CAPÍTULO 15


—¡Índigo! ¡Oh, Índigo, ven y mira! ¡Ven y mira!

La aguda y clara voz vibraba de excitación, y Jessamin se alejó a la carrera por entre las dunas en dirección a la playa, que se extendía en una enorme medialuna bañada por el mar bajo el sol de la mañana. Con mucho más sosiego, sus acompañantes descendieron de las dos literas cerradas que las habían conducido hasta allí, y Hild, que era demasiado corpulenta para correr tras su joven pupila, gritó con voz aguda:

¡Beba-mi! ¡Al agua no, o te reñiré!

—¡Oh, déjala, Hild! —Phereniq sonrió mientras se quitaba los zapatos y movía los dedos de los pies sobre la cálida arena, con expresión agradecida—. Disfruta tan pocas veces de esta libertad, que nada le puede pasar.

Luk se agitó inquieto y levantó los ojos hacia Índigo.

—Puedo ir con ella —sugirió esperanzado—. La cuidaría.

Índigo sonrió.

—Ve, pues, Luk. A ver si puedes ganar a Grimya en una carrera.

El muchacho sonrió de oreja a oreja.

—¡Eso nunca podré conseguirlo!

Mientras Luk y la loba corrían ya en pos de Jessamin, las tres mujeres se quedaron allí de pie, contemplándolos, disfrutando del sol y de la brisa marina y de la espléndida vista que se extendía ante ellas. Aunque la temperatura otoñal en Khimiz era bastante elevada en comparación con muchos otros lugares, el calor era muchísimo más soportable que el horno abrasador en que se convertía el país durante el verano, y el día poseía una deliciosa tonalidad añeja. A lo lejos, al otro lado de la suave arena, el golfo resplandecía cegador; olas enormes retumbaban sobre la lejana marea baja, y el horizonte estaba bañado en una vaga neblina dorada. A Índigo le resulta difícil creer que sólo un promontorio las separaba del puerto de Simhara; y más difícil aún creer que había transcurrido tanto tiempo desde la última vez que pisara la playa. Grimya todavía la visitaba con regularidad, casi siempre acompañada de Luk, cuyo amor por la vida al aire libre no mostraba el menor signo de disminuir con la llegada de la adolescencia, pero desde la epidemia acaecida dos años antes, a Índigo le habían faltado tanto las ganas como la energía para unirse a la loba en sus paseos. Ahora, no obstante, mientras contemplaba a las tres figuras cada vez más pequeñas que corrían por la arena, sintió una sensación de renovación física y mental. El cambio de estación, también, resultaba un gran alivio, ya que las febriles pesadillas que había padecido de nuevo se habían reducido, y podía dejar de depender tanto de los narcóticos, su único modo de controlar las pesadillas. Por primera vez en muchos meses se sentía purificada; y sentía de nuevo, también, cómo la tracción de su antigua empatía con el mar regresaba tras una larga ausencia.

—Son tan despreocupados a esta edad..., ¿no crees? —Phereniq había ido a colocarse junto a Índigo, y sonrió mientras se ajustaba el velo que le protegía el rostro del sol—. Debemos mimarlos mientras nos sea posible. La Madre sabe muy bien que ya tendrán bastantes deberes y convencionalismos cuando sean mayores.

Índigo miró por encima del hombro. Más allá del extremo de las dunas podía ver a la guardia de palacio a la que se había enviado para mantener alejados a los mirones. Habían precisado del ejercicio de gran cantidad de subterfugios para preparar esta salida; si hubiera corrido la voz en Simhara de que la Infanta iba a visitar la playa hoy, las dunas se habrían desplomado ante el peso de los ciudadanos llenos de adoración, ansiosos por obtener aunque fuera una muy fugaz visión de la niña.

—Se sintió tan desilusionada cuando su fiesta de cumpleaños se arruinó porque contrajo esa enfermedad —continuó Phereniq—. Esto representará una pequeña compensación. Pobre criatura; otro nuevo cumpleaños estropeado. Parece que hubiese sido ayer cuando empezaba a aprender a andar, a hablar, y ahora ya tiene diez años y es casi una mujer. —Se detuvo, luego rió—: Bien... no desde el punto de vista nuestro que somos personas maduras, pero desde luego sí a los ojos de la ley khimizi. Me serena pensar que dentro de dos años dejará de ser Infanta, para convertirse en Takhina. —Algo intangible como un soplo de aire pero cargado no obstante con un vivido tono emocional nubló sus ojos por un instante—. El tiempo pasa, Índigo. Para todos nosotros.

Detrás de ellas, los sirvientes sacaban cestos de comida y bebida. Luego extendieron sobre la arena manteles bordados; la delicada porcelana y la plata tintinearon débilmente. Allá a lo lejos, en la playa, Jessamin y Luk y Grimya eran diminutas figuras borrosas sobre la vasta extensión de arena.

—Y tú. —La astróloga tomó a Índigo del brazo y la condujo por la suave pendiente de las dunas, apartándose del alcance del oído de Hild—. Pareces contenta ahora, querida. ¿Se ha esfumado por fin la tristeza?

—¿Tristeza? —Índigo no la comprendió.

—Ante la pérdida de Leando. —Phereniq sonrió con amable simpatía—. Deben de haber transcurrido ya nueve años desde que marchó.

—Ah... —Una sensación de desconcierto se clavó profundamente y con fuerza en lo más hondo de la mente de Índigo. La reprimió, y le devolvió la sonrisa—. Sí. Todavía nos escribimos pero... Bien, ha pasado mucho tiempo, y el tiempo todo lo cura. En realidad, me siento bastante feliz.

—Me alegro de oírla Pocos espíritus se muestran tan filosóficos. —El brazo que rodeaba el de Índigo se apretó con más fuerza—. Pero no debes abandonar toda esperanza, Índigo. Aún eres bastante joven. Cuando Leando por fin regrese... ¿quién sabe lo que el futuro puede deparar?

Sus palabras, dichas con buena intención, estaban inconscientemente entrelazadas de terrible ironía, Índigo no supo qué decir; pero antes de que se viera obligada a responder un grito lejano las llamó desde el otro extremo de la playa. Al levantar la cabeza, Índigo vio a Jessamin que corría hacia ellas.

—¡Índigo! ¡Phrenny! —Jessamin todavía utilizaba su antiguo nombre cariñoso para la astróloga; frenó en seco levantando una nube de arena y se planto ante ellas, jadeante y ruborizada de alegría. El borde de su falda estaba empapado—. ¡Las olas son una maravilla!. ¡Tenéis que venir a verlas!

Phereniq soltó una carcajada.

—Soy demasiado vieja y digna para retozar por las playas, chera-mi —dijo con fingida

severidad. Luego sonrió—. Lleva a Índigo a contemplar las olas, y Hild y yo nos sentaremos a miraros.

Jessamin tiraba ya de la mano de Índigo, y ésta capituló con una sonrisa forzada. Phereniq las observó mientras avanzaban hacia la orilla, luego se dio la vuelta y regresó a las dunas.

—Es una alegría ver a la beba tan feliz. —Hild masticó una fruta escarchada e hizo un gesto con la mano en dirección a las distantes figuras de la playa—. No tiene bastante tiempo para jugar ahora, y digan lo que digan, aún no es una adulta.

Era lo mismo que Phereniq había pensado antes, y la astróloga asintió con la cabeza. Estaban sentadas junto a la merienda ya preparada, protegidas del sol por unas sombrillas y disfrutando del calorcillo que impregnaba su piel y calentaba sus huesos.

—Es una lástima que Índigo no venga aquí más a menudo —añadió Hild—. Le haría bien. No hace el ejercicio que debiera.

—Ah. —Phereniq arrancó un tallo de hierba y lo retorció—. Quería preguntarte sobre eso, Hild. Desde este último ataque de fiebres he estado tan ocupada que he visto a Índigo menos de lo que hubiera querido. ¿Te parece que está algo mejor?

La niñera se encogió de hombros.

—Es posible; es difícil decir. Todavía dormir mucho, más de lo que es bueno. Y bebe, mucho vino pero no se emborracha. Y las otras cosas. Hierbas, polvos, todo el tiempo. Claro que, ha estado tomando menos desde este último mes o así. Pero antes, parecía que necesitarlo para estar normal.

Phereniq arrojó a un lado el tallo de hierba, con rostro preocupado.

—Ésa no es una buena señal. Dime, ¿crees que puede haber estado padeciendo pesadillas?

Hild lanzó un bufido.

—¡No hablar a mí de pesadillas! Ése es el porqué tomaba tantos polvos, para intentar acabar con ellas. Cada año regresan otra vez... y no es sólo Índigo. Yo las tengo, la Infanta las tiene...

Phereniq la miró asombrada.

—Pero yo pensaba que las pesadillas de la Infanta se acabaron hace años.

A-na. ¡Ya lo creo que no! Cada año, como digo, las tiene otra vez. Empezar en primavera, no se van hasta que casi ha pasado el verano.

—¿Y sucede lo mismo contigo y con Índigo?

—Sí. Índigo no dice nada, pero la he oído gritar mientras duerme, y Grimya intenta despertarla y sin conseguirlo. Cada año.

—¿Qué...? —La voz de Phereniq tenía un tono peculiar; tragó saliva y lo intentó de nuevo—. ¿Qué es lo que sueñas, Hild? ¿Qué clase de pesadillas?

Hild arrugó la frente.

—No lo sé. Nunca puedo recordarlas a la mañana siguiente. Pero son malas. Y la Infanta, suceder exactamente lo mismo con ella.

—¿Quieres decir que ella tampoco puede recordar qué ha soñado?

—Aja, eso eso. —La arruga de su frente se agudizó—. Nunca pensé en ello antes. Es extraño, ¿verdad?

—Muy extraño.

Interiormente, Phereniq hacía sus cálculos, y lo que Hild le había contado se ajustaba perfectamente a sus propias experiencias, ya que tampoco ella había sido nunca capaz de quitarse de encima el ataque anual de terribles pesadillas que la atormentaban desde... Bueno, debía de hacer ya casi una década.

Hild había tomado otra fruta escarchada, pero su entusiasmo por los dulces parecía haberse reducido.

—Hay otra cosa —dijo despacio—. Estos sueños, siempre vienen cuando se acerca el cumpleaños de la beba-mi. Y también sucede con las fiebres.

—¿Las fiebres? —Phereniq levantó la cabeza, comprendiendo lo que la otra intentaba insinuar—. No; no creo que las dos cosas estén conectadas, Hild. Tú y yo hemos escapado a las fiebres durante los dos últimos años, pero eso no ha puesto fin a los sueños. Además, la fiebre no es más que un mal endémico de Khimiz. Un riesgo del clima, si quieres llamarlo así.

Ante su sorpresa, Hild negó enérgicamente con la cabeza.

—No. —Repuso—. No lo es. —Y al ver que Phereniq abría la boca para disentir, añadió—: Éste no es el clima apropiado para fiebres. Demasiado seco. Pregunta al viejo Thibavor: él dirá a ti que no había fiebres hasta que nosotros llegamos a Khimiz.

La astróloga la contempló boquiabierta.

—¿Estás segura?

Hild se encogió de hombros de nuevo.

—Yo no lo sé, ¿verdad? Yo no estaba aquí antes, y tampoco vos. Pero es lo que Thibavor dice.

No se había dado cuenta de ello, y de repente le proporcionó una nueva e inquietante línea de pensamiento. La coincidencia era demasiado espectacular para dejarla de lado.

—Deber preguntar a Índigo también —siguió Hild—. Debe saber mucho sobre Khimiz, con toda esa historia que tener que enseñar a la Infanta.

La historia de Khimiz... Sí, pensó Phereniq, quizá valdría la pena hacerlo; ya que el instinto le decía que lo que Hild le había contado podía tener algo en común con el misterio que, sin éxito de momento, llevaba tanto tiempo intentando resolver.

—Gracias, Hild —dijo pensativa—. Desde luego que se lo mencionaré.

Mediaba la tarde cuando por fin se recogieron los últimos restos de la merienda y el pequeño grupo se acomodó en las literas para iniciar el viaje de regreso a palacio. En conjunto el día había constituido un gran éxito: Jessamin, Grimya y Luk se habían pasado horas junto a la orilla, buscando los pequeños crustáceos que se enterraban en la arena, y después de la comida todos se quedaron contemplando cómo subía la marea mientras Hild e Índigo se turnaban para contar cuentos. Jessamin daba cabezadas de cansancio cuando se dispusieron a partir, y mientras se los transportaba a palacio también Phereniq se quedó dormida casi de inmediato, Índigo oía apenas la voz de Hild en la otra litera, hablando a los niños, y dejó que su cabeza reposara sobre los bordados almohadones; se sentía adormilada por el fuerte calor y el continuo balanceo de la litera.

Pasaban junto al Templo de los Marineros cuando la voz de Grimya interrumpió su duermevela. La loba trotaba a su lado —le resultaba desconcertante que la llevaran en litera— e Índigo se espabiló con un sobresalto al escuchar la excitación que había en su mensaje mental.

«¡Indigo!¡Está aquí!»

Índigo se incorporó en la litera, aturdida, pero antes de que pudiera proyectar ninguna respuesta, Grimya añadió:

«En la escalinata del templo: ¡es Karim!»

Índigo se abalanzó hacia adelante y apartó los pesados cortinajes de la litera. Allí, en su antiguo lugar entre los buhoneros y los peregrinos que atestaban la enorme escalera de mármol, estaba sentado el mago ciego.

A duras penas se contuvo para no gritar a los porteadores de la litera que se detuvieran. Eso habría sido impensable: no se atrevía a provocar preguntas no deseadas. Perol mientras se alejaban y el templo se perdía a su espalda, el corazón empezó a latirle sofocante. ¡No había muerto! Había perdido la esperanza, segura de que Karim había sucumbido a las fiebres y se había ido para siempre. Y ahora...

«Grimya», dijo en silencio, «debemos regresar mañana ¡Hemos de hablar con él!»

«¡Sí!», respondió Grimya llena de excitación. Luego añadió:

«Indigo... ¿crees que se trata de una señal?»

Índigo cerró los ojos, en un intento por calmar su irregular respiración.

«.Reza, para que así sea», respondió.

Índigo y Grimya habían tenido la intención de escabullirse del palacio a primeras horas del día siguiente, perol su plan se vio frustrado por la inesperada llegada de Phereniq. La astróloga tenía todo el aspecto de haber dormido mal o nada en absoluto: tenía que hablar con Índigo dijo, y el asunto era importante.

—Siéntate, y toma un vaso de tisana.

Índigo decidió que su salida tendría que esperar; había una soterrada agitación en la forma de actuar de Phereniq que su evidente cansancio no podía disimular... Hizo un gesto en dirección al diván y forzó una sonrisa.

—¿Algo importante? Suena un poco inquietante.

Phereniq no le devolvió la sonrisa, sino que se limita decir:

—Espero que no.

Se quedó allí sentada en silencio hasta que les trajeron la bebida; luego, cuando la sirvienta salió, miró por encima del hombro para asegurarse de que la puerta había quedado bien cerrada antes de decir:

—Sé que Jessamin tiene hoy una clase a primera hora con su tutor, y quería hablar contigo mientras nadie puede interrumpirnos. —Tomó su tisana y bebió un sorbo— Todo empezó con algo que Hild me dijo ayer; un comentario casual, nada más; pero me hizo pensar, Índigo, ¿no te parece extraño que cada año, en la época del cumpleaños de Jessamin, Simhara se vea atacada por fiebres, y algunas personas de entre los que habitamos en palacio experimenten toda una serie de pesadillas?

Índigo estaba a punto de fingir ignorancia —los sueños eran algo que no deseaba tener

que admitir— cuando se dio cuenta de repente de lo que Phereniq quería dar a entender.

—¿Tú, también, las has tenido? —inquinó sorprendida.

—Cada año, como la Infanta, como Hild, como tú. Hild me habló de tus pesadillas. Fue una indiscreción por su parte, pero puede que a la larga se lo tengamos que agradecer. — Juntó ambas manos y se quedó mirándolas—. Pesadillas que luego no pueden recordarse, pero que parecen afectar a la parte más profunda de nuestras mentes. Y siempre en la misma época.

Índigo arrugó la frente.

—Lo siento, Phereniq, pero no lo acabo de comprender. Si, tal como dices, estos sueños coinciden cada año con las fiebres, entonces la conexión es evidente.

—Eso es lo que yo siempre había creído —repuso Phereniq—. Pero no es una cosa tan simple.

Y le relató su conversación con Hild en la playa el día anterior con respecto a la peculiar anomalía de las fiebres y las pesadillas, y la afirmación de la niñera de que no habían existido infecciones veraniegas en Khimiz hasta la llegada de los invasores.

—Le pregunté a Thibavor sobre ello —dijo—. Y también consulté los archivos de palacio. Hild tiene razón: la fiebre era algo casi desconocido en Khimiz hasta hace diez años. —Se puso en pie y paseó por la habitación, inquieta—. Mi primera idea, desde luego, ha sido consultar mis gráficos astrológicos. Y he encontrado algo que sospecho tiene relación con este asunto. Cada año, más o menos por la misma época, dos influencias negativas forman conjunción con la estrella natal de Khimiz. No es en absoluto normal que otros cuerpos astrales encajen con el ciclo anual de nuestro propio mundo de una forma tan exacta; de hecho, sólo me he encontrado con este fenómeno en una ocasión antes de ahora, y se trató de algo sin el menor significado e importancia. Pero esto es algo muy diferente.

Índigo arrugó la frente.

—Perdóname, Phereniq, pero no te comprendo bien —dijo—. No sé nada de astrología, pero tú pareces querer decir que esta... conjunción podría ser el eslabón que buscabas entre las fiebres y los ataques de pesadillas. Si eso es así, entonces no hay duda de que el misterio está resuelto...

Phereniq se volvió para mirarla. Su rostro estaba muy serio.

—Olvidas una pequeña cuestión, Índigo. Estas conjunciones han tenido lugar regularmente durante cientos, quizá miles de años. Pero los sueños y las fiebres empezaron hace sólo una década.

Índigo calló al darse cuenta de repente de adonde quería llegar Phereniq. La astróloga continuó mirándola aún por unos instantes, luego volvió a pasear.

—Dos acontecimientos de gran importancia tuvieron lugar en este país alrededor de esa época —dijo—. Uno: nosotros, mi pueblo, llegamos a Khimiz. Y dos: Jessamin nació. Ya sé que no parece tener sentido, pero no puedo librarme del convencimiento de que de alguna forma, en algún lugar, debe de existir el punto de unión entre uno de esos acontecimientos y el despertar de esta maligna influencia. La coincidencia es demasiado grande, Índigo. ¡Tiene que existir una conexión!

Índigo sentía la boca muy seca. Tomó su copa y bebió un buen trago, a pesar de que ni siquiera notó el sabor de la tisana.

—¿Y cuál de las dos —preguntó con mucha cautela—, piensas tú que es la causa más probable?

—Creo que lo sé —replicó, sombría, Phereniq—. No puedo estar segura, aún no; pero creo que tiene que ver con Jessamin. Verás, hay muchas otras cosas que no te he contado. —Regresó a la mesa, retorciéndose las manos, y se sentó de nuevo—. Necesito tu ayuda, Índigo. Anoche no dormí, y estoy demasiado cansada y confusa para poder ser objetiva. Por favor, escucha lo que tengo que decirte, y dime si piensas o no que puedo estar en lo cierto.

—Adelante —la instó Índigo con suavidad.

Se produjo una pausa durante la cual Phereniq pareció poner en orden sus ideas. Luego empezó:

—Esta conjunción maligna tiene lugar, como he dicho, cada año sobre la misma época. Por lo general, su influencia es relativamente débil: puede provocar epidemias de poca importancia de enfermedades como las que hemos padecido cada primavera, o puede manifestarse en pequeños trastornos en las mentes de aquellos que son psíquicamente sensibles.

—¿En forma de sueños, por ejemplo?

—Exactamente. Pero por dos veces durante los últimos diez años ha coincidido con una luna negra... o una luna nueva, como la denomina mi gente; lo cual significa que la influencia benéfica de la luna está en su momento más bajo. —Levantó la cabeza, con ojos preocupados—. Recapacita. Recuerda lo que sucedió en el cuarto cumpleaños de la Infanta, y cuando cumplió los ocho años. ¿Recuerdas la plaga de serpientes marinas, y la serpiente del estanque? ¿Y recuerdas la epidemia que costó tantas vidas?

Índigo empezó a comprender.

—¿Quieres decir que en ambas ocasiones, esta influencia se vio reforzada por una luna negra?

—Sí. Y ahora llego a la parte peor. —Phereniq tomó su copa de nuevo y bebió; la tisana estaba casi helada ya pero no pareció darse cuenta—. El año próximo, en la primavera, la conjunción tendrá lugar como de costumbre. Pero esta vez coincidirá con algo más: no una luna nueva, sino un eclipse. —Depositó la copa de nuevo sobre la mesa—. Decir que ése no es un buen presagio sería un terrible eufemismo. Para un astrólogo, la luna es una de las fuerzas más poderosas para el bien; es el símbolo más poderoso de la beneficencia de la Diosa, especialmente en un país como Khimiz donde tanto depende de las mareas. La luna también rige la constelación de la Serpiente, que es el signo natal de Jessamin, y por lo tanto ejerce una gran importancia en su vida. De modo que cuando la luna sufra un eclipse durante la misma hora en que tiene lugar la conjunción... —Se detuvo y miró sombría a Índigo—. ¿Empiezas a comprender lo que digo? ¿Ves la naturaleza del presagio para esa hora?

Índigo lo veía. Con voz muy calmada, preguntó:

—¿Y cuándo, cuándo exactamente tendrán lugar el eclipse y la conjunción?

El rostro de Phereniq tenía una expresión macilenta al contestar.

—Una hora antes del amanecer, de la noche siguiente al undécimo cumpleaños de la Infanta. Y estoy demasiado asustada para pensar siquiera en las consecuencias que puede acarrear esta vez.

Índigo se levantó y avanzó despacio hacia la ventana. Su mente estaba totalmente trastornada, pero se obligó a tranquilizarse, en un intento por oponer a los temores de Phereniq un razonamiento más frío.

—A ver si te comprendo con claridad, Phereniq —dijo—. ¿Me estás diciendo que algo extraordinario y maligno ocurrirá en esa hora, y que tienes la sensación de que amenazará a la Infanta?

Phereniq asintió tristemente.

—Ella tiene que ser el eslabón. He buscado y buscado otra respuesta plausible, pero cada vez regreso a la misma conclusión. La influencia de la luna en su signo natal, las plagas y las pesadillas que han asolado Simhara cada año en la época de su cumpleaños... La evidencia es demasiado fuerte para ignorarla. Y hay una cosa más. Una insignificancia, pero me pone la carne de gallina cuando pienso en ella.

—¿Qué es?

—La conjunción maligna posee un nombre. No sé dónde se originó ni siquiera por qué apareció, pero los magos khimizi la llaman el Devorador de la Serpiente.

La sangre pareció detenerse en las venas de Índigo para arrastrarse perezosamente, y un sudor helado le cubrió el rostro y el pecho.

—¿El... Devorador de la Serpiente? —musitó.

—Sí. Y Jessamin nació bajo el signo de la Serpiente. —Phereniq se abrazó con fuerza, cerrando los ojos—. ¿Qué le sucederá a la hija de la Serpiente cuando el Devorador de la Serpiente domine los cielos sin una luna para contrarrestar su influencia? Eso es lo que no puedo dejar de preguntarme. ¿Qué cosa maligna se abatirá sobre nuestra Infanta esa noche?

La piel de Índigo pasó ahora de un frío ártico a una pegajosa sensación de calor. Luchando por impedir que sus sentimientos se reflejaran en su expresión, dijo apremiante:

—Phereniq..., si esto es cierto, tienes que haberlo visto en los gráficos de Jessamin. Has hecho su horóscopo casi cada día de su vida, ¡y sin embargo nunca ha salido a la luz con anterioridad!

—Lo sé —reconoció, apesadumbrada, Phereniq—. Y en un principio me dije que mi teoría debía de estar equivocada. Pero ahora creo que conozco la respuesta. He cometido un error, Índigo: un error terrible. —Cruzó las manos con fuerza, una sobre la otra, hasta que la piel quedó bien tirante sobre los nudillos—. Encontré algunos documentos entre los archivos de palacio; registros de insignificantes cuestiones domésticas tan sólo, y sin una utilidad práctica, lo cual es el motivo de que los pasara por alto durante tanto tiempo. Pero datan de algo más de diez años atrás. Y me han llevado a creer que el horóscopo natal A partir del cual he preparado todas las cartas astrales durante estos años puede estar equivocado.

Índigo la contempló, anonadada.

¿Equivocado?

Phereniq asintió.

—Cuando un hijo de la casa real de Khimiz nace, el mago-doctor que ha asistido al parto certifica personalmente la hora exacta y circunstancias del nacimiento. Pensé que valdría la pena comprobarlo por si había cometido algún error, y no existe ningún certificado para Jessamin. Sólo está el testimonio de la comadrona de que Agnethe dio a luz a su hija tras un largo parto; eso y el sello de algún oficial de menor importancia. El único registro de la hora exacta del nacimiento de la Infanta está en el anuncio posterior efectuado por el Takhan y la Takhina.

—¿Estás diciendo que... la información sobre la que siempre has basado tus gráficos puede estar equivocada?

—Sí. —Phereniq levantó los ojos para mirarla y logró esbozar una triste sonrisa—. ¿Cuántas veces no habré bromeado contigo acerca de que perdía mis habilidades, porque no había sabido predecir algún acontecimiento importante en la vida de Jessamin? Sé que no estoy perdiendo mis habilidades, Índigo. Y ésta podría ser la respuesta al enigma. Si la hora del nacimiento de Jessamin no fue anotada correctamente, ello podría explicar un gran número de anomalías. Pero si he de ayudarla, debo averiguar cuándo nació realmente.

Índigo frunció el entrecejo. Una imagen empezaba a tomar forma en su mente, pero todavía existían partes del rompecabezas que no encajaban. Le dijo:

—Pero ¿significa eso que ningún mago asistió a Agnethe, entonces? Sin duda Thibavor lo sabría.

—Oh, lo sabe. He hablado con él esta mañana, pero la información que me facilitó me es de poca utilidad ahora. Hubo un mago, pero ya no está en la corte. De hecho parece ser que dejó el servicio del antiguo Takhan sólo dos días después de que naciera Jessamin, y Thibavor cree que debe de haberse ido de Simhara, ya que los magos no han vuelto a saber de él desde entonces.

—¿Y la comadrona? —preguntó Índigo.

—Muerta. Según lo que he averiguado en los archivos se quitó la vida poco tiempo después, tras una pelea de enamorados. —Hizo una pausa—: Una curiosa coincidencia, por no decir otra cosa peor, ¿no crees? Como si existiera alguna razón por la que el antiguo Takhan no quisiera que se supiera la hora del nacimiento de Jessamin.

Un desagradable pensamiento empezaba a tomar forma rápidamente en la mente de Índigo.

—¿Piensas, pues, que la muerte de la comadrona y la desaparición del mago podrían no haber sido tan inocentes como parecen?

—No resulta una teoría agradable en la que pensar; pero sí, lo pienso.

—El mago. —Índigo sintió como si tuviera alambres al rojo vivo en el estómago—. ¿Sabes su nombre?

Phereniq asintió.

—Thibavor me lo dijo, aunque, tal y como te he dicho, no sirve de nada. Su nombre era Karim Silkfleet.

Karim. Los alambres al rojo vivo soltaron su tenaza, e Índigo experimentó una peculiar sensación de alivio. Lo sabía. Un mago-doctor caído en desgracia, que ocultaba su auténtica identidad... Sólo podía ser Karim el buhonero. Y él debía de ser el único ser vivo que conocía la auténtica hora del nacimiento de Jessamin, y —si Phereniq estaba en lo cierto— el motivo por el cual los padres de la niña se habían mostrado tan ansiosos porque permaneciera en secreto.

Dijo, pensando inquieta en su propia misión:

—¿Has hablado con el Takhan sobre esto?

—Aún no —le respondió Phereniq—. Necesitaba hablar con alguna otra persona antes, para aclararlo todo en mi mente. —Le dedicó una pálida sonrisa—. Perdóname; eso debe de sonar como si te hubiera utilizado como conejillo de Indias para mis teorías...

—Claro que no —la tranquilizó Índigo bondadosamente—. Por el contrario. Me siento muy halagada de que fueras capaz de poder confiar en mí.

—Tú por encima de todos los demás, creo. —Phereniq se llevó una mano al rostro, y suspiró—. Pero ahora que he hablado contigo, y he conseguido poner mis temores y sospechas en perspectiva, me parece que no debo retrasarlo más. —Dirigió una rápida mirada a la ventana abierta—. Tengo miedo por la Infanta y temo también por el Takhan. Debo decírselo, Índigo. Aunque no tenga ninguna prueba definitiva de nada. Debo decírselo.

—La conjunción deberá ser prueba suficiente —repuso Índigo muy seria.

—Eso creo. Pero si tan sólo pudiera llegar al fondo de este misterio con respecto al nacimiento de la Infanta... Me da en los huesos que es muy importante, pero a menos que se pueda encontrar a ese mago desaparecido hay pocas posibilidades de averiguar la verdad. — Se estremeció ligeramente, luego se puso en pie—. Me da la impresión de que nos enfrentamos a algo que supera nuestra comprensión. Suceda lo que suceda, hay que proteger a Jessamin. Debe hacerse. De lo contrario no me atrevo a pensar en las posibles consecuencias.

Cuando Phereniq se hubo marchado, Índigo permaneció completamente inmóvil durante algunos instantes. Luego, bruscamente, se dio la vuelta y agarró su sombrero de paja de ala ancha.

«¿Grimya?»

Proyectó su urgente llamada, y la loba apareció procedente del patio.

«Lo he oído todo.» Los ojos de Grimya brillaban ambarinos de inquietud. «Parece que ese Karim es más importante de lo que pensábamos.»

«Sí. Y debemos tener cuidado en nuestra búsqueda de él.»

Índigo sabía que existían todas las posibilidades de que, cuando hubiera escuchado lo que su astróloga tenía que decir, Augon entablara su propia caza del mago. No quería que a Karim lo encontraran los hombres del Takhan. Debía de avisársele.

Mientras salían al pasillo, Grimya dijo:

«¿Qué crees que puede significar esto? ¿Podría estar en peligro la Infanta a causa de esta reunión de estrellas de la que Phereniq hablaba?»

«No lo sé, Grimya. Pero tengo una intuición de que la verdad no está exactamente en la dirección que ella cree. Dijo, si lo recuerdas, que dos acontecimientos sucedieron en la época en que las fiebres empezaron: el nacimiento de Jessamin y la llegada de los invasores.»

Grimya comprendió.

«¿Entonces tú crees que estos sucesos tienen algo que ver con el demonio más que con Infanta?»

Eso era precisamente lo que Índigo pensaba. Y si tenía razón, entonces Phereniq, al contarle a Augon Hunnamek sus sospechas, podría de forma involuntaria facilitar el

catalizador que habían estado esperando durante tanto tiempo...

Y eso, comprendió, los colocaría no sólo a ella y a Grimya sino a todo Khimiz en el mayor de los peligros.

«No está aquí.»

Grimya se volvió desalentada para mirar a Índigo al tiempo que le transmitía su mensaje, Índigo se detuvo, y contempló con atención la gran escalinata que conducía al Templo de los Marineros, que centelleaba cegadora bajo el brillante sol. Y allí, en medio de la constante multitud, estaban los vendedores ambulantes y las echadoras de cartas y los vendedores de ofrendas, y Karim no estaba entre ellos.

Dio un paso en dirección a las escaleras, pero se detuvo de nuevo ya que era un gesto inútil; una mayor proximidad no haría que el mago ciego apareciera milagrosamente de la nada. Grimya, que trotaba a su lado, sugirió:

«Puede que no haya venido aún. Ayer, cuando lo vimos, el sol estaba más bajo.»

—Tiene que venir.

Varias cabezas se volvieron curiosas, y la joven se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Cambió deprisa al lenguaje telepático.

«¡Tiene que venir, Grimya!»

Empezó a subir la escalinata y se detuvo para mirar fijamente a cada vendedor a medida que pasaba junto a ellos, recibiendo miradas inquietas como respuesta, sin ver nada que le resultase familiar. En la parte superior de la escalinata, sobre la amplia terraza de losas que se extendía frente al templo, una compañía de malabaristas demostraba sus habilidades ante un público atento; Índigo pasó rápidamente junto a ellos en dirección al ornado edificio que se alzaba más allá, sintiendo que algunas gotas de las gigantescas cortinas de agua le salpicaban brazos y rostro. En su mente repetía furiosa el nombre de Karim, apenas si se contenía para no gritarlo en voz alta llena de frustración. Pero él no estaba allí.

Entonces, de pronto, cada uno de sus sentidos volvió a la realidad al divisar un rostro en la puerta del templo. La figura estaba entre las sombras del gran portal, y los reflejos del agua del estanque de la entrada jugueteaban sobre sus facciones y las distorsionaban. Pero los ojos la miraban burlones, y el cabello que le caía sobre los ojos lanzó un destello plateado al caer sobre él un fugitivo rayo de luz. Y la boca sonreía, mostrando los pequeños y salvajes dientes nacarados de un felino malintencionado y perverso.

«¡Indigo!»

El grito mental de Grimya se articuló en un gañido que! sobresaltó a las personas que tenía cerca, y el animal echó J a correr tras ella cuando Índigo se precipitó hacia el templo. Un reflejo, nada más que eso, hizo que Índigo se quitara los zapatos justo antes de meterse en el estanque; en un instante dejó atrás el agua y emergió en el enorme, fresco y tranquilo interior del templo.

La atmósfera del templo la golpeó como un mazazo y la detuvo en seco. Las figuras se movían en la tranquila penumbra mezclándose peregrinos y sirvientes del templo; respirando con fuerza, miró a su alrededor, pero la figura de cabellos plateados había desaparecido. Sin embargo no le cabía duda, la menor duda, en cuanto a su identidad.

Némesis. Su alter ego, su demonio personal, la maligna criatura que, tantos años atrás, se había enfrentado a ella en la Torre de los Pesares y se había reído llena de satisfacción ante la locura cometida por la muchacha. Una rabia ciega empezó a hervir en Índigo. Tanto tiempo manteniendo a raya a Némesis y su influencia, para de repente verla alzarse como un repugnante fantasma salido de la tumba para burlarse de ella. No dejaría que la ridiculizaran, no se burlaría de ella; y mucho menos en aquel lugar sagrado.

Grimya no había penetrado en el templo, sino que permanecía al otro lado del estanque e intentaba establecer contacto mental, Indigo no le hizo caso, y tras recuperar un poco de su autocontrol, empezó a andar despacio hacia el enorme altar en forma de barco que se alzaba fantasmagórico sobre su cabeza. Encontraría al demonio. Aunque tuviera que desmontar el templo con sus propias manos, lo encontraría. Y cuando lo hiciera...

—¿Puedo seros de ayuda, señora?

La voz la devolvió a la realidad con un sobresalto. Al volverse, Índigo vio a un hombre de mediana edad y rostro agradable, vestido con la túnica verde mar de los sirvientes del templo. Le sonreía con amabilidad y extendió una mano para sostenerla, ya que parecía como si fuera a perder el equilibrio. Ella lo miro desconcertada.

—¿Visitáis el templo por primera vez? —Su voz era tranquilizadora, suave—. El altar puede tener a menudo un efecto inquietante sobre aquellos que no lo han visto antes. Nos gusta pensar que el aliento de la Madre del Mar puede sentirse incluso en una casa construida por la mano del hombre.

Ante su amable sinceridad la furia de Índigo se desmoronó en pequeños fragmentos que ya no pudo recuperar.

—Gracias —dijo con voz temblorosa—, pero enseguida estaré bien. El sol, creo; el contraste. Me...

En el mismo borde de su campo visual, vio un centelleo plateado a la entrada del templo.

La excusa murió en su garganta. Perplejo, el hombre se quedó mirándola mientras la joven corría en dirección a las puertas.

«Grimya, ¿dónde está? ¿Adonde fue?»

Índigo tuvo que hacer un soberano esfuerzo para no aullar su pregunta en voz alta al tiempo que se detenía tambaleante frente al estanque. Las orejas de Grimya estaban echadas hacia atrás, los pelos de su lomo erizados, la boca abierta mostrando los colmillos mientras, también ella, contemplaba con atención el soleado día en el que la impávida multitud seguía con su rutina diaria.

«¡Lo he visto!» Una furia impotente ardía en Índigo. «Estaba aquí, y luego...»

«No he visto nada», le informó la loba, deprimida, «pero lo he notado pasar. Una sensación fría, como el viento invernal de mi tierra, pero no he podido agarrarlo, no he podido seguirlo. Se ha ido, Índigo. Y no sé adonde.»

Índigo creyó escuchar en su mente un eco de la burlona risa de Némesis. Desvió la mirada de la brillante escena que se desarrollaba ante sus ojos y la clavó en el estanque del templo. Deslumbrada por la luz del sol, unas imágenes danzaron ante sus ojos y se los frotó con fuerza.

Y vio, distorsionada por las sombras de las flores que flotaban en el agua, una absurda forma angular que relucía en el suelo del estanque.

La lógica le dijo que no debía de ser más que algún pequeño objeto que un peregrino descuidado hubiera dejado caer, pero, instintivamente, Índigo supo que no era así. Se inclinó, hundió el brazo hasta el codo en el agua, y sacó de ella aquel objeto reluciente; luego, mientras el agua se deslizaba sobre su plana superficie, se lo mostró a Grimya sin pronunciar palabra.

Era una carta de las usadas para decir la buenaventura. El dorso carecía de adornos, pero estaba pintado de color plata y relucía a la luz del sol. La cara de la carta mostraba el mar de noche: la reluciente y fantasmal corona de una luna llena en eclipse brillaba sobre un oscuro y sombrío oleaje, y de ese oleaje se elevaba una pesadilla viviente, ondulante, convirtiendo las olas que la rodeaban en un revuelto caos.

Una serpiente plateada.

Índigo no fue consciente de que vadeaba el estanque, recuperaba sus zapatos, y se los calzaba en los pies mojados. Tan sólo cuando ella y Grimya se encontraron sobre el peldaño superior de la escalinata del templo y bajaron la vista en dirección al bullicio del puerto, los ojos de la muchacha contemplaron de nuevo el mundo real. Y cuando lo hicieron, se iluminaron de repente con febril comprensión.

—Un regalo de Némesis. —Lo dijo en voz alta, pero sin alzarla demasiado, y sólo Grimya la oyó—. Una señal de su presencia, para desconcertarnos. Y me parece, Grimya, que el regalo puede resultar más valioso de lo que le gustaría al demonio.

La loba levantó los ojos hacia ella.

«No comprendo.»

Índigo sonrió. Había algo salvaje en su expresión.

—Pero yo creo que sí —repuso—. Se está tramando algo, y Némesis lo sabe: ¿por que si no habría escogido dejarse ver de nuevo ahora, después de permanecer oculta tantos años? Intenta burlarse de nosotros con lo que sabe, pero subestimado nuestra habilidad para ver lo que se oculta en realidad tras sus juegos. —Volvió a mirar la carta de la buenaventura—. El Devorador de la Serpiente y el eclipse de luna... Phereniq tiene razón al temer la maldad que anuncia esta conjunción, pero su origen no está donde ella cree. —De repente, Índigo arrugó la carta con un gesto violento—. Esto es la confirmación de lo que hemos estado esperando, Grimya. El demonio empieza a moverse ,al fin.

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