CAPÍTULO 7


—He oído que por la noche, cuando sale la luna, la cúpula refleja su luz como un faro para llamar a los barcos que están en el mar. —Phereniq hablaba con gran respeto y su voz resonaba en una ahogada cascada de murmullos a través de la elevada cúpula del templo.

Índigo no contestó. Estaba de pie, inmóvil sobre el suelo de mármol, con los ojos levantados hacia el santuario, y se había quedado sin palabras. Había encontrado a Phereniq aguardándola junto a las puertas del templo, y juntas se habían sacado los zapatos y atravesado el estanque poco profundo y salpicado de flores que se extendía ante la entrada, para salir al fresco interior iluminado por una luz verdosa y encontrarse por fin ante ese increíble símbolo de la generosidad de la Madre del Mar.

El altar tenía la forma de un barco gigante. Lo sostenían unos pilones de mármol, y su casco estaba hecho de nueve clases diferentes de maderas nobles, que ahora, cientos de años después, eran casi invisibles bajo una capa de joyas y metales preciosos. Tres mástiles se elevaban hacia la cúpula del templo, adornados con toda una red de aparejos, y unas velas blancas de seda brillaban con misteriosa belleza en la penumbra. Junto al barco descansaba una enorme áncora apoyada en el suelo, tallada en madera y pulimentada hasta hacerla relucir, y sujeta al casco por una cadena pesada y exquisitamente forjada. Y en la proa un mascarón en forma de una mujer de mirada furiosa, brazos extendidos hacia adelante, cabellos ondeantes, y boca abierta como si entonara una canción interminable a las tempestades; sus devotos la habían adornado con guirnaldas de flores, colgado brazaletes de sus brazos extendidos, coronado y envuelto con cintas de seda. A la vista de aquella serena figura que volaba delante del barco, Índigo había olvidado la extraña alusión del buhonero ciego, y olvidado también las enigmáticas palabras de Phereniq y sus propias dudas y temores, y sintió algo parecido a la paz que había ansiado fluyendo en su interior. No podía durar —sabía que no podía ser así—, pero mientras el hechizo se mantuviera sobre ella, no quería más que sumergirse en él.

El templo estaba atestado de gente; una multitud mucho mayor, supuso Índigo, de lo que era normal, y una clara indicación de que bajo la tranquila superficie de Simhara aún acechaba una gran cantidad de temor e inseguridad a pesar de haberse restaurado el orden. Los servidores del templo —en su mayoría, según había oído decir, marinos retirados— se movían silenciosos entre la multitud, pasando por aquí y por allá para sonreír y contestar a una pregunta o guiar a alguna persona a la que fallaban las fuerzas hasta el altar, Índigo y Phereniq se vieron arrastradas por la multitud, hasta que llegaron a la escalera que las conduciría a la cubierta del barco.

La forma de efectuar una ofrenda en el Templo de los Marineros era muy hermosa en su simplicidad. Desde la creación del templo, todos los regalos ofrecidos a la Madre del Mar habían sido hechos en forma de algún adorno, grande o pequeño, para realzar el altar; así pues cada una de las partes del barco estaba cargada de ofrendas, desde fastuosas joyas cubriendo el casco, hasta faroles y cabos y gallardetes, e incluso insignias y clavos de madera tallados toscamente pero con mucho amor por los marineros más pobres. De pie sobre la cubierta, con las multitudes del templo como un mar sordo y móvil en la tenue luz a sus pies, Índigo levantó la mirada hacia las imponentes velas y sintió cómo una extraña y estimulante mezcla de respeto y familiaridad corría por su interior. A su lado, también Grimya levantó los ojos, y habló con suavidad a su mente:

«Hace que me sienta como si estuviera, de nuevo en el océano. Pero hay algo diferente aquí. Fuerza. Poder. No encuentro la palabra exacta... pero es una sensación agradable, como mando navegábamos con Macee pero aún más fuerte.»

Índigo había pensado en Macee, y recordó su promesa de decir una oración por la diminuta davakotiana y su tripulación. Sonrió a Grimya, y cruzó la cubierta hasta la barandilla de estribor, donde otro peregrino antes que ella había colocado una gruesa red de pesca de la que pendían unos flotadores de cristal verde. Phereniq, observó, estaba de pie junto al palo de trinquete, la cabeza inclinada sobre algo que sujetaba entre_ ambas manos mientras sus labios se movían en silencio; Índigo la contempló por un instante, luego se agachó sobre el suelo. Por un momento volvió a su mente el rostro del buhonero ciego, y escuchó de nuevo sus palabras: Una red para recoger el regalo del mar. ¿Y quién si no la Madre conoce qué otra cosa puede atrapar cuando llegue el momento?

Un soplo de aire frío pareció atravesarla, como si algo invisible hubiera arrojado su sombra sobre ella por un brevísimo instante. Una red para recoger el regalo del mar... y el ciego se había referido, de forma indirecta, a una leyenda que Índigo había aprendido en su infancia: los Tres Regalos de Khimiz. De todos los muchos tesoros de Khimiz, los principales y de más valor eran tres objetos de oro: una red, un tridente y un áncora. Se decía que la mismísima Madre del Mar en persona había entregado aquellos regalos a Khimiz como símbolos de Su bendición sobre el país; la red como señal de fecundidad, el tridente como señal de fuerza, y el áncora como señal de estabilidad: esas tres cosas eran los cimientos sobre los que descansaría para siempre la paz y la prosperidad de aquella tierra. Durante siglos los Tres Regalos se habían guardado y protegido celosamente en un santuario interior del Templo de los Marineros, del que eran sacados y exhibidos sólo para las ceremonias más solemnes. ¿Qué sería, se preguntó Índigo con un escalofrío interior, de aquellos dones ahora que Khimiz había caído en manos de un usurpador? Y las extrañas palabras del buhonero ¿habrían estado conectadas, de alguna forma sutil, con su propia misión?

«¿Índigo?», preguntó Grimya con suavidad en su cerebro. «¿Qué sucede?»

Ella sacudió la cabeza.

«No lo sé. A lo mejor nada; fue un pensamiento aislado, una sensación...» Pero no pudo expresarlo en palabras.

«.Haz la ofrenda», siguió la loba. «Es lo apropiado.»

«Si.»

Pasó los dedos por última vez sobre la red y sus brillantes peces de bronce; luego, con mucho cuidado, extendió su regalo sobre el cincelado costado del barco, al tiempo que intentaba quitarse de encima y olvidar su inquietud. Cerró los ojos, sintió cómo los pensamientos de Grimya se fundían con los suyos, y juntas permanecieron inmóviles por algunos minutos en silenciosa devoción. Poco a poco, la calma invadió a Índigo, las dudas dieron paso a un caleidoscopio de otras emociones: amor, tristeza, temor, esperanza... y por fin un fortalecimiento silencioso de la sensación de paz que había experimentado al entrar en el templo. Cuando por fin abrió los ojos de nuevo, por un momento se sintió como si se encontrara en algún lugar entre la tierra y otra mundo, menos tangible pero inefablemente hermoso; la sensación se desvaneció al instante, pero su imagen tino su visión cuando, muy despacio, se puso en pie y se dio la vuelta.

Phereniq también había terminado sus oraciones, y la esperaba de pie. El rostro de la astróloga mostraba una expresión de éxtasis como si también ella se hubiera sentido conmovida hasta lo más profundo de su ser por lo que había experimentado. Cuando Índigo irrumpió en su campo visual la mujer parpadeó con rapidez, como si saliera de un trance. Su rostro se iluminó con una sonrisa que era a la vez infantil y triste, y de repente Índigo sintió pena por ella. Pero no dijo nada, se limitó a tomar su mano mientras iniciaban el descenso hacia el suelo del templo.

Ninguna de las dos habló mientras abandonaban el templo.

Salieron a la luz del sol que las deslumbre, y se detuvieron por unos minutos en lo alto de la escalinata para permitir que sus ojos se adaptaran al resplandor. Por fin, Phereniq rompió el silencio.

—Bien, Índigo —dijo en voz baja—. ¿Qué haréis ahora?

Índigo flexionó los desnudos dedos de los pies sobre las «alientes losas, y miró en dirección al puerto y al mar que si extendía más allá.

—Lo que siempre tuve intención de hacer. Buscar otro barco.

Se produjo una larga pausa. Luego la mujer volvió a hablar:

—¿Tan pronto?

¿La estaba sondeando? ¿O era ésta una primera insinuación de la segunda intención que Índigo sospechaba se encontraba detrás de la excursión de aquella mañana? Adoptando una actitud despreocupada, Índigo se encogió de hombros.

—No tengo ningún motivo para permanecer en Simhara. A pesar de lo hermosa que es, Grimya y yo tenemos que comer.

—No obstante parece como si lo lamentarais.

Sonrió ligeramente y repuso:

—¿Y quién no lo haría?

Empezaron a bajar la escalinata. Discretamente, Índigo buscó al buhonero ciego; pero parecía que o bien había abandonado la plaza o se había trasladado a otro puesto. Entonces, cuando estaban casi al final de las escaleras, Phereniq dijo de repente:

—Índigo... esta noche va a celebrarse un pequeño banquete en el Patio Blanco del palacio. No se trata de ningún gran acontecimiento; simplemente una pequeña celebración y acción de gracias en honor del Takhan y sus Consejeros más íntimos. ¿Asistiréis como mi invitada?

Puede que se tratara de su imaginación, pero Índigo tuvo la impresión de que la piedra-imán empezaba a palpitar de repente bajo su corpiño. Miró a Phereniq, su expresión tranquila en total contraste con el pulso acelerado de su corazón.

Su instinto le decía que había más detrás de esta invitación al parecer casual de lo que saltaba a la vista, y una vez más percibió la mano de Augon Hunnamek revolviendo el caldero. Aquello podía conducirla, lo sabía, a aguas cenagosas y nada seguras; pero si sus sospechas eran ciertas, no tenía otra elección que nadar hacia donde la corriente quisiera

llevarla.

—Gracias, Phereniq —contestó—. Será un gran placer.

—Índigo. —Augon Hunnamek le tendió una mano en un gesto cortés, y le dirigió una sonrisa de depredador—. Esta noche, tu belleza honraría la mesa del más importante de los reyes. Por favor, hazme el honor de sentarte aquí junto a mí.

Desde su lugar a pocos metros de distancia, Phereniq levantó los ojos, y bajo su orlada toca de malla de oro sus ojos brillaron con frío interés, Índigo inclinó la cabeza, no sabiendo cómo contestar a aquel desenvuelto cumplido, y dejó que el tirano la condujera al grupo central de sofás.

Se había dispuesto el banquete a la manera tradicional khimizi, sin una llamativa formalidad pero sin embargo siguiendo un orden estricto. Alrededor del estanque central del Patio Blanco se habían colocado a intervalos unas mesas bajas colmadas de manjares exquisitos, y también se habían sacado sofás y almohadones para que los invitados estuvieran cómodos; sofás para los rangos superiores, almohadones para los menos favorecidos. Brillaban las lámparas junto a la orilla del estanque y entre los arbustos, y el perfume entremezclado de la madreselva y el jazmín flotaba embriagador en el aire inmóvil. En el extremo opuesto del patio, separados de los invitados por un enrejado, tres músicos proporcionaban un melodioso pero discreto fondo musical.

Había unas veinte personas presentes, e Índigo se sorprendió al ver al menos a cuatro khimizi entre ellas, uno de los cuales era el joven de la cicatriz en el rostro. Al parecer, el traidor de Agnethe había progresado con rapidez al servicio de su nuevo amo; de mensajero a cortesano en el corto espacio de tres días. La mirada del joven se encontró con la de ella; su expresión mezclaba especulación con una sensación de sentirse perseguido que ella interpretó como culpabilidad, y, fría y deliberadamente, Índigo le dio la espalda.

Se sentó, extraña y limitada en el formal traje cortesano que Phereniq había insistido en prestarle para la ocasión. Augon le soltó los dedos con un último apretón, luego se volvió para extender ambas manos. Todos lo miraron.

—Ahora que todos mis amigos están reunidos —dijo en khimizi—, podemos dar comienzo a nuestra fiesta. Comed cuanto podáis, bebed lo que queráis, disfrutad de todo lo que os rodea y de la mutua compañía. Y demos gracias a la Madre de todos nosotros por los dones que ha concedido.

Índigo pensó que había sonreído a los reunidos con un toque de arrogante y secreta diversión, a pesar de que la luz de la lámpara era engañosa; luego repitió el parlamento en lo que ella dedujo debía de ser su lengua materna.

Los invitados, khimizi e invasores a la vez, agradecieron con inclinaciones de cabeza la prioridad de idioma. Cuando Augon se sentó, los músicos ocultos cambiaron su melodía por otra más alegre y el banquete dio comienzo.

Durante las siguientes cuatro horas se bebió y comió en cantidad: el primer plato fue seguido de bandejas de frutas y bizcochos traídas por criados que andaban sin producir ruido. Con gran alivio por parte de Índigo, Augon no hizo el menor intento de monopolizarla; sencillamente intercambió con ella algunas bromas intrascendentes antes de volverse hacia el resto de los invitados, y como nadie más reclamó su atención la muchacha

pudo concentrarse en sus impresiones personales de la celebración.

Se trataba, tuvo que admitirlo, de una reunión muy civilizada, que corroboraba la defensiva insistencia de Phereniq de que Augon Hunnamek no era ningún bárbaro. Quizá para el criterio de los más rancios aristócratas de Khimiz, la conversación de esta noche sería considerada banal y la vestimenta y protocolo de los invitados algo burdo; pero no había duda de que los invasores, inspirados por su señor, se adaptaban deprisa y con gracia a las costumbres del país que habían conquistado y adoptado.

Se preguntó sobre el país del que procedería Augon. Todo lo que hasta ahora hacía podido averiguar de sus orígenes era que había nacido en una región escarpada y montañosa situada muy al este del desierto del Palor, y que había iniciado su carrera militar como soldado mercenario en el ejército privado de un señor de gran fortuna. Los conocimientos de geografía de Índigo eran limitados, pero siempre había considerado a las zonas más alejadas del continente oriental como lugares atrasados y desorganizados, una región de agitadores mezquinos y autoproclamados principios hinchados de orgullo. Si eso era así, entonces había dado origen a un caso curioso en Augon Hunnamek; un personaje cuyas ambiciones —por no mencionar habilidades— habían sobrepasado en mucho a las de sus antiguos señores, e ido más allá de lo que su país podía ofrecerle.

Y un anfitrión ideal para un poder diabólico cuyo único propósito era traer el caos al mundo...

La gente empezaba a dar vueltas, observó de repente; parecía como si según una especie de protocolo tácito las formalidades del banquete hubieran finalizado y los invitados empezaran a relajarse. Phereniq se había levantado de su asiento, y mientras los sirvientes avanzaban para llevarse los últimos platos de comida dio un paseo por la terraza para ir a reunirse con Índigo.

—Bien —sonrió Phereniq— ¿Os gusta vuestra primera experiencia de la vida cortesana en Simhara?

Índigo le devolvió la sonrisa.

—¿La nueva vida cortesana, queréis decir?

—¡Oh! No es tan diferente de la anterior, según tengo entendido. En cuanto a mí, desafío a cualquiera a que no se sienta seducido por tan elegante opulencia.

Índigo se echó a reír.

—Estoy de acuerdo.

—¿Lo estáis? —Los ojos de Phereniq se avivaron con renovado interés—. ¿Entonces esta vida podría tener algún atractivo para vos?

Índigo vaciló.

—Ésa es una pregunta muy extraña.

—Es posible. Pero mucho depende de la respuesta.

Sin embargo, antes de que Phereniq pudiera decir nada mus, Augon Hunnamek se puso en pie y dio unas palmadas para solicitar la atención de los reunidos. Los músicos se detuvieron a mitad de la melodía, y en medio del silencio que siguió, Augon tomó la palabra.

—Amigos míos. —De nuevo se dirigió a ellos en khimizi—. En este punto de nuestra celebración, deseo presentaros a un invitado especialmente honrado y querido.

Hizo un gesto hacia la arcada que daba acceso a la terraza, y, siguiendo su indicación al igual que los otros, Índigo vio salir a alguien de entre las sombras de la puerta en forma de arco. Una mujer, vestida con elegancia pero sin ninguna joya, el rostro cubierto por un velo: la manera khimizi de indicar que era la criada, pero de alto rango; llevaba algo en los brazos, e Índigo vislumbró un chal con un reborde dorado, vio un casi imperceptible movimiento y escuchó un gorjeo infantil.

Volvió la cabeza con rapidez hacia Phereniq, y aunque su voz fue un murmullo dejó escapar un agudo tono de sorpresa.

—¿La hija de la Takhina?

Phereniq inclinó la cabeza.

—La Infanta Jessamin, hija de la Takhina Viuda.

El énfasis podría haber sido un reproche o una advertencia, Índigo no pudo decidirlo. Contempló cómo Augon se adelantaba y tomaba a una criatura de los brazos de la nodriza. Los invitados se reunieron a su alrededor, y cuando a cada uno de ellos por turno se le permitió contemplar a la niña, Índigo vio que todos habían traído algún pequeño regalo: un suave chal, un diminuto peine de carey, una pelota con pequeñas campanillas en su interior. Se trataba de una pequeña y peculiar ceremonia, informal y sin embargo indefiniblemente cargada de significado; pero Jessamin permaneció impasible hasta el final, para por fin regresar de nuevo a los brazos de su nodriza sin la menor protesta. La mujer hizo una reverencia ante Augon, luego se retiró, y Phereniq la contempló hasta que ella y Jessamin desaparecieron en el interior del palacio.

—Es una criatura de tan buen carácter... —Una débil mueca de tristeza apareció en los labios de Phereniq cuando ésta sonrió—. Ella ha puesto, por así decirlo, el sello definitivo a nuestro triunfo.

Sin comprender nada, Índigo estaba a punto de preguntarle qué quería decir cuando se dio cuenta de que Augon Hunnamek se acercaba a ellas. Inclinó la cabeza —fuera temerario o no, no podía resignarse a hacer una reverencia ante el tirano como hacían los otros— y Augon le sonrió. Bajo la suave luz nocturna, sus ojos brillaban salvajes en el oscuro rostro.

—Bien, Índigo. ¿Te gusta nuestra pequeña reunión?

—Mucho, señor. —Su voz era envarada.

—Me alegro. Mi única pena es que la Takhina Viuda declinó unirse a nosotros esta noche. Esperaba que ahora ya habría aceptado que aún tiene un importante papel a desempeñar en la corte, pero... Bien, no podemos hacer otra cosa que rezar para que el tiempo y el buen trato la hagan ceder. —Se volvió, chasqueó los dedos, y un sirviente se acercó a toda prisa con vino—. ¿Brindarás conmigo por la pequeña Infanta?

A Índigo no le gustó la perezosa familiaridad de su tono, pero difícilmente podía negarse. Augon, sin esperar su aprobación, le colocó una copa en la mano y sus dedos acariciaron ligeramente los de ella.

—Por Jessamin —anunció—. Infanta, y futura Takhina de Khimiz.

—Por Jess... —y las palabras murieron en los labios de Índigo al darse cuenta de lo que él había dicho. Lo miró asombrada—. ¿Futura Takhina?

—Pero claro —sonrió Augon—. Cuando Jessamin cumpla doce años, pienso hacerla mi esposa. —La sonrisa se convirtió en una risita apagada—. ¡Mi querida Índigo, tienes todo

el aspecto de un fauno asustado! ¿Tan sorprendente es esta revelación?

Índigo se quedó sin habla. Era una maniobra tan evidente, y sin embargo no la había previsto. Una nueva dinastía fundada de la unión entre el intruso y el legítimo heredero del trono. Con el único descendiente del antiguo Takhan entronizado junto a él, era imposible que nadie se atreviera a discutir la legitimidad de las pretensiones de Augon Hunnamek.

Y si Augon era lo que ella creía que era, la idea de una criatura de doce años sujeta, mediante maquinaciones políticas, a todos su deseos y caprichos le provocaba ganas de vomitar. El sello definitivo a nuestro triunfo, había dicho Phereniq. Índigo dirigió una rápida mirada a la astróloga, pero ésta se negó a encontrarse con sus ojos, y en lugar de ello se dio la vuelta y, con estudiado aire de despreocupación, se alejó. A la luz de las lámparas su rostro aparecía macilento y envejecido.

Augon posó una mano sobre el hombro de Índigo, y ésta tuvo que ejercitar todo el autocontrol que pudo reunir para no echarse atrás. Aquellos invitados que habían estado cerca se habían alejado fuera del alcance del oído, tomando ejemplo quizá de Phereniq, y ahora Augon condujo a Índigo con suavidad pero implacable lejos del centro del patio, hasta que, con las sombras de las paredes cayendo sobre ellos, quedaron definitivamente solos.

—Ahora comprenderás por qué el bienestar de la Infanta me preocupa tanto —dijo Augon con suavidad—. A la criatura hay que criarla con gran cuidado hasta que esté en edad de casarse. —Bajó los ojos hacia ella, y sus ojos claros adoptaron de repente una expresión astuta—. Y esto me lleva a la cuestión de tu papel en la educación de Jessamin.

—¿El mío? —Índigo estaba perpleja...

—Desde luego. No me gustan los equívocos, de modo que no voy a malgastar palabras. Jessamin necesita una amiga y memora que la guíe durante su infancia y la prepare para su futuro papel. Al parecer, Agnethe ha decidido volverle la espalda a su propia hija, lo cual me apena personalmente. Pero no se pueden forzar estas cuestiones; hasta entonces y a menos que ella ceda, debo buscar a otra persona que ocupe el lugar que es suyo por derecho. —Su mano, que seguía aún sobre su hombro, lo apretó ligeramente; luego la soltó por fin—. Deseo que te quedes en palacio, como compañera y preceptor» de la Infanta.

Índigo lo miró con sorpresa. Cuando finalmente recuperó la voz, contestó:

—Lo siento... ¿Es esto acaso una broma que me hacéis?

—En absoluto. —Le sonrió, pero sin frivolidad—. La verdad es que comprendo tu perplejidad, mi querida Índigo; también yo me sentí muy sorprendido al principio. Pero creo que ya sabes que mi gente, al igual que los khimizi, da gran importancia a la ciencia de la adivinación en todas sus formas. Los augurios están perfectamente claros. Indican categóricamente que tú eres la compañera ideal para la Infanta... y ésta es recomendación suficiente para mí.

La muchacha no podía creer lo que oía.

—Pero..., yo no estoy capacitada para una tarea semejante; yo...

La interrumpió.

—¡Oh, pero yo creo que estás muy capacitada! Sea lo que sea lo que el destino te haya deparado en los últimos años, resulta evidente que no naciste para ser un vulgar marinero... y no hay necesidad de protestar de tu inocencia: me interesa el futuro, no el pasado. Ahora el destino ha hablado de nuevo, a través de las adivinaciones de Phereniq, y no necesito nuevas ratificaciones. El puesto es tuyo, si estás dispuesta a aceptarlo.

De modo que Phereniq —o, más correctamente, su astrología— estaba detrás de aquel extraordinario e inesperado acontecimiento. De repente, y con una terrible sensación de ironía, Índigo se dio cuenta de que se le concedía una solución a su mayor problema —el de quedarse cerca del palacio de Augon Hunnamek— sin que tuviera siquiera que buscarla. La idea la dejó helada, ya que la coincidencia era desde luego demasiado grande para ser casual. Algo manipulaba los acontecimientos, al parecer a su favor: pero si ese algo era amigo o enemigo era una cuestión sobre la cual prefería no pensar.

Augon volvió a hablar:

—Si crees oportuno rechazar mi oferta, que así sea; no lo tomaré a mal. Pero espero que no la rechazarás. Aparte de lo que las estrellas tengan que decir en el asunto, tu partida sería motivo de pena para mí.

Índigo levantó la vista hacia él y se encontró con sus ojos al tiempo que un escalofrío la recorría por dentro como una lenta y fría caricia. Necesitaba tiempo para tomar una decisión. Y aún más necesitaba desesperadamente el consejo de Grimya.

—Me... me siento honrada por vuestra invitación, señor —repuso con cuidadosa formalidad—. Pero necesitaré tiempo para considerarla. Si pudiera solicitaros vuestra indulgencia por un día más...

—Desde luego: no podría esperar menos. —El carnívoro depredador había regresado a su sonrisa, y levantó la mano como si fuera a tocarla otra vez. Índigo dio un paso atrás involuntariamente, y la mano retrocedió—. Aunque me gustaría pensar, Índigo, que tu respuesta será favorable, y que nos aguarda una larga amistad. —Inclinó la cabeza, un gesto que combinó puntillosa cortesía con algo menos definible y, ella pensó, menos agradable—. Debo pasear entre mis invitados, o la gente empezará a hablar de mi predilección por tu compañía. —Vio cómo el rostro de ella enrojecía ante la burlona implicación, y la sonrisa adoptó una sombra de satisfacción—. Habla con Phereniq mañana. Hasta entonces, me sentiré encantado de extender mi continuada hospitalidad.

Se alejó, mientras ella lo seguía con la mirada y luchaba por contener una mezcla de furiosa bilis y deprimente inquietud. Le resultaba insoportable quedarse más tiempo en la fiesta. Quería huir a la intimidad de su habitación donde Grimya la esperaba, bañarse y quitarse la mancha que, de modo irracional, creía que había quedado en ella tras su encuentro con Augon. Y no quería hablar con Phereniq otra vez; no hasta que fuera capaz de pensar con mayor claridad.

Un sendero estrecho y enlosado recorría el extremo del patio hasta llegar a la puerta en forma de arco, Índigo miró por encima del hombro una vez más para asegurarse de que nadie la vería salir; luego empezó a andar a toda prisa, sin hacer ruido, junto a la embriagadora maraña de enredaderas en flor en dirección a la quietud del palacio iluminado por la luz de las lámparas.

Grimya aguardaba su regreso, y una vez Índigo se hubo bañado y cambiado sus vestidos de ceremonia por una amplia túnica, discutieron la proposición de Augon Hunnamek y lo que podía significar. Grimya estuvo enseguida de acuerdo con las sospechas de Índigo de que los acontecimientos de aquella noche eran más que una coincidencia, pero no era propio de ella ahondar demasiado en las cosas: prefería, simple y filosóficamente, aceptar los hechos y actuar de acuerdo con los dictados de su propio sentido común.

«No es una cuestión de "por qué” sino de "qué"», dijo, recurriendo al lenguaje telepático para expresarse con más claridad. «¿Qué es lo que te dice tu buen juicio? Escúchalo y te guiará mejor que cualquier otra cosa.»

Índigo jugueteó con las cuerdas de su arpa con una mano, sofocando las notas con la otra para evitar que el sonido del instrumento la distrajera.

—Tienes razón, Grimya. No puedo discutir tu lógica. Pero no me gusta esta situación. — Se levantó, y paseó por la habitación en dirección al ventanal y al balcón situado al otro lado—. No me gusta.

«Nadie te pide que te guste. Ya lo sabíamos. Pero se nos ha dado una oportunidad, y no creo que importe de qué lado ha venido esa oportunidad. Tenemos una tarea que realizar, y debemos hacer todo lo posible por llevarla a cabo. Eso es todo lo que cuenta.»

—¿Entonces crees que debería aceptar la oferta del usurpador?

Grimya hundió la cabeza indecisa.

«No tengo derecho a tomar tal decisión.»

—Pero necesito tu consejo, —Índigo regresó, se agachó, tomó el hocico de la loba entre sus manos y clavó la mirada en sus ojos dorados—. Algunas veces ves las cosas con mucha más claridad que yo. Ayúdame, Grimya, por favor.

Grimya lanzó un apagado gañido y lamió los dedos de Índigo.

«Entonces... creo que deberíamos quedarnos. Creo que es nuestra única oportunidad de enfrentarnos al demonio. Pero eres tú quién debe tomar la decisión final.»

Y la amarga verdad era, se dijo Índigo más tarde, mientras yacía en su lecho y contemplaba el techo en sombras de su habitación, que no podía decidirse a tomar esa decisión, para bien o para mal.

En el suelo, junto a ella, Grimya dormía. No había habido nada más que decirse después de su conversación; Índigo había decidido pensarlo de nuevo por la mañana, pero secretamente sabía que el dilema no se desvanecería con el alba. Lo cierto era —cosa que no había querido admitir ante Grimya— que sentía miedo. No miedo de comprometerse a llevar a cabo la tarea que la aguardaba, sino miedo de quedarse en Simhara y de esta forma verse obligada a vivir con los dolorosos recuerdos que la ciudad le traía. Se sentía terriblemente avergonzada de aquel sentimiento, pero la vergüenza no era suficiente para erradicarlo. Todo lo que deseaba era darle la espalda a Khimiz y a todo lo que significaba, y huir de regreso al mar donde, por un tiempo, había podido olvidar los horrores del pasado y sentirse en paz.

El ventilador crujía monótono; el sonido resultaba irritante pero era preferible al sofocante calor de una noche de verano en Simhara. A lo lejos escuchaba los débiles sones de la música, intermitentes en la perezosa brisa; intentó concentrarse en ella, con la esperanza de que calmara su inquietud y le permitiera, al fin, caer en el sueño. Cerró los ojos, pero le escocían los párpados y uno de los almohadones del lecho le presionaba de forma molesta en la espalda; abrió los ojos otra vez y volvió la cabeza.

Por un momento, la oscura habitación pareció adoptar una dimensión adicional. Era un síndrome que conocía bien; la última alucinación consciente de una mente agotada antes de hundirse en las pesadillas. Pero estaba despierta. Desde luego que tenía que estar despierta.

Entonces, de repente, todo rastro de color en la escena se desvaneció para volverse gris, y su madre apareció en medio de la habitación.

Índigo abrió la boca en un horrible grito, pero ningún sonido salió de su garganta. Intentó incorporarse en el lecho, pero se encontró con que no podía moverse, su mente separada del cuerpo e incapaz de controlarlo. La reina Imogen, gris como una estatua, gris como las cenizas, contempló la forma yacente de su hija, y le sonrió con dulzura. Sus labios se movieron, pero Índigo no logró oír absolutamente nada.

«¿Ma... madre?» Intentó susurrar la palabra pero también ella estaba muda.

Y entonces su sueño consciente se paralizó, al tiempo que los ojos de la reina y su lengua se volvían de un brillante tono plateado, y una risa inhumana, como pedazos de cristal que cayeran sobre un suelo de piedra, surgió de los labios del fantasma. Conocía aquella risa. Dormida y despierta la había escuchado, y era el sonido que mas odiaba por encima de todos.

Némesis.

—Afectuosos saludos, Índigo, hermana mía. —El rostro de Imogen era ahora el del demonio; la pequeña boca depravada de la criatura sonriente, los dientes de gato blancos e iguales en la penumbra, el pelo plateado como una aureola fantasmal en torno a su cabeza— De modo que por fin has encontrado el cubil de la serpiente.

Su voz —o un remedo de su voz; no era real, se dijo Índigo, no era real— había regresado, y siseó.

—¡Fuera de aquí, inmundicia! No tienes nada que hacer aquí!

—Donde tú estés es donde yo debo estar, porque somos una y la misma persona. Vigila la llegada del Devorador de la Serpiente, Índigo. ¿Recuerdas la advertencia? ¿O has caído ya bajo su influjo?

La echadora de cartas en Huon Parita... Aunque su cuerpo estaba muy lejos, sintió el sudor correr por su rostro y su pecho.

—¡Vete! —aulló de nuevo—. Déjame en paz. ¡Te destierro, te maldigo! ¡Déjame estar!

Némesis lanzó una ahogada risita.

—Te maldices a ti misma, hermana. La maldición caerá sobre ti, y toda la humanidad contigo. El Devorador de la Serpiente se alza, y no puedes interponerte en su camino.

La obscena mezcla de su madre y del demonio que tenía delante se contorsionó de repente, y otro rostro reemplazó al de Némesis: un rostro anciano, arrugado, marcado por los narcóticos, astuto. Las desdentadas encías se abrieron, y la voz de una vieja bruja chilló:

—¿Cartas de plata para mi señora y su hermoso perro gris?

E Índigo se despertó gritando.

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