CAPÍTULO 10


—¡Ha sido maravilloso! —Los ojos de Phereniq centelleaban bajo la luz de los faroles que habían convertido la enorme sala en una reluciente fantasía, y sus manos se movían animadas en un vano intento de expresar sus sentimientos—, ¡Índigo, debieras haber visto el gentío! Cantaron, ¿sabes?, cantaron en honor del Takhan y de la Infanta. Un coro como jamás había oído, y todo de forma improvisada. Te habría conmovido.

Índigo dirigió una rápida mirada en dirección al estrado donde el Takhan estaba sentado en su trono. Augon se recostaba en el enorme sillón para tomar una nueva copa de vino que le tendía un criado. Su sonrisa parecía abarcar a todos los que lo rodeaban, y la diadema de su cabeza brillaba deslumbrante bajo la luz de una enorme esfera de cristal llena de velas encendidas que colgaba sobre el trono. El banquete había terminado; la fiesta estaba ahora en pleno apogeo, y el baile y las diversiones continuarían hasta bien entrada la noche. Bastante antes, Índigo había salido al gran patio para contemplar el espectáculo de todo el palacio alumbrado por hilera tras hilera de lámparas multicolores que iluminaban los torreones, los muros, los jardines y las fuentes, y su terrible y ensoñadora belleza la había dejado anonadada. Hacia el oeste, las estrellas del cielo nocturno se veían eclipsadas por el llameante resplandor anaranjado de las hogueras encendidas en el puerto a modo de faros, y la celebración continuaba por toda la ciudad con músicos, bailarines, acróbatas y oradores que salían a las calles.

Phereniq había descrito las ceremonias del Templo de los Marineros, donde Augon, postrado ante el gran altar, había recibido la bendición de la Madre del Mar en manos de Sus acólitos. Para aquella ocasión excepcional se habían sacado de su santuario dos de los Tres Regalos de Khimiz: el Tridente, secular símbolo de la autoridad del Takhan, había sido colocado ceremoniosa y solemnemente en manos de Augon, lo cual significaba que el país quedaba bajo su custodia; mientras que se había puesto la Red de oro, el símbolo de la Takhina, sobre la diminuta cabeza de Jessamin, a quien se le concedía a su vez la bendición de la Diosa. Cuando su recién entronizado señor salió a la escalinata de mármol, había dicho Phereniq, la multitud había aullado aclamándolo, y cuando se dirigió al puerto para arrojar guirnaldas de flores desde los muelles antes de su inmersión ritual en el mar, había prorrumpido en un improvisado himno de alabanza, no sólo a la Diosa sino también al hombre que era, para los khimizi, su mejor campeón.

—Incluso los falorim estaban emocionados —añadió Phereniq, con un gran suspiro—. Vi su delegación, y cantaban junto con los demás. ¡Fue un gran homenaje!

Había habido unos quince o veinte miembros de las tribus falorim en el banquete. Al pasear la mirada por la sala, Índigo los vio de nuevo, en un pequeño y relativamente austero enclave, conspicuos en sus severas ropas del desierto. Por un momento, al recordar al grupo que había visitado la caravana de Vasi Elder cuando la invasión, se sintió más que un poco escéptica sobre su pretendida lealtad; pero luego razonó que los falorim no eran más pragmáticos que las doce o más naciones extranjeras cuyos embajadores habían venido también a amontonar regalos y felicitaciones para Augon y a jurarle su amistad.

Se disponía a llenar la copa de vino, mientras escuchaba lo que Phereniq continuaba

contándole sobre la investidura, cuando una mano tocó su brazo. Se dio la vuelta, y se encontró cara a cara con el oficial del Tesoro.

—Índigo. Los músicos han descansado y están listos para empezar de nuevo, y has prometido que serías mi pareja.

Se iniciaban los primeros acordes de una danza tradicional; las parejas empezaban a colocarse en el centro de la sala, Índigo se puso en pie.

—Phereniq, ¿me perdonarás...?

La astróloga le dedicó una cariñosa sonrisa.

—Claro que sí.

La danza se inició e Índigo, concentrada sólo parcialmente en la charla de su pareja, se dedicó a contemplar a las otras parejas de la habitación. Según pudo observar, un rostro en particular parecía aparecer en su campo de visión más a menudo que cualquier otro. Era la pareja de una mujer menuda de cabellos oscuros, pero a cada momento el giro de la danza los acercaba. Sin duda no era más que casualidad, pero cuando sus miradas se encontraron brevemente por quinta vez, Índigo se dio cuenta de que él la observaba.

Leando Copperguild. Su pensamiento regresó al breve pero extraordinario encuentro del día anterior, y empezó a sentirse claramente inquieta. Resultaba imposible imaginar qué había impulsado a Leando a hablarle de la forma en que lo había hecho después de diez meses de tácita hostilidad. Aunque era consciente del peligro de buscar esquemas donde podía no haber ninguno, parecía una coincidencia muy sospechosa: Leando gozaba de la confianza de Augon Hunnamek, y parecía ansioso por dar prueba de sus aptitudes al servicio de su nuevo señor. Y ahora, este repentino esfuerzo por atraer su interés.

El baile tocaba a su fin. Una educada ovación recibió el acorde final de los músicos, y mientras el oficial del Tesoro la acompañaba fuera de la pista, Índigo vio que Leando, al parecer conversando tranquilamente con su pareja, la observaba de nuevo, y mientras le daba la espalda rápidamente tuvo la desagradable premonición de lo que iba a suceder.

Se inició una nueva pieza de baile el oficial se aclaró la garganta nervioso y se giró hacia Índigo, con la intención de aprovechar su ventaja y pedirle que fuera su pareja otra vez. Pero antes de que pudiera hablar, Leando se cruzó en su camino.

—Índigo. —Leando sonreía—. Me prometiste la segunda pieza de la segunda serie, ¿recuerdas?

Abrió la boca para declarar que no había hecho nada parecido, pero vio la acerada determinación de su mirada y comprendió que estaba dispuesto a provocar una escena si se negaba.

—Muy bien.

Inclinó con frialdad la cabeza y, mientras el hombre del Tesoro los contemplaba desilusionado, permitió que Leando la condujera de nuevo a la pista de baile.

Durante quizás un minuto bailaron sin hablar. Luego Leando le dijo de repente:

—Estás muy bonita esta noche, Índigo.

La mirada de ella lo taladró.

—Supongo que no me has casi obligado a bailar contigo para intercambiar comentarios estúpidos. Si tienes algo importante que decir, dilo, por favor, y no me hagas perder el tiempo.

—Como quieras. —La hizo girar fuera del paso de una pareja cercana, y la muchacha advirtió que su rostro de pronto se había vuelto serio y rígido—. Soy muy consciente de la opinión que te merezco, y me gusta tanto este subterfugio como a ti. Pero tengo que hablar contigo. Tiene que ver con la Infanta.

—¿Jessamin? —Índigo arrugó la frente—. ¿Qué sucede con ella?

Leando dirigió una rápida mirada en dirección al estrado situado en el extremo opuesto de la sala.

—Hoy, nuestro nuevo Takhan, todo honor y gloria esté con él, como a los falorim les gusta tanto decir, ha sido entronizado como gobernante de Khimiz y fundador de su nueva dinastía. Y esta misma noche, con toda seguridad, anunciará su compromiso oficial con la Infanta Jessamin, el matrimonio se celebrará cuando ésta cumpla doce años.

—Gracias —repuso irónica Índigo—. Estoy en deuda contigo por la información.

Los ojos de él, llenos de resentimiento, se encontraron con los de ella, entonces su voz se convirtió en un susurro.

—¿Y estás dispuesta a quedarte ahí sentada y ver cómo esa criatura indefensa acude a su lecho y pierde todo derecho a lo que es suyo?

Índigo se detuvo y lo miró boquiabierta sin poder apenas creer que no había oído mal. Leando sonrió sin humor.

—Sí, eso ha sido lo que he dicho. Sigue bailando a menos que quieras llamar la atención. —Empezaron a moverse de nuevo, aunque en el caso de Índigo era por puro automatismo.

—Sientes cariño por la Infanta —continuó Leando—. Te he visto con ella, y he oído todo lo que Luk tiene que decir de ti. De hecho tengo una deuda con Luk, porque me ha abierto los ojos a la verdad. Cualquiera que sean nuestras diferencias, tenemos algo en común: la preocupación por el bienestar de la Infanta. Y su bienestar —por no mencionar el de todo Khimiz— estará gravemente en peligro si continúa gobernando Augon Hunnamek.

Índigo estaba demasiado anonadada para hablar. Sentía la boca seca, y la atmósfera de la sala de pronto le resultó opresiva. Una palabra centelleó en su mente. Trampa.

—¿Bien? —siseó Leando—. ¿No tienes nada que decir?

¡Cuidado! advirtió la vocecita interior. Aspiró con fuerza para calmarse.

—No. No cuando las palabras que escucho son traicioneras.

Lanzó una ahogada exclamación cuando Leando la apretó con fuerza contra él y juntó la boca contra su oído mientras la hacía girar, para susurrar con voz ronca:

—¡No existe traición contra un usurpador!

Algo se agrió en el interior de Índigo, produciéndole ganas de vomitar, y le espetó furiosa:

—¿Un usurpador? ¿Esto, de los labios del hombre que traicionó a la Takhina Agnethe? ¡Hipócrita!

El rostro de Leando se tornó blanco a excepción de dos ardientes manchas de color en sus mejillas.

—¡Maldita sea, no...!

Índigo iba a interrumpirlo con una furiosa réplica, pero en ese momento la música cesó, y se dio cuenta de que la danza había terminado. Se tragó rápidamente lo que había estado a punto de decir y lo miro colérica, liberándose de sus manos.

—No tengo nada que decirte.

Vio que una pareja cercana contemplaba su conversación con curioso interés, y susurró sus palabras con una sonrisa, como si diera las gracias a su pareja.

—Oh, pero yo sí tengo más que decirte. Y me escucharás.

Leando fingió una reverencia, luego la tomó con fuerza por el brazo, arrastrándola en dirección a un extremo de la sala. Ella habría podido liberarse de él con bastante facilidad, pero no se atrevió a llamar más la atención hacia ella, y así pues, jadeante de indignación, fue con él.

—Pasearemos por la terraza —dijo Leando, con ferocidad—, y admiraremos la iluminación de los jardines. No te resistas, Índigo. No creo que desees verte involucrada en una escena desagradable, ¿verdad?

Índigo intentó obligar a su palpitante corazón a tranquilizarse lo suficiente como para permitirle respirar libremente. Bajo su cólera una voz de razón empezaba a imponerse. ¿Qué perdería por escuchar lo que Leando tenía que decir? Si, tal como sospechaba, esto era parte de algún tortuoso plan para probar su lealtad, podía defenderse sin correr ningún riesgo.

Y si no lo era...

No tuvo oportunidad de dejar que aquella extravagante noción tomara cuerpo, pues Leando se la llevaba ya de allí. El sonido y la luz se desvanecieron cuando atravesaron uno de los elevados ventanales y salieron a la amplia terraza escalonada que bordeaba el jardín. Descendieron los peldaños, y Leando la condujo a uno de los senderos que discurría por entre los parterres de flores. El agua centelleaba no muy lejos, y se detuvo junto a un estanque cuya fuente central hacía el suficiente ruido como para evitar que alguien los oyera por casualidad y se volvió para mirarla. Lejos del resplandor artificial de las lámparas, su rostro aparecía angular y peligroso.

—Me llamas hipócrita —dijo—. Pero quizá deberías mirarte a tu propio espejo y considerar lo que ves en él. Dime, Índigo; ¿sabes cómo murió la Takhina? ¿O has cerrado los ojos a eso como pareces haberlos cerrado a tantas otras cosas?

La furia de Índigo estalló.

—La Takhina eludió a sus guardianes y saltó de una torre —replicó—. ¡Quizás eso resulte un buen epitafio para tu traición!

—¡Y quizá fue un asesinato! —La sujetó por el brazo de nuevo; entonces, de repente, sus ojos se entrecerraron—. Por la Madre, lo sabes, ¿no es así? ¡Sabes que no se mató! Índigo volvió la cabeza con el corazón martilleándole con fuerza.

—¡No sé nada parecido!

—¡Oh, pero yo creo que sí lo sabes! Está en tus ojos, Índigo, te has hecho la misma pregunta que yo me he hecho tan a menudo. —Un dedo señaló hacia arriba en la oscuridad—. ¿Cómo llegó la Takhina al minarete sin que la vieran? ¿Cómo escapo a sus guardianes? ¿Y cómo es que los centinelas dormían en sus puestos, de manera tan conveniente?

Índigo sintió como si el corazón fuera a estallarle en el pecho, pero no se atrevió a admitir sus sospechas. Resultaba demasiado arriesgado. Y había una evidente inconsistencia. Liberó su brazo de la tenaza de Leando, y dijo incisiva:

—Tu repentina preocupación por la Takhina es conmovedora, Leando. ¡Pero es una pena que no considerases tal posibilidad antes de conducir a los hombres de Augon Hunnamek por el desierto para devolverla a tal seguridad y bienestar!

Leando se quedó en silencio por un momento. Luego, con voz llena de amargura, repuso:

—Tienes toda la razón. Pero a lo mejor, si hubieran tenido a tu propio hijo como rehén para asegurar tu cooperación, también tú habrías encontrado la cuestión menos clara...

Ella lo miró fijo.

—Tu...

—A Luk lo encerraron en una de las habitaciones de palacio, vigilado por un hombre con orden de cortarle el cuello si yo no cumplía con mi compromiso. Tengo entendido que el niño estaba muy asustado y lloró muchísimo durante mi ausencia, pero supongo que no se puede esperar otra cosa de una criatura de dos años.

Índigo sintió una especie de nudo en la garganta.

—Leando, yo... —Su agresividad se desmoronó de pronto—. Lo siento, no lo sabía.

—Claro que no lo sabías. Muy poca gente lo sabe. Muchos creen que traicioné a la Takhina por puro pragmatismo, y son lo bastante pragmáticos también ellos para considerarlo como una desgraciada necesidad como consecuencia de la conquista. —Paseó hasta el borde del estanque, luego se volvió para mirarla cara a cara de nuevo—. Así que a lo mejor comprenderás ahora la auténtica naturaleza de mi lealtad para con Augon Hunnamek.

Índigo no sabía qué decir. El relato de Leando la había abrumado, le había dado una nueva perspectiva sobre su carácter. Pero, se preguntó a sí misma, ¿se atrevía a creerle? Los hechos resultarían muy fáciles de comprobar; pero ¿qué había de las motivaciones ulteriores? Una cosa en especial no parecía verdad, y se obligó a dejar de lado la comprensión cuando inquirió:

—Leando, ¿por qué me has contado esto?

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente lo que he dicho. No soy amiga tuya. ¿Por qué contarme esto... y por qué ahora?

—Piensa, Índigo. Piensa en tu propia actitud. Te has pasado los últimos diez meses odiándome porque entregué a la Takhina a sus enemigos. ¿Qué me dice eso sobre tus lealtades?

—No te dice nada... excepto, posiblemente, que cuando veo algo que tan sólo puedo interpretar como traición, no me gusta. Olvidas, Leando, que no debo ninguna lealtad aquí. No soy khimizi.

Leando hundió la cabeza entre los hombros, y clavó la mirada en el jardín.

—No —repuso—. Pero tienes una causa: tu amor por la Infanta y tu deseo de protegerla. Cualesquiera que sean tus otros sentimientos no creo que te atrevas a negar eso. —Hizo una pausa—. ¿Lo harás?

—Pareces muy seguro de que no.

—No lo estoy; no por completo. Pero estoy dispuesto a apostar sobre tu respuesta.

No podía perjudicarse si lo admitía, de modo que Índigo asintió con la cabeza.

—Sí, quiero a esa niña. —Se obligó a parecer calmada y a sonreírle con ironía—. ¿Quién

podría no hacerlo?

—Exacto. Y ése es el motivo por el que creemos que se puede confiar en ti.

—¿Creemos? —Índigo lo miró con sorpresa—. Me estás diciendo que...

Leando la interrumpió con un gesto de advertencia de una de sus manos. Al levantar la mirada, la joven vio que se acercaban varios jóvenes por el sendero; con las cabezas muy juntas comentaban algo divertido.

Leando la tomó del brazo.

—Vamos a pasear un poco. Por aquí: es más tranquilo.

Sus pisadas resonaron huecas sobre las losas de mármol del patio mientras los sonidos de la fuente y de los murmullos de los jóvenes quedaban atrás. La música que sonaba en la gran sala resultaba muy débil ahora, y se entremezclaba con los sonidos menos identificables de las celebraciones que tenían lugar en la ciudad. De vez en cuando el cielo se iluminaba por el oeste al ser lanzado un cohete a las alturas desde el puerto, y a Índigo le pareció escuchar un lejano griterío saludando cada explosión. Cuando hubieron pasado junto a la última de las farolas y el jardín ya no era más que una borrosa confusión de sombras, Leando dijo en voz baja:

—No te diré los nombres de mis amigos. Pero has de creer que realmente existen, y se oponen al dominio del usurpador. —Sus ojos brillaron en la oscuridad, salvajes, y le recordaron de forma curiosa la mirada de Grimya cuando estaba angustiada o enojada—. Khimiz no tiene un Takhan: tiene una Takhina. Y nuestro propósito es que reciba lo que es suyo. No como propiedad de un pendenciero disoluto, sino para sí, por derecho propio. — Dejó de andar y se volvió en redondo para mirarla—. No creo que necesite explicarme más.

Índigo le devolvió la mirada, sin pestañear. Había recuperado el control por completo ahora; el miedo había desaparecido, pero sus pensamientos se movían como la marea creciente. Lo que Leando quería decir estaba perfectamente claro. Le decía que él y otros conspiradores desconocidos planeaban asesinar a Augon Hunnamek. Y si ella pudiera creerle, entonces una puerta que había creído herméticamente cerrada hasta entonces empezaba por fin a abrirse.

Pero no se atrevía a confiar de lleno en él. Podía decir la verdad; pero también podía ser una prueba tortuosa y peligrosa a petición de Augon. Necesitaba más evidencias y tiempo; y no obstante, no se atrevía a apartarlo por completo. Tenía que fingir. Así pues, dijo:

—¿Te das cuenta, no es así, de que si estás equivocado sobre mí corres un gran peligro? Si yo repitiera esta conversación al Takhan, tu vida no valdría nada.

—Desde luego. Y tampoco la tuya. —Ahora no sonreía—. Estás en desventaja, Índigo. No conoces la identidad de mis amigos, ni puedes descubrirlos a menos que ellos decidan dársete a conocer. Si me traicionaras a Augon Hunnamek, morirías antes de que él tuviera tiempo de darte las gracias. Esto no es una amenaza; se trata de una simple exposición de los hechos. Y creo que, al igual que todos nosotros, consideras que vale la pena conservar tu vida.

Ella reconoció la verdad de su afirmación con un lacónico movimiento de cabeza, consciente de que había conseguido acorralarla.

—Muy bien —reconoció—. Nos comprendemos mutuamente. Pero sin duda debes de darte cuenta de que, como mucho, soy neutral en lo concerniente a tu causa. ¿Qué te hace

pensar que puedo seros de utilidad?

—Eres la acompañante de la Infanta. Nadie está en mejor posición de protegerla cuando y si se da la circunstancia.

—¿Protegerla? —Índigo arrugó la frente—. ¿De qué?

Leando sacudió la cabeza.

—He dicho todo lo que podía decir por el momento; el siguiente movimiento depende de ti. —Se puso a andar de nuevo despacio, y tras una ligera vacilación Índigo lo siguió.

—Se te invitará a una reunión —continuó Leando—. Cuándo y dónde será, no puedo decirlo aún; pero si te preocupa la Infanta, cosa que yo creo, te recomiendo encarecidamente que asistas. —Volvió la cabeza hacia ella, y su mirada era fría—. Si no lo haces puede que en el futuro te cueste vivir en paz con tu conciencia.

Índigo no respondió. Delante de ellos la pared que rodeaba el jardín se alzaba pálida y fantasmal en la oscuridad, ensombrecida por las enredaderas. Leando continuó:

—Te dejaré ahora. Puede que resulte más prudente que no nos vean regresar juntos del jardín, Índigo...

—¿Si?

—No creas que he confiado tan sólo en observaciones mundanas para decidir si debía o no hablar contigo esta noche. Existen otras formas de ahondar en la auténtica naturaleza de las personas. —Vaciló, luego añadió con una sonrisa—: Soy lo bastante inteligente como para saber el valor de tomar tal precaución.

Índigo asintió, preguntándose inquieta qué sería lo que Leando y sus amigos habrían desenterrado mediante sus adivinaciones.

—Recapacitaré sobre lo que me has dicho.

—Eso espero. Buenas noches, Índigo. Disfruta del resto de la fiesta.

Índigo volvió sobre sus pasos en dirección al interior del palacio, haciendo un esfuerzo para no mirar atrás. Se sentía mareada y confundida, y se encontró luchando violentamente contra los esfuerzos que hacía su cerebro para asimilar todo lo que había escuchado. No quería pensar en ello; sólo quería regresar a la fiesta y sumergirse en el baile, la bebida y la diversión. Repentinamente sintió una gran necesidad de una de sus pociones; el cordial quizás, o, mejor aún, la narguile. Cualquier cosa que le permitiera olvidar lo que Leando le había revelado hasta que se sintiera capaz de enfrentarse a ello con más ecuanimidad.

Un gran clamor surgió de repente de la sala que tenía delante y atrajo su atención. Por entre los elevados ventanales podía ver el brillo de las luces, un amontonamiento de gente que se apelotonaba alrededor de algo. El clamor fue lanzado una segunda vez, y también una tercera; y mientras se desvanecía lentamente, una única voz, intoxicada por algo mas que el vino, se elevó por encima del resto.

—Felicidad al Takhan y a la futura Takhina.

Índigo quedó paralizada. Sus ojos se clavaron en la sala, en el resplandor y la alegría y toda la energía que emanaba de ella, y sintió como si algo en su interior se congelara. En la excitación de su encuentro con Leando, había olvidado que el compromiso se anunciaría hoy.

A su garganta subió de súbito un sabor agrio a vino y comida, y junto con él vino un

sordo y fútil sentimiento de miseria que no podía precisar. Se oyeron de nuevo los sones de la música; mientras las parejas ocupaban el centro de la sala, un grupo de muchachas jóvenes salieron a la terraza riendo tontamente, Índigo las contempló mientras descendían los peldaños, revoloteando como brillantes y despreocupadas mariposas; luego, con un esfuerzo, se volvió hacia la entrada en forma de arco y pasó al otro lado. La saludó una alegre oleada de calor, luz y sonido; un sirviente se adelantó para ofrecerle una bandeja de copas de vino e Índigo tomó una, la vació de un trago, e hizo una señal para que le acercaran otra, antes de mezclarse entre la multitud.

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