abajo el níquel, el hierro) «nife», el hierro y otros metales más pesados: platino, oro, mercurio, plomo… Vuestro asteroide de oro sería un trozo del núcleo central de un planeta destrozado. Es un caso raro. No cuenten con encontrar muchos de éstos.

Tenía sueño. Mi organismo aún no se había deshabituado al régimen de vida terrestre. Del cambio de día y noche.

— ¿Se duerme? — me preguntó Tiurin—. Buenas noches, que descanse. Yo ya he perdido la costumbre de dormir por la noche. En el observatorio perdí por completo el hábito de dormir regularmente. Y ahora me parezco a aquellos animales que duermen a cortos intervalos. Como un gato, por ejemplo.

Y continuó hablando, pero yo me dormí. No había explosiones. Silencio, tranquilidad… Soñé con mi laboratorio de Leningrado…

Cuando después de un día miré al cielo, quedé extrañado del aspecto de la Luna. Ésta ocupaba la séptima parte del cielo y daba miedo su gran tamaño. Estábamos tan sólo a dos mil kilómetros de ella. Las montañas, los valles y los «mares sin agua» se veían como en la palma de la mano. Se destacaban bruscamente los contornos de algunas cordilleras y los conos de volcanes apagados, sin vida, como todo en la Luna. Se veían incluso las profundas grietas…

El astrónomo miraba la Luna fijamente. Conocía desde hacía mucho tiempo «cada piedra de su superficie», como él se expresaba.

— Vean allí en el extremo. Es Clavius, debajo Tycho, y más allá Alfonso, Ptolomeo, a la derecha Copérnico, y más lejos los Apeninos, Cáucaso, Alpes…

— Falta el Pamir y el Himalaya — añadí yo.

— Así vamos a bautizar los picos de la otra cara invisible de la Luna — dijo el geólogo sonriendo—. Allí aún no tienen nombre.

— ¡Vaya que Luna…! — decía Tiurin admirado—. Cien veces más grande que la «terrestre». ¡Ay, ay! — gimió—, otra vez la sobrecarga.

— El capitán está frenando — dijo el geólogo—. La Luna nos atrae cada vez con más fuerza. Dentro de media hora llegaremos.

Yo me alegré pero también me asusté un poco. Que me llame cobarde aquel que ya haya pisado la Luna y no se haya emocionado ante su próximo «alunizaje».

La Luna está debajo de nosotros. Ocupa la mitad del cielo. Sus picos crecen ante nuestros ojos.

Pero es extraño: la Luna, al igual que la Tierra, desde la altura parece cóncava y no prominente. Aparece como una sombrilla vuelta al revés.

Tiurin se quejaba: las contraexplosiones aumentaban. A pesar de esto no dejaba de mirar. Pero de pronto empezó a moverse hacia un lado. Y sólo porque mi cuerpo se hizo más pesado de un lado, comprendí que el cohete había cambiado de nuevo de dirección. La gravedad se desplazó tanto que la Luna se «percibía» ya encima de nosotros. Se hacía difícil hacerse a la idea de cómo podríamos andar por «el techo».

— Aguante un poco profesor — dijo el geólogo dirigiéndose a Tiurin—. Quedan sólo dos o tres kilómetros. El cohete vuela ya muy despacio: no más de unos cientos de metros por segundo. La presión de los gases del cohete es igual a la atracción lunar, y va sólo por inercia.

De nuevo nos sentimos ligeros. El peso desapareció.

— ¿Y dónde bajamos? — preguntó Tiurin reanimado.

— Parece que cerca de nuestro vecino Tycho Brahe. Quedan tan sólo quinientos metros — dijo Sokolovsky.

— ¡Ay, ay! ¡Otra vez contraexplosiones! — gimió Tiurin.

Bueno, ahora todo está normal. La Luna ya está debajo.

— Ahora descendemos… — dijo Sokolovsky con emoción—. Con tal de no destrozar nuestro «automóvil lunar» al caer.

Pasaron unos diez segundos y sentí un ligero golpe. Las explosiones cesaron. Con bastante suavidad caímos hacia un lado.




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