CAPÍTULO 17


—¡Todavía no puedo creerlo! —Macee golpeó con su copa sobre la mesa e hizo que cuchillos y platos se pusieran a bailar y también que se volvieran varias cabezas en la atestada taberna—. ¡Diez años y tienes exactamente el mismo aspecto! —Lanzó un cloqueo, y tiró de un mechón de los cabellos de Índigo—. ¿Dónde están las nuevas canas, eh? No como yo: ¡cinco temporadas más y tendré todos los cabellos blancos, y tengo tantas líneas en el rostro que le produciría pesadillas a un cartógrafo! —Tiró hacia abajo de la piel de su rostro con la ayuda de dos dedos, torciendo su expresión de forma cómica—. ¡Fíjate en esto! Así que vamos, ¿cuál es el secreto? ¿Dónde está esa fuente de la eterna juventud que le ocultas a la vieja Macee?

Índigo vació su copa, y no protestó cuando Macee volvió a llenar las dos. Ambas habían bebido una buena cantidad de vino, pero la capacidad de aguante de Macee para la bebida era legendaria, mientras que Índigo, como parecía suceder siempre últimamente, había permanecido totalmente sobria.

Hasta ahora no había habido posibilidad de discutir la cuestión que precisaba ser atendida con urgencia. La hospitalidad davakotiana no se ofrecía jamás a la ligera y no era aconsejable rehusarla; de modo que, cuando tras los primeros incrédulos saludos Macee había insistido en celebrar su reencuentro en una de las mejores posadas del puerto, Índigo no había vacilado en aceptar. El resto de la tripulación del Kara-Karai se había unido a ellas durante la primera hora, pero habían regresado a su visita de la ciudad y dejado solas a las dos amigas. Macee quería saberlo todo sobre la vida de Índigo en Simhara, y hubo gran cantidad de chanzas bien intencionadas sobre la riqueza y la debilidad y las elecciones fáciles. Pero la vieja llama de la camaradería seguía allí, e Índigo se sentía optimista sobre las probabilidades de conseguir su ayuda.

Sólo deseaba que Macee no siguiera refiriéndose al hecho de que no había envejecido. Resultaba evidente que la menuda mujer estaba desconcertada; cada dos por tres introducía una sutil pero exploratoria pregunta, y aquellas constantes referencias empezaban a poner nerviosa a Índigo.

—La verdad es que estás hecha un palo —observó Macee, después de tragarse la mitad del contenido de la copa que acababa de llenarse de un solo trago—. ¿Qué te dan de comer en ese palacio?, ¿sesos de chimelo azucarados? —Se echó a reír ante la ocurrencia—. No me imagino a Grimya aceptándolo de buen grado. ¿Adonde ha ido, por cierto?

Índigo había visto cómo la loba se escabullía discreta por la puerta pocos minutos antes; el ruido, los olores y la sensación de confinamiento de la taberna no le gustaban nada.

—Regresará cuando le parezca —respondió.

El posadero se acercó a su mesa en aquel momento, pizarra en mano, para preguntarles si querían algo de comer. Tras considerarlo detenidamente, Macee pidió comida suficiente para satisfacer a la mitad de la tripulación de un barco, y cuando se la trajeron empezó a comer con voracidad, instando a Índigo a hacer lo mismo, Índigo no tenía hambre —Macee había estado en lo cierto al decir que estaba delgada, ya que últimamente apenas si tenía apetito— pero hizo un esfuerzo, y durante un rato, el silencio medió entre ambas.

Por fin Macee se echó hacia atrás en su silla, se limpió la boca y lanzó un sonoro y satisfecho suspiro.

—Lo necesitaba. —Sonrió a Índigo, sentada al otro lado de la mesa—. Tres meses en el mar, y uno acaba por olvidar el sabor de la auténtica comida. Y del auténtico vino. — Levantó la botella, descubrió que estaba vacía, y la volvió a dejar sobre la mesa encogiéndose de hombros con resignación—. Así pues, vieja amiga, ¿no podré persuadirte de que abandones tu sinecura y navegues de nuevo en el Kara-Karai, ¿ni por los viejos tiempos?

Índigo sonrió, pero su corazón se aceleró. Ésta podía ser su oportunidad para sacar el tema a colación.

—No lo creo —replicó—. Pero si hablamos de los viejos tiempos, Macee, hay algo que quería pedirte.

—Pide. —Macee introdujo un último pedazo de pan en su boca y lo masticó con aire satisfecho—. Bueno —añadió con la boca llena—. Es una comida muy buena. Y este vino de Simhara, de entre los mejores que he probado jamás. ¿Sabes?, empezaba a pensar que iría a reunirme con la Madre del Mar sin haber conseguido jamás ver esta ciudad con mis propios ojos. Y el Templo de los Marineros... —Meneó la cabeza, con perplejidad—. Es tal y como dijeron que sería, y más. Pero claro, no necesito decírtelo, ¿verdad? —De repente su sonrisa se volvió maliciosa—. ¿Dijiste alguna vez esa plegaria por mí en el templo?

Índigo le devolvió la sonrisa.

—Claro que lo hice. En mi primera visita.

La davakotiana lanzó una risita.

—No debería haberlo preguntado. Siempre supe que podía confiar en ti.

—Entonces, ¿confiarás de nuevo en mí? —inquirió Índigo.

Macee notó el cambio efectuado en su voz, la tensión soterrada. Calló, y una ligera mueca reemplazó a su sonriente expresión.

—Has dicho que querías pedirme algo, por los viejos tiempos. ¿Quiere esto decir que es algo serio?

—Sí. —Los ojos de Índigo se encontraron con su franca mirada durante un momento, luego los bajó hacia el plato de comida apenas tocada—. Lo siento, Macee. Éste no es el momento ideal, nos acabamos de encontrar después de todos estos años, y no quiero ensombrecer la celebración. Pero estoy desesperada.

—Adelante —dijo Macee en voz baja.

Índigo asintió, incapaz de poner en palabras la gratitud que sentía por la rápida evaluación y reacción de la menuda capitana.

—Necesito tu ayuda —empezó, bajando la voz—. Tengo que enviar un mensaje a las Islas de las Piedras Preciosas, y no me atrevo a enviarlo por el sistema normal. Es algo vital, Macee; cuestión de vida o muerte... —Se interrumpió al darse cuenta de lo estúpidamente melodramáticas que sonaban las últimas palabras; pero Macee seguía observándola con atención.

—¿Tu vida? —preguntó.

—No. —Índigo no pensaba mentir sobre eso—. No la mía. No puedo explicarte los detalles; pero... hay un hombre en las Islas de las Piedras Preciosas, un khimizi; es el embajador personal del Takhan. Es imprescindible que él y otros dos regresen a Simhara inmediatamente, pero también lo es que nadie más sepa que regresan. Si el Takhan descubriera...

—Espera. —Macee alzó de repente ambas manos, las palmas hacia afuera—. Si esto es un complot político, entonces no quiero oír nada más. La política y mi oficio no se mezclan bien, ¡y no tocaría ese tipo de intrigas ni con un arpón dos veces mayor que yo!

—No es eso. —Índigo meneó la cabeza con energía.

—¿Qué, entonces? ¿Algo personal?

Índigo se mordió el labio. Aquello estaba tan cerca de la verdad como ella se atrevía a admitir; tan cerca como la tozuda Macee estaría dispuesta a creer.

—Sí —dijo—. Pero no puedo decirte más que eso. Macee...

—¿Índigo?

La nueva voz la sobresaltó, y al volverse deprisa derramó casi lo que quedaba de su vino.

Luk estaba junto a su mesa, con Grimya a su lado. Su mirada se deslizó indecisa hacia Macee para luego regresar a Índigo, y les dedicó una formal y ligeramente torpe reverencia.

—Lo siento. No me di cuenta de que estabas acompañada.

—Luk, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Índigo.

El muchacho se encogió de hombros, intimidado.

—He bajado al puerto a... —no se decidió a decir «a buscarte», de modo que mintió—: A ver los barcos. Entonces he visto a Grimya.

«No he podido esquivarlo», comunicó Grimya. «Lo siento, Índigo.»

«No importa.»

Macee miraba a Luk con fijeza, se dio cuenta Índigo, y había una expresión peculiar en su rostro. No podía explicarlo, no ahora, de modo que dijo al muchacho:

—Luk, estoy un poco ocupada en este momento. ¿Por qué no me esperas fuera?

El muchacho adoptó una expresión dolida.

—Pero...

—Por favor, Luk. ¿Lo harás por mí?

«Yo iré con él», dijo Grimya. «Pero, Índigo...»

«Te lo contaré todo más tarde, cariño. Pero no quiero que Luk lo oiga.»

El muchacho se fue, aunque claramente nada feliz al verse despedido. Cuando él y Grimya hubieron desaparecido, Macee se volvió hacia Índigo.

—¿Quién es esa criatura?

Se produjo un silencio. Luego Macee preguntó de nuevo:

—¿No será tu hijo?

—No.

La pequeña capitana se relajó visiblemente, y lanzó una carcajada no exenta de cieno embarazo.

—Perdona; eso fue una tontería. Puede que no sepa mucho sobre niños, pero incluso yo debiera de haberme dado cuenta de que es demasiado mayor. —Entonces su rostro recobró la calma—. Pero él tiene que ver con esto, ¿no es así? Llámalo intuición; simplemente lo percibo.

Índigo vaciló por un instante, luego asintió.

—Sí. Su padre es uno de los hombres con los que necesito ponerme en contacto.

Una vez más se produjo un silencio. Macee jugueteaba con un cuchillo, su expresión era pensativa pero aparte de esto inexcrutable. Por fin levantó los ojos y dijo:

—Índigo, tengo que pensar en mi tripulación. Tenemos programado escoltar un convoy hasta Scorva dentro de tres días, y...

—Puedo pagarte —interpuso Índigo—. No lo que ganarías con ese trabajo, pero...

Macee soltó una obscenidad en davakotiano.

—No estoy hablando de dinero, cerebro de arenque. Me conoces muy bien para eso. Hablo de reputación. Oye —acercó su asiento más a la mesa y se inclinó hacia adelante—, quiero que me mires a los ojos, y me digas que si acepto hacer lo que me pides, no me encontraré enredada en algo ilegal, deshonroso, o que pueda llevarme a mí y a mi barco ante las autoridades de Simhara. Eso significa nada de conspiraciones, nada de contrabando, nada de trabajo sucio. ¿Bien?

Índigo miró fijamente los brillantes ojos de la mujer y respondió:

—Lo juro. No hay necesidad de ningún subterfugio. Todo lo que pido es que no menciones a nadie la carta que quiero que lleves.

—¿Y no habrá nada en la carta que vaya en contra de los intereses de Khimiz ni de cualquier otro país?

—Nada —confirmó Índigo con gran énfasis—. La verdad... es que podría resultar vital para Khimiz, y muchas otras cosas, además.

Macee lo meditó durante unos segundos. Luego, bruscamente, asintió con la cabeza y golpeó con la palma de la mano sobre la mesa.

—De acuerdo. Acabas de cerrar un trato.

Índigo se sintió inundada por una oleada de alivio; sintió cómo todo su cuerpo temblaba ante aquella tremenda sensación de haberse librado de un gran peso.

—Macee, no sé cómo darte las gracias... —empezó.

—No me des las gracias: nunca he sabido a dónde mirar cuando la gente empieza a expresar su gratitud. Y no me preguntes por qué he aceptado hacerlo; puede que sea por los viejos tiempos, o quizás es por otra cosa. —Lanzó una rápida mirada en dirección a la puerta de la posada—. Ese chico, ¿Luk lo has llamado? Me da la impresión de que esto es muy importante para él a la vez que para ti... ¡Ah, me vuelvo blanda! Puede que empiece a chochear antes de tiempo. No pretendo saber de qué va todo esto, Índigo, pero estoy dispuesta a confiar en ti. Y debido a eso, estoy dispuesta a nacer más que simplemente actuar de mensajera. ¿Quieres que esos amigos tuyos regresen a Simhara, no es eso?

—Sí.

—Entonces, si es tan urgente, y si están dispuestos a confiarse a mi cuidado en un viaje por mar, yo misma los traeré de regreso.

Índigo apenas si podía creer en su buena suerte. No se habría atrevido a pedirle algo así a Macee —una imposición era más que suficiente—, pero esta oferta era la respuesta a sus plegarias. Sólo el temor de atraer la atención de los otros clientes de la taberna le impidió arrojar sus brazos alrededor de la pequeña davakotiana y abrazarla.

—¡Muy bien! —Macee golpeó la mesa de nuevo—. Entonces tengo cosas que hacer. Hay otro barco davakotiano en el puerto y sin nada que hacer; le pasaré el encargo del convoy; a porcentaje, desde luego. —Sonrió, su mueca recordó la sonrisa de un tiburón—. El Kara-Karai zarpará con la marea de mañana por la mañana. De modo que lo mejor será que regreses a tus blandos divanes y a tus criados, y te pongas a escribir esa carta, ¿eh?

Índigo intentó darle las gracias, pero Macee hizo a un lado sus muestras de agradecimiento, aunque se sentía conmovida de forma evidente. También intentó convencer a su amiga de que cenara con ella aquella noche en palacio, pero Macee rehusó con energía. La realeza y los capitanes de barco no se mezclaban, dijo, añadiendo maliciosa que si en alguna ocasión podía saborear un poco de la gran vida podría verse tentada a seguir el ejemplo de Índigo y convertirse en un pescado de tierra firme. En lugar de ello, se encontraría con Índigo en el muelle a primera hora de la mañana siguiente.

Se despidieron en la puerta de la posada, y antes de alejarse para reunir a su tripulación, Macee se puso de puntillas y dio un sonoro beso a Índigo en cada una de sus mejillas, al mismo tiempo que le tiraba cariñosamente del pelo, Índigo la contempló alejarse, luego se volvió y se encontró a Luk y a Grimya esperándola.

Luk se acercó despacio, y la tensa expresión de desdicha que vio en sus ojos provocó en ella un sentimiento de culpabilidad. Le rodeó los hombros con su brazo.

—Luk, lo siento. No quería ser tan brusca contigo antes.

El muchacho sonrió, algo indeciso.

—No importa. De todas formas, ha sido culpa mía: no debiera haber interrumpido lo que hacías.

—Bien, lo que hacía ya está hecho ahora. ¿Regresamos todos a palacio?

Se pusieron en marcha recorriendo la ciudad. Luk no parecía inclinado a conversar, e Índigo aprovechó la oportunidad para transmitir a Grimya los detalles de su conversación con Macee. Cuando oyó lo que se había acordado, la loba meneó la cola con vivacidad.

«Ésta es una buena noticia», comunicó. «Deberíamos decírselo a Karim tan pronto como podamos. Se sentirá muy aliviado.»

—Índigo. —Luk, que no era consciente de la conversación que se celebraba entre las dos, empezó a hablar de repente—. ¿Quién era la señora con la que estabas? Parecía un marinero.

Índigo ajustó su mente a toda velocidad.

—Lo es —contestó al chico—. Su nombre es Macee, y manda una nave escolta davakotiana.

—¿Macee? —Los ojos de Luk, se iluminaron al recordar las historias que ella le había contado— ¿Del Kara-Karai, el barco en el que navegabas antes de venir a Khimiz?

—Ese mismo. Nos encontramos por pura casualidad, en el Templo de los Marineros. Ésta es su primera visita a Simhara.

Durante unos instantes Luk no dijo nada más. Luego:

—Índigo...

—¿Sí?

Su rostro estaba ruborizado, luego de repente las palabras salieron como un torrente.

—Macee no irá a las Islas de las Piedras Preciosas, ¿verdad? Porque... quería pedirte que escribieras a mi padre, porque es más probable que te haga caso a ti, y tú podrías explicarlo de forma correcta, y... —Se detuvo, tragó saliva y continuó—: ¡Quiero tanto que vuelva a casa!

Índigo dejó de andar y lo miró fijamente. Podía confiarse en él, pensó. Era lo bastante mayor, y lo bastante sensato, para compartir su secreto y no revelarlo involuntariamente. Y odiaba verlo tan triste. Era justo que lo supiera.

Se volvió para mirarlo cara a cara, y dijo:

—Luk, si te digo algo, ¿me prometerás que no le dirás una sola palabra de ello a nadie? ¿Ni a Jessamin, ni a Hild, ni siquiera a tu bisabuela?

El asintió, desconcertado pero con naciente interés.

—Lo prometo.

—Entonces tengo buenas noticias para ti. Macee que se dirige a las Islas de las Piedras Preciosas. Se va mañana. Y va a traer a tu padre de regreso a Simhara.

Luk se quedó como paralizado, y sus ojos se abrieron de par en par.

—Índigo... —Apenas si pudo pronunciar su nombre—, Índigo, ¿es... es eso realmente cierto? ¿Va a regresar papá?

—Sí, cariño. Regresa.

—Entonces, ¡oh, Gran Madre! —Y Luk arrojó los brazos alrededor de la cintura de Índigo y la abrazó con todas sus fuerzas—. ¡Regresa, regresa! —La soltó, mirándola al rostro con gran excitación—. Él lo impedirá, ¿verdad? ¿Él impedirá que el Takhan se case con Jessamin?

Índigo lo miró boquiabierta, anonadada.

—¿Qué has dicho?

Pero él seguía adelante, sin prestar atención a su sorpresa.

—Y entonces ella será libre. Y papá y el tío Mylo nos darán su bendición, y...

—¡Luk, espera! —Índigo lo cogió por los hombros—. ¿Qué quieres decir con su bendición? ¿Qué estás diciendo?

El muchacho le sonrió radiante, y en ese instante ella comprendió la verdad que había estado tan clara delante de ella, si tan sólo hubiera tenido la inteligencia de verla. Luk había adorado a Jessamin desde la infancia; y ahora que era, como él lo veía, casi un hombre, esa adoración se había convertido en algo más grande y profundo. Y sus ansiosas palabras, mientras la agarraba de las manos, eran la confirmación definitiva de lo que ella, en su ceguera, no había previsto.

Luk le dijo:

—Si Jessamin no tiene que casarse con el Takhan, entonces todo irá bien ¿verdad? ¡Y yo podré casarme con ella entonces, que es lo que siempre he querido hacer!

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