CAPÍTULO 14


Phereniq se levantó del lugar que ocupaba en la larga mesa y echó los hombros hacia atrás, presionando unos lejos experimentados contra su columna vertebral para aliviar el dolor. El único sonido que se escuchaba en la habitación era el del desigual chisporroteo de las lámparas, que ardían tenuemente pues necesitaban que se las volviera a llenar; también al otro lado de la habitación el palacio estaba en silencio, y el reloj de arena situado en el . entro de la mesa hacía mucho rato que había completado su ciclo sin que ninguna mano le diera la vuelta. Debía de ser muy tarde; en bien de su propia salud hubiera debido irse a la cama hacía ya rato, pero había tantas cosas que poner al corriente, tantas pequeñas cuestiones que exigían su atención personal después de la sesión del Consejo de hoy... Se prometió a sí misma que dormiría hasta muy tarde como compensación.

Empezaba a recoger sus gráficos y cálculos, colocándolos por orden meticuloso, cuando se sobresaltó al oír unas pisadas a su espalda. Se volvió y vio que Augon había penetrado en la habitación, en silencio como tenía por costumbre, y ahora la contemplaba con una leve sonrisa en el rostro.

—Ah, Phereniq. De modo que eres tú el misterioso conspirador que trabaja hasta altas horas de la noche, mientras el resto de nosotros descansa en el cómodo lecho.

Hila desvió los ojos.

—Tengo mucho trabajo, mi señor, como muy bien sabéis. Y puesto que nuestros más recientes esfuerzos han estado dedicados a librar a la ciudad de estas plagas, hay muchas otras cosas que se han visto descuidadas.

—En efecto; y como siempre, estoy en deuda contigo.

Cruzó la habitación y posó sus dedos ligeramente sobre la nuca de ella, allí donde sus cabellos estaban sujetos en una cola. Phereniq sintió cómo los dedos de él se enredaban en un mechón suelto, y se puso rígida ante la ambigüedad que aquella sensación provocó en ella.

—Lo hemos hecho muy bien —repuso Augon en tono práctico—. Las fiebres y esas malditas serpientes del puerto han desaparecido, y todo en el espacio de menos de dos meses.

Ella se aferró agradecida al cambio de humor; la llevaba a terreno más firme.

—Fue vuestra idea lo que lo consiguió, mi señor. Hacer traer a esos animales del desierto para que rastrearan y mataran a las serpientes fue un golpe maestro, por el que toda Simhara os ensalza.

—Y fueron tus augurios los que me condujeron a la solución. Eso, y el ejemplo dado por nuestra heroína de cuatro patas.

—Grimya es una criatura de muchas aptitudes.

—Como su dueña. ¿Sabes, querida vidente, que los trovadores han compuesto una canción sobre ellas? Se ve que está causando estragos en el barrio occidental.

Phereniq percibió un olor a perfume en la piel de él. La embriagadora esencia de flores que utilizaba la favorita actual de su serrallo... Ello le produjo un curioso hormigueo, una punzada de relampagueante y celoso dolor.

—Cuando los servicios de Índigo ya no sean necesarios aquí, creo que le ofreceré una buena recompensa —continuó Augon—. Algo de tierra; quizá un título. Imagínate: una mujer a la que se le otorgan tales honores por sí misma. Herirá el sentido del decoro khimizi y tomará al asalto las murallas de unas cuantas tradiciones pasadas de moda, y eso no será una mala cosa. Aunque para entonces, claro está, puede que la idea resulte superflua.

—¿Superflua? —Phereniq arrugó la frente.

—Quiero decir, querida mía, que cuando Leando Copperguild regrese, Índigo puede que tenga otros planes.

—¿Estáis enterado de su relación?

Se sintió sorprendida, pero sólo por un instante, hasta que recordó que muy pocas cosas en palacio escapaban por mucho tiempo a su atención.

—Claro que sí. Es muy conmovedor.

Phereniq vaciló, dudando de si efectuar o no la pregunta que flotaba en su mente. Luego decidió que nada tenía que perder por utilizar la franqueza.

Se volvió para mirar a Augon, y aspiró con fuerza.

—Mi señor, ¿por qué no hacéis volver a Simhara a Leando Copperguild? Él y su tío han sido vuestros embajadores durante ya más de tres años, y han demostrado su valía a vuestro servicio...

—Que es por lo que se los escogió.

—Sí. Pero cuando existen otros lazos... Leando es joven aún, con toda la vida por delante. E Índigo..., ella no dice nada, pero yo sé que anhela su regreso. Si queréis recompensarla, mi señor, no se me ocurre mejor regalo que pudierais hacerle.

—¡Ah, Phereniq! —Augon le sonrió—. Tu súplica me conmueve, y no desearía otra cosa que complacerte accediendo a ello. Pero sabes que no puedo. Tal y como has dicho, Leando y su tío han demostrado su valía a mi servicio; tanto, de hecho, que actuaría en contra de los mejores intereses de Khimiz si hiciera volver a cualquiera de ellos antes de que hubieran completado su tarea.

Las esperanzas de Phereniq se esfumaron. Bajó los ojos y asintió.

—Desde luego, mi señor. Comprendo.

—Estoy seguro de que una mujer de tantos talentos como Índigo podrá encontrar diversiones suficientes como para hacer la espera soportable. Además, también tiene a la Infanta para ocuparla. —Se interrumpió, y avanzó despacio lacia la mesa para contemplar los gráficos que Phereniq había amontonado—. Esa niña crece en belleza cada día. Tengo entendido que está aprendiendo a escribir, y que la primera palabra que escribió sin ayuda fue «Takhan». Eso me resulta muy agradable.

Phereniq volvió la cabeza hacia otro lado.

—También tengo entendido que sus pesadillas han disminuido —prosiguió él—. Aparte de un extraño incidente el mes pasado, cuando resulto estar tan asustada de los animales que mataban a las serpientes que soñó incluso con ellos, no ha vuelto a padecer terrores nocturnos. Eso, también, me agrada. Temí que el desagradable incidente de su fiesta de cumpleaños tuviera un efecto permanente.

Phereniq no hizo el menor comentario. También ella se sentía aliviada de que las pesadillas de la Infanta hubieran disminuido; pero mientras que Jessamin parecía ahora libre de ese particular tormento, no era ése su caso. No le había hablado a nadie de sus sueños, que se habían iniciado un mes antes de aquella fatídica celebración, y sus esfuerzos por analizarlos o incluso descubrir su causa habían fracasado hasta ahora. El patrón era parecido al de la oleada de pesadillas que había experimentado unos pocos años antes; y sospechaba que, al igual que entonces, no era ella sola quien las padecía. Hild le había contado en secreto que Índigo había empezado a gritar en sueños durante la noche, como si desafiara o se enfrentara a algún temible adversario. Y, por si esto fuera poco, últimamente había empezado a pedir más a menudo nuevas dosis de los polvos que utilizaba en su narguile. No era, desde luego —pensó Phereniq—, un augurio muy saludable.

Inmersa en sus propios pensamientos, no vio cómo Augon se acercaba de nuevo a ella, y se sobresaltó cuando la mano de él se posó sobre su hombro.

—Estás muy silenciosa, querida adivina. ¿Te preocupa algo?

—No. —Sacudió la cabeza en rápida negativa—. Sólo estoy cansada, mi señor.

—Entonces no te entretendré por más tiempo. Vete a la cama y toma una de tus panaceas para asegurar tu descanso. No necesito nada más de ti esta noche.

—¿Nada...? —Se le escapó antes de que pudiera reprimirse, y se sintió avergonzada.

—Nada. —Le sonrió, y ella lo odió por el compadecido y divertido afecto que expresaba su voz—. Dale a esos viejos y sabios huesos unas cuantas horas de tregua.

El dardo —aunque no intencionado— la hirió, y volvió la cabeza a un lado, sin mirarlo de nuevo mientras se apartaba de ella para dirigirse a la puerta. Una voz en su interior le preguntó: ¿Por qué? ¿Por qué he...?, pero la atajó, la obligó a desaparecer de su mente. Había lágrimas en sus pestañas aunque se odió a sí misma por aquella debilidad, y se las seco con un gesto furioso. En su habitación guardaba una resina negra que le aseguraría un sueño total y sin pesadillas. Muy pocas veces la utilizaba, y sabía que la dejaría incapaz de hacer nada a la mañana siguiente, pero no le importó. Le tomaría la palabra a Augon, pensó con amargura, obedecería su orden de que descansara de la misma forma en que le obedecía en todo lo demás. Era una respuesta infantil y un triste consuelo, pero ora todo lo que tenía.

Apagó las lámparas, y abandonó la habitación despacio y un poco envarada.

Al año siguiente las fiebres regresaron otra vez al distrito del puerto, aunque no fueron tan malignas esta vez, y produjeron menos víctimas. De nuevo, también, las pesadillas empezaron a invadir las mentes dormidas a medida que avanzaba la primavera, y sólo disminuyeron con la llegada del verano. En el palacio, se escucharon secretos suspiros de alivio, y pociones y soporíferos de uso reservado volvieron a dejarse de lado en silencio y con satisfacción a medida que las pesadillas —cada una característica de aquel que la padecía— empezaban a soltar a sus presas. Nadie sabía de la existencia de esta pequeña epidemia, ya que, cosa curiosa en Khimiz que era tan aficionado a los portentos, las víctimas de aquellos sueños no se sentían inclinadas a revelar sus experiencias a un vidente, o ni siquiera a comentarlo con sus más íntimos amigos.

En su habitación de pesados cortinajes donde guardaba sus miles de gráficos, Phereniq quemó incienso en honor de la Madre del Mar como agradecimiento por haberse librado de los horrores nocturnos, guardó la negra resina que había estado utilizando cada vez con más frecuencia, y se bebió una pócima purgante que eliminaría los efectos narcóticos en su sangre y reduciría el peligro de adicción. Jessamin empezó a dormir profundamente otra vez, llenando de sentido agradecimiento al mago-doctor Thibavor, quien cinco días antes había llevado una ofrenda al Templo de los Marineros con la esperanza de que esto tendría éxito allí donde sus panaceas habían fracasado. Incluso Hild descubrió que su inquieto sueño dejaba de verse atormentado por imágenes monstruosas; y en la opulencia de los aposentos privados del Takhan, Augon Hunnamek despidió a la procesión de mujeres agotadas por las exigencias sexuales que eran su único alivio frente a las opresivas pesadillas, y pasó su primera noche de tranquilidad a solas. Mientras que en casa de su abuela, Luk Copperguild no soñaba, pero a menudo permanecía despierto durante las calurosas horas de la noche en las que no soplaba ni un ápice de viento, con los ojos clavados en el mar que se veía por su ventana, donde la luna flotaba distante e inalcanzable en un cielo negro como boca de lobo, y pensaba en un padre que apenas recordaba, y en unos cabellos dorados y una sonrisa que eran como un rayo de luz, y sentía una sensación de desasosegado anhelo que era demasiado joven para comprender, pero que sin embargo era como el fuego del éxito y el hielo del fracaso y la oscuridad sin estrellas de la desilusión, todo en uno. Y en las habitaciones que lindaban con las de la durmiente Infanta, Índigo ya no chillaba en sueños como un alma en pena, ni tampoco se despertaba temblequeante y atormentada por horrores sin nombre, que incluso Grimya no podía borrar. Al igual que Phereniq, al igual que Hild, al igual que tantos otros que callaban, no recordaba nada de sus sueños por la mañana al despertar. Todo lo que sentía era una embotada e inexorable sensación de temor que no podía quitarse de encima, y la convicción de que algo estaba terriblemente mal. Pero la tormenta aún no estaba lista para estallar. Y mientras la calma se mantuviera, dependía de los dos consuelos de su pacífica vida cotidiana y de su creciente colección de hierbas, polvos y cordiales, para mantener a raya sus temores y especulaciones.

El tiempo transcurría, y Jessamin crecía y florecía. A los seis años, poseía todavía el aspecto de muñequita de su niñez, pero debajo de él asomaban los primeros signos de momento tan sólo una promesa— de una belleza más adulta, y junto con ella una rara serenidad innata. Niña de carácter dulce, diligente y obediente, empezaba a mostrar ya un talento precoz para la música, y se pasaba interminables horas en el estudio del arpa de Índigo, con la frente arrugada con decidida concentración mientras arrancaba sencillas notas a sus cuerdas. A causa de su rango muchas actividades le eran vedadas; no podía vagar por la ciudad, no podía mezclarse libremente con otros niños, y los pocos amigos que tenía eran seleccionados con minucia.

A pesar de tantas restricciones, sin embargo, la Infanta parecía siempre contenta. Adoraba a Índigo, que era a la voz su compañera y maestra. Adoraba a Luk, que era de hecho el hermano que jamás había tenido. Y adoraba al hombre al que llamaba «chero Takhan», quien le hacía regalos y le permitía todos los caprichos y que, cada vez más a menudo ahora, venía a jugar y a reír con ella y a admitir sus logros. En su quinto cumpleaños, chero Takhan le había regalado una nueva piscina, mucho mayor que el pequeño oasis del patio que ya le había quedado pequeño. La pasión de Jessamin por la natación se mantenía constante: cuando se le entregó su regalo cubrió de besos el rostro de su benefactor, declarándolo el hombre más bueno, más querido y más amable del mundo, Índigo había estado presente en la entrega, y había vuelto la cabeza, ya que no quería que la expresión del rostro de Augon Hunnamek se grabara en su mente y pusiera en marcha las viejas ideas siniestras.

Y luego, en su sexto cumpleaños, chero Takhan le había entregado un anillo. Un anulo hecho de cinco metales preciosos perfectamente entrelazados, con cinco piedras preciosas engastadas que reflejaban los cinco diferentes estados de ánimo del mar: una esmeralda, un zafiro, un zircón, un ópalo, una piedra de la luna. Muy solemne, colocó el anillo en el dedo anular de la mano izquierda de Jessamin, y le dijo que a partir de aquel momento debería lucirlo siempre.

Índigo no sabía si Jessamin comprendía el significado del anillo. La Infanta sabía que estaba prometida a Augon Hunnamek, pero poseía tan sólo un infantil y simple concepto de lo que era el matrimonio; como si se tratara de un juego especial al que un día le permitirían jugar. Era demasiado joven para comprender la verdad.

Esa noche, Índigo tomó la resina negra que Phereniq le había dado, y durmió sin soñar en absoluto. Pero incluso sin las pesadillas para atormentarla, no podía escapar a la deprimente realidad de que, pese a que el día de la boda de Jessamin estaba aún lejano, el tiempo transcurría. Y finalmente, de una forma lenta, tranquila e inexorable, se les terminaría.

«Querido Leando:

«Esta es la primera carta que he podido escribirte durante bastante tiempo, ya que hasta ahora los cargueros no han empezado a zarpar otra vez del puerto de Simhara desde la epidemia de fiebre que se abatió sobre nosotros hace tres meses y nos puso en cuarentena.

»Puede que hayas tenido noticias de la epidemia y de sus consecuencias por boca de comerciantes de paso. Antes de que te hable más de ella, deja que te asegure que Luk está perfectamente; ni él ni la Infanta contrajeron la enfermedad, gracias sean dadas a la Madre, aunque muchos de los que habitamos en palacio sí la contrajimos. Tu abuela también escapó de ella, según tengo entendido, aunque no la he visto.

»Pero ha habido muchas muertes aquí, y, al igual que con las fiebres más benignas que se apoderaron del barrio occidental hace cuatro años, los magos-doctores no han podido hacer otra cosa que permanecer impotentes y contemplar su decurso. Todos estamos resignados a las pequeñas epidemias que asolan Simhara cada primavera, pero esta enfermedad, que se abatió sobre nosotros, como siempre, el mes anterior al cumpleaños de la Infanta, ha sido mucho peor de lo que habíamos esperado. Sólo podemos dar las gracias porque ya ha pasado al fin y estamos libres de la infección.

»El Takhan ha ordenado nueve días de duelo por los muertos, con ceremonias en todos los templos. Lo más probable es que yo no pueda asistir a ellas, ya que hace muy poco que me he levantado de mi lecho de enferma, y Thibavor me ha advertido que debo descansar todavía un poco.

»Por favor, perdóname si esta carta resulta breve. Volveré a escribir con más noticias cuando esté más restablecida. Entretanto, Luk te escribe también, y te confirmará que disfruta de buena salud si es que queda alguna duda en tu mente.

»Esperamos anhelantes tu regreso, y la llama de la esperanza sigue ardiendo.

»Con mis mejores deseos,

Indigo.-

La recuperación fue un proceso lento. No le quedaban energías, y en un principio no hizo más que dormir; incluso cuando esta fase pasó, su ánimo parecía reacio a recuperarse, faltaba la voluntad de mejorar. Y además de su debilidad física, había surgido otra cuestión que también era motivo de preocupación.

Karim, el mago convertido en buhonero, había desaparecido. Desde que se declarara oficialmente a la ciudad libre de las fiebres y la vida regresara a la normalidad, Grimya había empezado a visitar el puerto cada día para buscar al ciego en su acostumbrado lugar en la escalinata del Templo de los Marineros, y cada día informaba que no se lo veía por ninguna parte, Índigo, que sabía el gran número de víctimas que se había cobrado la enfermedad, temía lo peor; y cuando hubo transcurrido un mes y él seguía sin aparecer, se vio obligada a enfrentarse a la posibilidad de que Karim estuviese muerto. Ello la hizo sentir como si un vínculo vital con sus aliados se hubiera roto. La sensación era irracional, ya que no había tenido contacto con el buhonero desde la marcha de Leando; no obstante, no podía quitarse de encima la aterradora sensación de encontrarse de repente a la deriva y totalmente sola. El talento como vidente de Karim la había convertido, en muchos aspectos, en la columna vertebral de los conspiradores; sin él serían como hombres que pescaran en aguas oscuras y peligrosas, sin saber jamás qué clase de horror podía haber mordido su cebo.

Grimya, a pesar de sus propias aprensiones, intentó tranquilizarla lo mejor que pudo.

—Puede que esté vivo, Índigo —le dijo, cuando hubieron transcurrido treinta y tres días sin que supieran nada del mago—. No estamos seguras de lo contrario.... iré otra vez mañana.

—¿De qué sirve?

Índigo estaba tumbada en su lecho; a través de la ventana abierta contemplaba el patio iluminado por el sol. Se había servido una copa de vino, bien rociado con el cordial, pero apenas si tenía la fuerza necesaria para llevarse la copa a los labios. Pasada la fiebre, la fatiga era aún una compañía constante y parecía haber perdido la voluntad, tanto física como mental, para recobrar la energía.

—¿De qué nos sirve a nosotras, en realidad, que Karim esté vivo o muerto? —continuó sombría—. Sin Leando y sin Mylo, tampoco puede hacer nada. E incluso aunque regresaran mañana, ¿serviría eso de algo?

—¿Qué qui... eres decir?

Se produjo un largo silencio. Luego Índigo respondió:

—Ni tú ni yo podemos dañar a Augon Hunnamek, ni en su forma autentica ni en su forma humana. No tenemos aliados que convoquen poder para que lo utilicemos, como Jasker; ni siquiera tenemos con nosotras la fuerza física de Leando y Mylo. Pero aun cuando Leando y Mylo estuvieran aquí, ¿qué podrían hacer ellos? —Levantó por su copa y bebió un sorbo—. ¿Qué podría hacer cualquiera de nosotros contra un poder como ése?

Mientras lo decía, sabía la respuesta a su triste pregunta. Con o sin Leando y Karim, sólo había una cosa que ella y Grimya podían hacer. Debían aguardar en Simhara, Insta que

pudieran encontrar una forma de desenmascarar al demonio. Si ello les llevaba toda una vida, tampoco importaba; ellas dos ni podían envejecer ni cambiar. Y si Karim estaba muerto, y si —le horrorizaba la idea, pero no podía descartarla por completo— Leando no regresaba a Khimiz, entonces ella y Grimya deberían enfrentarse solas contra aquel poder maléfico, ya que hasta que no fueran destruido no podían seguir adelante.

Volvió la cabeza y apretó el rostro contra los blandos almohadones sobre los que se recostaba. No quería seguir pensando en demonios ni en obligaciones; todo lo que deseaba era darle la espalda a la dura realidad, abortar cualquier pensamiento sobre el incierto futuro, encerrarlo en lugar seguro y escapar al refugio que le ofrecía el sueño inducido por las drogas: su único consuelo desde el mino de la enfermedad.

—No hablemos sobre ello ahora —dijo—. Estoy cansada, Grimya, la verdad es que necesito dormir un rato.

Grimya la contempló durante unos pocos instantes, luego se dio la vuelta y salió al patio, desconsolada. Aunque intentaba comprender el letargo y la depresión que habían aquejado a su amiga desde las fiebres, se sentía perdida y le preocupaba que los efectos duraran tanto. Pero parecía como si nada de lo que pudiera decir o hacer sirviera de ayuda a Índigo.

El sol quemaba, y se reflejaba con cegador brillo en la superficie del estanque. Grimya se detuvo, y clavó los ojos en las tranquilas aguas mientras consideraba la pregunta que había hecho Índigo. ¿Cómo podían albergar la esperanza de triunfar contra Augon Hunnamek, con tan solo mis fuerzas mortales para ayudarlas? Parecía tan vano como intentar cazar y matar el viento, y Grimya no poseía respuestas.

Alzó el hocico repentinamente, sintiendo la necesidad de aullar su triste confusión al cielo. Su garganta y su pecho temblaron; pero el sonido murió antes de surgir. No podía dar rienda suelta a sus sentimientos, no en esta tierra civilizada y atestada de gente en la que muros elevados la encerraban y presencias humanas la limitaban: y el aullido se convirtió en un suave lloriqueo.

Volvió la cabeza hacia la ventana abierta, pero no pudo ver a Índigo. Vaciló por un instante; luego, con la cabeza gacha, se dirigió despacio y en silencio hacia los matorrales situados en un extremo del patio, donde las hojas eran frescas y húmedas y podía simular, aunque fuera sólo por poco tiempo, que había regresado a los queridos bosques de su hogar.

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