CAPÍTULO 3


El sol empezaba a moverse hacia poniente detrás de ellas, aunque todavía no soplaba la menor brisa que mitigara el terrible calor, cuando Grimya avistó por fin una mancha verde en la distancia que interrumpía la interminable monotonía de la arena.

Habían viajado por el desierto durante un día y medio, e Índigo empezaba a comprender el significado de la frase «locura del desierto», que había oído de labios de algunos de los mercaderes de Huon Parita. Hasta donde podía ver en cualquier dirección, no existía nada excepto el implacable vacío del Palor, arena amarillenta confluyendo con un cielo amarillento en una total y tersa unidad. El sol se reflejaba sobre el árido terreno en enormes y temibles oleadas que difuminaban el paisaje bajo una ondulante neblina de calor, y tan sólo a la llegada de la noche surgían del cegador resplandor las formas ondulantes de dunas y montículos y devolvían a Índigo su sentido de la perspectiva. En las Islas Meridionales, su país de origen, había oído relatos de personas atrapadas en la tundra sin un lugar donde refugiarse durante las terribles ventiscas invernales. Personas que habían perdido el rumbo, el sentido de la orientación y por último la cordura cuando tierra, cielo y nieve se convirtieron en una sola cosa y sus mentes no pudieron resistir el impacto del blanco total a su alrededor. El desierto resultaba muy parecido a aquella letal ilusión, y dio gracias por no estar sola.

Hasta ahora, el viaje había transcurrido sin incidentes. Viajaban durante las horas más frescas de la mañana y la tarde, y bajo la luz de las estrellas durante gran parte de la noche, para descansar —aunque resultaba casi imposible encontrar una sombra— durante la parte más tórrida del día. El chimelo parecía incansable; eran animales criados en el desierto, y aunque a simple vista parecían caballos de piernas y cuellos extraordinariamente largos, sus pies planos y almohadillados, el pelaje pálido y ralo y la habilidad que poseían para avanzar durante horas —incluso días— sin beber, los convertían en seres adaptados a la perfección a la dura vida del desierto, Índigo se había acostumbrado ya al casi hipnótico trote peculiar del chimelo, y calculó que a su actual velocidad podrían virar hacia el sudoeste a la mañana siguiente y avistar las murallas de Simhara al cabo de otro día de viaje.

Acababan de escalar la ladera de una amplia duna, los pies del chimelo se movían sin dificultad sobre la suave y amontonada arena, cuando Grimya ladró un aviso. La loba estaba parada en la cima de la duna, su sombra se proyectaba muy alargada frente a ella, y su voz le llegó con gran claridad.

—¡Hay algo ahí delante! ¡Es verde!

Índigo forzó la vista, pero la interminable arena le devolvió su brillo y no pudo ver nada. Se frotó los ojos, los resguardó con una mano y, tras gruñir una maldición, lo intentó de nuevo. Y esta vez le pareció ver una mancha oscura en el horizonte, una salpicadura de color que rompía la monotonía del desierto.

El chimelo tiró de la brida, en un intento por seguir adelante, pero ella lo retuvo. Cuando volvió a mirar, la mancha seguía allí. Podía tratarse de un espejismo. O podía ser un grupo de falorim. O un campamento de soldados...

De repente empezó a soplar el viento y arrojó contra su rostro desprotegido partículas de

arena que picaban como avispas. Grimya alzó la cabeza y paladeó el agitado aire; luego lanzó un grito con voz excitada y apenas descifrable:

—¡A... gua! ¡Huelo a... gua!

Un oasis, Índigo se echo a reír de alegría, al recordar la última vez que había consultado el mapa que llevaba. Había visto la señal verde que representaba una charca, pero había decidido muy a su pesar que visitarla las alejaría demasiado de su camino, y había lamentado luego su decisión cuando sus reservas empezaron a volverse más salobres y desagradables con cada hora que pasaba. Ahora, no obstante, parecía como si sus cálculos hubieran estado equivocados, y habían ido a parar al ansiado oasis después de todo.

Recuperó la calma, apresuró al chimelo para que fuera hasta donde los esperaba Grimya balanceando la cola excitada.

—Lo mejor será que vayamos con cuidado, cariño —aconsejó a la loba—. Si hay alguien más allí, puede que no le guste nuestra presencia.

La lengua de Grimya colgaba fuera de su boca.

—No hay... nadie —dijo—. ¡Lo veo. Y... quiero be... ber!

La idea de conseguir agua fresca y potable, de poderse lavar la arena de los cabellos y las ropas, resultaba maravillosa. Podía confiarse en la agudeza visual de Grimya. Además: no había necesidad de pensárselo, e Índigo espoleó al chimelo duna abajo.

La amorfa mancha que tenían delante cambió rápidamente, convirtiéndose en un conjunto de árboles larguiruchos y matorrales a través de los cuales se divisaba con claridad el centelleo del agua. El oasis era grande; estaba situado en una hondonada natural en la que crecía un poco de hierba, y a medida que se acercaban incluso Índigo con sus inferiores sentidos humanos, pudo oler el cambio en el aire cuando el viento transportó indicios de humedad hacia ellas. El sol era una vivida llamarada naranja a sus espaldas; el cielo que tenían delante empezaba a cambiar de un tono dorado y verde a un suave púrpura, con algunas débiles estrellas brillando en el horizonte. Estaban solo a unos cien metros de los árboles cuando Grimya se detuvo de repente.

—¿Que sucede?

Índigo tuvo que luchar con el chimelo para que redujera la marcha; también él había olido el agua y estaba ansioso por llegar a ella.

La loba tenía las orejas pegadas a la cabeza; mostró los dientes en un gruñido vacilante.

—No... lo sé. Pensé que no había nadie aquí, pero... estaba... equivocada.

El pulso de Índigo se aceleró y miró con atención hacia adelante.

—No veo nada.

—No puedes, aún no. Pero hay... un animal... —Grimya olfateó el viento—. Espera aquí. Iré a ver.

¡Grimya!

Pero su protesta no fue escuchada; la loba corría ya a toda velocidad por la arena, Índigo vio cómo se acercaba al oasis y se dejaba caer sobre el suelo, arrastrándose hacia adelante sobre el vientre mientras el terreno empezaba a descender en dirección a los árboles. Diez pasos, doce... entonces se quedó inmóvil. Su cabeza se levantó despacio, las orejas se movieron hacia adelante... y se puso en pie de un salto. Su voz telepática gritó en la mente de la muchacha.

«¡Índigo! ¡Ven, rápido!»

Había urgencia en la llamada de Grimya pero no temor; más bien una nota de sorpresa, Índigo dio rienda suelta al chimelo y éste echó a correr a un medio galope. Llegaron a la parte alta de la hondonada, y al ver lo que Grimya había visto Índigo tiró con fuerza de las riendas, deteniendo de golpe a su montura en medio de una oleada de arena.

—¡Por la Gran Diosa!

El inmóvil espejo del oasis con su reborde de vegetación quedaba muy claro ahora en todos sus detalles. En su lado sur, a unos veinte metros del agua, un chimelo yacía inmóvil.

Y debajo de él, sujeto por su cuerpo, había lo que desde la distancia parecía un fardo de ropa de brillantes colores.

Sin detenerse a reflexionar, Índigo espoleó a su montura ladera abajo y a través de la hierba hasta donde yacía la bestia caída. Se deslizó fuera de la silla y, con Grimya detrás de ella, corrió hacia el animal. Una vez junto a él, bajó la mirada, y maldijo entre dientes al verse confirmados sus temores.

El chimelo estaba muerto, los cestos de su silla desperdigados a su alrededor. El accidente debía de haber sucedido hacía muy poco, ya que el cadáver estaba aún caliente y no había aparecido el rigor mortis. Sin lugar a dudas había tropezado y, por un auténtico golpe de mala suerte, caído de tal manera que su cuello se había roto cerca de la nuca. Y, tal y como Índigo había sospechado, el fardo de trapos atrapado debajo era el cuerpo de su jinete. Estaba envuelto en los pliegues de una especie de ropa ligera, y yacía boca abajo de modo que no podía ver un aislado mechón de cabello rubio. Entonces vio el brazo extendido que sobresalía de los pliegues de la ropa, y se dio cuenta de que el jinete no era un hombre.

Se agachó con rapidez para tomar la delgada muñeca de la mujer y palparla con cuidado. Se percibía un pulso, irregular pero bastante fuerte...

—Está viva. —En su voz se pintó el alivio.

Grimya miró con atención a la figura caída.

—¿Es... tá... muy malhe... rida?

—No lo sé. Tendremos que intentar mover el cuerpo del chimelo y sacarla de ahí.

—No será fácil. Puede pro... ducirle heridas pe... peores.

—Lo sé. Pero tenemos que arriesgarnos; no podemos dejarla tal como está.

Índigo contempló especulativa al chimelo. Era lo bastante fuerte para levantarlo algunos centímetros quizás y sólo durante algunos segundos; pero con la ayuda de Grimya podría ser suficiente.

—Sujeta las ropas del jinete, en la parte del hombro —dijo—. Y en cuanto yo levante al animal, tira tan fuerte como puedas.

Grimya parecía tener sus dudas, pero se dispuso a obedecer. Tan pronto como hubo sujetado entre sus dientes las ropas de la figura caída, Índigo colocó su hombro bajo el peso muerto del chimelo y, utilizando toda la fuerza que pudo reunir, tiró hacia arriba. En un principio creyó que no podría conseguirlo; pero entonces el cuerpo del animal se movió, se alzó apenas, y con un terrible tirón Grimya sacó a la mujer de allí.

—¡Madre Tierra!

Con una considerable sensación de alivio Índigo dejó caer el cuerpo, y se dirigió a cuatro patas hasta donde Grimya estaba ya olfateando indecisa al jinete inconsciente. Con tanto cuidado como pudo giró el cuerpo de la mujer, y apartó el velo que ocultaba su rostro. Era joven —no tendría más de unos veinticinco años— y una khimizi auténtica. Los cabellos eran de un dorado oscuro y se enroscaban alrededor de sus mejillas y su frente; su piel tenía el color de la miel, y su boca de labios gruesos mostraba una expresión ligeramente quisquillosa. Una aristócrata, adivinó Índigo, y sus ropas lo confirmaron. Fajas de seda de delicados colores, espléndidamente bordada con perlas marinas; anillos en cada uno de los dedos, adornos de oro en la frente y en las muñecas, que tintineaban por la brisa nocturna que había empezado a soplar... Nadie en su sano juicio llevaría tales galas en el desierto, y le era imposible creer que aquella mujer fuera un viajero corriente. Si, tal y como sospechaba, la mujer provenía de Simhara, entonces debía de tratarse de una fugitiva.

Se volvió hacia Grimya y estaba a punto de decir en voz alta sus pensamientos cuando, de algún lugar al otro lado del chimelo muerto, se elevó un débil y agudo vagido.

Grimya lanzó un gañido de alegría, y el sobresalto hizo que Índigo se girara bruscamente. Buscó con la mirada el origen del gemido, y entonces Grimya exclamó:

—¡El cesto! ¡He visto mo... verse algo!

Índigo se puso en pie precipitadamente, impulsada por una sospecha irracional que fe costaba reconocer. Rodeó al chimelo deprisa, y cuando Grimya la alcanzó tenía los ojos clavados con expresión incrédula en un bebé que yacía en uno de los cestos entre los restos desperdigados, y que aún pataleaba débilmente y agitaba sus diminutos puños.

La criatura abrió la boca y gritó de nuevo, al tiempo que cerraba los ojos con fuerza y golpeaba el aire. Por un milagro, el cesto debía de haber salido despedido cuando el chimelo cayó, y el bebé no había sufrido ningún daño; de hecho parecía como si hubiera estado profundamente dormido y acabara de despertarse, Índigo recogió el cesto y la criatura calló de inmediato y abrió los ojos de nuevo para contemplarla con solemne interés.

Grimya le dijo:

—¿Una mujer y su hijo, solos en el desierto? No tiene sen... sentido.

—No. A menos que estuvieran con un grupo de refugiados, y de alguna forma se separaran.

Pero la teoría no era convincente, Índigo llevó con cuidado a la criatura hasta donde yacía la mujer; y cuando depositaba el cesto en el suelo; ésta se agitó. Intentó levantar la cabeza y sus manos se clavaron en la hierba reseca, en busca de un punto de apoyo, pero estaba aturdida y no podía coordinar sus movimientos. De improviso empezó a dar arcadas, y mientras Índigo acudía en su ayuda empezó a vomitar en el suelo.

—Jess... ¡Oh!

La mujer cayó hacia adelante mientras Índigo la sujetaba por los hombros. Una mano se cerró débilmente alrededor de la muñeca de la joven y el contacto pareció sacar bruscamente de su aturdimiento a la mujer, ya que todo su cuerpo se puso rígido de pronto. Apartó la mano como si la hubieran pinchado, y su cabeza giró en redondo con los ojos llenos de terror.

—¿Quién sois? —inquirió en khimizi.

—Todo va bien: soy una amiga —le respondió Índigo, conciliadora—. No voy a haceros daños; estáis a salvo ahora.

—¿Sois... de Simhara?

—No. Vengo de Huon Parita; iba de camino a la ciudad cuando me enteré de que había problemas en Khimiz. Me llamo... —pero no pudo continuar pues la mujer estalló en un torrente de lágrimas.

—¡No, no, nooo! —Su voz se alzó en un agudo lamento puntuado por violentos sollozos, y se balanceó hacia adelante y hacia atrás, tirándose de los cabellos—. Poderosa Madre del Mar, por favor, haced que sea un sueño, haced que sea una pesadilla, ¡oh, por favor!

Volvió a sentir náuseas y empezó a dar boqueadas; Índigo le hizo una frenética señal a Grimya y la loba corrió al lugar donde su chimelo pastaba tranquilamente, se alzó sobre los cuartos traseros y tiró de la correa que sujetaba uno de los frascos de agua de Índigo. Regresó con el frasco entre los dientes, e Índigo lo acercó a los labios de la mujer. A causa de su angustia, ésta apenas si podía tragar y se perdió buena parte del agua, pero por fin la suficiente cantidad consiguió bajar por su garganta para sofocar el ataque.

—Gra... gracias...

Tosió y consiguió incorporarse más con un esfuerzo. No parecía estar malherida, por lo que Índigo se sintió aliviada; podría haber un poco de conmoción pero nada peor.

Se agachó y tomó las manos de la mujer entre las suyas.

—¿Qué os sucedió? ¿Podéis contármelo?

—Yo... —arrugó la frente; luego de repente la expresión frenética regresó a sus ojos—. ¡Je... Jessamin! Mi hija, ¿dónde está?

Índigo dirigió una rápida mirada al cesto. El bebé no había hecho el menor ruido durante el ataque de su madre y, al igual que antes, parecía contemplar los acontecimientos con infantil fascinación.

—La niña está aquí, y no ha sufrido el menor daño —repuso Índigo, con suavidad.

—¡Dádmela!

El cuerpo de la mujer se agitó espasmódicamente mientras intentaba alcanzar el cesto¿ pero lo único que consiguió fue rodar sobre la hierba, Índigo la ayudó a sentarse, y, cuando intentó levantarse de nuevo, apoyó con suavidad pero con firmeza las manos sobre sus hombros para impedírselo.

—Tranquila —dijo—. No os alteréis. Vuestra hija está bien, os lo juro. Ahora, ¿podéis decirme que ha sucedido en Simhara?

La mujer aspiró entrecortadamente.

—Acabada —respondió—. ¡Está acabada!

—¿Acabada? —Índigo estaba asombrada.

—Ha ca... caído. Nos asediaron, y nosotros... no teníamos defensas. Nuestro ejército estaba desperdigado por Khimiz, intentando rechazarlos, y... y... —Desasió sus manos de las de Índigo y se cubrió el rostro—. Derribaron las murallas y penetraron en el interior como una oleada, y nosotros... ¡oh, Gran Diosa! Nosotros...

Aspiró con dificultad.

—Tenía que sacar a mi hija. Tenía que hacerlo, ¿comprendéis? Mi tío, él consiguió sacarnos minutos antes de que nos invadieran, me envió al desierto, ¡y ya... ya no sé qué sucedió después de eso!

—¿Quiénes son ellos? —Índigo se odió por tan cruel persistencia frente a la congoja de la mujer, pero tenía que saberlo: algo que no comprendía la empujaba a hacerlo y no podía contenerse—. Los invasores, ¿quiénes son?

—¡No lo sé! ¡Maldita sea, no lo sé! No es suficiente que nos destruyeran, y nos asesinaran y... y... ¡Oh, Gran Madre, me siento mareada!

Intentó ponerse en pie, una mano presionada sobre el estómago. Por un instante permaneció erguida, balanceándose, luego se dobló hacia adelante y al final se derrumbó en el suelo, inconsciente.

Índigo la contempló, horrorizada por lo que había oído. Sólo tenía una muy pobre imagen de lo que esta mujer había tenido que pasar, pero su mente evocaba ya terribles analogías mientras recordaba Carn Caille, su propio hogar, y la monstruosa horda que había destruido su mundo. El desagradable ensueño se rompió sólo cuando Grimya presionó con ansiedad su hocico contra la mano de Índigo y la devolvió a la realidad, con un sobresalto.

«¿Se ha desmayado?», comunicó la loba en silencio.

—Sí...

Índigo obligó al recuerdo a regresar a la parte más recóndita de su ser a la que había aprendido a desterrarlo, se inclinó sobre la mujer y apartó los enmarañados cabellos de su rostro. Estaba inconsciente, y su piel tenía una enfermiza frialdad. La muchacha levantó la mirada hacia el cielo. El sol se había desvanecido ya casi por completo; las sombras se convertían en oscura penumbra y la noche caía rápidamente. La mujer necesitaba con urgencia cobijo y calor, si es que quería sobrevivir a la fría noche del desierto.

Se volvió hacia Grimya.

—Tengo que encender un fuego. Vigílala, y avísame si se despierta.

Había gran cantidad de maleza seca entre los árboles y matorrales que rodeaban el oasis, y para cuando la mujer empezó a recobrar el conocimiento, Índigo tenía ya un buen fuego ardiendo. Estaba desensillando el chimelo cuando el silencioso aviso de Grimya la alertó, y corrió de regreso al círculo iluminado por la luz de la hoguera, a tiempo para ayudar a la mujer cuando, mareada, abrió los ojos e intentó incorporarse.

—¿Qué...? —Una mano se extendió hacia adelante, pero sin coordinación, y parpadeó indecisa ante las llamas—. ¿Qué sois...?

—Os desmayasteis —le dijo Índigo—. Todo está bien; no pasa nada. Mirad. —Indicó el cesto y a la criatura, la cual con extraordinaria placidez se había vuelto a dormir—. Vuestra hija duerme profundamente, y tenemos un fuego para calentarnos. Hay comida en mis alforjas; podemos descansar aquí a salvo durante la noche.

—¡No! —Los ojos de la mujer se desorbitaron al comprender—. ¡No podemos quedarnos aquí! ¡Me estarán buscando..., debemos huir!

—¿Buscándonos? —Índigo se sintió perpleja.

—¡Sí! Oh, ¿es que no lo comprendéis? ¿No sabéis quién soy? —Y cuando la expresión de Índigo continuó en blanco, ella añadió—: Soy Agnethe. ¡Soy la Takhina!

Índigo la miró anonadada. La Takhina, esposa del actual Takhan de Khimiz, alrededor de cuya corte giraba toda la ciudad de Simhara. Con la caída de la ciudad había dado por supuesto que la familia gobernante debía de haber muerto o había sido capturada.

Más lágrimas empezaron a caer sobre las manos entrelazadas de Agnethe.

—¿Comprendéis ahora? —dijo con desesperación—. ¡No hay tiempo para hogueras, ni para descansar! No me atrevo a quedarme aquí: ¡debo ir hacia el norte, antes de que me encuentren! Y me estarán buscando. —Su rostro se contrajo en una mueca de amargo odio—. ¡Madre del Mar, ya lo creo que me estarán buscando!

Índigo se agachó delante de ella.

—¿Qué hay del Takhan? —preguntó apremiante—. ¿Está vivo?

—No lo sé. —Agnethe sacudió con fuerza la cabeza—. Pero si está muerto... ¡Oh, por la Diosa, si está muerto, entonces Jessamin, mi bebe, ella es nuestro único hijo!

Índigo comprendió. Si habían matado al Takhan, entonces la criatura que dormía en el cesto a pocos pasos era el legítimo gobernante de Khimiz. Y si los invasores la encontraban antes de que Agnethe pudiera llevarla a lugar seguro, era improbable que cualquiera de las dos volviera a ver otro amanecer.

—¡Por favor! —le rogó Agnethe—. ¡Debéis llevárosla lejos de aquí, muy lejos de Khimiz! ¡Porfavor! Os daré lo que sea, todo lo que tengo; ¡pero hay que llevarse a Jessamin de aquí ahora!

Índigo sabía que debía ayudarlas si le era posible. Su misión se había convertido en cenizas: acercarse a Simhara ahora sería una total estupidez, y nada perdía dando media vuelta. Una vez que la Takhina y su hija hubieran sido puestas a buen recaudo, ella y Grimya tendrían que hacer nuevos planes, pero por ahora tenía que pensar en el futuro próximo.

—Takhina, no quiero ni vuestro dinero ni vuestras joyas —repuso—. Pero no podemos marchar de aquí antes de la mañana. No estáis en condiciones de viajar...

Agnethe la interrumpió.

—¡No, no! ¡Debéis dejarme y llevaros la niña! Buscad a los falorim, contádselo...

—¡No puedo abandonaros! —Índigo estaba anonadada—. Si los que os buscan vienen...

—¡No me importa! ¡Todo lo que importa es mantener a Jessamin fuera de su alcance a cualquier precio! ¡Tomad vuestro chimelo ahora mismo, y partid! —La voz de Agnethe se elevó histérica—. ¡Debéis hacerlo! ¡Debéis hacerlo!

—No, Takhina. ¡No os abandonaré a la muerte!

Agnethe apretó los puños y se los llevó a las sienes.

—Oh ¿por qué no lo comprendéis? —Agarró las manos de Índigo—. La matarán, ¿no os dais cuenta? ¡Matarán a mi niña! Nació antes del amanecer del decimocuarto día bajo la constelación de la Serpiente: ¿sabéis lo que esto significa?

—Takhina, no... —empezó a decir Índigo.

Pero antes de que pudiera seguir, Grimya se puso en pie de un salto con un gruñido. La loba había permanecido sentada al otro extremo del fuego: no quería asustar a Agnethe quien, al parecer, aún no se había dado cuenta de su presencia; ahora estaba con los ojos clavados en la oscuridad más allá del pulido espejo del oasis, con los pelos erizados.

¿Grimya? —La voz de Índigo estaba llena de inquietud.

Grimya separó los labios para mostrar los colmillos.

—Sssshh... ¡olor!

La palabra surgió como un gruñido de advertencia, apenas reconocible.

—¿Qué? —chilló Agnethe—. ¿Qué sucede?

Y en ese mismo instante Grimya gritó en voz alta:

—¡Al... erta! ¡Al... erta!

Índigo se incorporó de un salto, al tiempo que su mano se movía instintivamente hacia el lugar donde el cuchillo de afilada hoja que había sido el regalo de despedida de Macee colgaba de su funda. Vislumbró un movimiento borroso en la traidora oscuridad que envolvía los árboles, pero sus pupilas estaban contraídas de mirar el resplandor del fuego, y varias manchas brillantes danzaron ante sus ojos, desconcertándola.

¡Grimya, no!

Vio cómo la loba intentaba saltar hacia adelante y corrió hacia ella; la sujetó por el cogote y la echó hacia atrás. Entonces Agnethe lanzó un grito y una docena o más de hombres montados en chímelos surgieron de la negra maraña de la vegetación.

—¡Jessamin!

La Takhina empezó a aullar como una demente y se arrojó en dirección al cesto. Se abalanzó a gatas, lo tomó entre sus brazos y se puso en pie tambaleante. Unas voces masculinas empezaron a gritar en una lengua desconocida mientras Agnethe comenzaba a correr enloquecida en la dirección al oasis, y algo silbó en el aire con un zumbido maligno y siseante que sonó terriblemente familiar a los oídos de Índigo. El arquero erró el blanco y se escucharon más gritos; Índigo vio cómo una figura era derribada de su montura por uno de sus compañeros, luego otro hombre había saltado ya de su silla y corría tras Agnethe. Oyó gritar a la Takhina cuando éste la alcanzó y la arrojó al suelo, y el débil berrido de protesta del bebé al tumbarse el cesto.

Índigo sacó su cuchillo con un rápido movimiento mientras la rabia y el temor estallaban en una terrible confusión en su mente. Se lanzó hacia adelante sin detenerse a pensar, empujada por el deseo de ayudar a Agnethe, y otros tres hombres surgidos de la oscuridad le cerraron el paso, Índigo se detuvo en seco. Jadeante, esgrimió el cuchillo en alto, pero entonces Grimya giró en redondo con un gruñido, y se dio cuenta de que había más soldados a sus espaldas, atrapándola.

Índigo se volvió muy despacio. La luz de la hoguera caía sobre sus asaltantes, les daba un misterioso resplandor e iluminaba las armas que apuntaban a su estómago. Con una extraña sensación de vértigo, Índigo reconoció las delgadas formas metálicas, las cuerdas tensas y las pesadas saetas listas. Eran ballestas. Conocía muy bien su mortal precisión y su eficiencia, ya que la ballesta había sido siempre su arma favorita. Y éstas eran enormes, bestiales, letales. No tenía la menor esperanza contra ellas.

Uno de los guerreros sonrió y, apuntando todavía con la ballesta sujeta en una sola mano, le hizo señas. Grimya gruñó, pero él la ignoró y volvió a hacerle señas para que se acercara, esta vez más imperiosas, Índigo no se movió. Oía sollozar a Agnethe, pero el sonido parecía provenir de otro mundo y no podía relacionarse con él. Miró atenta el arco, luego muy despacio, consciente de que un movimiento malinterpretado podía significar una saeta en el pecho, empezó a bajar el cuchillo. Su movimiento fue, al parecer, demasiado lento para el gusto del soldado, ya que de repente éste se abalanzó hacia ella como si fuera a arrebatarle el arma de la mano, y Grimya, incapaz de controlar sus instintos, lanzó un furioso y retador gruñido y saltó hacia su cuello.

¡Grimya, no! —chilló Índigo, aterrorizada, pero fue demasiado tarde.

El peso del cuerpo de Grimya derribó al hombre y éste cayó al suelo, agitando los brazos en el aire, con la enfurecida loba sobre él. Sus compañeros corrieron en su ayuda e Índigo se arrojó, también, en medio de la refriega, intentando frenética llegar hasta Grimya y arrastrarla fuera de allí antes de que le hicieran daño. Algo —un codo, un hombro, no supo el qué— se clavó en su cuerpo, y le hizo perder el equilibrio, y cayó cuan larga era en medio de un revoltijo de pies enloquecidos. Antes de que pudiera intentar incorporarse, una bota le dio en la sien, aturdiéndola; por entre una neblina de náuseas su cerebro registró los sonidos de un ruido sordo y el gañido de un animal; luego unas manos fornidas la sacaron de la confusión y la arrojaron sin miramiento contra el duro suelo.

Debía de haber estado inconsciente durante algunos minutos, ya que cuando recuperó el sentido la reyerta había finalizado. Mientras el mundo volvía a recuperar su nitidez ante sus ojos, Índigo escuchó el sordo murmullo de voces a poca distancia en el que destacaba el sonido de una mujer que sollozaba. Agnethe... pero ¿qué había sido de la criatura? Y Grimya...

De repente recordó el gañido que había escuchado, y el pánico se apoderó de ella.

«¡Grimya!», llamó en silencio, luchando por superar la vertiginosa inercia de su cabeza. «Grimya, ¿dónde estás?»

«Estoy... aquí. Me golpearon.»

El mensaje de respuesta de la loba sonaba muy débil, pero con gran alivio por su parte Índigo escuchó la soterrada indignación que le indicaba que Grimya estaba ilesa.

«Han atado mis patas», dijo Grimya. «No puedo ir hasta ti. Índigo, ¿estás bien?»

«Sí.»

Los soldados podían haberlas matado a las dos fácilmente, pensó: el hecho de que estuvieran relativamente ilesas debía de ser una buena señal.

«No te resistas a menos que intenten hacerte daño», añadió Índigo. «Me parece que será mejor esperar y ver qué quieren de nosotras.»

Antes de que Grimya pudiera contestar, una sombra arrojada por la luz de la hoguera cayó sobre Índigo, y comprobó que dos de los hombres habían visto cómo despertaba y estaban ahora de pie junto a ella. Uno de ellos le habló, pero aunque captó la nota interrogante de su voz no conocía el idioma, y sacudió la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre refunfuñó impaciente, y unas manos se extendieron para tirar de ella y ponerla en pie. Todavía mareada y sintiendo náuseas, intentó contener las ganas de vomitar mientras la conducían hacia los chimelos que estaban reunidos bajo los árboles.

El ataque, por lo que parecía, había sido tan eficiente como veloz, y los guerreros estaban dispuestos para partir. Agnethe, callada ahora, estaba sentada delante de uno de los soldados sobre la montura de éste; a Índigo le pareció que estaba atada pero no pudo estar segura. Un segundo jinete llevaba el cesto de la criatura entre sus brazos, con gran cuidado, pero Índigo no pudo ver la menor señal de Grimya.

Se revolvió hacia sus capturadores, olvidando en su furia y su temor que no podrían comprenderla.

—¿Dónde está Grimya? —inquirió en su propia lengua—. ¿Qué le habéis hecho?

Los hombres intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros, e Índigo maldijo en voz baja.

—Animal —dijo, cambiando al idioma khimizi en la esperanza de que pudieran comprenderla—. ¡Perro! ¡Mi perro! —E intentó liberar sus brazos para imitar a una criatura de cuatro patas.

Uno de los soldados la sacudió para detener su forcejeo, pero el segundo comprendió y sonrió. Señaló en dirección a otro chimelo, e Índigo vio un bulto gris atravesado sobre la silla del animal. A Grimya la habían atado como si se tratase del trofeo de un cazador. Le habían quitado toda su dignidad, y la cólera de Índigo reapareció. Pero antes de que pudiera dar rienda suelta a su furia sobre sus capturadores, la voz mental de Grimya resonó en su mente.

«No, Índigo. Recuerda lo que me dijiste, y no hagas nada aún.»

Índigo reprimió su arrebato con un esfuerzo y se obligó a relajarse. Aparte de la dignidad, ni ella ni Grimya estaban bajo una amenaza inmediata, y por lo tanto se sometió en silencio mientras los dos soldados la conducían a su propio chimelo y, una vez hubo montado, ataban sus manos al pomo de la silla. Colocaron a los animales en hilera, y su mirada se cruzó con la de Agnethe por un breve instante antes de que se separaran. El rostro de la Takhina era una máscara hermética y desdichada y no hizo el menor intento por hablar; pero cuando empezaron a ponerse en movimiento se produjo un pequeño disturbio en la cabeza del grupo. Un chimelo se apartó lateralmente de la fila, como si algo lo hubiera asustado, e Índigo oyó lanzar a Agnethe un grito acusador:

—¡Traidor!

Sólo pudo ver por un instante al jinete del chimelo descarriado, pero fue suficiente. Un joven, cuyo rostro quedaba desfigurado por una herida de espada que justo ahora empezaba a cicatrizar, que mantenía el cuerpo encorvado y a la defensiva. Y cuyos cabellos y piel poseían el inconfundible color miel de un aristócrata khimizi.

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