«Me parece que no tenemos elección.» La inquieta mirada de Grimya se detuvo en el patio al otro lado de la ventana, donde Jessamin chapoteaba feliz en su estanque bajo la paciente supervisión de Hild. «Debemos creer que nos dicen la verdad.»
Índigo suspiró. La loba tenía razón; ya se había perdido mucho tiempo en infructuosa especulación, y seguía tan lejos de tomar una decisión como lo había estado después de la reunión en casa de los Copperguild. Habían transcurrido seis días desde aquel encuentro, y no había sabido nada de Leando. Durante los tres primeros días, Leando había estado por el palacio como siempre, pero cuando recogía cada tarde a Luk evitaba —deliberadamente, sospechó ella— entablar con ella todo lo que no fuera la más trivial de las conversaciones. Luego, al cuarto día, Augon Hunnamek había llamado a sesión a su Consejo, y desde entonces Leando, junto con los otros consejeros, había permanecido encerrado con el Takhan durante casi todas las horas del día.
Estaba también el misterio de Karim, el mago convertido en buhonero. Lo poco que Leando le había contado había despertado su curiosidad en lugar de satisfacerla, y se preguntaba si quizá Karim no habría perdido el favor de su señor en algún momento del pasado. Los magos-doctores eran un grupo reducido y selecto, y Thibavor, el médico de la corte, sabría sin duda de la existencia de algún miembro deshonrado de su hermandad; pero no podía interrogarlo sin atraer una innecesaria atención hacia ella. Si había de averiguar más cosas debía ser por el mismo Karim; y en una ocasión, sin reflexionar, se había llevado a Grimya de nuevo al Templo de los Marineros para buscar al mago. Estaba allí, en su lugar de costumbre en la escalinata del templo, pero a Índigo le había fallado el valor antes de poder acercarse a él, y regresó a palacio insatisfecha.
Sin embargo, no podía seguir dándole vueltas al asunto durante mucho más tiempo. De una forma u otra tenía que decidir si iba a comprometerse en la causa de los Copperguild, y, si lo hacía, si debía decir la verdad sobre Augon Hunnamek.
Sobre ese tema, también, Grimya se había mostrado muy segura. Si Índigo iba a unirse a Leando y a su tío, dejarlos enfrentarse ignorantes y desprevenidos contra tal poder diabólico sería como condenarlos a muerte sin juicio previo. Por su bien y por el de Grimya, igual que por el de ellos mismos, Índigo no podía por más que estar de acuerdo. No obstante, ¿cómo podría convencerlos, sin romper el tabú que el emisario de la Madre Tierra le había impuesto, y revelar su propia historia y propósito?
Se trataba de un dilema que parecía no tener solución, y el tiempo se agotaba. A pesar de su silencio actual, Leando no tardaría en exigir una respuesta, y si continuaba eludiendo la cuestión los conspiradores se lanzarían contra Augon sin ella. Las consecuencias de esto eran demasiado terribles para siquiera considerarlas. Tenía que hallar una respuesta de alguna forma.
Sus desdichados pensamientos se vieron interrumpidos por una vacilante llamada a su puerta, y al tiempo que se volvía, Leando penetró en la habitación. Estaba ojeroso y desaliñado, y llevaba todavía las arrugadas ropas con que lo había visto por última vez tres días atrás. Su expresión era tensa e inescrutable.
—Leando. —Índigo se puso en pie—. ¿Ha terminado la sesión del Consejo?
—Se nos despidió hace apenas diez minutos. Tenía que venir inmediatamente; Phereniq piensa venir a ver a la Infanta en cuanto haya tomado un baño, y tenemos muy poco tiempo, Índigo, hemos sufrido un revés, y se trata de algo serio.
Las orejas de Grimya se irguieron, e Índigo sintió cómo un hormigueo recorría todo su ser. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Hild no podía oírlos, luego inquirió apremiante:
—¿Qué ha sucedido?
Leando le dedicó una sonrisa cargada de ironía.
—La única cosa que ninguno de nosotros había previsto. A mi tío y a mí nos envían lejos de Khimiz.
Índigo se quedó anonadada.
—¿Os envían lejos? Pero..., por la Gran Madre, seguramente el Takhan no ha...
El adivinó la conclusión a que había llegado ella, y negó rápidamente con la cabeza.
—No; no es eso, al menos no de forma evidente. —Lanzó una risita cargada de amargura—. Hemos sido nombrados embajadores personales del Takhan en las Islas de las Piedras Preciosas.
—¿Qué?
—Es un golpe maestro, ¿no es verdad? Los primeros que inaugurarán una embajada en esas islas e iniciarán un comercio permanente y estable entre los dos países. Una gran jugada para Khimiz, que aumentará su paz y prosperidad. ¡Y por la Diosa que sus razonamientos son perfectos!
Quién mejor que los Copperguild, la más importante de todas las familias de comerciantes de Simhara, para ser sus representantes? —Lleno de ferocidad, sin darse cuenta, Leando había empezado a imitar la voz suave de Augon— quién podría combinar mejor un perspicaz conocimiento del comercio con la habilidad diplomática necesaria para abrir ese nuevo camino? Hemos demostrado nuestra valía, y hemos probado nuestra lealtad. ¡Y es un honor que no nos atrevemos a rechazar!
Índigo tenía la boca seca.
—¿Entonces pensáis que sospecha de vosotros?
Leando sacudió la cabeza cansado.
—Honestamente, no lo sé. Resultaría tan fácil llegar a esa conclusión...; pero no puedo negar que sus argumentos son lógicos. Puede que no se trate de otra cosa que una desafortunada coincidencia. —Empezó a dar vueltas por la habitación como un animal enjaulado—. Maldito sea. ¡Maldito sea!
—¿Cuántos meses estaréis fuera?
—¿Meses? —Leando se detuvo y la miró con sorpresa—. No estamos hablando de simples meses, Índigo. Puede tratarse de años.
Le fue imposible responderle, no encontraba las palabras. Él volvió a su deambular y se abrazó a sí mismo como si tuviera frío.
—Debemos cambiar todos nuestros planes —dijo macilento—. No nos atrevemos a actuar ahora; no estamos preparados. Aunque me duele tener que decirlo, debemos esperar. —Se detuvo de nuevo y la miró, sus ojos brillaban malévolos—. Tenemos casi once años de gracia hasta que llegue el momento en que esa basura ha decidido casarse con la Infanta. Si hemos de esperar justo hasta la vigilia de la boda, que así sea. No llegará a tanto, claro; pero incluso si es así, ello no alterará nuestra firme decisión. —Hizo una pausa—. Aunque existe una pregunta vital que debo hacerte. ¿Qué hay de ti, Índigo?
—¿De mí?
—Augon Hunnamek nos ha puesto fuera de juego. Zarparemos dentro de siete días... y debemos conocer tu respuesta antes de partir. ¿Estás con nosotros o no?
Era el momento que había estado temiendo, pero de repente había adquirido un nuevo y terrible giro. Él y Mylo podrían estar fuera durante años, había dicho Leando. Y eso significaba años de estancamiento, de seguir manteniendo la charada de su vida en Simhara, mientras aguardaba el regreso de sus únicos aliados. No podía esperar tanto tiempo. Sin embargo, sola, ¿qué posibilidad tenía de poder destruir a Augon?
Desesperada, inquirió:
—¿Y Elsender? ¿Y Karim? Sin duda ellos...
—Elsender nos acompañará, al igual que mi tía. Nuestro venerado Takhan se ha mostrado muy concienzudo. Y sin el resto de nosotros, Karim no puede hacer ningún movimiento, Índigo, ya sé que te pido mucho. Pero por el bien de la Infanta, te ruego que nos ayudes.
Algo parecido al pánico se apoderó de Índigo.
—¡Leando, no puedo prometer algo así! —protestó—. Ni siquiera sé cuánto tiempo permaneceré en Simhara. Si de repente el Takhan decidiese que ya no le soy de utilidad...
—Lo sé, y lo comprendo. Pero si te quedas, ¿podemos confiar en ti? —Vaciló, y sus ojos escudriñaron el rostro de ella—. No pido más que eso.
Índigo se dio cuenta de que tenía que tomar una decisión. No podía fingir por más tiempo. Y, en conciencia, no podía negarse a lo que le pedía.
—Sí —respondió—. Mientras permanezca en Simhara, podéis confiar en mí.
Leando dejó escapar un suspiro reprimido.
—Gracias. Y en cuanto a Luk...
—Supongo que irá con vosotros, ¿no?
—Oh, no. Él debe quedarse aquí. Para asegurarnos de que su educación y desarrollo no se perjudican por la existencia en un país bárbaro; o al menos, ésta es la razón oficial. Mi abuela será su tutora, pero a Luk se le asignará su propio estudio en el palacio, de modo que pueda beneficiarse por completo de su privilegiada posición. Y una vez más, ¿cómo puedo negarme? —Leando meneó la cabeza entristecido—. Temo por él. Temo que se convierta en un rehén para asegurar nuestro buen comportamiento.
—Yo me ocuparé de él —prometió Índigo—. Y lo protegeré tanto como pueda.
—Simplemente manténlo alejado de las maquinaciones de la corte —repuso Leando—. No dejes que el usurpador lo utilice. Porque lo hará. Presiento que lo hará.
—Haré todo lo posible, —Índigo bajó la mirada hacia la loba, cuyos ojos estaban fijos en Leando— Y también Grimya.
—Sí... Sí, gracias. —Leando obligó a sus hombros a relajarse, luego se adelantó y colocó ambas manos sobre los hombros de ella.
—Quiero a Luk más que a mi propia vida —dijo en voz baja—. Y saber que está a salvo a tu cuidado hará mi partida soportable, tengo una gran deuda contigo, Índigo. —Y la besó.
Sus labios estaban sobre la mejilla de ella y le daba la espalda a la puerta, por eso no vio cómo ésta se abría de repente. Mirando por encima del hombro de Leando, Índigo se encontró cara a cara con Phereniq, quien se detuvo en el umbral con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¡Phereniq!
Índigo se apresuró a dar un paso atrás, y Leando giró en redondo al darse cuenta, demasiado tarde, de la comprometida situación.
—Índigo, lo siento en el alma..., no pensé; yo... —La astróloga hizo un desvalido gesto de disculpa—. ¡Qué maleducada he sido! Y Leando..., te pido perdón.
Índigo se echó hacia atrás los cabellos, contrariada porque Phereniq hubiera malinterpretado tan claramente lo que había visto.
—Entra, —invitó con voz tensa—. Por favor...
—Yo ya me iba. —Leando dedicó a Phereniq una mirada de franco desagrado, luego se volvió de nuevo hacia Índigo—. Recogeré a Luk dentro de un rato. Pero no se lo digas aún. Le resultará mucho más fácil si le doy la noticia yo mismo.
—Desde luego.
Lo acompañó hasta la puerta, y en el umbral él hizo como si fuera a inclinarse para besarla de nuevo.
—¡No, Leando! —le susurró apremiante—. Phereniq ya debe pensar que...
—Deja que lo piense —la interrumpió él—. Disipará cualquier sospecha que pueda albergar. Hemos de volver a hablar: te veré mañana, a primera hora.
—Muy bien. —La mano de él sujetaba la suya y ella le oprimió los dedos por un instante—. Ten cuidado.
Leando se alejó a toda prisa por el pasillo, y mientras Índigo cerraba la puerta, Phereniq se le acercó.
—¡Índigo, lo siento muchísimo! ¿Qué debes pensar de mí?
—No has interrumpido nada, Phereniq. —Índigo tuvo cuidado de no dejar que la astróloga viera la expresión de su rostro—. No era nada importante.
—No, no. —Phereniq la siguió por la habitación, deteniéndola al posar una mano sobre el brazo de ella—. Querida mía, no te sientas obligada a esconder tus sentimientos. Las noticias que ha traído Leando deben de haber sido un gran golpe.
Índigo estaba a punto de explicar a Phereniq que su simpatía estaba fuera de lugar, pero la voz mental de Grimya hizo su aparición en su mente.
«Deja que lo crea. Leando tiene razón: de lo contrario puede empezar a, sospechar.»
La advertencia le llegó justo a tiempo: Índigo se tragó lo que iba a decir y se llevó una mano al rostro, fingiendo angustia reprimida al tiempo que esperaba que el gesto no resultase excesivamente teatral.
—Se me pasará, Phereniq —dijo—. Como has dicho, ha sido como un golpe... pero no debo ser egoísta. Es un gran honor para Leando.
—Sí. —La voz de Phereniq tenía un dejo irónico—. Y las prioridades de los hombres no son las mismas que las nuestras, ¿no es así? Nosotras valoramos la paz y la estabilidad, pero ellos tienen una sed de aventuras y nuevos horizontes que les resulta muy difícil resistir, aun
cuando signifique dejar atrás a los seres queridos.
La total e involuntaria ironía de su aseveración hizo que una amarga carcajada intentara surgir de la garganta de Índigo, pero la reprimió a tiempo. Todavía atenta a no dejar que Phereniq le viera el rostro, se dirigió hacia las puertas abiertas que conducían al patio.
—Me acostumbraré pronto a la idea —dijo, al tiempo que se echó los cabellos hacia atrás y adoptó de forma deliberada un tomo más ligero—. Después de todo tendré muchas otras de las que ocuparme durante la ausencia de Leando.
Phereniq le palmeó el brazo.
—Me alegro de oírte hablar de modo tan positivo. El tiempo pasará deprisa para vosotros dos, estoy segura. Y si alguna vez necesitas a alguien a quien contarle tus preocupaciones, siempre sabrás dónde encontrarme.
—Gracias.
La astróloga fue a reunirse con Índigo en la puerta, y durante un minuto o dos observaron a Jessamin, que seguía aún en el estanque y ni siquiera se había dado cuenta de su presencia.
—Una auténtica hija de la Madre del Mar —comentó Phereniq—. Pronto le quedará pequeño este estanque, y tendremos que tomar medidas para que pueda seguir divirtiéndose. —Se interrumpió—. ¿Sabes una cosa, Índigo? Resulta bastante extraño, pero su carta natal no muestra ninguna indicación de este talento para la natación. No se me ocurre en qué me puedo haber equivocado al hacer mis cálculos.
—No es necesariamente un crítica a tu destreza. Después de todo, ningún sistema de adivinación puede ser totalmente perfecto.
—¿Quieres decir que puede que se trate de un don especial de la Diosa, que ni siquiera las estrellas podían prever? —Phereniq le dedicó una sonrisa forzada—. Eres muy amable, y me gustaría pensar que tienes razón; pero lo más probable es que sencillamente me vuelvo descuidada con la edad. —Salió al patio, extendió los brazos y flexionó los dedos—. ¡Qué día tan hermoso! Cómo me alegro de haber salido por fin de esa calurosa cámara del Consejo. —Su expresión se volvió repentinamente traviesa a medida que todo su buen humor regresaba—. Busquemos un lugar a la sombra en el patio donde podamos disfrutar del aire puro, y pediré que nos traigan un poco de vino. Creo que nos merecemos ese pequeño placer, ¿no crees?
Siete días más tarde, el Señora de Agantine zarpaba de Simhara con la marea de la mañana, con Leando, Mylo y Elsender a bordo, Índigo no fue al puerto a despedir el barco. La última despedida era un asunto familiar privado; ya se había despedido de Leando, y su presencia en el muelle habría sido una intrusión.
Fue, al decir de todos, una partida espléndida. La noche anterior Augon Hunnamek había honrado a sus nuevos embajadores con un banquete privado en palacio, y de los chismorrees de los criados Índigo dedujo que el Takhan había sido exagerado en sus alabanzas y en su generosidad: Mylo y Leando habían partido con toda una escolta real, y con el regalo personal del Takhan, de riqueza suficiente para permitirles vivir con sumo lujo durante su estancia en las Islas de las Piedras Preciosas.
A Luk lo trajeron de regreso a palacio al mediodía, con los ojos enrojecidos pero la expresión estoica, y Grimya, compadeciéndose de él, se lo llevó a uno de sus lugares favoritos secretos, para jugar con él e intentar animarlo un poco. A pesar de su tierna edad, Luk comprendía muy bien que su padre estaría ausente durante mucho tiempo; al contemplarlo mientras seguía a Grimya, Índigo sintió una gran simpatía por él al comprender que el chiquillo debía de sentir con toda la terrible agonía de la infancia aquella pérdida que todavía no había podido aceptar por completo. De momento, ella era impotente para ayudarlo; hasta que el niño no hubiera aceptado a su manera esta espantosa nueva situación, todo lo que ella podía hacer era aguardar en segundo plano, y quedarse allí para cuando la necesitara, si es que llegaba el caso.
Y la situación de Luk ponía de relieve su propio dilema, ya que de una cosa estaba ahora segura Índigo: estando su padre lejos, ella no podía abandonar al niño al capricho del destino. En su último encuentro antes de partir, a Leando lo había abandonado toda reserva y le había suplicado que mantuviera a Luk a salvo. Conmovida por la rebosante y apenas controlada emoción del hombre, Índigo le había hecho impulsivamente una promesa que ahora la atemorizaba, ya que había jurado por su propia vida e integridad que, hasta que Leando pudiera regresar a reclamar de nuevo a su hijo, ella sería la madre que Luk jamás había conocido, y lo protegería con la misma ferocidad que si fuera su hijo. En Khimiz, era raro que un hombre —especialmente un hombre de alcurnia— llorase: pero Leando había llorado cuando ella le hizo su promesa. Y, con una fatalista certeza que le helaba la sangre cuando pensaba en sus implicaciones, Índigo sabía que no habría ningún poder en la tierra que la indujera a romper su promesa.
Estaba atrapada: y era una trampa que ella misma se había construido, a la que se había entregado en voluntario sacrificio. Pero en la floreciente personalidad del pequeño Luk había visto ecos de su propio hermano menor, Kirra, muerto desde hacía ya catorce años y al que sin embargo seguía recordando con mucho cariño. Luk poseía la misma exuberancia, la misma curiosidad vehemente y viva imaginación. Era, pensaba a menudo, lo que el propio hijo de Kirra podría haber sido, si Kirra hubiera vivido para engendrar hijos. O —la idea le producía un dolor salvaje— el hijo que ella misma podría haberle dado a su amor, Fenran. Pero Fenran y Kirra habían desaparecido, víctimas de la trágica estupidez que ella había cometido. Sólo estaba Luk. Y él y Jessamin eran la esencia de las cadenas invisibles pero inquebrantables que la ataban a Simhara.
Sintió el peso de aquellas cadenas mientras contemplaba cómo Luk y Grimya desaparecían en las profundidades del jardín del palacio. Jessamin, por una vez sin exigir que la dejaran nadar, jugaba en el suelo, empujando su barquito de juguete arriba y abajo sobre una alfombra al tiempo que lanzaba grititos de alegría al ver cómo las pequeñas hileras de remos subían y bajaban. De repente el sonido de un golpe seguido por una risa infantil atrajo la atención de Índigo, y al levantar la cabeza vio que el barco había volcado. La Infanta, llena de regocijo, dio una palmada con sus manos regordetas por encima de la pequeña nave; luego, de improviso, anunció:
—¡Bladda!
Índigo sintió en el estómago algo parecido a como si le clavaran el frío acero de un puñal. Jessamin estaba empezando a hablar, y lo poco que decía resultaba aún ininteligible. Pero a Índigo le pareció que reconocía la palabra.
Se inclinó hacia adelante, extendiendo una mano para atraer la atención de la niña.
—¿Jessamin? ¿Qué es lo que has dicho?
La Infanta le dedicó una amplia sonrisa, mostrando tres dientes de leche.
—¡Bladda! —repitió con gran énfasis.
A los oídos de Índigo, pareció como si la niña intentara decir plata. Y el frío acero pareció retorcerse de repente, como si atravesara su carne para seguir más allá, hasta alcanzar el mismo centro de su aterrorizado espíritu.