CAPÍTULO 22


El alarido de horror de Leando coincidió con el enloquecido, insensato siseo de la gigantesca serpiente en el mismo instante en que ésta se lanzaba contra ellos, Índigo tuvo una fugaz visión de los dos venenosos colmillos centelleantes ante su rostro, y se echó a un lado, se golpeó contra el quicio de la puerta y rebotó, perdiendo el equilibrio, hasta el suelo. La serpiente se alzó ante ella, su cabeza tocando casi el elevado techo, y mientras siseaba de nuevo, la muchacha vio chorrear agua de sus sinuosas escamas; las gotas brillaban como joyas que hubieran salido despedidas. Con horror, comprendió que aquello no era una criatura mortal sino una manifestación de una fuerza diabólica, su existencia abarcaba a la vez el mundo físico y el astral. Gateó para ponerse en pie, mientras alzaba una mano en un instintivo movimiento para cubrirse...

Y de repente la figura de Leando se interpuso entre la serpiente y ella. La hoja de un largo cuchillo centelleó en su mano derecha levantada, con los músculos en tensión para golpear...

—¡Leando, no! —aulló Índigo— No es mortal, ¡no puedes matarla así!

Sus últimas palabras se vieron eclipsadas por un ruido que pareció estallar de la nada y vapuleó sus sentidos en una gigantesca sacudida sonora. Era el rugir del agua, una catarata, un maremoto que retumbaba por la habitación y lanzaba su frenético grito al vacío. Llameó una luz azul verdosa, y con ella vino una sensación de retorcida distorsión —las paredes se doblaban, las formas conocidas; se deformaban, se ondulaban como si un mar furioso se ; hubiera abierto paso con violencia y hubiese ahogado al mundo. Jadeante —sabía que respiraba aire, pero tenía que combatir la ilusión queje decía que sus pulmones se estaban llenando de agua—, Índigo intentó lanzarse hacia Leando, con la intención de hacerlo a un lado antes de que la monstruosa serpiente pudiera caer sobre él. Pero sintió como si intentara luchar con una enorme pared de agua, que la presionaba hacia atrás, la hundía, ralentizaba cada momento convirtiéndolo en fragmentos nebulosos que se movían a la deriva. No podía coordinar el movimiento de sus brazos y piernas; sus brazos parecían flotar, y todo sucedía tan despacio, tan despacio...

—¡Leando! —gritó de nuevo.

La palabra se fraccionó en sílabas arrastradas y atronadoras, y su tono bajó, distorsionándose, desvaneciéndose; muy por debajo del espectro audible mucho antes de que pudieran llegar a su destino. Una traicionera luz de las profundidades cruzó ondulante el rostro de Leando mientras éste se volvía con insoportable lentitud hacia ella, los brazos extendidos como un nadador que se hunde, los ojos desorbitados por la incomprensión, Índigo empujó con todas sus fuerzas para vencer la terrible resistencia del aire, agitaba los brazos, se esforzó por ir hacia él en un intento por avanzar antes de que fuera demasiado tarde...

La serpiente atacó. Libre de la ilusión que tenía atrapados a Índigo y a Leando, pareció moverse con la velocidad del rayo, desdibujándose en un haz de energía color gris plata al tiempo que se lanzaba en picado, Índigo se echó a un lado en un movimiento reflejo totalmente involuntario, y al hacerlo, la imagen de la habitación estalló en mil pedazos, cayendo sobre ella como una lluvia de cristales. La ilusión se rompió, el tiempo encajó de nuevo en su lugar, y escuchó el alarido de dolor y terror de Leando cuando el cuerpo sinuoso de la serpiente se arrolló alrededor del suyo, sujetó sus brazos, e hizo que el cuchillo cayese de su mano inmovilizada. Cayó hacia atrás, el demonio se estrelló junto con él contra el suelo; entonces su grito se convirtió en un espantoso y estrangulado sonido cuando los plateados anillos se estrecharon a su alrededor y le quitaron el aire de los pulmones al tiempo que intentaba aplastarlo.

Los nervios y los músculos de Índigo parecieron arder cuando la conmoción producida por la liberación del encantamiento que la sujetaba sacudió su cuerpo. Perdió el equilibrio y salió despedida a través de la habitación para chocar contra un diván; luego giró hacia atrás, tropezó con una alfombra y cayó cuan larga era, los miembros incapaces de ajustarse al cambio con la rapidez suficiente. Vio corno Leando y la serpiente se debatían en el suelo, la enorme cabeza del reptil salió disparada hacia adelante, las mandíbulas bien abiertas intentaban asestar el golpe mortal definitivo; escuchó el sonido del hueso al quebrarse...

Se impulsó por la habitación, en un intento por alcanzar el cuchillo caído que se había deslizado debajo de una silla. Sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura; intentó llamar a Grimya mentalmente, pero no había tiempo de reorganizar su mente más allá del grito de alarma. No se detuvo a pensar, sino que se puso en pie de un salto y se arrojó contra el caos de miembros humanos y anillos viperinos. El cuchillo se hundió y se clavó a través de las escamas plateadas hasta alcanzar carne palpitante; un líquido repugnante que no era ni sangre ni agua marina pero que poseía elementos de ambas y apestaba a algas podridas brotó de la herida y le salpicó rostro y brazos. La serpiente siseó y el siseo se convirtió en un gruñido que resultó asombrosamente humano: su gran cabeza se volvió y durante una décima de segundo Índigo se encontró cara a cara con sus diminutos y estúpidamente malignos ojillos. Luego, con tal rapidez que de ninguna manera hubiera podido esquivarla, la cola plateada le asestó un golpe terrible, estrellándose contra ella con tremenda fuerza. Se vio arrojada al otro extremo de la habitación como si no pesara nada, y cayó sobre una mesa a la que convirtió en astillas mientras la jarra, las copas y los adornos que había sobre ella salían disparados en todas direcciones. La parte posterior de su cabeza se golpeó con algo que no cedió, e Índigo cayó aturdida entre pedazos de madera y cristal y vino derramado.

El golpe hizo que todo se volviera rojo ante sus ojos. Su boca se abrió pero no salió ningún sonido; sus sentidos parecían haber enloquecido: imágenes y sonidos se precipitaban sobre ella en enloquecida confusión. Vio a la serpiente que sangraba todavía pero sin que la herida que le había infligido pareciera molestarla demasiado; se retorció de nuevo y el pecho de Leando quedó al descubierto por un instante, torcido en una contorsión imposible entre los destructores anillos. Su cabeza dio una sacudida, girándose hacia ella; y la muchacha vio su lengua, negra e hinchada, que sobresalía de entre unos labios salpicados de espumarajos sanguinolentos, y sus ojos que parecían a punto de saltar de las órbitas. Escuchó de nuevo el nauseabundo sonido de los huesos al romperse, y un chirrido espeluznante brotó de la garganta de Leando al redoblarse su terrible agonía. Entonces la serpiente levantó la cabeza de nuevo, apuntó, abriendo más y más las mandíbulas...

La parálisis de Índigo se disolvió en un incipiente alarido de protesta, una suplica desesperada a cualquier poder benigno que pudiera escucharla. Extendió los brazos, las manos daban zarpazos en dirección a Leando como si quisiera arrancarlo físicamente de la monstruosidad que le exprimía sus últimos restos de vida, pero una nauseabunda sensación de vértigo hizo su aparición como una oleada, la habitación se hinchó y balanceó ante sus ojos, no le era posible llegar hasta él...

La cabeza de la serpiente descendió a toda velocidad, y el sonido más espeluznante que Índigo había oído jamás atravesó sus tambaleantes sentidos cuando la serpiente desgarró la garganta de Leando, le partió la columna vertebral, hizo pedazos los huesos del cuello y la mandíbula y casi le arrancó la cabeza de los hombros. Un surtidor rojo estalló sobre los convulsionados cuerpos y la última y aterradora visión que tuvo Índigo fue la de la diabólica serpiente que se retorcía y avanzaba hacia ella antes de que el color rojo se transformara en negro y luego en vacío cuando ella perdió el conocimiento.

Por un momento, pasada la confusión, la habitación quedó totalmente en silencio, Índigo yacía inmóvil; Leando —desgarrado casi en dos y apenas reconocible como ser humano— era un despedazado resto que flotaba en el mar de su propia sangre. Y entre ambos, la enorme serpiente permanecía suspendida en el espacio como una espada supernatural en equilibrio, la cabeza meciéndose de un lado a otro, los ojos brillando tan duros, fríos e insensibles como diamantes mientras su mirada se trasladaba del uno al otro. Siseó una vez más, un sonido estremecedor en aquella repentina quietud. Luego, despacio, muy despacio, empezó a doblarse hacia adelante, su maligna mirada clavada ahora en la figura inmóvil de Índigo, mientras que las mandíbulas empezaban a abrirse, preparada, anticipándose...

Se produjo un sonido fuera, en el pasillo. No era audible para el oído humano, pero la plana cabeza del reptil se alzó bruscamente y el cuerpo giró en dirección al lugar del que provenía la perturbación. Unos sentidos inhumanos investigaron más allá de la puerta, y encontraron calor, movimiento, la conciencia de un animal de sangre caliente...

La serpiente lanzó un nuevo siseo y esta vez se reflejaba rabia frustrada en el sonido. Abandonó su nueva presa y se revolvió con rapidez, enroscando de nuevo su cuerpo sinuoso en el destrozado cadáver de Leando. Los miembros del hombre se agitaron en una espasmódica y horrible imitación de vida cuando los anillos se cerraron con más fuerza; entonces, las figuras tanto del reptil como del hombre se estremecieron como un espejismo en el desierto. Por un instante el contorno de la habitación brilló a través de la solidez de sus cuerpos; luego se produjo un sonido que no era un sonido, una potente entrada de aire, y, llevándose con él los restos de Leando, su sangre, toda señal de su existencia física, el demonio se desvaneció del inundo en el mismo instante en que Grimya se abalanzaba contra el otro lado de la puerta.

«¡Indigo! ¡Indigo!—»

La loba proyectó su frenético grito una y otra vez mientras arañaba la puerta de los aposentos. La madera mostraba las profundas marcas de sus uñas, pero la puerta permanecía obstinadamente cerrada; el pestillo estaba corrido en la parte interior, y nada de lo que hiciera Grimya la obligaría a abrirse. Empezó a dar vueltas a un lado y al otro angustiada al darse cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles, y contuvo el impulso de aullar.

El grito de horror de Índigo cuando la serpiente asesinó a Leando había llegado hasta la loba, que aguardaba junto a una puerta lateral en sombras en los jardines palacio, penetrando en su mente como un cuchillo en silenciosa agonía telepática. La loba había tardado menos de un minuto en abandonar los matorrales a toda velocidad y penetrar en el palacio en ayuda de su amiga: pero ahora había encontrado este obstáculo, e Índigo no quería o no podía contestar a sus desesperados intentos de comunicarse.

Se preparó para lanzarse con todo su peso contra la puerta con la esperanza de demostrar ser más fuerte que el pestillo; pero justo cuando empezaba a retroceder para tomar impulso, escuchó voces y pasos a su espalda, y entonces J alguien dijo:

¿Grimya?

Jadeante, la loba se volvió en redondo, y vio a Hild con dos de las criaditas de la Infanta que se acercaban por el pasillo. Grimya empezó a mover la cola, ansiosa, luego lanzó un gemido y volvió a arañar la puerta.

—¿Qué sucede? ¿Tu dueña no ha regresado de la fiesta, y no puedes entrar?

Hila se adelantó y posó la mano sobre el pequeño pomo redondo que hacía funcionar el pestillo desde el exterior, y que Grimya no había podido manipular. La puerta se abrió de par en par; Grimya se escurrió en el interior del la habitación, derribando casi a la niñera, y vio la mesa rota, el vino derramado, y una forma oscura e inerte que yacía entre los restos.

Hild había empezado a dar la vuelta, pero el aullido estrangulado de la loba la sobresaltó y la hizo regresar a la puerta. En la semioscuridad pasaron algunos segundos antes de que pudiera visualizar la escena, pero cuando lo hizo lanzó una ahogada exclamación de espanto.

¡A-na! —Corrió hacia la figura inerte de Índigo mientras sus acompañantes se agolpaban en la puerta. Su mano empezó a gesticular frenéticamente—. ¡Luz, traed más lámparas! ¡Está demasiado oscuro para ver bien!

Más calmadas, se apresuraron a obedecer, y cuando la habitación pasó de la penumbra a un relativo resplandor. Hild se agachó junto a Índigo, recorriendo con dedos expertos su cabeza, cuello y miembros. Luego levantó la cabeza y paseó la mirada por la habitación. Nada estaba fuera de lugar; nada a excepción de la mesa que Índigo había roto al caer.

—Debe de haber bebido demasiado. —Había un tono irónico en su voz—. Regresó aquí, tropezó y se golpeó la cabeza. Clerri —agitó una mano para llamar a una de las doncellas que contemplaban la escena con vivo interés—, ve a buscar a un médico, ¿sí? No creo que Índigo tenga mucho daño, pero es mejor estar seguro. —Entonces, mientras la muchacha se iba a toda prisa, Hild se detuvo— Grimya? Eh, ¿qué sucede?

Grimya estaba inmóvil en medio de la habitación, los ojos fijos en un punto del suelo. No había nada visible allí, ni escombros, ni líquido derramado, pero los pelos «leí lomo de la loba se habían erizado y sus hocicos temblaban. Un gruñido sordo resonó en su garganta.

¡Grimya!—repitió Hild—. ¡Todo está bien..., no seas tonta!

Los ojos ambarinos se volvieron parpadeantes hacia ella, y Grimya se lamió el hocico. La mujer tenía razón: no había nada que ver, ningún peligro, ninguna amenaza. Sin embargo había olido algo, lo había percibido... Su hocico se ensanchó de nuevo y comprendió que la aberración se había marchado. No obstante había habido algo.

Gimió y se acercó a Índigo. Hild se puso en pie con un esfuerzo y empezó a acariciar el cuello del animal.

—Así; todo va bien. Lo mejor será que vea a la Infanta.

Tomó uno de los faroles y, cruzando la habitación, abrió la puerta contigua. La luz de la lámpara iluminó una escena llena de tranquilidad; el mobiliario en su sitio, la colcha de la cama apenas arrugada; un destello dorado como la miel reveló el cuerpo enroscado de Jessamin, dormido bajo las sábanas de seda. Hild sonrió y se retiró, cerrando con cuidado la puerta detrás de ella. —Todo está bien —dijo—. Creo que no ha pasado nada. Las otras mujeres suspiraron aliviadas. Tan sólo Grimya, agachada ahora como un guardián vigilante junto a la figura inconsciente de Índigo, experimentó un escalo* frío interno que le dijo que Hild no sabía ni una mínima parte de la verdad.

—Calma, Grimya; calma.

Augon Hunnamek alzó las manos para apaciguarla cuando la loba se levantó inquieta, las orejas echadas hacia atrás y los ojos llenos de celo protector. Se tranquilizó, aunque no le resultó fácil; y el mago-doctor Thibavor apretó los rechonchos labios en una sonrisa.

—Es un animal extraordinario, mi señor. Ha velado a su dueña durante toda la noche y todo el día; se niega a comer e incluso a beber a menos que se le traiga aquí.

Mientras el médico se inclinaba para examinar a Índigo, Augon continuó mirando a Grimya. Sus ojos claros, la miraban con simpatía, lo cual desconcertó a la loba.

—Tu dueña no está malherida, Grimya —le dijo—. Es tan sólo una conmoción, y mi buen médico le ha administrado una poción para asegurarse de que duerma tranquilamente.

Vaciló, para luego echarse a reír algo cohibido—. Qué te parece, Thibavor: le hablo a este animal como si pudiera comprender lo que le digo. Los excesos de anoche me han ablandado el cerebro.

—Si se me permite decirlo, mi señor, vuestros poderes de recuperación han demostrado ser mucho mejores que los del resto de nosotros —repuso Thibavor, con agudeza— Hoy, mis aprendices han tenido que ir a asistir a muchas cabezas doloridas en palacio; incluso a la Infanta le costó un gran esfuerzo levantarse esta mañana.

Augon lanzó una risita ahogada.

—Entonces lo mejor será que les des instrucciones para que repongan sus existencias de curalotodos. Sospecho que habrá unos cuantos cientos más de pacientes con los que vérselas pasado mañana.

—Ya lo creo, mi señor. —El médico se incorporó, satisfecho—. No detecto la menor señal de complicaciones. Con tranquilidad y descanso, se recuperará con rapidez.

—Me alegro de oírlo. —Los claros ojos se deslizaron obligadamente hacia el hombre—. Gracias, Thibavor.

Dándose cuenta de que se lo despedía, Thibavor hizo una inclinación y se marchó. Augon hizo intención de seguirlo, luego se detuvo y regresó junto al lecho en el que yacía Índigo. Grimya se puso en tensión, pero no hizo otro movimiento, se limitó a vigilar atenta mientras el Takhan tomaba la fláccida mano de Índigo y la apretaba suavemente entre las suyas.

—Pobre Índigo. —Hablaba pensativo y de nuevo Grimya se sintió desconcertada con lo que sonaba como genuino afecto—. ¿Qué hay detrás de este pequeño misterio, eh? ¿Bebida? No, no lo creo. Aguantas la bebida tan bien como cualquier hombre que yo haya conocido. ¿Y qué hay de tu amado Leando? Ausente de la fiesta la mayor parte de la noche pasada, y no hay ni señal de él en palacio ni en su casa. —Suspiró y al fin soltó la mano de a muchacha, meneando la cabeza despacio— Ah, Índigo, tenía tantas esperanzas con respecto a ti y a Leando Copperguild; y ahora esto. Has sido una buena amiga para mí, y me entristece ver que mis amigos sufren cuando mi propia felicidad es completa. Encontraremos la forma de repararlo, mi futura esposa y yo. Encontraremos la forma.

Grimya lo siguió con la mirada mientras abandonaba en silencio la habitación, y su mente empezó a correr confundida. ¿Leando? ¿No sería él el responsable del accidente de Índigo? Y, aún más sorprendente, a ella le daba la impresión de que la preocupación de Augon Hunnamek por Índigo era auténtica. Sus sencillas palabras se habían visto reforzadas en los niveles superficiales del cerebro del hombre que sus poderes telepáticos le permitían sondear. Grimya no sabía nada de lo sucedido la noche anterior, excepto que el plan de Índigo y Leando había salido mal de una manera muy drástica; y hasta que Índigo no despertara no podría averiguar la verdad. Había sacado la conclusión de forma precipitada de que había tenido algo que ver con el demonio; pero parecía que se había equivocado.

Desconcertada, Grimya lanzó un débil e indeciso gañido. Cualquiera que fuese el riesgo, por muy apremiante que fuera la urgencia, no había nada que pudiera hacer hasta que consiguiera comunicarse con Índigo. Hasta entonces, no podía hacer otra cosa que esperar.

A causa de los fuertes somníferos administrados por Thibavor, que había considerado prudente que se la mantuviera bajo el efecto de sedantes el mayor tiempo posible, Índigo no recuperó el conocimiento hasta primeras horas de la mañana siguiente: el día del planeado matrimonio del Takhan. Aunque apenas si había amanecido, el palacio era ya una colmena de frenética actividad, y cuando los primeros rayos del sol dispersaron las neblinas procedentes del mar, augurando un día soleado, las primeras campanadas de fiesta empezaron a resonar por la ciudad.

El regreso al mundo vigil fue lento y letárgico mientras la muchacha arrastraba de mala gana cuerpo y mente hacia la superficie para sacarlos de entre las pesadas capas; de efectos secundarios producidos por la droga. Cuando por fin abrió los ojos, haciendo una mueca a pesar de que había muy poca luz en la habitación, lo primero que vio fue el rostro ansioso de Grimya, que la miraba por encima del borde de la cama.

—¡Índigo, estás des... pierta por... fin! —Había un intenso alivio en la voz de la loba—. ¡Has dormido tanto, que estaba pre... preocupada!

—¿Cuánto...? —Su voz se quebró y tragó con fuerza, en ¡ un intento por mitigar la sequedad de su garganta—. ¿Cuánto tiempo he estado aquí?

—Dos noches y un día —le contestó Grimya.

Por un momento, Índigo no comprendió lo que aquello significaba; luego sus ojos se abrieron de par en par.

—¡Madre Todopoderosa! ¿Qué día es? —El día de la bo... da.

—¡No puede ser! ¡Oh, por el amor de la Diosa!, ¿dónde está...? —Y las palabras se interrumpieron cuando los recuerdos que las drogas de Thibavor habían contenido se despertaron de repente—. ¡Oh, no! —musitó—. Leando... —No se lo en... cuentra — interpuso Grimya—. Los he oído decirlo, Índigo, ¿qué sucedió esa noche? ¿Qué fue... mal?

Índigo no respondió. Miraba al otro lado de la habitación, pero sin ver, y sus ojos reflejaban un inmenso horror. La loba repitió su pregunta, apremiante, y por fin la muchacha pareció regresar a la realidad.

—Leando está muerto —respondió con voz cavernosa—, el demonio lo mató. —Se cubrió el rostro con las manos. Grimya gimoteó y sus cabellos se erizaron. —¿Cómo? ¿Qué su... cedió?

Las imágenes estaban totalmente nítidas en la mente de Índigo. Recordaba cada uno de aquellos espantosos momentos; pero de forma remota, como si no le hubiera sucedido a ella sino a otra persona. Y en esa terrible forma objetiva descubrió que era capaz de describir todo lo que había sucedido: la aparición de la serpiente, el ataque, la espeluznante muerte de Leando. Y a medida que la historia iba surgiendo, Grimya se iba poniendo más y más nerviosa, hasta que por fin ya no pudo contenerse más.

«¡Pero, Índigo, hay algo que está mal!» Cambió al lenguaje telepático, consciente de sus limitaciones vocales. «Cuando te encontré, no había rastro de Leando, ni de sangre. Sólo la mesa que debiste romper al caer. ¡Y la Infanta estaba en su habitación, profundamente dormida!» Índigo empezó a temblar.

—Esa monstruosidad era más que física, Grimya. De alguna forma consiguió existir en el mundo de los demonios y en el nuestro al mismo tiempo.

¿Y a qué espantosa dimensión, se preguntó, se había llevado el cadáver destrozado de Leando? Los temblores culminaron en un formidable estremecimiento al darse cuenta de que había escapado de milagro.

—Tenemos que detenerlo —dijo con voz ronca. La manta que la cubría cayó al suelo al tiempo que ella se ponía en pie algo tambaleante—. Ahora que sabemos con seguridad lo que es, ahora que he visto lo que es capaz de...

Grimya la interrumpió:

—¿Él? —preguntó en voz alta.

—¿Qué te crees que era esa serpiente? Era cosa del usurpador; ¡era Augon Hunnamek!

—No —repuso Grimya—. No creo... que lo fuera.

Índigo se interrumpió y la miró fijamente.

Grimya, ¿qué quieres decir?

Grimya se encrespó.

—Estuvo aquí, Índigo. Mientras dormías, vino a verte. No había nadie más en la habi... tación excepto yo.

Y le relató lo que había sucedido, lo que Augon había dicho mientras contemplaba a Índigo y le acariciaba la mano, Índigo la escuchó en tenso silencio, y cuando la loba finalizó no reaccionó hasta pasado un buen rato; tan sólo una pequeña arruga apareció en su frente, agudizándose a medida que pensaba.

Por fin habló:

—Pero... si él no envió a esa criatura...

—No tenía ningún motivo para fingir —le dijo Grimya—. No... podía sa... saber que yo comprendería.

Muy despacio, Índigo volvió a sentarse, lo que decía Grimya tenía su lógica: ¿por qué tendría que haber mentido Augon cuando, por lo que él sabía, no había nadie que pudiera escucharlo? No tenía el menor sentido. A menos que hubiera otro factor involucrado; algo que ni siquiera se le había ocurrido.

El último mensaje de Karim. Era el único camino que no se había explorado. Tenía que

haber una clave allí...

Se puso en pie de nuevo, entonces se tambaleó cuando la sensación de vértigo se apoderó de ella. El armarito: había escondido la copia que había hecho de los sigilos de Karim en un pequeño cajón. Debía encontrarla...

—¿Índigo, qué su... sucede? —le preguntó inquieta Grimya mientras Índigo se acercaba dando tumbos hasta el pequeño armarito—. ¡No estás... bien, no debes can... cansarte!

—¡Tengo que encontrarla!

Índigo se desplomó sobre un sillón, y, con manos que no parecían seguir unos movimientos coordinados, abrió el cajón y rebuscó entre lo que contenía. Se sentía mareado, débil; sus dedos encontraron el pergamino, lo sacaron a duras penas...

Y un naipe de dorso plateado salió junto con el pergamino y cayó sobre su rodilla.

Los ojos se le nublaron mientras contemplaba el naipe, pero no necesitaba una visión clara para saber lo que era. Y ello confirmaba sus crecientes temores.

—Oh, por la Diosa... —Se puso en pie con un esfuerzo, sujetándose al respaldo del sillón para no caer mientras la sensación de mareo se redoblaba—. Grimya, ésta es llave. Es, es...

Antes de que pudiera terminar, la puerta se abrió.

—¡Índigo! —Las cejas del mago-doctor Thibavor se enarcaron llenas de asombro—. ¿Qué es esto? ¡Deberías estar en tu la cama!

—Tengo que encontrar...

Índigo se tambaleó de repente. El mago cruzó la habitación en unas pocas y rápidas zancadas y la sujetó antes de que perdiera por completo el equilibrio.

—Pero mujer, no estás en condiciones de hacer nada excepto regresar a la cama. Así; apóyate en mí. —Empezó a conducirla lejos del sillón.

—No comprendéis —farfulló la muchacha—. Es urgente, es vital...

—Nada es más urgente que proteger tu propia salud.

Otra persona, un hombre más joven —su aprendiz— había seguido a Thibavor al interior de la habitación y permanecía junto a la puerta. El mago hizo chasquear los dedos autoritario.

—Merim, el frasco azul de mi bolsa por favor. Me temo que nuestra joven paciente no se ha recuperado tan deprimí como yo había esperado.

Índigo se sentía demasiado desorientada para discutir mientras la colocaban, con suavidad pero con firmeza, de nuevo en la cama. La cabeza le dolía terriblemente, y la habitación parecía dar vueltas muy despacio a su alrededor; intento concentrarse en el rostro de Thibavor y fue imposible.

—Por favor —dijo con voz confusa—. Yo... —Pero no le salían las palabras; le era imposible pensar con claridad.

Thibavor chasqueó la lengua.

—Recuéstate. Eso está mejor. Ahora; mira mi mano, dime cuántos dedos... —Y se detuvo, arrugando el entrecejo al ver lo que Índigo apretaba en la suya.

—¿Qué es esto?

Le quitó el pergamino, sin ver el naipe que revoloteó hasta el suelo. Estudió los sigilos durante un momento luego la arruga de la frente se acentuó.

—¿Cómo es que tienes este papel?

Índigo cerró los ojos.

—Lo... encontré...

—¿Un fragmento de escritura en la criptografía particular de los magos? ¡Alguien ha sido muy descuidado! Contempló el pergamino de nuevo—. De todas formas, no es nada importante. Simplemente una fecha. Bien. —Toma el frasco que le tendía su ayudante, vertió algunas gotas en una copa y la llenó con agua.

—Bebe esto, querida. Eliminará la náusea y te permitirá dormir. El sueño es el mejor remedio de todos.

Después de su lento girar, la habitación parecía palpita ahora, las paredes abombándose hacia adentro y hacia fuera; y cuando Índigo intentó abrir los ojos otra vez, la luz refulgió con terrible fuerza y su cabeza volvió a marearle. No habría podido levantarse ni aunque lo habríase intentado; se sentía demasiado enferma, y ya le costó un gran esfuerzo tragar el sedante sin vomitar.

Grimya gimió confusa cuando la cabeza de Índigo inerte y su conciencia cayó de nuevo en el sopor de sueño profundo; cuando el mago se echó hacia atrás loba levantó los ojos hacia él llena de preocupación, metida entre las patas.

—Buen perro. —Thibavor se inclinó y, con cuidado con amabilidad, acarició la parte superior de su cabeza Mira; tu dueña duerme ahora. —Y volviéndose a su ayudante siguió—: Pensé que la conmoción era menos severa, pero nunca se puede prever el tiempo que pueden durar los efectos de un golpe en la cabeza. —Suspiró—. Y resulta bastante mala suerte que sea hoy precisamente; sin mencionar la inconveniencia para todos los involucrados.

¿Dormirá mucho rato, señor? —preguntó el aprendiz.

¡Oh, algunas horas, al menos! —Thibavor se alisó la túnica verde oscuro, y arregló los pliegues de nuevo en mi lugar con manos nerviosas—. Y cuando despierte el malestar habrá disminuido de forma considerable. Ahora, Menim, lo mejor será que sigas adelante sin mí; tengo que confiarme y prepararme, o de lo contrario llegaré tarde a la procesión. Oh, y lo mejor será que informes a los influyentes de palacio que uno de los invitados de honor de Takhan se encuentra indispuesto, y no podrá asistir a la ceremonia de la boda.

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