CAPÍTULO 23


—Y así, en el amado nombre y bajo la refulgente luz de la Gran Diosa, Reina del generoso mar, Progenitora de la buena tierra, Señora del firmamento benefactor, pedimos todo tipo de alegrías y bendiciones para estos tan devotos servidores de Su elección, y nos consideramos afortunados por nuestra parte ya que ellos nos alimentarán, guiarán y gobernarán fructíferamente y llenos de dicha iluminados por la sabiduría y los conocimientos de la Madre de todos nosotros.

Una cascada de sonido procedente de un centenar de diminutas campanas descendió de la enorme cúpula del templo al tiempo que trece muchachas, vestidas todas ellas con los colores irisados del mar, levantaban la antigua Red de oro que era, de los Tres Regalos de Khimiz, el símbolo de la Takhina, y, desperdigándose en un amplio semicírculo, se pusieron de puntillas para sostenerla sobre la cabeza inclinada de la menuda pero serena figura de pie entre ellas. La luz de un sinfín de lámparas caía sobre los sueltos cabellos color miel de la figura, que relucían como una cascada de fuego; los miles y miles de piedras preciosas que cubrían su vestido y la larga capa que se arrastraba por el suelo resplandecían también con fuerza, de modo que por un emocionante momento todo el cuerpo de Jessamin brilló como una estrella terrena. Muy despacio, se hizo descender la Red; en el momento en que tocó sus cabellos la Infanta se volvió con solemne dignidad para mirar a su nuevo esposo, magnífico en su traje de seda color verde cromo y azul cobalto, la personificación de un rey del mar, quien le tendió el Tridente de oro que le confería su poder y autoridad. Sus manos se tocaron, se cerraron la una sobre la otra; entonces Augon Hunnamek besó a su novia, primero en la boca, luego en cada uno de sus pechos en ciernes, luego en el estómago, y por fin en los desnudos pies cubiertos de anillos. Un acallado susurro lleno de emoción contenida recorrió el templo cuando los embelesados espectadores murmuraron su aprobación, y allá en lo alto, donde el altar en forma de barco J se elevaba iluminado por las lámparas, las enormes velas blancas se abombaron ligeramente como si musitaran su propia bendición sobre la escena.

En medio de los allí presentes, detrás de los nobles extranjeros pero ocupando un lugar de precedencia por encima de muchos nobles khimizi, Luk Copperguild permanecía rígido junto a su bisabuela y sentía cómo las lágrimas corrían por sus mejillas al tiempo que una profunda tristeza se apoderaba de él. Esto era el abandono definitivo. Su padre, que tan poco tiempo hacía que le había sido devuelto, se había marchado de nuevo y nadie quería o podía decirle a dónde, Índigo, la persona en quien más confiaba, no estaba allí. Y Jessamin, su adorada Jessamin, volvía su querido rostro hacia el hombre que había jurado amar y servir durante el resto de su vida, y quedaba totalmente fuera de su alcance. Tantas promesas rotas, tantas esperanzas hechas pedazos..., y todo lo que Luk sentía era un dolor amargo, muy amargo, ante la magnitud de la traición que lo corroía por dentro hasta el fondo del alma.

Inclinó la cabeza e intentó contener las lágrimas; aunque en realidad no le importaba si alguien se daba cuenta. Se sentía vacío, una cáscara, todo el amor y toda la confianza muertos en su interior. Tan vacío como los lugares donde debiera haber estado su padre, donde Índigo debiera haberse colocado, donde Phereniq tampoco estaba, faltando a este acontecimiento trascendental. No le preocupaba disimular su dolor y mostrarse adulto y estoico. Ya no importaba. Nada importaba ya. Lo único que deseaba era morirse.

Cuando Índigo despertó por segunda vez, la habitación estaba a oscuras. En un principio la penumbra la desorientó; pero al cabo de unos momentos comprendió que habían de haber pasado muchas horas desde que cayera m aquel forzado sueño. Era de noche, y el pánico se apoderó de ella al darse cuenta de lo que eso significaba.

¡Grimya! —Se sentó en la cama de un salto—. Grimya ¿dónde estás?

—¡Estoy aquí! —Un cálido hocico se restregó contra la mano que se movía a tientas—, ¿Índigo, es... tas bi... bien?

La muchacha vaciló. Quedaba un resto de náusea y se sentía débil; pero la cabeza ya no le dolía, y su visión era normal. Al parecer las drogas de Thibavor habían hecho bien su trabajo y se había recuperado. Pero su sueño se había visto plagado de pesadillas que ahora regresaban a su mente en fragmentos inconexos. Había soñado que volvía a estar en el desierto, con Agnethe y la pequeña Jessamin, y de nuevo Agnethe le había suplicado que huyera...

Y, de una forma tan repentina que fue como un choque físico, un antiguo recuerdo encajó por fin cuando las ultimas palabras que Thibavor le había dicho antes de que se durmiera se mezclaron con el sueño de Agnethe.

Grimya, ¿qué hora es? —El pánico hizo que su voz sonara aguda—. ¿Cuánto tiempo he dormido?

Los ojos de la loba lanzaron un triste destello.

—Es dem... masiado tarde —repuso en tono lúgubre—. Todo ha terminado.

—¡Oh, por la gran Diosa...! —Índigo se puso en pie torpemente—. ¿Sigue todavía la fiesta?

—E... eso creo —repuso Grimya—. Hay luces en la gran sala, y he oído mu... música.

Phereniq. Debía encontrar a Phereniq. Pero estaría en la fiesta, no podía llegar hasta ella...

—No está. —Grimya captó lo que pensaba—. Oí a una ... criada decir que no quería ir, y que está en su habitación.

Por un helado segundo, Índigo se quedó mirándola fijamente, esperanza y temor luchaban por obtener prioridad. Luego se dirigió hacia la puerta.

—Rápido, Grimya. —Maldijo los efectos secundarios del sedante que convenían sus movimientos en algo tan lento y torpe—. Debemos encontrarla... ¡Oh, he sido tan estúpida!

Grimya salió deprisa tras ella mientras la muchacha abandonaba la habitación, tambaleante. Los pasillos del palacio estaban iluminados pero vacíos: todo el mundo, desde el ministro de mayor importancia al más humilde de ; los sirvientes, tenía un papel que desempeñar en la fiesta de la boda, y no había nadie por allí que pudiera ver y hacerse preguntas ante el vacilante avance de Índigo mientras ésta y Grimya se dirigían hacia los aposentos de Phereniq. Por las ventanas penetraban los lejanos sones de la música; su acicate junto con el aire más fresco de los pasillos disipó los restos del sopor de Índigo, y al llegar a la puerta de la astróloga golpeó con fuerza y urgencia. Se veía luz por debajo de la puerta; una sombra la atravesó pero nadie contestó a la llamada, Índigo giró el pomo y empujó, pero la puerta no se abría; la palanca del otro , lado estaba bajada y la madera se movió sólo un centímetro antes de resistirse..

—¡Phereniq! —siseó Índigo, con fuerza, a través de la; rendija—. Phereniq, soy Índigo, tengo que verte. ¡Abre la puerta!

Las orejas de Grimya se irguieron alertas.

«Está ahí», comunicó. «He oído unos pasos.»

—Phereniq... —Índigo se mordió con fuerza el labio inferior, luego decidió dejar a un lado las preocupaciones—. Phereniq, sé que estás ahí, y tengo que hablar contigo. ¡Si no abres la puerta, la derribaré! —Para dar más énfasis a sus palabras, empujó con fuerza el hombro contra el resistente panel.

«Espera», dijo Grimya. «Creo que...»

Antes de que pudiera terminar se escuchó el sonido de. algo que se deslizaba en el otro extremo, seguido por un «clic». Índigo aspiró con fuerza, volviendo la cabeza rápidamente en dirección al pasillo, luego empujó. La puerta se abrió mostrando una habitación en caos. Copas volcadas, almohadas y adornos desparramados por el suelo, y el suelo estaba cubierto con los gráficos que eran el orgullo de Phereniq, rotos y pisoteados.

Phereniq se dirigía despacio y rígida de vuelta al sillón donde había estado sentada. No miró a Índigo, y cuando habló su voz era borrosa y apenas reconocible.

—¿Qué quieres?

Índigo penetró en la habitación y cerró con cuidado la puerta a su espalda.

—Phereniq, tengo que hablar contigo. Es muy urgente.

—No quiero verte. No quiero ver a nadie. —Phereniq llegó hasta el sillón y se derrumbó sobre él, manteniendo el rostro vuelto—. Vete, y déjame sola.

En una mesa cercana estaba el narguile y una colección de frascos, algunos tumbados que derramaban su contenido sobre la brillante superficie de la mesa, Índigo cruzó la habitación en tres rápidas zancadas, hizo girar por la fuerza el rostro de Phereniq —ésta no opuso resistencia— y la miró a los ojos. Estaban vidriosos, las pupilas grotescamente dilatadas, y llenas de una terrible mezcla de veneno y dolor. A Índigo se le cayó el alma a los pies. Sólo la Madre Tierra sabría qué combinación de bebida y drogas había tomado Phereniq en un esfuerzo para dejar fuera la realidad de lo que sucedía en otro lugar del palacio. Debía de haberse pasado todo el día encerrada en su habitación, con un sólo su vino y sus pociones para consolarla...

Empezó a gritarle.

—¡Idiota! —Pero se interrumpió cuando la cólera se vio reemplazada por la piedad—. ¡Oh, Phereniq...! —terminó, desesperada.

Los ojos de Phereniq centellearon y volvió la cabeza a un lado con un brusco movimiento.

—No quiero tu compasión. No quiero nada. Déjame sola. —Presionó el rostro contra el respaldo del sillón, mientras un brazo colgaba fláccido a un lado.

Índigo la contempló. No quería ser cruel, pero la necesidad tenía que anteponerse a la piedad. Regresó a la mesa y revolvió entre el desorden hasta que encontró lo que quería, entre los montones de hierbas y brebajes. Un poderoso purgante: fuera lo que fuese lo que Phereniq había utilizado para colocarse en aquella situación, sería un antídoto seguro. Midió una dosis triple en un vaso que llenó apresuradamente de agua y lo acercó a los labios de la mujer.

—Phereniq, bebe esto.

Phereniq lo apañó de un manotazo con gesto irritado.

—No. —Respondió testaruda.

¡Rebelo!

Índigo era la más fuerte de las dos; obligó a Phereniq a volver la cabeza de nuevo y le abrió la boca por la fuerza sujetándosela luego hasta estar segura de que se había tragado la pócima. Luego, mientras la astróloga se volvía a recostar depositó la copa sobre la mesa y se dirigió a la ventana, apartó a un lado los pesados cortinajes y la abrió para contemplar el patio y dejar entrar el fresco aire nocturno.

Desde el sillón le llegó un murmullo de protesta.

—¡Oh, Madre bendita...!

Phereniq intentaba ponerse en pie. Índigo regresó junto a ella y la condujo hasta el ventanal. Dejó que saliera tambaleante a la noche, sin ayuda; luego oyó los patéticos sonidos que producía al vomitar entre los matorrales. Pasado esto se produjo un silencio durante algunos minutos; luego, vacilante pero erguida, la mano temblorosa mientras se aferraba al marco del ventanal para mantenerse en pie, Phereniq penetró otra vez en la habitación, muy despacio. Sus ojos se encontraron con los de Índigo, mientras el sudor perlaba su frente y le resbalaba por la mandíbula.

—Madre del Mar... —murmuró—. Me duele tanto la cabeza...

Había otras dos jarras sobre la mesa, que por milagro no habían sido volcadas, Índigo encontró zumo de frutas en una y llenó una buena copa. Mientras ayudaba a Phereniq a mantenerse en pie se sintió avergonzada por su tozudez, que no le dejaba lugar para expresar su simpatía, le pareció. Pero era de vital importancia que anulara los efectos de las drogas: Phereniq tenía que estar sobria.

La astróloga se dejó caer en el diván más cercano. Esta vez, cuando Índigo le acercó la copa a los labios no intentó discutir sino que bebió agradecida, mitigando la sensación de ahogo de su garganta. Entonces, su voz confusa pero un poco más fuerte, masculló:

—¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué no podías... no podías dejarme en paz?

Índigo dejó la copa en la mesa y la sujetó por los hombros.

—Phereniq, lo siento. No quería lastimarte, pero tengo que preguntarte algo, y debo tener una respuesta ahora.

Phereniq sacudió la cabeza despacio.

—No puedo decirte nada. No puedo decirle nada a nadie, ya no. —Dejó escapar un largo y entrecortado sollozo—. No puedo ayudarte.

—Puedes... ¡eres la única persona que puede! —insistió Índigo—. Phereniq, por favor...

—¡Por la Diosa!, ¿quieres dejar de atormentarme?

Phereniq liberó con un gesto brusco el brazo que Índigo había sujetado en su agitación.

—No es bastante con que hayas penetrado aquí cuando yo quería estar sola, que hayas... —Su voz se apagó, y de repente lanzó un desdichado suspiro—. Maldita seas. ¡Malditos seáis todos! De acuerdo, de acuerdo: no tendré paz, ¿no es así?, hasta que te haya dado lo que quieres. —Se pasó el dorso de una mano por la boca, luego añadió con furia—.

Pregunta.

Reprimiendo una nueva punzada de culpabilidad, Índigo rebuscó en el pequeño bolso que colgaba de su cintura y sacó un pedazo de pergamino. Lo desenrolló y se lo mostró a Phereniq.

—¿Puedes decirme lo que significan estos símbolos?

Phereniq miró con atención el pergamino. Aún tenía dificultades para ver con claridad, y se balanceó hacia adelante y hacia atrás en un intento de ajustar su visión. Por fin levantó sus ojos medio nublados para mirar el rostro de Índigo.

—Es una fecha, escrita en la escritura de los magos. ¿Qué pasa?

—¿Puedes entender lo que pone?

—¡Claro que puedo! —Phereniq golpeó el pergamino con una mano que carecía de coordinación, y casi lo hizo caer de la mano de Índigo—. ¿Es ésa la pregunta que era tan urgente, que hace que vengas a molestarme?

—Sí —le respondió Índigo, implacable.

Los latidos de su corazón se habían acelerado: Phereniq había confirmado lo que Thibavor le había contado sin darse cuenta, y la sospecha se convirtió en certeza.

—Pero hay más, Phereniq. Por favor: quiero que prepares una carta astral a partir de estos sigilos. —Se detuvo, y se pasó la lengua por los labios al tiempo que se preguntaba si podía arriesgarse a ser brutalmente sincera. Sin duda, se dijo, no tenía nada que perder—. Sé que amas a Augon —continuó—, sé lo que su boda significa para ti, y cómo te duele. Pero si de verdad lo quieres, tienes que ayudarme ahora, porque si no lo haces, puede que lo pierdas; ¡no tan sólo porque tenga una esposa, sino de forma irreparable y para siempre!

Un destello de inquieta comprensión, como una vela apenas encendida, regresó a los ojos de Phereniq mientras los alzaba de nuevo.

—¿Qué... quieres decir?

—No lo se; no de forma segura. Pero...

A lo lejos se escuchaba todavía la música procedente de la gran sala de banquetes del palacio. Una hora más, quizá menos, y el Takhan y su nueva Takhina atravesarían el largo arco de brazos unidos y levantados mientras los invitados los enviaban con una canción a su cámara nupcial. Y entonces.

—Phereniq. —Índigo hizo un último y desesperado esfuerzo para penetrar a través de la neblina de desdicha e intoxicación que tenía atrapada a la mujer—. Puede que me equivoque; de hecho ¡ojalá sea así! Pero podría ser que Augon Hunnamek estuviera en un gran peligro.

Un agudo silencio siguió a sus palabras. Phereniq continuó mirándola, aturdida aún; pero algo empezaba a abrirse paso hacia la superficie de su mente. Una sensación de alarma; sin forma todavía, pero creciente. Instinto, intuición...

—Dame eso.

Phereniq se inclinó hacia adelantó con brusquedad y agarró el pergamino que Índigo sujetaba. Con expresión ridícula, se puso en pie tambaleante, Índigo se movió para ayudarla, pero ella la despidió con gesto malhumorado y atravesó la habitación hasta su mesa de trabajo situada contra una pared. Frente a la mesa había una silla sencilla y sin almohadón. Phereniq se instaló en ella y empezó a sacar libros y gráficos de una estantería que colgaba sobre la mesa.

Índigo sintió renacer la esperanza.

—Phereniq, vas a...

—Estáte callada —la interrumpió la otra con voz áspera—. Quiero silencio.

Índigo y Grimya intercambiaron una mirada, y se hizo d silencio mientras Phereniq empezaba a trabajar. ¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que volviera a levantar la cabeza? Índigo no podía decirlo; no había reloj en la habitación, y desde allí no podía ver el lento paso de la luna. Se moría por una copa de vino, pero se resistió furiosa a la tentación, forzándose a beber zumo de frutas en su lugar. El sedante de Thibavor acechaba todavía por sus venas, y por encima de todo necesitaba una mente despejada.

Phereniq terminó por fin. Se recostó en la silla, apartando la carta astral que había preparado; y cuando se volvió hacia Índigo su rostro estaba descompuesto.

—Dónde... —La voz se le quebró; el silencio se convirtió en algo parecido a una descarga eléctrica—. ¿De quién o esta hora de nacimiento?

Índigo se puso en pie muy despacio.

—¿Qué es? —susurró.

La astróloga también se levantó, y durante un momento las dos permanecieron la una frente a la otra como adversarias separadas por un abismo insalvable. Entonces Phereniq habló de nuevo. Su voz había cambiado: los efectos de la droga habían desaparecido, siendo reemplazados por energía y violento temor.

—Este gráfico...es el augurio más espantoso que jamás haya visto.

Las orejas de Grimya se alzaron atentas, e Índigo empezó a sentir una sensación de mareo.

—Cuéntamelo —dijo con voz muy tensa.

Phereniq bajó la mirada hacia el gráfico que había dibujado, e Índigo vio cómo un escalofrío de repugnancia recorría el cuerpo de la mujer.

—Lo que fuera que naciera en esta hora de este día no era humano —dijo, y ahora había un peculiar tono frío en su voz—. La mismísima Madre del Mar se apartaría llena ¡ de repugnancia de una monstruosidad así, ya que presagia aleo desalmado, de implacable malignidad. La sexta hora del decimocuarto día bajo la constelación de la Serpiente... en el mejor de los casos no es un buen augurio. Pero en el año al que se refiere este nacimiento, el año del Azul... —se estremeció de nuevo, luego levantó los ojos hacia Índigo—. En esa hora, ocurrió una conjunción que fue casi idéntica a la que ocurrirá esta noche. Hubo un eclipse de luna. Y el Devorador de la Serpiente se había alzado...

—Has dicho casi idéntica... —La voz de Índigo era muy tensa.

—Sí.

La mirada de Phereniq se deslizó de mala gana de nuevo hacia el gráfico y su mano paseó sobre él sin tocarlo, como si temiera entrar en contacto con el papel.

—Índigo, esto fue peor. Infinitamente peor. Hubo un tercer aspecto maléfico que participó en la conjunción, y estaba retrógrado. No puedo explicártelo con claridad; es demasiado complejo, ¡pero si alguna criatura nacía en esa hora, esa criatura sería la quintaesencia de la maldad!

—Espera —la interrumpió Índigo, deseando con fervor haber sido una alumna más atenta—. El año del Azul: ¿qué quieres decir con esto?

—Es un modo que tienen los magos khimizi de enumerar los años; un ciclo de colores, aunque apenas si se usa ahora. El último año Azul fue... —consultó de nuevo su carta astral— ... hace once años. —Y de repente el rostro de Phereniq quedó rígido al comprender lo que había dicho.

—Once años —repitió Índigo, con voz sorda.

La certeza aumentaba, aunque se rebelaba contra ella, diciéndose que no podía, no podía ser cierto.

—No—dijo Phereniq—. Eso no..., no es lo que estás pensando, Índigo. La Infanta nació el día decimotercero, y en la hora undécima, no...

Índigo no la dejó terminar.

—¿De veras?

[.os ojos de Phereniq se abrieron de par en par.

—¡Oh, por la Diosa, los archivos de palacio...! —Se volví ó en redondo, clavando los ojos de nuevo en el gráfico—. ¡ No! —exclamó vehemente—. ¡No es posible! No habrían dejado vivir a una criatura así; lo habrían sabido, la habrían matado...

Índigo recordó de nuevo a Agnethe en el desierto del Falor; una mujer asustada e indefensa que intentaba proteger a su bebé, a la que no le importaba nada excepto que su pequeñina se salvara. Mientras dormía bajo los efectos de la droga, había revivido ese momento con terrible claridad. Y ahora sabía que se había tratado de mucho más que un sueño.

La mataran. Matarán a mi hija... Había permanecido dormido en su memoria, olvidado y arrinconado mucho tiempo atrás. Pero ahora sabía lo que la Takhina había intentado decirle.

—¿Índigo? —Phereniq la contemplaba, repentinamente tensa al darse cuenta de la terrible expresión de horror del rostro de Índigo—.¿Qué sucede?

—Agnethe —repuso Índigo.

—¿Qué pasa con ella? Índigo...

—Cuando la encontré en el desierto, años atrás... —Índigo empezó a respirar agitada; pronunciaba las palabras con dificultad—, me dijo... lo había olvidado, todo este tiempo lo había olvidado... me suplicó que la abandonara y me llevara a Jessamin de allí. ¡Me dijo que matarían a su hija, porque había nacido el día decimocuarto de la Serpiente, la hora anterior al amanecer! —Sus ojos se encontraron con la estupefacta mirada de Phereniq, su rostro blanco y descompuesto—. ¡Oh, Phereniq...! —Y la verdad, la horrible, inquebrantable verdad que se burlaba de más de diez años de búsqueda y esfuerzos, brotó en su mente como una oleada brutal—. ¡Jessamin es un demonio!

Echaron a correr, Phereniq forzando cada músculo del su envejecido cuerpo, jadeando de dolor por el esfuerza! pero impulsada por un miedo y un horror que eclipsaban a toda otra consideración. Corrieron por los sinuosos pasillos, bajaron escaleras de mármol; en una ocasión Phereniq dio un paso en falso y cayó; Índigo tiró de ella para ponerla en pie y, sin aliento para dar las gracias, la astróloga siguió corriendo tambaleante en dirección a; la sala de banquetes, desde la cual los alegres sones de la música, una obscenidad ahora, parecían burlarse de ellas. Llegaron al amplio y largo vestíbulo de acceso, la doble J puerta sólo a unos metros de distancia delante de ellas; y con un ululante gemido de desesperación Phereniq se detuvo en seco.

Índigo también se detuvo y se volvió para mirar a mujer.

—¡Phereniq! ¿Qué sucede?

Phereniq se limitó a gemir de nuevo y señaló el suelo, Índigo miró a donde le indicaba y comprendió. El mármol veteado estaba cubierto de pétalos de flores. En su frenética carrera no los había visto, pero comprendió al instante su significado. Según la tradición, a una pareja recién casada se le arrojaban pétalos en el momento de abandonar la fiesta de su boda. Phereniq y ella habían llegado demasiado tarde: el desfile triunfal hasta la cámara nupcial ya se había realizado.

Corrió hasta Phereniq, quien permanecía como paralizada.

—¿Dónde está el dormitorio? ¡Dímelo, deprisa!

Phereniq levantó una mano temblorosa, señalando.

—Al... al final de este pasillo. Pero estará...

Índigo no espero a oír el resto, sino que echó a correr por donde habían venido, con Grimya a su lado. Volvieron una esquina y se detuvo al encontrarse con la puerta engastada en oro delante de ella, con el sello del Takhan en el centro y dos soldados de librea que montaban guardia a una discreta distancia del portal.

Al verla, uno de los centinelas se adelantó y extendió una mano para detenerla.

—¡No sigáis, señora! Este pasillo está prohibido a todos excepto...

—Por favor —jadeó Índigo—, ¡dejadme pasar! ¡El Takhan está en peligro!

Los dos guardias intercambiaron una mirada, y uno sonrió irónico, llevándose dos dedos a la cabeza en una señal que significaba borracha. El otro se volvió de nuevo hacia Índigo.

—¿Por qué no regresáis a la fiesta, señora? ¡Ya hay bastante diversión allí sin tenerse que arriesgar a sufrir la cólera del Takhan por la mañana!

—¡No lo comprendéis! —suplicó—. Esto no es una broma: ¡la vida del Takhan puede estar en peligro! —Se oyeron pasos a su espalda, y al volverse vio a Phereniq que se acercaba precipitadamente. Una sensación de alivio la invadió—. La dama Phereniq os lo dirá; ella ha visto el augurio: ¡Phereniq, no quieren escucharme! ¡Díselo; por la Madre, díselo!

Los guardias empezaron a preocuparse. Phereniq no era de ningún modo una bromista, y la expresión de su rostro parecía apoyar los ruegos de Índigo. La astróloga había recuperado su compostura; dirigió una mirada terrible a la puerta cerrada, luego se aferró con fuerza al brazo del centinela más cercano.

—¿Cuánto tiempo hace que el Takhan y su novia se han retirado?

El hombre vaciló.

—Una hora, señora; quizás un poco más.

Phereniq se quedó rígida.

—Abre la puerta —ordenó.

—¡Señora, eso no es posible! De nin...

—He dicho: abre la puerta. Tomo toda la responsabilidad. ¡Por la Madre del Mar, haz lo que te he dicho!

Dividido entre el deber y el miedo, el guardia iba a intentar ganar tiempo cuando otro

sonido los silenció a todos. Grimya, sin que nadie la viera, absortos como estaban todos en la discusión, se había deslizado por detrás de los dos hombres y corrió hasta la cámara nupcial. Había bajado la cabeza para olfatear por la rendija inferior de la puerta; y de repente, dejándolos a todos consternados, lanzó un aullido que atravesó a sus oyentes humanos hasta clavarse en lo más profundo de sus almas.

¡Grimya! —Índigo empujó a un lado a los soldados y corrió en dirección a la loba—. ¿Qué es?, ¿qué...?, ¡oh, no, no! ¡Phereniq!

Rezumaba agua por debajo de la puerta, procedente de la habitación situada al otro lado. No era más que un hilillo, que se acumulaba en una pequeña depresión del mármol; pero era salobre, bordeado de una espuma amarillenta. Como el agua que bordea un charco que el mar ha dejado atrás al bajar la marea...

Oyó cómo los guardias lanzaban un juramento cuando, también ellos, la vieron. Uno de los hombres la apartó de un codazo, arrojando todo su peso contra la puerta; se escuchó el débil sonido del pestillo al ceder, y la puerta se abrió por completo.

Una luz suave, teñida de ámbar y rojo de los tubos de cristal de colores de las lámparas medio apagadas, apareció ante sus ojos, realzando el enorme y magnífico lecho, con su dosel abovedado y sus cortinajes de tisú de oro. Bandejas de oro y plata que contenían un festín de deliciosos bocados brillaban intocadas en una mesita lateral. Sobre una silla estaba el maravilloso traje de novia de Jessamin, cuidadosamente doblado.

Y el lecho estaba vacío.

O eso pareció, en aquellos primeros segundos.

Índigo fue la primera en advertir la nota disonante en la confortable opulencia del dormitorio. Una masa informe, que desentonaba con los fastuosos cortinajes, caía desde un lado del lecho... y un fuerte y familiar olor acre asaltó su nariz. Algas marinas. Había restos de ellas enredados en las cortinas, una enmarañada y viscosa trama enrollada alrededor de uno de los postes del dosel. Las bordadas ropas del lecho, arrugadas por el reciente uso, aparecían oscuras. Húmedas. Enrojecidas y húmedas. Y en la parte más en sombras, donde los cortinajes caían casi sobre los almohadones de seda, había algo inmóvil, informe...

Entonces, un chillido inhumano rompió el silencio, y una figura pasó corriendo junto a Índigo. Los guardias intentaron detener a Phereniq, pero fueron demasiado lentos; ella los evitó y se arrojó sobre el umbral, cayó sobre la gruesa alfombra y sus manos arañaron el suelo, se arrastraron intentando alcanzar algo que yacía más allá. Lo agarró por fin, y sus gritos se elevaron aún más agudos y fuertes, enloquecidos, aullando como si ella también fuera una loba, mientras se balanceaba con fuerza hacia adelante y hacia atrás acunando su trofeo y el rostro desfigurado hasta resultar casi irreconocible, Índigo dio un paso hacia adelante instintivamente, con la intención de sacarla de allí, pero entonces los gemidos de los guardias, el desagradable pero terriblemente humano sonido de alguien que vomitaba, y el gañido horrorizado de Grimya asaltaron sus sentidos a la vez. Se detuvo, y entonces se quedó petrificada, los ojos a punto de saltarle de las órbitas, la boca se le abría y se le cerraba, jadeando impotente como un pez fuera del agua, al observar que los brazos desnudos de Phereniq estaban manchados de rojo desde las muñecas a los codos, y que lo que acunaba entre sus brazos, como si de una dorada criatura se tratase, era la cabeza ensangrentada, sin ojos y parcialmente devorada de Augon Hunnamek.

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