X–Con el director



El gabinete del director era un poco distinto de las otras habitaciones que había visto. Cerca de la ventana había una mesa de aluminio extraordinariamente delgado. En la mesa, carpetas, teléfonos, y un panel con botones numerados. Cerca de la mesa una estantería giratoria construida también en aluminio, para los libros y carpetas. En la Estrella existía una pequeña fuerza de gravedad artificial y los objetos «descansaban» en su lugar, pero «volaban» al más pequeño movimiento. Por esto todos estaban afianzados con fijadores automáticos.

Tras la mesa estaba sentado el director en un ligero sillón de aluminio.

Era un hombre de unos treinta años, bronceado por el sol, con nariz aguileña y grandes ojos expresivos. Vestía un ligero y amplio vestido que no estorbaba sus movimientos. El director me saludó haciendo un ligero movimiento con la cabeza (en Ketz no se saludaba dando la mano) y preguntó:

— ¿Cómo se siente usted en nuestras condiciones, camarada Artiomov? ¿No sufre por la insuficiencia de oxígeno?

— Parece que empiezo a acostumbrarme — contesté—. Pero aquí hace mucho frío y el aire está tan enrarecido como en las más altas montañas de la Tierra.

— Es cuestión de costumbre — contestó él—. Como ve, yo me siento admirablemente. Mucho mejor que en la Tierra. Allí yo estaba condenado a la muerte: tercera etapa de tuberculosis, vómitos de sangre. Me llevaron al cohete casi en camilla. Y ahora estoy fuerte como un buey. La Estrella Ketz hace milagros. Es un balneario de primera clase. Con la ventaja sobre la Tierra que aquí puede crearse para cada persona el clima más conveniente.

— Pero, ¿cómo le admitieron en Ketz, con la selección tan severa que se efectúa, estando tuberculoso? — pregunté yo admirado.

— Fue una excepción para una persona necesaria — contestó el director sonriendo—. Fui enviado con un cohete sanitario especial y aquí estuve largo tiempo aislado, hasta que no desaparecieron las últimas huellas del proceso activo de la enfermedad. Nuestro médico, la respetable Anna Ignatevna Meller, está ocupada en gestionar la inauguración de sanatorios especiales aéreos para los enfermos de tuberculosis de los huesos. Ha hecho ya experimentos y los resultados son admirables. Ninguna presión en los huesos que destruya el proceso, nada de camas enyesadas, fajas, ni muletas. Tan sólo los intensivos rayos ultravioleta del sol. Plena respiración de la piel. Aire marítimo; nada más fácil de crear en nuestras condiciones. Tranquilidad absoluta, alimentación. Los casos más desesperados se curan en el más corto plazo.

— Pero, ¿para estas personas será peligroso volver a la Tierra?

— ¿Por qué, si el proceso ha terminado? Muchos han vuelto ya y se sienten maravillosamente. Sin embargo, nos hemos desviado del asunto… Pues sí, camarada Artiomov, necesitamos mucho a los biólogos. Hay aquí una enormidad de trabajo. Nuestra primera tarea es la de abastecer a la Estrella con frutos y verduras de nuestro propio invernadero. Hasta ahora lo consigue con éxito nuestro «hortelano» Andrey Pavlovich Shlikov, pero ocurre que constantemente ampliamos nuestros dominios celestes. En la Tierra, las personas pueden establecerse sólo en cuatro direcciones: al este, al oeste, al sur o al norte. Pero aquí además, arriba y abajo; en una palabra hacia todos lados. Gradualmente nos engrandecemos, nos enriquecemos con toda clase de empresas auxiliares. Estamos construyendo un nuevo invernadero. Allí trabaja el ayudante de Shlikov, Kramer.

— Ya nos conocemos.

El director asintió con la cabeza.

— Pues bien… — continuó él, agitando el brazo en el que tenía el lápiz.

El lápiz se escapó de sus dedos y salió disparado casi rozándome. Quise atraparlo al vuelo, pero mis pies se separaron del suelo, las rodillas se elevaron hacia el vientre y quedé flotando en el aire. Sólo después de un minuto pude recobrar la posición normal.

— Aquí las cosas son desobedientes, siempre intentan marcharse — bromeó el director—. Pues sí. Nosotros producimos frutos y verduras en condiciones de casi completa imponderabilidad. Piense usted, cuántos interesantísimos problemas se abren al biólogo. ¿Cómo se porta en los vegetales el geotropismo faltando la fuerza de gravedad? ¿Cómo se opera la división de las células, el metabolismo, el movimiento de la savia? ¿Cómo influyen los rayos ultracortos? ¿Los rayos cósmicos? ¡Es difícil enumerarlos! Shlikov hace continuos descubrimientos. ¿Y los animales? Pensamos criarlos también aquí. Tenemos ya algunos ejemplares en experimentación. Sin lugar a dudas un laboratorio aéreo como éste es un verdadero tesoro para el científico que ama su profesión. Veo que le brillan los ojos.

Yo no vi mis ojos, pero las palabras del director en verdad me alegraron. Lo confieso. En aquel momento yo me olvidé no sólo de Armenia, sino incluso de Tonia.

— Estoy impacienté para empezar a trabajar — dije.

— Y mañana mismo podrá empezar — dijo el director—. Pero no aquí de momento, no en el invernadero. Estamos organizando una expedición a la Luna. Irán nuestro viejo astrónomo Fedor Grigorievich Tiurin, el geólogo Boris Mijailovich Sokolovsky y usted.

Al oír esto, en seguida me acordé de Tonia. Dejarla, quizás para mucho tiempo… No saber lo que sucede aquí sin mí…

— ¿Y para qué un biólogo? — pregunté—. Si la Luna es un planeta completamente muerto.

— Hay que pensar que así es en realidad. Pero no se excluye la posibilidad… Hable usted con nuestro astrónomo, el cual tiene algunas hipótesis sobre el asunto — el director sonrió—. Nuestro viejo está algo chiflado. Tiene una obsesión filosófica: «Filosofía del movimiento». Temo que le llene la cabeza. Pero en su materia es una gran celebridad. ¡Qué le vamos a hacer! ¡En la vejez los hombres a menudo tienen su «hobby»! Como dicen los ingleses, su manía. Vaya usted ahora a ver a Tiurin y trabe conocimiento con él. Es un interesante vejete. Sólo que no le deje charlar mucho de filosofía.

El director pulsó uno de los muchos botones.

— Usted ya conoce a Kramer. Lo llamo para que le ayude a trasladarse al observatorio. Recuerde que allí no hay ni la pequeña fuerza de gravedad que existe aquí.

Irrumpió Kramer. El director le explicó todo. Kramer asintió con la cabeza, me tomó del brazo y salimos volando al corredor.

— En este vuelo tengo interés en aprender a moverme solo en el espacio interplanetario — dije yo.

— ¡De acuerdo! — contestó Kramer—. El abuelo que vamos a ver es un buenazo, aunque se enfada fácilmente. Es miel con vinagre. Usted no le contradiga cuando se enfrasque en su filosofía. De lo contrario se enojará y no le podrá hablar en todo el viaje a la Luna. A pesar de todo es un vejete admirable. Le queremos todos.

Mi situación se complicaba. El director me recomendó no dejar filosofar mucho a Tiurin. Kramer me advierte que no irrite al viejo astrónomo filósofo. Tendré que ser muy diplomático.




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