El susurro de las altas palmeras que bordeaban la playa fue el primer anuncio de la brisa, y una señal bien recibida para que se iniciaran las actividades vespertinas. La caravana — unos veinte carros, setenta animales de monta y de carga y el variopinto conjunto de seres humanos cuyos negocios estaban conectados de una forma u otra con el convoy— se había detenido una hora antes, pero nadie había hecho gran cosa hasta entonces excepto sentarse bajo aquellas sombras que pudieran encontrar, aplacar su sed y permitir que los músculos doloridos por el ejercicio de todo el día se relajaran. Con la llegada de la brisa, no obstante, el improvisado campamento empezó a ponerse en movimiento. Se encendieron faroles, anticipándose a las tinieblas que comenzaban a caer sobre ellos desde tierra adentro, y cuando el sol empezó a deslizarse bajo la línea del horizonte y la enorme extensión del mar se volvió del color de la plata fundida, las pequeñas y fieras llamas de las hogueras hicieron su aparición en la creciente oscuridad. Los pucheros entrechocaban con agradable familiaridad, los animales pateaban el suelo y resoplaban, las conversaciones y algún que otro estallido de risa rompían la quietud.
Mientras ascendía con Grimya la suave ladera que conducía de la carretera a la orilla, Índigo dio gracias a su suerte —y no por primera vez— de que la caravana de Vasi Elder hubiera visto su salida de Huon Parita retardada un día más de lo previsto, y que debido a ello la joven hubiera llegado a tiempo de unirse a ella. Le había tomado simpatía de inmediato al estrambótico Vasi, el cual, a pesar de su aspecto infame y estilo extravagante, poseía un estricto código de honor y una eficiencia que resultaba extraña entre los suyos. El infalible instinto de Grimya había respaldado su opinión, y así pues durante los últimos nueve días habían viajado en dirección sur con la caravana, siguiendo la amplia carretera de la costa que las conduciría hasta Simhara. Resultaba un viaje lento pero seguro; la carretera era buena, el clima benigno, y no habían encontrado señales de los abrasadores vientos tórridos que a menudo rugían desde el gran desierto del Palor, situado a unos veinte kilómetros hacia el este.
Estos paseos al anochecer por la orilla se habían convertido en una agradable costumbre. Con la llegada de la brisa marina que siempre refrescaba el ambiente al ponerse el sol, resultaba muy tonificante estirar los músculos y pasear a grandes zancadas por la playa, y contemplar a Grimya corriendo con toda la velocidad y elegante energía de los de su raza sobre la dura arena de la orilla. Ante ellas se extendía espectacular toda la inmensidad del golfo de Agantine, bordeado por una bahía que se curvaba hacia el norte y el sur hasta donde alcanzaba la vista. En este lugar, el mayor continente de la tierra se encontraba con su mayor océano; y la serenidad y la impresionante belleza de la escena poseían un poder purificador que hacía que Índigo se sintiera en paz, aunque fuera sólo por un corto espacio de tiempo.
Existía, también, otro tiempo de paz en las amistosas reuniones nocturnas alrededor de las hogueras del campamento. Vasi no había tardado mucho en descubrir que Índigo no sólo hablaba su idioma sino que también dominaba la elegante lengua de Khimiz, tal y como se hablaba en las grandes ciudades del sur. Como había muchos mercaderes khimizi viajando con la caravana, los conocimientos de la muchacha estaban muy solicitados, y cuando Vasi descubrió también que uno de los bultos que ésta llevaba contenía un arpa, no perdió el tiempo en convencerla.
Cada noche, después de que se hubiera terminado de comer y beber y se hubieran pisoteado las hogueras para extinguirlas, ayudó a los viajeros a conciliar el sueño con sus canciones y su música.
El agradable chisporroteo de las hogueras y el ruido de los utensilios de cocina les dio la bienvenida cuando regresaron al campamento. Durante los últimos minutos el sol se había hundido en la ininterrumpida línea del mar hasta quedar convertido en un diminuto pedazo de un violento rojo anaranjado, y la oscuridad penetraba rápidamente desde el este para teñir el cielo sobre sus cabezas de un apagado tono violeta. Fuera del alcance de la luz de las llamas la gente no era más que un conjunto de meras siluetas indefinidas; alguien saludó a Índigo y ésta devolvió el saludo con una sonrisa y un gesto de la mano antes de encontrar un lugar cerca de uno de los fuegos comunales mayores. A poca distancia, el elevado cono de la tienda de seda de Vasi se destacaba con claridad en el horizonte; una hoguera más pequeña ardía en sus proximidades y escuchó la característica risa del propietario de la caravana entre el pequeño grupo reunido a su alrededor.
Se sirvió la cena, y durante un rato todo el campamento quedó en silencio mientras todos saciaban su apetito, Índigo estaba terminando el contenido de su plato de dátiles azucarados, con Grimya ahíta y medio dormida a su lado, cuando unos sonidos procedentes de los límites del campamento llamaron su atención. El golpeteo de cascos de caballos, el tintineo de los arneses; levantó los ojos y vio que un grupo de hombres montados en chímelos había surgido de la oscuridad y desmontaba cerca de la alta tienda de seda. Grimya se puso tensa mientras olfateó el aire; pero entonces les llegó la voz de Vasi a través de la corta distancia que mediaba entre ellos, y ambas se tranquilizaron al escuchar el insulso y vagamente congraciador tono de bienvenida de su voz. La loba regresó a su somnolencia, pero Índigo continuó observando durante algunos minutos cómo las siluetas de los recién llegados se reunían alrededor del fuego de Vasi y se sentaban, inmersos, al parecer, en animada conversación. Supuso que lo más probable era que fuesen falorim. Los orgullosos, autosuficientes y serenos nómadas de una u otra manera conseguían sobrevivir en el hostil desierto situado tierra adentro del que habían tomado el nombre. Consideraban a los habitantes de la costa como seres débiles y degenerados, pero esto no impedía que comerciaran con cualquiera si podían ganar algo con ello, y aunque no hablaban el mismo idioma que Vasi, el lenguaje de los signos del trueque era universal. Sin duda se lo pasarían regateando, y beberían hasta bien entrada la noche, e Índigo bostezó, perdiendo ¡interés. Las transacciones no eran cosa suya, y mañana se pondrían en marcha muy temprano; lo mejor era seguir el ejemplo de Grimya y dormir un poco.
Terminó su comida, enjuagó plato y cuchillo en uno de los cubos de agua dispuestos para este propósito, y se volvió hacia la pequeña tienda que compartía con la loba. Pero antes de que pudiera apartar el faldón y deslizarse a su interior, se vio alertada por una voz que pronunciaba su nombre, y al alzar la cabeza descubrió a alguien, irreconocible en la oscuridad, que se dirigía con prisa hacia ella. Suspiró y se puso en pie para ir a su encuentro.
Se trataba de Vasi, y parecía agitado. Le besó la mano según era costumbre en el este, aunque no era más que una cortesía, sin la exagerada ostentación de siempre.
—Índigo, te pido disculpas por molestarte, pero necesito extraordinariamente de tus servicios. —Echó una rápida mirada por encima del hombro, inquieto—. Tenemos visitantes, van grupo de falorim, y parece poseer información urgente; pero me es imposible entender lo que dicen. ¿Puedes ayudarme?
—Si, desde luego. Iré enseguida.
Sin un motivo que pudiera percibir, algo se agito en lo más profundo de su mente; una veloz y cortante sensación de incertidumbre: y percibió el rápido destello telepático de la curiosidad de Grimya.
Vasi se apresuró a su lado mientras ella avanzaba a grandes zancadas hacia la tienda con Grimya detrás. Al acercarse a las figuras reunidas junto al fuego, Vasi posó una mano sobre su brazo, obligándola a ir más despacio.
—Me perdonarás, espero, por mencionar esta cuestión, pero... los falorim no son lo que uno podría considerar personas ilustradas. Adoptan unas actitudes muy peculiares con aquellos que consideran extranjeros, y un código de comportamiento estricto y formal. También tienen una tendencia a considerar a las mujeres de forma muy parecida a como consideran a sus chímelos. —Se encogió de hombros a modo de disculpa, e Índigo sonrió con cierta malicia.
—No como los hombres de Huon Parita, ¿verdad, Vasi?
Vasi se mostró ofendido.
—¡No puedo hablar por la escoria del puerto, pero en círculos más elevados, te aseguro que no hay ni punto de comparación!
Divertida, lo dejó pasar y tan sólo añadió:
—Comprendo. Tendré buen cuidado de no ofender a sus invitados.
—Gracias, Índigo. Bajo estas circunstancias creo que sena prudente no despertar su ira.
Las falorim no se levantaron para saludarlos cuando se acercaron. Eran cinco en total, todos hombres de gran tamaño pero sin un gramo de grasa, y las similitudes entre ellos sugerían que podían ser hermanos o al menos parientes próximos. Todos tenían el cabello aclarado por el sol y rostros ásperos y huesudos, de un marrón cobrizo a causa de la exposición a los vientos del desierto, y sus ojos eran asombrosamente oscuros, casi negros. Uno de ellos, que parecía ser el portavoz, echó hacia atrás la capucha que llevaba y clavó una mirada fría y hostil en Índigo antes de dirigirse a Vasi.
—¿Quién es ésta? —Hablaba en la lengua de Huon Pauta pero con un acento tosco.
Vasi se inclinó.
—Señor del desierto, puedo presentarte a mi gran amigo Índigo, que es la única de nosotros que habla con fluidez tanto tu lengua como la mía.
A todas luces, el falor no comprendió por completo la respuesta, pero asintió con la cabeza, luego su penetrante mirada se dirigió de nuevo a Índigo.
—¿A cuál de los hombres de aquí perteneces? —preguntó en_ khimizi.
Índigo enrojeció de furia. Vasi percibió su expresión y, frenético, le dirigió un gesto negativo de forma subrepticia, Índigo se tragó su réplica. Obligó a relajarse a los músculos de su rostro y sonrió con frialdad.
—Entre mi gente, que venera sus tradiciones de la misma forma en que vos veneráis las vuestras, señor, no existe tal distinción —repuso—. No pertenezco a ningún hombre, soy simplemente una sierva de la Madre Tierra.
Vasi paseó de un rostro severo a otro su mirada nerviosa, incapaz de seguir la conversación. Entonces, de repente, el falor asintió.
—Muy bien. Podemos sentir lástima de la ignorancia de un forastero, pero la piedad no es enemistad. —Indicó ciruelo—. Siéntate.
Índigo ocupó un lugar delante de él en el lado opuesto de la hoguera, y tan pronto como se hubo sentado el falor dijo:
—Dile al hombrecillo que lo mejor sería que no continuara con este viaje.
Índigo tradujo sus palabras, y vio crisparse el rostro de Vasi.
—¿Por qué? —preguntó éste. Y, en un suspiro que sólo ella pudo oír, siguió—: ¿Sucede algo, o es un intento de amenazarnos? ¡Pregúntale, rápido!
Índigo miró al falor y escogió sus palabras con cuidado.
—Vasi Elder os da las gracias por vuestro consejo, señor, y ruega saber el motivo de éste, de modo que pueda actuar de la forma más sensata.
El nativo fulminó a Vasi con la mirada.
—No es una cuestión de sensatez, sino de hechos. Esta caravana viaja en dirección a Simhara, ¿verdad?
—Sí.
—Puede que no encuentre el buen recibimiento que espera. Han invadido Khimiz, y durante los tres últimos días la ciudad de Simhara ha estado bajo asedio. Creemos que a estas horas puede haber caído ya.
Vasi se aferró al brazo de Índigo.
—¿Qué es lo que dice? ¡Dime!
Se lo contó, y Vasi se quedó mirándola por un buen rato, luego se agarró al pequeño amuleto que llevaba alrededor del cuello.
—¡Madre de Todo lo Vivo! ¿Simhara asediada? ¡Es imposible!
—Espera. —Índigo le indicó con un gesto que guardara silencio y se volvió de nuevo al falor—. Vasi Elder se siente terriblemente desolado ante esta noticia. Pregunta quién es el responsable de tal invasión.
El nativo se encogió de hombros de forma muy elocuente.
—Los detalles no son asunto nuestro. Creemos que el invasor es un jefe militar de la parte más oriental, pero no tenemos más información.
—¿Y no habéis enviado ayuda a los khimizi? ¿Ni siquiera a exploradores o a espías? — Índigo ignoró los apremiantes murmullos de Vasi; la despreocupada actitud de los falorim reavivaba su cólera.
El portavoz sonrió desdeñoso.
—No sentimos ningún interés por las disputas entre las ciudades-estado, y no tenemos motivo alguno para pelear con el invasor a menos que éste nos ofenda. No obstante, tampoco tenemos nada en contra de los que utilizan las rutas de las caravanas, y por lo tanto nos ha parecido justo dar a conocer la noticia.
Índigo comprendió. Los falorim eran muy conscientes del valor de los cargamentos que atravesaban estas rutas, y lo que su pérdida significaría para los comerciantes. Esta información se merecería una recompensa sustanciosa.
Indignada, se volvió por fin hacia el agitado Vasi, y le contó lo que el nómada le había dicho. Cuando hubo terminado, Vasi se acarició la barbilla.
—Esta es una situación muy desafortunada —dijo en voz baja—. Me sentiría inclinado a descartarlo como un rumor infundado, pero los falorim no son embusteros, aparte de cualquier otra cosa que puedan ser. —Suspiró—. Supongo que esperan que se les recompense ampliamente por sus molestias...
—Ésa viene a ser la insinuación.
—Ah, bien. —Era evidente que a Vasi no le gustaba desprenderse de su dinero—. Creo que debo tomarlo como una inversión útil. Estoy en deuda contigo, Índigo; aunque desearía que las noticias hubieran sido mejores, me alegro de saberlas.
—¿Qué harás? —inquirió ella.
—Debo consultar con los mercaderes que viajan con nosotros. Es su oro el que está en peligro, después de todo. —Dejó escapar otro suspiro aún más prolongado—. Satisfaré las necesidades de nuestros amigos aquí presentes y los despediré, luego lo mejor será que dé a conocer la mala nueva. Gracias por tu ayuda, Índigo.
Ella asintió.
—Sólo lamento que las circunstancias no sean favorables. Lo mejor será que regrese a mi tienda y te deje con tus regateos. Buenas noches, Vasi.
—No es una buena noche. Pero acepto la buena intención.
Mientras se alejaban de la tienda de Vasi, Grimya levantó los ojos hacia Índigo, con expresión preocupada.
«Esto no son buenas noticias», comunicó. «Esta ciudad —aún no había conseguido aprender a decir Simhara— es el lugar al que creemos que debemos ir. No obstante, si no podemos llegara él...» Se pasó la lengua por el hocico. «¿Qué dice la piedra?»
No parecía necesario consultar de nuevo la piedra-imán, pero de todas formas Índigo la sacó de su bolsa. El diminuto ojo dorado le dedicó un guiño, y la muchacha meneó la cabeza.
«No ha cambiado.» Consciente de que había gente cerca que podría oírlas, también ella utilizó la telepatía. «Sigue indicándonos dirección sur.»
«¿Entonces ¿qué haremos?»
«No estoy segura aún.»
Pero fingía y lo sabía. Fuera lo que fuese lo que Vasi y sus mercaderes decidieran, su propio camino estaba claro. Asedio o no, invasión o no, debía llegar a Simhara, incluso aunque ello significara abandonar la caravana y viajar solas.
Y a lo mejor, pensó, el demonio que buscaba encontraría que a sus propósitos les iba muy bien las ambiciones de un invasor...
En menos de una hora todo el campamento era un alboroto. En medio de todo el caos se encontraba Vasi, que había dado a conocer la noticia a sus compañeros y ahora intentaba conseguir que todo aquel farfulleo de preguntas y discusiones adquiriese alguna apariencia
de estar bajo control. A Índigo se la arrastró al centro de toda aquella confusión para actuar como traductora ante los mercaderes khimizi, y poco a poco, a medida que los detalles de la noticia traída por los falorim iban quedando más claros para todos, surgió un consenso de opinión. Los khimizi, al tiempo que proclamaban su preocupación por su país natal y su lealtad a su gobernante, el Takhan, eran pragmáticos por encima de todo y, al igual que los comerciantes del norte, se sentían reacios a arriesgar tanto su piel como sus cargamentos. Vasi, con el oído muy atento en busca de voces disidentes y secretamente aliviado al no escuchar ninguna, volvió al orden todo aquel barullo, con los brazos en alto y agitando las manos en demanda de silencio. Se hizo la tranquilidad, y todo el mundo clavó los ojos en el rostro sombrío del jefe de la caravana.
—Amigos míos —gritó Vasi—. No tenemos ningún motivo para dudar de la palabra de los falorim: debemos dar por supuesto que Khimiz ha sido invadida, y que la ciudad de Simhara ha caído. En mi opinión no tenemos elección, y creo que todo el mundo está de acuerdo conmigo. ¡Debemos dar la vuelta, y regresar a Huon Parita!
Se alzaron voces en vehemente asentimiento, e Índigo y Grimya intercambiaron una mirada. Grimya dijo en silencio:
«¿Ynuestro camina..?»
No esperaba una respuesta. Ya la había visto en los ojos de Índigo.
Razonó con ella, discutió, la amenazó incluso; pero Índigo estaba decidida. La caravana estaba casi lista para ponerse en marcha, y Vasi no podía creer que ni ella ni Grimya fueran a regresar con ellos. Lo que iba a hacer, le dijo, era un suicidio.
—¡Mujer, te has vuelto loca! Este país está en guerra. Guerra. ¿Comprendes lo que eso significa? Tu perra no podrá protegerte de un ejército invasor: caerás en las garras de alguna banda de soldados borrachos, o te capturarán como a una espía, o te encontrarás en medio de una batalla: morirás, ¿me entiendes?
Pero sus súplicas cayeron en saco roto, y por fin Vasi tuvo que admitir su derrota. Con una ceñuda impasibilidad nada característica en él y que Índigo encontró muy conmovedora, le hizo entrega de uno de sus mejores chimelos, y comida y agua suficiente para varios días. Por si esto fuera poco, se negó a aceptar ni una sola zoza de ella a cambio, refunfuñando que el aceptar dinero de los muertos traía mala suerte y que para él Índigo ya era como si estuviera muerta desde aquel mismo instante. Cuando comprobó que esta lóbrega predicción no causaba el menor efecto, Vasi se rindió definitivamente. La besó, en toda la boca y con considerable fruición; luego se secó los ojos, le hizo saber que era una loca que lo mejor que habría podido hacer era quedarse en su casa y traer hijos al mundo, y se alejó golpeando el suelo con fuerza al andar, al tiempo que chillaba a sus mayorales que empezaran a moverse.
Índigo y Grimya, desde el borde de la carretera, contemplaron cómo se alejaba la caravana, lenta y zigzagueante. Algunas personas se volvieron para mirarla; ella las saludó con la mano, y éstas se dieron la vuelta de nuevo rápidamente, mientras sacudían la cabeza. Por fin la última carreta pasó junto a ellas, y la joven tiró de las bridas del reacio chimelo para hacerlo girar hacia el sur.
Grimya contempló la carretera que se extendía hasta perderse en la lejanía, a lo largo de la amplia curva de la bahía. El paisaje aparecía sereno por completo; el mar reverberaba bajo la brillante luz del sol y las palmeras se agitaban levemente bajo la brisa; no había nada que indicara que esta paz pudiera ser una ilusión.
—Re... sulta dif... fícil creer que los nóma... das dijeron la verdad —dijo la loba.
—Sí. —Índigo refrenó su montura, a la que no gustaba en absoluto haberse separado de la caravana e intentaba dar media vuelta y seguir a las carretas que se alejaban—. Pero como dijo Vasi, no tenemos ningún motivo para dudar de ellos. A medida que vayamos hacia el sur no tardaremos en ver las primeras señales con nuestros propio ojos.
—¿Estás segura de que nues... tra elec... ción es acertada?
Índigo siguió con su mirada en la tranquila carretera. Luego sonrió con algo más que un asomo de ironía.
—No, Grimya. No creo que haya sido nada acertada.
Sus talones golpearon los flancos del chimelo, y el animal se puso en marcha.
Se encontraron con los primeros refugiados antes del mediodía: una columna sombría y silenciosa que se arrastraba con estoicismo en dirección norte con las pocas pertenencias que habían podido llevarse en la huida, Índigo quiso hablar con ellos y pedir información, pero pareció como si la visión incluso de un solo jinete los aterrorizara, de modo que en lugar de ello condujo al chimelo lo más lejos posible de la carretera para demostrar que no representaba ninguna amenaza para ellos. Desde una cierta distancia observó que la patética procesión se desperdigaba, y su sensación de pena aumentó al darse cuenta de que entre ellos no había ningún hombre en edad de luchar. Sólo había mujeres, niños y ancianos... Cualquier hombre que pudiera empuñar un arma, supuso, había marchado en ayuda de su país.
Se encontró con la misma escena tres veces durante aquel día, y cuando ya oscurecía, Índigo y Grimya llegaron al pueblo —o a uno de los pueblos— que aquella gente que huía había abandonado. Existían muchos poblados pequeños como aquél en las orillas del golfo, hachados por pescadores y pequeños propietarios que cultivaban estrechas franjas de tierra a lo largo del fértil litoral. Pero ahora no había señales de ocupación aquí. Las casas parecían intactas, las cosechas seguían también intactas en los campos, y había varios botes de pesca varados entre las dunas. Un pequeño rebaño de cabras se agolpaba a la puerta de su recinto cercado, balando hambrientas en busca de atención, y algunas gallinas escarbaban en el polvo; un cachorro de perro bastante flaco salió disparado a esconderse cuando ellas se acercaron, pero no se veía ni a un solo ser humano.
Índigo se quedó contemplando durante un buen rato el poblado abandonado. Parecía que el invasor no había llegado a esta zona; sin embargo, si los aldeanos se habían decidido a abandonar sus hogares, el ejército enemigo no estaría lejos. No le hacía la menor gracia la idea de seguir viajando mientras oscurecía, y por lo tanto sugirió a Grimya que podrían improvisar un campamento entre las dunas, donde quedarían bien ocultas a la vista de cualquiera que pasase. No se atrevieron a encender un fuego, de modo que pasaron la noche comiendo frugalmente y sólo alimentos crudos, y luego durmieron y montaron guardia por turnos. Durante su primera guardia, informó Grimya, un nuevo grupo de refugiados había pasado por allí, aunque no podía decir cuántos habían sido; pero aparte de ello la noche pasó sin incidentes, y con la llegada del amanecer se pusieron de nuevo en marcha.
El segundo poblado abandonado apareció ante sus ojos a media mañana. Al igual que el primero, los edificios estaban intactos; pero la atmósfera de desolación que reinaba aquí se veía incrementada con un desagradable matiz por el hedor de la comida abandonada por los aldeanos y que ahora empezaba a pudrirse bajo el fuerte calor Por todas partes se veían zumbantes nubes de moscas, e Índigo y Grimya se desviaron hacia la playa para evitar el poblado.
—Esto es sólo el principio —dijo, sombría, Grimya mientras contemplaba las casas vacías y silenciosas—. Em... empeorará a medida que avan... cemos por la car... retera.
Índigo no miraba el pueblo sino al paisaje que tenían delante. A lo lejos, una grasienta cortina de humo teñía el cielo; su origen quedaba oculto detrás de unas colinas bajas, pero ella tenia más que una ligera idea de lo que podía ser, y se la indicó a la loba.
—Si Simhara ha caído, encontraremos más que hogares abandonados dentro de poco —le informó—. Incluso aunque no haya soldados en la región, habrá bandidos en busca de todo lo que puedan conseguir. Vasi tenía razón; la carretera no es segura.
Grimya captó su idea.
—¿El desierto? —sugirió vacilante.
Índigo dirigió una rápida mirada especulativa en dirección al este. Desde aquella distancia no era posible ver dónde la tierra fértil daba paso al desierto del Palor; pero podía percibir su presencia más allá de la línea del horizonte, una sensación de hostilidad, aridez, vacío.
No obstante todo ello, el desierto resultaría ahora menos peligroso que la carretera. Tenía mapas que había comprado en Huon Parita: sin duda no serían exactos, pero le servirían de ayuda. Y la piedra-imán no le fallaría. Era mucho mejor, pensó, enfrentarse a los peligros del Palor que arriesgarse a seguir por su ruta actual.
Dijo a la loba:
—Tenemos comida suficiente para varios días. Y existen oasis en el desierto. Si viajamos hacia el interior durante un día o dos y luego giramos, deberíamos llegar a Simhara por el nordeste. Ningún invasor se molestaría en poner centinelas en el desierto.
—Puede que no po... damos acercarnos a la ci... ciudad —observó Grimya.
—Lo sé. Pero tengo que intentarlo. Tengo que hacerlo. Lo comprendes, ¿verdad, Grimya?
—Claro que sí. Y adonde vayas, yo te se... seguiré.
Índigo se sintió avergonzada, y no era la primera vez. De nuevo conducía a la loba a privaciones y peligros, pero ni un solo instante había flaqueado la lealtad de Grimya para con ella. No tenía derecho a esperar tal devoción, ya que no había hecho nada para merecerla, y repuso con voz suave:
—Grimya..., ésta es mi batalla, no la tuya. No existe ningún motivo por el que debas arriesgar tu vida para permanecer a mi lado. Y si tú...
La loba la interrumpió.
—No, Índigo. Ya has dicho lo mismo o... tras veces. No hice caso de ellas en... entonces, y no lo ha... re ahora. Soy tu a... miga. Eso es todo lo que im... importa.
—No merezco una amistad así.
—Eso lo decido yo.
Índigo sabía —como le había sucedido en otras ocasiones— que no habría forma de hacer cambiar de opinión a su amiga. Y aunque saberlo no tranquilizó su conciencia, alegró su corazón.
—Grimya, me parece que eres una insensata. —Parpadeó, para luego echarse a reír con timidez para encubrir la emoción que sentía—. ¡Escúchame: empiezo a hablar como Vasi! Pero es cierto. —Sonrió en dirección a la loba—. Y me siento más agradecida por ello de lo que puedo expresar.
De repente sopló una ardiente brisa procedente de tierra adentro, que agitó sus cabellos y trajo un seco y penetrante aroma que desterró parte del hedor del poblado. Un soplo procedente del desierto que era como una invitación... Índigo decidió pensar que era un buen presagio.
Hizo girar la cabeza del chimelo, y vio cómo sus orejas se volvían hacia adelante cuando, también él, olió el desierto. Entonces lo azuzó ligeramente con los talones y, con Grimya a su lado, le dio la espalda a la carretera y se puso en marcha en dirección este.