El mensaje estaba tan bien disfrazado como una invitación formal para cenar en casa de los Copperguild, que en un principio Índigo no comprendió su significado.
Ella y Hild estaban con Jessamin, animando sus primeros y decididos renqueantes esfuerzos para andar, cuando un servidor de palacio trajo el pequeño pergamino con su sello en forma de una moneda y un barco, el emblema de familia de los Copperguild, en una bandeja de cristal. Hild, que no tenía el menor sentido del pudor, tomó a la Infanta en su regazo y se inclinó descaradamente sobre el hombro de Índigo mientras ésta leía la invitación, murmurando acto seguido su disgusto por ser incapaz de comprender el khimizi escrito.
—¿Qué es? —preguntó—. Tener aspecto muy importante.
Índigo le sonrió.
—Es una invitación, Hild. Para cenar con la familia Copperguild esta noche al llegar la marea muerta.
—Copperguild, ¿eh? —Hild enarcó las cejas; de repente, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa—. ¡El papá del pequeño Luk! Ya sé qué es... él admira a ti, ¿verdad? ¡Ya sabía yo!
Índigo lanzó una carcajada.
—Tonterías, Hild. Es simplemente que... —y se detuvo a media frase al comprender exactamente lo que significaba la invitación.
Lo había olvidado. En los días siguientes al banquete —¿cuántos habían transcurrido? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¡El tiempo había pasado tan deprisa!— había apartado con deliberación de su cabeza el encuentro con Leando tanto como le había sido posible; prefirió dejarlo de lado hasta que los acontecimientos la obligaran a enfrentarse a él y a tomarlo en cuenta. Ahora, al parecer, ese momento había llegado.
—¡Tú estar roja! —la acusó muy divertida Hild.
Su rostro ardía, sentía un hormigueo por toda la piel, pero no por el motivo que suponía, Índigo enrolló el pergamino y lo guardó en un bolsillo del vestido.
—No he enrojecido, Hild, y tampoco Leando Copperguild «admira» a mí, como dices tú. Imagino que es un sencillo detalle, para darme las gracias por ocuparme de Luk.
Hild no se dejó impresionar.
—¡A-na! —repuso—. Irás, ¿sí?
Recordó el rostro tenso de Leando antes de que se despidieran durante la fiesta, y la forma en que le había insistido —casi suplicado, aunque intentara disimularlo— para que asistiera a la planeada reunión. La invitación resultaba prácticamente inocente. Nada podía perder si aceptaba.
—Sí —concedió—. Creo que iré.
—Mi señora Índigo. —Mylo Copperguild, tío de Leando y cabeza de familia, se inclinó sobre su mano y levantó los ojos hacia ella sonriente—. Éste es un gran placer.
—Me siento muy honrada por la invitación, señor, —Índigo devolvió la reverencia, luego
se volvió hacia donde Leando aguardaba al lado del anciano.
Leando se limitó a tomar su mano y oprimir sus dedos por un instante.
—Gracias —dijo con suavidad.
—Nuestra familia está reunida arriba —le informó Mylo—. Resulta menos formal que nuestro comedor principal, y el aire del mar penetra con más facilidad. ¿Me permitís?
La tomó del brazo, y ascendieron por una escalera que describía una curva desde la sala de recibo con su techo abovedado cubierto de murales, en dirección al primer piso. Con gran alivio por su parte, Índigo descubrió que la sensación de malestar que había embotado sus sentidos durante la mayor parte del día había desaparecido durante el trayecto desde el palacio. Había pasado la noche anterior con Phereniq y había bebido un poco de vino de más, lo cual había hecho que a la mañana siguiente se sintiera desanimada y pesada. Consciente de que precisaría de una mente despierta esta noche, había rehusado el ofrecimiento de Leando de enviar una litera, o cualquier otra forma de escolta, y había andado los más o menos dos kilómetros que la separaban de su destino disfrutando de la temperatura relativamente fresca de primeras horas del atardecer.
La mayoría de las familias de los mercaderes más ricos de Simhara vivían en el lado de la ciudad que daba al mar, en un enclave de mansiones elegantes y recargadas, retirado del gran puerto y con una vista magnífica del golfo. La casa de los Copperguild era una de las más impresionantes, dándole a entender a la joven lo próspera —e influyente— que la familia había llegado a ser a través de los años. Sabía que Mylo no era tan sólo el propietario titular de los enormes intereses mercantiles de los Copperguild, sino que también había ostentado un puesto importante en el Consejo del anterior Takhan. Augon Hunnamek le había ofrecido un ascenso dentro del nuevo régimen, pero Mylo había solicitado que se le permitiera retirarse de la vida de la corte y concentrarse en sus intereses mercantiles, en los cuales, había dicho, estaba mejor situado para servir a la prosperidad de Khimiz.
Llegaron a la parte alta y penetraron en una enorme y aireada habitación con las puertas de la balconada bien abiertas para dejar entrar la brisa nocturna. Había ya otras siete personas presentes, y Mylo presentó primero a Índigo a una mujer de edad, con un perfil que recordaba a un halcón —su madre y abuela de Leando, matriarca de la familia—, luego a su esposa e hijo Elsender, que era quizás un año o dos mayor que Leando. Tras él le tocó el turno a la hermana casada de Leando y a su esposo, y otra joven pareja, primos lejanos cuyos nombres Índigo no pudo luego recordar.
Para cuando se sentaron a comer, Índigo había llegado ya a la conclusión de que Leando el cortesano y Leando el hombre de familia eran dos personas totalmente diferentes. Ésta era la primera vez que lo veía entre los suyos, y el contraste resultaba sorprendente. Aunque el hecho de pasar tanto tiempo en palacio lo había distanciado en cierta forma de su familia, existía una inconfundible cordialidad entre ellos, una sensación de camaradería compartida que revelaba un nuevo aspecto del carácter de Leando. Sus propios padres, según sabía Índigo, estaban muertos; quedaba muy claro, pues, que consideraba a Mylo como a un segundo padre, y Mylo, por su parte, le dedicaba el mismo tratamiento que a su propio hijo.
La conversación durante la cena fue ligera e informal. Se habló de barcos, de_ mareas y del tiempo: en su calidad de antiguo marinero, Índigo se vio muy solicitada, y relató muchas de sus experiencias en el Kara-Karai. Luego la conversación giró hacia cuestiones más sociales: acontecimientos en la corte, los progresos de la Infanta, el mecenazgo del Takhan sobre las nuevas inversiones y expansión de la ciudad y el puerto. La abuela de Leando interrogó a Índigo estrechamente sobre lo último en relación a las modas y costumbres de la corte, y cuando por fin se agotaron todos los temas de conversación, la esposa de Mylo se sentó frente a un recargado instrumento musical situado en el extremo opuesto de la habitación, e interpretó algunas melodías tradicionales que los reunidos corearon.
Índigo no pudo evitar sentirse fascinada por aquel instrumento, que parecía estar compuesto por una caja de cristal llena de carillones también de cristal operados por un sistema de pedales y poleas. El sonido que producía era etéreo y de tal belleza que provocaba escalofríos; pero su placer se veía ensombrecido por una creciente sensación de inquietud. Estaban cerca ya de la medianoche, y no se había pronunciado ni una palabra, ni se había dejado caer la más mínima insinuación, sobre el auténtico motivo de la velada. Al parecer no se trataba más que de una reunión social, y empezó a preguntarse si no habría malinterpretado el motivo que se ocultaba tras la invitación.
Pero entonces las campanas que anunciaban las mareas empezaron a sonar en el puerto, situado a los pies de la casa, y su sonido penetró con toda claridad por los ventanales. Como si se tratara de una señal, la esposa de Mylo dejó de tocar y cerró con mucho cuidado el delicado instrumento de cristal antes de ponerse en pie y anunciar su intención de retirarse. La matriarca también se levantó, y pareció como si la hermana de Leando y su esposo, junto con la otra joven pareja, hubieran estado a la espera de su señal, ya que también se despidieron. Se intercambiaron cumplidos y besos, e Índigo se encontró sólo en compañía de Leando, Mylo y Elsender.
Cuando los últimos pasos se desvanecieron detrás de la puerta cerrada, Mylo se volvió hacia Índigo con una sonrisa tirante.
—Mis disculpas por haberte retenido durante tanto tiempo, Índigo. Pero, como ya creo que sabes, todavía no ha concluido lo que nos ha reunido aquí. ¿Podemos persuadirte de que nos acompañes un poco más?
Leando la observaba atento, con el rostro tenso, Índigo le dirigió una rápida mirada; luego asintió.
—Sí. Ya había esperado esto.
Mylo se dirigió hacia las puertas del balcón y las cerró; luego corrió las pesadas cortinas. Leando entretanto bajaba la intensidad de las lámparas, para que desde el exterior la habitación pareciera a oscuras.
—No podíamos decir nada hasta que los demás se hubieran ido —continuó mientras se daba la vuelta—. Ningún otro miembro de la familia sabe de nuestra... ah... preocupación, y, como no dudo que reconocerás, es a la vez mas seguro y justo para ellos que permanezcan en la ignorancia. Elsender, ¿quizás ahora podrás ir a buscar a nuestro otro invitado, por favor?
El joven abandonó la habitación, y durante algunos minutos aguardaron en silencio, hasta que la puerta se abrió de nuevo y Elsender regresó. Con él venía un hombre que andaba un poco vacilante, palpando el camino con una mano mientras que con la otra sujetaba el brazo de Elsender. Índigo lo miró al rostro y contuvo la respiración de modo inconsciente al
reconocerlo. Era el buhonero ciego, el tallista de barquitos, a quien había comprado la red de bronce para ofrecerla en el Templo de los Marineros.
—Karim. —Mylo se adelantó para tomar la mano del buhonero y conducirlo a un diván—. Bienvenido a mi casa. Sólo lamento que hayamos tenido que recurrir a tal subterfugio para recibirte en esta casa. Por favor, siéntate, y toma una copa de vino.
El ciego sonrió.
—Hace mucho tiempo que ninguna familia de la nobleza khimizi puede darme la bienvenida abiertamente bajo su techo, Mylo —repuso—. Dudo que pudiera recordar el comportamiento a adoptar en un banquete, en estos días.
Elsender le colocó una copa en la mano y él tomó un sorbo, apreciativo; luego volvió la cabeza hasta quedar frente a Índigo. Ella lo había estado contemplando fijamente, y dio un respingo por sentirse culpable antes de recordar que era ciego.
—Percibo la presencia de un invitado desconocido, aunque no totalmente desconocido — dijo Karim—. ¿Está ella aquí?
—Así es. —Mylo hizo un gesto con la cabeza a Índigo, quien se acercó al diván muy despacio—. Amigo mío, ésta es la noble Índigo de las Islas Meridionales, dama de compañía de la Infanta, Índigo: te presento al mago-doctor Karim...
Estuvo a punto de pronunciar el apellido de Karim, pero el ciego alzó una mano anticipándosele.
—No, no, Mylo. Simplemente Karim. Recuerda, no tengo otro nombre estos días; ni tampoco ningún título. Saludos, mi señora. —Encontró los dedos de Índigo y los rozó ligeramente.
—Señor.
Estaba perpleja y convencida de que debía de haber cometido un error estúpido. Mago-doctor, había dicho Mylo. Tales hombres eran los más eminentes practicantes de la medicina de todo Khimiz; no sólo médicos muy expertos, sino también maestros en las artes arcanas y de adivinación. Este hombre y el vendedor del templo no podían ser la misma persona.
Karim hablo de nuevo.
—¿Así que eres de las Islas Meridionales? Un país hermoso, tengo entendido. —Una leve sonrisa traviesa iluminó su rostro—. Cuyos hijos tienen el aroma del mar en sus cabellos, y saben qué regalo adornará mejor la nave de la Madre del Mar.
Los ojos de Índigo se abrieron de par en par.
—Entonces vos sois el vendedor ambulante...
Las palabras surgieron antes de que pudiera controlar la lengua; pero lejos de sentirse ofendido, Karim lanzó una carcajada.
—Desde luego, mi señora, claro que soy yo. El buhonero Karim, fabricante y vendedor de ofrendas; ni más ni menos. —Dejó su copa, percibiendo al parecer la proximidad y altura de la mesa situada junto al diván, luego volvió la cabeza hacia Mylo.
—Creo que estábamos en lo cierto, Mylo. Pero me gustaría asegurarme, con tu permiso.
—Desde luego.
Mylo dirigió una rápida mirada a Índigo. Leando y Elsender también la observaban con atención, y Karim se inclinó hacia adelante y le indicó con la mano que se acercara.
—Extiende las manos hacia mí, mi señora. Mírame a los ojos, si es que su ceguera no te desconcierta, y contéstame con toda honradez.
Con una cierta vacilación extendió las manos hacia él. Él no tomó sus manos, sino que por el contrario sus dedos le rodearon las muñecas; sus manos eran firmes y fuertes. La muchacha clavó sus ojos en su mirada inerte, y él le dijo, sin una inflexión especial:
—Háblame de Augon Hunnamek.
Una imagen revoloteó de manera involuntaria por la mente de Índigo. Vio a Augon tal y como lo había visto por primera vez en la habitación llena de humo de incienso del palacio. De un tamaño superior al normal, carismático, arrollador... y repulsivo. Sintió cómo se le ponía la piel de gallina, como sucedía cada vez que Augon tocaba su mano o su hombro; percibió la intensidad de su pálida mirada y quiso cerrar los ojos, suprimir aquella mirada, no fuera a ser que se aferrara a su alma y la extrajera de su cuerpo para dejarla vacía y reseca. Demonio, dijo su mente. Demonio.
Pero no pudo pronunciarlo en voz alta.
—Augon Hunnamek es el Takhan de Khimiz. —Su propia voz parecía venir de muy lejos—. Es...
—No.
Karim la interrumpió, y el encanto se rompió de repente. Parpadeando, Índigo vio cómo la habitación volvía a aparecer claramente ante ella, y su total normalidad la desorientó. Karim le dedicó una sonrisa.
—No necesito palabras cuidadosas, mi señora. La palabra es pocas veces el reflejo de la pura verdad.
—Pero yo...
—Por favor. Ten paciencia conmigo durante un poco más. —Se quedó callado, pero siguió mirándola, y aunque Índigo quiso protestar, una fuerza interior la obligó a contener la lengua. Durante algunos minutos más Karim sostuvo sus muñecas, apretando la carne con suavidad algunas veces, presionando una vena o un hueso situados bajo la piel, otras. Su expresión no se alteró hasta que por fin, con un suspiro, la soltó y volvió a recostarse en su asiento.
Detrás de Índigo, Leando dejó escapar un suspiro reprimido.
—¿Teníamos razón? —inquirió.
Karim asintió.
—Sí.
Índigo temblaba. Sentía un hormigueo por todo el cuerpo, y los finos vellos de sus brazos estaban erizados como el pelaje de Grimya cuando estaba asustada o enojada. Los de su nuca también se habían erizado, y el corazón le latía con dolorosa rapidez. Karim poseía poder —auténtico poder, no como Phereniq y los de su clase— y se asustó al pensar en lo que pudiera haber leído en su mente. El temor, emparejado con la confusión, la volvió agresiva, y se revolvió contra Leando.
—¿Qué quieres decir con que sí teníais razón? —exigió—. ¡No comprendo! ¿Qué intentáis hacer?
—Tranquila, mi señora. —Mylo llenó una copa de vino y se la ofreció—. Karim se limita a salvaguardar todos nuestros intereses. —Miró al ciego, que había vuelto a recostarse contra los almohadones—. ¿Qué hay de las otras comprobaciones, Karim? ¿Quieres continuar?
Karim sacudió la cabeza.
—No hay necesidad: he visto lo suficiente. Ella es la persona.
Índigo recurrió a Leando de nuevo.
—¡Leando, tienes que decirme de qué se trata todo esto! Tu tío habla de comprobaciones, y Karim me dice que yo soy «la persona». En nombre de la Madre, ¿qué significa esto?
Leando y Mylo intercambiaron una mirada, luego Mylo asintió con la cabeza de forma casi imperceptible. Leando se sentó junto a Índigo.
—Lo siento si te hemos asustado —dijo—, pero teníamos que estar seguros de ti antes de atrevernos a ir más adelante, y la opinión de Karim era la única en la que podíamos confiar. Ahora que ha confirmado nuestra creencia, puedo explicar más cosas.
»El año pasado, poco después de la invasión y la derrota de nuestro Takhan, Karim, bajo su apariencia de buhonero en el Templo de los Marineros, se encontró con una extranjera cuya presencia en Simhara, según le dijo su instinto, tenía una gran significación. Utilizó sus poderes de adivinación para ahondar más en la cuestión, y lo que descubrió lo persuadió de venir a vernos. Él y mi tío son antiguos amigos, y Karim conocía nuestro descontento. Nos dijo que esa extranjera, una mujer que ahora vivía en palacio, era vital para nuestra causa. —Se detuvo, volvió a mirar a Mylo y recibió una nueva y leve indicación de que siguiera adelante—. En resumen, que ella tenía la llave para la derrota y destrucción del usurpador.
Boquiabierta, Índigo se quedó mirando a Karim. Estaba perpleja y se sentía mortificada de pensar que el ciego era capaz de adivinar tanto en un breve encuentro casual; y ello le hizo preguntarse de nuevo, llena de inquietud, qué más podría haber descubierto Karim sobre ella.
Se dirigió al ciego, escogiendo las palabras con sumo cuidado.
—Maestro Karim, no soy experta en las cuestiones arcanas, ni en el arte de la adivinación. ¿Podéis explicarme que os llevó a tal conclusión sobre mí?
La mirada que Karim le devolvió fue desconcertante, ya que parecía como si, a pesar de su ceguera, sus ojos la retaran llenos de ironía.
—Otros confían en las estrellas o en los augurios para guiarse, mi señora —respondió—. Pero yo he seguido un camino que me permite ver lo que hay en tu auténtico corazón.
Estaba siendo deliberadamente enigmático, pensó ella, y eso le preocupó.
—Señor, yo... —empezó a insistir, pero él la interrumpió.
—No, mi señora; no hay nada más que te pueda decir ahora, aparte de que sé que eres digna de confianza. De momento, date por satisfecha con esto.
Índigo cedió, consciente de que seguir arguyendo resultaría inútil. Karim volvió la cabeza hacia la ventana y olfateó el aire.
—Se está haciendo tarde —anunció—. Huelo cómo la marea regresa al puerto. Deberíamos terminar nuestro asunto deprisa, Mylo; no sería muy sensato enviar a la dama de regreso a palacio a una hora que pudiera despertar demasiada curiosidad.
—Sí. —Mylo se volvió hacia Índigo—: Índigo, te hemos retenido excesivamente. Pero antes de que te vayas, tengo algo que decir. Karim nos ha dicho que podemos confiar en ti,
y ésa es toda la garantía que necesitamos. No obstante, me doy cuenta de que no podemos esperar que tú, por tu parte, confíes en nosotros. Leando me ha hablado de tus dudas y las comprendo. Te pido tan sólo que consideres lo que voy a decirte, y que lo que oirás no será repetido fuera de las paredes de esta habitación.
—No lo será, señor —repuso Índigo en voz baja—. Leando sabe que, como mínimo, soy neutral a vuestra causa. Esbozo una ligera sonrisa—. Y ha tenido buen cuidado de explicarme el precio de la traición. Tengo en bastante estima mi vida.
Leando le devolvió la sonrisa un poco avergonzado, y Mylo asintió:
—Mi sobrino carece a veces de sutileza, pero... muy bien; creo que todos comprendemos la posición en que estamos. Creo, Índigo, que estás enterada de nuestras intenciones de sacar al usurpador Augon Hunnamek del trono de Khimiz y poner a la Infanta, la auténtica soberana de nuestro país, en su lugar.
Índigo asintió con la cabeza.
—Eso es lo que me ha contado Leando —dijo—. ¿Pensáis, supongo, asesinarlo?
—Sí. —Mylo sonrió con frialdad—. Un hombre como Augon Hunnamek jamás admitiría la derrota si simplemente se lo depusiera: tiene que morir. Además, tenemos otras razones de índole personal para derribarlo. Es probable que no lo sepas, pero nuestra familia está emparentada en segundo grado con la familia real de Khimiz. —Un tono duro apareció en la voz de Mylo—. El antiguo Takhan, por imperfecto que pudiera haber sido, era nuestro primo, y es por lo tanto nuestro deber, al igual que nuestro deseo, el vengarlo.
Índigo meditó sobre aquello durante unos minutos. No había estado enterada de la conexión de los Copperguild con la familia real, y la revelación confirió peso y convicción a lo que había escuchado esta noche. Pero desear la muerte a Augon Hunnamek era una cosa; matarlo, otra muy diferente.
Les dijo:
—No será tarea fácil, Mylo. El nuevo Takhan está muy bien protegido en palacio, como Leando y yo bien sabemos. Y también está demostrando ser un gobernante popular; considerablemente más popular, por lo que he oído, de lo que fue su predecesor. Si lo asesináis puede que provoquéis la cólera de todo Khimiz.
—Eso es muy cierto —concedió Mylo—. Pero si existe una cualidad que está más inculcada en los khimizi que la superstición, es el pragmatismo. El mismo pragmatismo que aceptó el gobierno del usurpador sin una protesta, aceptará también su muerte, siempre y cuando no suponga ninguna amenaza para la paz y prosperidad de Khimiz. Y —su expresión se suavizó—, te olvidas de la Infanta. A pesar de que no es más que un bebé, el pueblo la adora. Pese a lo mucho que nuestro pueblo finja apreciar al usurpador, en el fondo de su corazón sabe perfectamente que Jessamin es nuestra auténtica Takhina.
Por lógica, lo que decía tenía su sentido, pero Índigo era consciente de que existía un fallo terrible. Mylo creía que trataba con un ser mortal; un hombre poderoso y astuto quizá, pero mortal, y por consiguiente falible. Ella sabía la verdad. Y si la entidad maléfica que era el auténtico Augon Hunnamek sospechara por un solo instante la existencia de un complot contra él, entonces ninguna cantidad de discreción o estrategia protegería de las consecuencias a los conspiradores de las consecuencias.
Sin embargo no podía contarles la verdad a Mylo y a Leando. No se atrevía: no hasta que
estuviera segura de que podía confiar en ellos. E incluso entonces, se recordó sombría, ¿la creerían? Incluso la superstición khimizi no llegaba tan lejos, y no tenía ninguna prueba con excepción de su intuitiva certeza.
Repuso, con voz ligeramente temblorosa:
—¿Cómo pensáis matarlo?
Se produjo una larga pausa. Elsender se aclaró la garganta nervioso, mientras que Leando clavaba sus ojos en el suelo. Karim sencillamente continuó sorbiendo su vino. Por fin, Mylo respondió:
—Tenemos un plan, pero todavía hay muchos detalles que deben pulirse, y no queremos precipitarnos. Todo debe estar a punto, y pensamos que... perdóname, pero pensamos que es más sensato no revelar más, a menos que estemos seguros de que estás dispuesta a unirte con nosotros. Por tu bien y también por el nuestro.
Ella asintió.
—Comprendo. Pero, ¿entretanto?
—¿Entretanto?
—Me habéis pedido que viniera aquí esta noche para algo más que comprobar mi integridad. Queréis algo de mí.
—Si. Sencillamente tu garantía de que protegerás a la Infanta, hasta que estemos preparados.
Ella lo contempló sorprendida.
—¿Tenéis alguna duda de ello?
Karim se agitó en su asiento. Sus ojos ciegos escudriñaron la habitación y parecieron, de forma desconcertante, lavarse en el rostro de Índigo.
—No tengas la menor duda de ello, Mylo, viejo amigo —dijo con suavidad—. La dama dice la verdad. Y aunque puede que no se atreva a admitir sus más íntimos sentimientos, nuestra causa es la suya. Puedes estar seguro de filo, y deja que esta seguridad te conceda un descanso tranquilo esta noche.
Su sonrisa fue sólo para Índigo, y ésta se estremeció en su interior.
—Sí —dijo—. La protegeré.
Se despidió de Mylo y Elsender, luego, con cierta inquietud, de Karim, y por último de Leando, quien no iba a regresar a palacio hasta la mañana siguiente y la acompaño hasta el vestíbulo. Las puertas de la calle estaban abiertas, y una litera aguardaba fuera; en el umbral permanecieron solos por un instante, y Leando le tomó la mano.
—Pensarás en lo que has oído esta noche, ¿verdad?
—Lo haré —prometió con seriedad—. Pero...
—¿Qué te inquieta?
Meneó la cabeza, no muy segura de si podía explicarlo o de si tan siquiera deseaba hacerlo.
—Hay tantas cosas que todavía no comprendo... —repuso—. Estáis dispuestos a confiar en mí; dispuestos a aceptar tan sólo la palabra de Karim como garantía. No tiene sentido.
—La palabra de Karim es suficiente. Si lo conocieras, no lo dudarías.
—Pero, ¿quién es? Tu tío se dirigió a él como «mago-doctor», sin embargo...
Leando la interrumpió, con suavidad, bajando el tono de voz.
—Índigo, ninguno de nosotros conoce toda la historia de Karim. Hasta hará poco más de un año era lo que mi tío lo ha nombrado: mago y doctor en la corte del antiguo Takhan. Por qué escogió abandonar la corte y adoptar una nueva identidad como un pobre vendedor ambulante, no lo sabemos; aunque perdió la visión más o menos por la misma época, y creemos que el cambio puede tener algún significado filosófico para él. Lo que sí es cierto, es que desde que se quedó ciego sus poderes de clarividente han aumentado. Pero jamás ha querido explicarlo, y nosotros respetamos ese deseo; de la misma forma que respetamos su deseo de conservar el anónimo con respecto a los demás habitantes de Simhara. Confiamos en él, Índigo. Y confiamos en sus decisiones. Eso es suficiente para nosotros.
No había nada más que ella pudiera decir, aunque sus dudas seguían sin haberse disipado. Acalló las nuevas preguntas que acudieron a su mente; sabía muy bien que no la conducirían a ninguna parte, y se preparó para marcharse; pero entonces Leando la tomó de nuevo de la mano.
—Índigo. —Su rostro era tenso—. En tu preocupación por la Infanta, piensa en Luk, también.
Comprendió al instante lo que quería decir.
—¿Tienes miedo por él?
—Tengo miedo por todos, nosotros. Pero especialmente por Luk. Buenas noches, Índigo.
Y le besó los dedos en una forma que daba a entender algo más que mera formalidad antes de que ella desapareciera en la noche.
Los porteadores de la litera recorrieron veloces y en silencio las tranquilas calles de Simhara y los desiertos bazares, e Índigo, que se había quedado adormecida, salió de su sopor para encontrarse con que ya habían llegado a las puertas del palacio. Los guardas, que la conocían, sonrieron con aire conspirador cuando salió de la litera; y la joven se dirigió a sus habitaciones a través de los jardines en sombras.
Tan sólo unas pocas lámparas de luz muy mortecina ardían en los pasillos. Los carillones de las ventanas se agitaron débilmente y lanzaron un dulce y armónico acorde al pasar junto a ellos; su cerebro cansado registró los aromas del jazmín y la madreselva en el aire en movimiento. Su puerta estaba a pocos pasos de distancia...
Y una sombra que era más que una sombra surgió de la oscuridad para cortarle el paso.
—Índigo.
Unos ojos claros en la penumbra, la sonrisa de un cazador que no tiene prisa... Augon Hunnamek posó ligeramente una mano sobre su hombro.
La sorpresa hizo que el corazón de Índigo diera un brinco; se recuperó no obstante lo suficiente como para hacer una ligera inclinación de cabeza, al tiempo que retrocedía de modo que los dedos de él resbalaron de su hombro.
—Mi señor Takhan.
Augon cloqueó en voz baja.
—De modo que, también tú, eres una criatura nocturna. —La mano se extendió de nuevo y esta vez apretaron su antebrazo con delicada precisión—. Prometo guardarte el secreto, si tú prometes guardarme el mío.
Se obligó a sonreírle.
—Desde luego, señor.
—Señor. —Saboreó la palabra—. No sale con facilidad de tus labios, ¿no es verdad, querida Índigo? Lo encuentro muy refrescante, rodeado como estoy de aduladores y egoístas. Me gustaría pensar que en nuestros raros momentos de intimidad no soy el «señor» para ti, ni tampoco el «gran Takhan», sino simplemente Augon, como lo he sido durante todos los años de mi juventud, antes de que la ambición me dominara.
Con el corazón palpitando con fuerza, Índigo apartó los ojos de la intensidad de su mirada.
—Me parece que os burláis de mí, señor.
—¡Ah! Entonces llamemos a esto un encuentro fortuito, y retirémonos a nuestros diferentes sueños. ¿Te atendió bien Leando Copperguild?
Sintió vértigo al darse cuenta de que él sabía dónde había estado; pero se dijo que no significaba nada, que los chismosos abundaban en palacio. Su rostro adoptó una máscara de inocencia.
—Él y su familia han sido unos anfitriones perfectos, señor. Conversamos sobre barcos y el mar, y he tenido el placer de poder evocar muchos recuerdos agradables.
—Me satisface oírlo. Quizá me aprovecharé también yo muy pronto de la hospitalidad de los Copperguild, si es como dices. —Augon sonrió de nuevo, pero esta vez se trataba de una sonrisa reservada y enigmática—. Buenas noches, querida Índigo. Estoy seguro de que la Madre del Mar te enviará sueños agradables.
Intentó permanecer rígida mientras él se inclinaba hacia adelante para besarla en la frente, pero si él notó cómo se encogía en su interior no dio la menor indicación de ello, pues se limitó a darse la vuelta y alejarse con paso tranquilo y solemne. Ella no esperó hasta que se perdiera de vista, sino que se precipitó hacia sus aposentos, cerró la puerta tras de sí y se recostó contra ella por un instante mientras intentaba controlar su desbordado corazón.
Indirectas, insinuaciones, sospechas... no le era posible asimilarlas, se negaba a considerar las implicaciones. Obligándose a avanzar con calma, Índigo atravesó la habitación en dirección a su lecho, con tan sólo la débil luz de la luna para alumbrar su camino. Grimya era una forma oscura, dormida; no quería molestarla, no quería enfrentarse a las preguntas que clamaban en su cabeza. Todo lo que quería era sumirse en la inconsciencia de un sueño profundo.
Temblaba cuando se tumbó en la cama. Por un momento consideró la posibilidad de dirigirse hacia el pequeño y adornado armario donde su pipa, el regalo de Phereniq, esperaba dispuesta a traerle la paz. Pero estaba demasiado agotada, exhausta; en aquellos momentos su cuerpo y su mente conspiraban ya para hundirla lentamente en una oscura y silenciosa sensación de descanso.
Estremeciéndose, tiritando a causa de algo que emanaba de lo más profundo de su psiquis, los ojos de Índigo se cerraron y la joven se sumió en la inconsciencia.