CAPÍTULO 20


Era casi mediodía cuando Índigo y Grimya regresaron al palacio. Amyxl se iba con la siguiente marea; el hombre temía que el desconocido horror de la noche anterior acechará todavía en la bahía, pero no tenía elección: él y su tripulación debían trabajar o morirse de hambre, Índigo deseó haberle podido contar la verdad: que el Sivake no corría el menor peligro. La serpiente monstruosa —no le cabía la menor duda ahora sobre su identidad— había hecho su trabajo, y no atacaría de nuevo.

Al menos, no de esa forma.

Después de despedirse de Amyxl, había ido al Asilo de los Marineros, pero su petición de poder ver a Macee había encontrado una amable pero implacable negativa. A los supervivientes del naufragio no se los debía molestar ni hacer preguntar hasta que se hubieran recuperado: no podían hacerse excepciones. Incluso al mismo Takhan, dijo el hermano del templo que atendió su ruego con expresión bondadosa, se le negaría el acceso para preservar el bienestar de los pacientes.

No obstante, el hermano se ablandó lo suficiente como para facilitarle alguna información. Las heridas de Macee eran de poca importancia; con buenos cuidados se recuperaría enseguida. Había habido siete supervivientes en total: el capitán, cinco miembros de su tripulación y un pasajero. No, no sabían el nombre del pasajero en el Asilo, ya que éste no estaba a su cuidado. Un comerciante khimizi, era lo que tenía entendido el hermano, al que se habían llevado a su propia casa en la ciudad.

Índigo se sintió dividida entre el horror y el agradecimiento. Dos muertos, pero uno todavía vivo: ¿Leando o Elsender? Apartó la pregunta de su mente, le dio las gracias al hermano, pidió que se le avisara a palacio cuando Macee estuviera en condiciones de recibir visitas, y se alejó triste mientras la puerta del asilo se cerraba.

Debiera ir a la mansión de los Copperguild. Debiera ir a pedir noticias, averiguar quién había sobrevivido y quién había muerto; sin embargo, le era imposible enfrentarse a las perspectivas de lo que pudiera oír. Cobardía, quizá; pero encontraba aquella desesperante incertidumbre más fácil de sobrellevar; ya que con la incertidumbre había lugar también para la esperanza.

Así pues, paralizada hasta el punto de ser incapaz de sentir nada que no fuera el sordo dolor de la pena y el sentido de culpabilidad, se escabulló a través del portillo, sonriendo de forma automática a los guardias, y penetró en los aposentos de la Infanta... encontrando a Phereniq y a Augon Hunnamek con la Infanta en el patio ajardinado.

—Índigo. —Phereniq se levantó nada más verla, y fue hacia ella con los brazos extendidos—. ¡Oh, querida mía, me apena tanto la noticia! Cuando Hild dijo que te habías enterado intenté encontrarte, pero ya te habías ido.

Augon la observaba, el oscuro rostro solemne, los ojos llenos de compasión. Hipócrita, dijo una voz silenciosa , y violenta en el interior de Índigo. Hipócrita —y asesino—; apartó la cabeza de la fija mirada del hombre y dejó que ; Phereniq la abrazara sin ofrecer resistencia.

—¿Te han permitido ver a Leando? —inquirió la astróloga.

—No; yo... —Entonces las palabras se registraron totalmente en su cerebro—. ¿Leando...?

—¿No sabías que estaba a bordo? —Phereniq la miró asombrada, luego horrorizada—. ¡Claro... cómo podías haberlo sabido! No pensé...

La esperanza, un destello agonizante en el negro miasma, contrajo la garganta de Índigo.

—Vi... vi el naufragio. Y fui al asilo; pero no pudieron decirme nada.

—¡Oh, querida...! —Phereniq dio un paso atrás—. Lo siento tanto...; no debiera habértelo dicho de esa forma. Estaban todos a bordo, Índigo: Leando, Mylo y el hijo de Mylo. No su esposa, demos gracias a la Madre del Mar; ella iba a seguirlos más tarde... Pero Leando vive, Índigo. Fue uno de los pocos a los que salvaron del mar. Está herido, pero se recuperará.

Índigo asintió con la cabeza, apenas capaz de comprender lo que oía.

—Luk —dijo—. ¿Se lo han dicho?

—Lo acompañan a casa en estos momentos. Fue muy valiente, aunque está muy trastornado. Pobre criatura: perder a su tío y a su primo de esta forma... —Meneó la cabeza, incapaz de expresar lo que sentía.

La mente de Índigo empezaba a funcionar con más claridad pasado el sobresalto, y el significado de todo aquello le provocó una gran sorpresa. ¿Cómo podía saber nadie que los tres Copperguild estaban en el Kara-Karai. Era imposible: el viaje había sido un secreto...

Sus aterrorizados pensamientos se vieron interrumpidos por Augon Hunnamek.

—Índigo, me culpo a mí mismo por esta tragedia —dijo con voz grave, Índigo alzó la cabeza deprisa y vio que se acercaba a ella con Jessamin detrás—. Su llamada debía ser una alegre sorpresa para Luk, y también para ti. No sé cómo expresar mi pena.

—¿Su llamada? —No comprendía.

Augon sacudió la cabeza entristecido.

—No se te informó de mi decisión. Puedes llamarlo un impulso romántico; un deseo de compartir mi felicidad ante mi inminente boda con aquellos que han sido mis leales amigos... Envié un mensaje a las Islas de las Piedras Preciosas hace dos meses, mediante el cual liberaba a Mylo de sus deberes y lo convocaba a él y a sus parientes de regreso a Simhara con todos los honores. Su regreso debía de ser mi regalo para ellos, y para ti y Luk.

Índigo continuó mirándolo fijamente.

—Nadie podía prever este terrible suceso, pero me siento muy responsable —siguió Augon—. Una pérdida tan tan terrible.

Índigo se había quedado sin habla.

—Me estáis diciendo que...

—Que Mylo y su hijo Elsender perdieron sus vidas en el naufragio. —Malinterpretó lo que ella quería decir, comí fundiendo su repentino temblor por conmoción ante aún! más malas noticias; un error que, cuando ella tuvo tiempo de recapacitar sobre ello más tarde, agradeció—. Sí. No tenemos confirmación aún, pero creemos que así debe ser. —Posó una mano sobre el hombro de ella, un gesto con el que hacía tiempo estaba familiarizada y que odiaba—. Que una tragedia así sea producto de mi acción! me apena más de lo que puedo expresar. Rezaré con todo fervor para que sus almas vayan rápidamente al encuentro de la Madre.

Los temblores de Índigo amenazaron con convertirse en estremecimientos incontrolados mientras el Takhan apartaba, y todo su ser clamaba ultrajado ante la completa y patente hipocresía de sus palabras. Esta criatura, este monstruo, por cuya mano inhumana tantas víctimas inocentes habían muerto, hablaba tranquilamente de dolor y pena y responsabilidad... Como si de un cuchillo al rojo vivo se tratara, su furia se comunicó a Grimya en una silenciosa pero feroz protesta:

«¿Por qué idiota me toma?»

Pero no podía decirlo en voz alta; no podía expresar su salvaje repugnancia. Todo lo que podía hacer, aunque el esfuerzo estaba casi más allá de sus posibilidades, era volver la mirada, dirigirla sin ver al otro extremo del cada! vez más verde jardín, y susurrar con los dientes apretados:

—Gracias, mi señor.

—Índigo...

Era Jessamin, sus ojos color miel abiertos de par en y llenos de emoción mientras se acercaba con timidez y deslizaba una pequeña mano en la de Índigo. El contacto apartó bruscamente a Índigo del borde del abismo: tragó saliva, miró a la Infanta y vio que había estado llorando.!

—Índigo, ¿crees que Luky estará bien? Su cara estaba blanca... —Su mano se crispó—. Oh, ¿por qué tuvo que suceder una cosa tan horrible?

«Pregúntale a tu chero Takhan, pobre criatura inocente», pensó Índigo con renovada furia. Pero no dijo nada, se limitó a besar la frente preocupada de Jessamin, y añadió una promesa silenciosa al odio que se agitaba en su interior.

«Morirá por esto. De una forma u otra, morirá.»

El esperado mensaje del Asilo de los Marineros no llegó hasta al cabo de cuatro días, Índigo había intentado contener su nerviosa impaciencia enfrascándose lo mejor que pudo en las cuestiones cotidianas; pero era difícil, en especial porque para la Infanta, casi cada una de las horas que pasaba despierta estaba dirigida a pensamientos que Airaban en torno a su próximo matrimonio.

Luk no había regresado a palacio; ni había llegado ninguna noticia de casa de los Copperguild con excepción de la definitiva confirmación de lo que Índigo había temido: que Mylo y Elsender habían perecido en el naufragio. Leando estaba fuera de peligro, pero no llegaron otras noticias de él; y_ así pues, cuando le fue entregada la breve nota del asilo, Índigo estaba a punto de estallar, y se sintió terriblemente agradecida por tener algo que rompiera d vacío.

Ella y Grimya encontraron a Macee en el patio del asilo, sentada en un sillón de junco y envuelta en una manta, a pesar de lo caluroso del día. Su rostro estaba pálido y cansado; había unas marcadas ojeras bajo sus ojos. Cuando vio acercarse a Índigo intentó sonreír, pero el esfuerzo era demasiado grande.

—Macee, —Índigo se agachó junto al sillón—. No me dejaron venir a verte hasta hoy... No sé qué puedo decirte.

—Me alegro de que vinieras. —La voz de Macee era sepulcral, sin vida, inerte. Se sujetó los antebrazos por un instante, como si sintiera frío—. Te contaron lo sucedido, ¿no?

—Amyxl lo hizo. Lo vi al día siguiente.

—Ah, sí. Yo también quería ver a Amyxl, pero me dijeron que había zarpado. —Cerró los ojos—. Que la Madre del Mar lo proteja. El Sivake sacó a seis de nosotros del mar, ¿lo sabías? Seis. Y a uno de tus amigos, también.

—Lo sé.

—En realidad debería estar muerta. Todos nosotros deberíamos estarlo. Después de lo que sucedió...

—Macee. —Índigo tomó las manos de la menuda mujer. Lo que quería saber era duro, pero la pregunta debía! ser hecha—. Amyxl me contó que... al Kara-Karai lo atacaron. Él vio algo... no pudo describirlo realmente, pero...

Macee la interrumpió.

—Una serpiente —dijo categórica—. Fue una serpiente. Y si alguien te dice algo diferente, está mintiendo. —De repente su expresión se volvió feroz—. La gente anda diciendo que fue mi culpa. Dicen que la tormenta lo hizo encallar, y que la culpa es mía por intentar llevar el barco a la orilla. ¡Pero no es cierto! ¡Si nos hubiéramos mantenido alejados de la costa, nos habríamos hundido con todos los tripulantes y no habrían quedado ni los huesos para que los buscaran esos buitres con forma humana! Amyxl lo sabe... ¡pero incluso él no sabe ni una décima parte de lo que sucedió, ni una centésima.

Las manos de Índigo sobre las suyas se cerraron con más fuerza.

—¿Qué quieres decir?

Un terrible escalofrío recorrió el cuerpo de Macee.

—Nos sucedió de todo en ese viaje de regreso. Corrientes donde no debería haberlas habido; huracanes; niebla; falta de viento. Avistábamos ya el puerto, y esa abominación surgió del mar y atacó mi barco, y lo hizo pedazos, como si fuera leña. —Liberó con violencia sus manos de entre las de Índigo y golpeó con los puños apretados los brazos del sillón—. ¡No era posible! ¡Cosas así no existen! Era como... como algo conjurado mediante hechicería. O peor... como si fuera un demonio.

—¡Oh, Madre Todopoderosa...! —Las entrecortadas palabras salieron antes de que Índigo pudiera detenerlas—. Si lo hubiera sabido habría...

¿Qué? —La voz de Macee la atravesó como una cuchilla afilada.

Índigo levantó la mirada y sus ojos se encontraron. La expresión de su rostro la delató; sus ojos mostraban un sentimiento de culpa, y Macee comprendió al momento lo que podía significar. Por un instante se produjo un silencio tenso, palpable. Entonces Macee dijo, en un tono de voz diferente:

—Un demonio... Tengo razón, ¿verdad? Eso es exactamente lo que era. Y tú... tú conocías su existencia todo el tiempo. ¡Lo sabías!

—Macee, yo... —Una rápida mentira acudió a los labios de Índigo, pero su conciencia se rebeló—. ¡Oh, por la Diosa, yo no pensé que estuvierais en peligro! No pensé que pudiera tocaros... Sólo me di cuenta una vez que hubisteis zarpado, y entonces ya era demasiado tarde. Y pensé...

¡Pensaste! —La voz de Macee tembló llena de amargo desdén—. Me dices ahora que había algo maligno y tú lo sabías. Sabías lo que podía sucedemos a mi tripulación y a mi barco. Sin embargo me dejaste marchar, sin siquiera avisarme...

—¿Cómo podía hacerlo? —suplicó Índigo—. ¡No me habrías creído!

—¡No me diste la oportunidad de creerte! ¿Qué crees que soy; una estúpida? ¡Puede que no sea una khimizi supersticiosa, pero sé lo suficiente para darme cuenta de que los demonios existen!

Con un violento ademán, Macee arrojó a un lado la manta y se puso en pie. Cojeando, empezó a alejarse, luego se detuvo y se volvió para mirar a Índigo, esta vez con infinito desprecio.

—Pero, oh, no; tú no pensabas ponerme en antecedentes de tu pequeño secreto, ¿no es así? ¡Porque sabías muy bien que si lo hacías, existían las mismas posibilidades de que yo arriesgara a mi tripulación y a mi barco en ese maldito viaje que de que me crecieran agallas y me lanzara al mar!

—Macee...

—¡No me vengas con «Macee», maldita perra! —La garganta de la menuda capitana enronqueció—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Te das cuenta de que si no hubiese sido por ti, mi tripulación estaría con vida, y tus amigos mercaderes de cabellos dorados también? Sinceridad, Índigo. Sinceridad. Eso era todo lo que te pedía. ¡Pero no, me mentiste, me engañaste, me empujaste a conducir a mi gente al peligro sin siquiera tener la humanidad de decirme que ese peligro existía! —Sus hombros se estremecieron, víctima de una profunda y violenta convulsión—. ¡Aunque llegue a vivir hasta los cien, espero no tener que volver a verme cara a cara con una cobardía tan egoísta y total!

Índigo sintió cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y tuvo también la total certidumbre de que, aunque podía discutir, arrastrarse, suplicar en su defensa, cuando se arrancara la capa de barniz no podría negar que lo que Macee había dicho era la verdad. El Kara-Karai había navegado a ciegas y totalmente ignorante hacia el desastre; y la responsabilidad de la tragedia era toda suya.

Se incorporó, apartando el inquisitivo hocico de Grimya cuando la loba intentó consolarla. Nada podía consolarla, y tampoco lo merecía. Por lo menos, Macee le había abierto los ojos.

—Me iré ahora, Macee —dijo en voz baja—. No creo que haya nada más que pueda decirte.

—Las palabras no devolverán a los muertos. —Macee la contempló, impasible.

—Lo sé. Si pudiera ofrecer alguna reparación...

—No puedes. Y no me pidas que te perdone, porque no lo haré. Pero tengo una última cosa que decir.

Permanecía inmóvil, el rostro rígido como el granito, y envejecido, repentinamente envejecido. El abismo que mediaba entre ellas era inconmensurable, toda su amistad se había hecho añicos, toda la confianza defraudada. Entonces, Macee siguió con voz calmada:

—Si fueras la persona que yo una vez creí que eras, te darías cuenta que ofrecer una reparación significa más que echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. Pero no creo que seas esa persona, ya no. Y no quiero conocer a la criatura en la que te has convertido. Adiós, Índigo.

Índigo pensó largo y tendido en aquellas últimas palabras de Macee mientras se alejaba despacio del asilo con Grimya tras ella. Ofrecer una reparación significa más que echarte a llorar sobre tu vaso de vino y elevar oraciones por los desaparecidos. El disparo de despedida había sido malicioso, pero había dado en el blanco. Como resultado de mi inactividad, había muerto mucha gente: Karim, Mylo, Elsender, la mayor parte de la tripulación de Macee. Ella podría haber evitado sus muertes. Pero no había hecho absolutamente nada; y ahora había perdido a casi todos sus aliados, mientras que el triunfo de Augon Hunnamek estaba casi completo.

Se detuvo bruscamente al darse cuenta de que sin haber tomado aquella decisión de forma consciente, sus pasos la conducían hacia el Templo de los Marineros y a hacer precisamente aquello que Macee había condenado con tanto desdén. No podía rezar a la Madre del Mar por las almas de los muertos; no era digna de rezar por ellos. Macee tenía razón: si podía ofrecerse alguna reparación, el camino a seguir era haciendo algo, no en arrepentirse llena de contricción de todo lo que no había hecho.

Muy bien pues, tomaría ese camino. La autorrecriminación era un lujo que ya no podía permitirse; el momento de languidecer en una sensación de culpa había pasado. Debía actuar.

Grimya, al percibir el brusco cambio de humor de su amiga, alzó la cabeza. No había nadie cerca que pudiera oírlas, de modo que la loba habló en voz alta.

—¿Índigo? Tus pensamientos son de re... repente más claros.

Índigo bajó los ojos hacia ella.

Querida y leal Grimya: ella nunca condenaba, jamás volvía la espalda.

—Sí —dijo—. Creo que acabo de comprender con exactitud lo que Macee quería decir cuando dijo lo que dijo, y pienso hacerle caso.

La cola de Grimya empezó a moverse.

—¡Eso está bien! Hemos pe... perdido demasiado tiempo espe... esperando, incapaces de hacer... nada.

—Un tiempo excesivo.

Y empezaría, pensó Índigo, contándole a Leando la verdad. Cómo reaccionaría él ante aquella información no lo sabía, pero se lo debía, y también a Karim y a J " ce y a todos los demás.

Y, quizá más que a nadie, a sí misma.

Los diez días siguientes pusieron a prueba a Índigo más allá de lo que podía soportar. Aguijoneada por su cien tomada decisión, probó todos los medios que pude encontrar para ver a Leando, y a cada paso encontraba barreras en el camino. Cartas enviadas a la mansión de lo Copperguild quedaron sin respuesta; tres visitas encontraron tan sólo el rostro solemne de un criado que le dijo que, por órdenes estrictas de la abuela de Leando, estaba cerrada a todos los mensajes y visitantes hasta que terminara el período de duelo por Mylo y Elsender y joven señor hubiera recuperado las fuerzas, Índigo protestó y suplicó, pero no le sirvió de nada; como correspondía a una noble familia khimizi, los Copperguild cumplían con el tradicional ritual del duelo, y nada pe romper la barrera hasta que llegara el momento.

Pero el tiempo se les acababa ya. Faltaban tan sólo quince días para la ceremonia de la boda, y casi cada hora que pasaba traía un nuevo recordatorio de que el receptáculo del reloj de arena estaba cada vez más vacío. Llegaban dignatarios de todo el mundo para asistir a las celebraciones y el palacio no dejaba de recibir una constante oleada de visitantes que presentaban sus respetos al Takhan y a novia. Cada uno de los barrios de la ciudad era adornados con flores y banderines y gallardetes; nuevos murales brillantes colores habían aparecido en las paredes de le bazares, farolillos de colores colgaban entre los árboles; entre los edificios, y las amplias avenidas estaban cubiertas de hierbas aromáticas. Todo ello recordaba en gran manera el bullicio y la excitación que habían rodeado la coronación de Augon diez años antes, y para Índigo era vino amargo, ya que le recordaba la enormidad de su fracaso. Había vivido en Simhara durante casi once años, y el demonio aún vivía y medraba. En unos pocos días, tomaría primero la mano y luego el cuerpo y el alma de Jessamin: y durante la noche siguiente a la ceremonia, el devorador de la Serpiente se alzaría bajo la luna en eclipse para devorar a su presa; y eso sería el principio del fin para todos ellos.

Jessamin por su parte estaba gloriosamente ignorante de los temores de Índigo. Permanecía inmersa, día y noche, con la excitación del gran día que se acercaba, y su vida era un torbellino de recepciones oficiales y de lo que parecían interminables ensayos de la ceremonia. Sus estudios estaban ya a punto de terminar, y debido a ello Índigo se encontraba con gran cantidad de tiempo libre, que no le servía más que para aumentar su nerviosismo.

Y entonces, diez días antes de la boda, estaba sola en MI habitación cuando alguien llamó a la puerta. Volviéndose, vio que la puerta se abría y Leando apareció en el umbral.

Índigo abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Había cambiado tanto... Estaba más corpulento, sus cabellos color miel estaban más cortos y mostraban ya signos de escasear en las sienes, su rostro mostraba unas finas líneas: la juventud empezaba a dar paso a la madurez. Pero sus ojos tenían la misma intensidad, y su voz, cuando pronunció su nombre, era la voz que tan bien recordaba.

—¿Índigo...?

La muchacha no pudo decir nada, ni siquiera una palabra con la que saludarlo después de diez años de separación. Pero de repente se encontró corriendo por la habitación hacia él, los brazos extendidos para abrazarlo, apretarlo, sujetarlo con fuerza contra ella como si fuera un talismán viviente.

—Índigo, Índigo. —La abrazó tan fuerte que casi la dejó MU respiración; luego, bruscamente, se apartó manteniéndola a cierta distancia, contemplando con fijeza su rostro— Pero... ¡si estás exactamente igual! ¡Ni una cana más, ni una arruga, nada! No puedo creerlo.

Ella recuperó el habla por fin.

—¡Tú no puedes creerlo! —Las lágrimas amenazaron con ahogar sus palabras mientras el alivio inundaba su mente y se mezclaba con un torrente de afecto que no había sabido que poseía—. Había empezado a pensar que nunca te vería, que el que estuvieras de regreso era sólo un sueño, que no había sucedido...

—No he podido venir hasta hoy. Nuestra familia ha estado de luto. —Involuntariamente volvió la vista hacia la cinta gris que llevaba atada alrededor de un brazo; la señal de luto.

Índigo se llevó una mano al rostro.

—¡Oh, Leando! ¿Qué puedo decirte? Cuando me enteré de lo sucedido...

—Hay tantas cosas que decir, y tampoco yo sé por dónde empezar. La terrible y amarga ironía de todo esto, Índigo: eso es lo que más me duele. Cuando recibimos el mensaje de Augon Hunnamek llamándonos de regreso...

—¿Qué? —Los ojos de Índigo se abrieron de par en par—. Quieres decir... ¿él os llamo?

—Oh, sí. Lo calculó a la perfección. El llamamiento llegó el día anterior a la entrada del Kara-Karai en el puerto. Estábamos haciendo ya los preparativos; pero cuando leímos tu carta, pensamos que lo mejor era darse prisa en lugar de esperar al paquebote... —Las palabras se fueron apagando y sacudió la cabeza tristemente—. ¡Incluso ahora, la dulce Madre lo sabe, me es imposible empezar a asimilar lo sucedido! Pero, Índigo, existe algo más, algo que es vital que te cuente sobre ese viaje...

El sonido de unos pies que corrían lo interrumpió antes de que pudiera decir más, y Luk irrumpió en la habitación, con Grimya a sus talones.

—Índigo, has... —El muchacho se interrumpió al tiempo que sus ojos se iluminaban—. ¡Papá; la has encontrado!

—Pues claro. —Leando extendió un brazo en dirección a su hijo, el rostro ruborizado de orgullo. Entonces vaciló, mirando detrás de Luk a la loba, y su expresión cambió—. Ésa no puede ser...

—Es Grimya —repuso Luk alegremente—. ¿Ya te lo dije, verdad, que estaba todavía viva y bien? Ahora puedes verlo tú mismo.

Leando pasó la mirada con rapidez de Grimya a Índigo y de nuevo al animal.

—Pero... Índigo, ¿cuántos años tiene?

Índigo sabía lo que pensaba. Leando había regresado tras una ausencia de diez años encontrándose con que su hijo había crecido hasta convertirse en casi un hombre, con que todas sus amistades habían cambiado. Era algo natural, como lo era el hecho de que él, también, hubiera envejecido con el paso del tiempo... y sin embargo en Índigo y en Grimya no veía la menor señal de cambio: ambas tenían exactamente el mismo aspecto que el día en que había zarpado de Simhara.

Índigo recordó el furioso desafío de Macee, y comprendió que debía contarle la verdad.

—Leando. —Tomó su mano y lo acercó a ella—. Tengo muchas cosas que explicarte, y parte de ellas tienen que ver con el enigma sobre Grimya y yo. Pero el relato necesita tiempo. —Miró a Luk, no queriendo decir demasiado mientras él pudiera oírla—. Si, esta noche, pudiéramos...

—Esta noche se me ha invitado a cenar con el Takhan. Entonces Leando le dedicó una agria sonrisa—. ¿Ves con qué facilidad sale ahora de mis labios el título? Me he pasado diez años refiriéndome con todo respeto al usurpador como «Takhan» en mi trato con los habitantes de las Islas de las Piedras Preciosas, y la costumbre ha arraigado. Pero no puedo rehusar la invitación; Luk tiene que venir conmigo, y tengo entendido que a ti también te incluirán entre los invitados.

—¿Para completar el feliz cuadro de los amigos reunidos de nuevo?

—Sin duda. Siempre ha tenido un muy afilado sentido do la ironía. Pero cuando esa prueba haya concluido, podemos regresar aquí a charlar.

Significaba retrasarlo más de lo que a Índigo le habría gustado, pero no había otra elección. Asintió.

—Pero, Índigo, antes de ese momento debo hablarte del viaje; advertirte...

—No, Leando. —Una vez más su mirada se deslizó por un instante, de soslayo, hacia Luk—. No aquí; no ahora. Además, creo... Creo que sé lo que quieres decirme. —Vaciló, luego añadió—: Quieres decirme que estamos en peligro, y que en todo esto hay hechicería.

Él la miró sorprendido.

—¿Cómo lo has descubierto?

—Lo he sabido desde hace mucho tiempo; y muchas otras cosas además. Y Karim...

—¿Karim? —siseó Leando, ansioso—. ¿Lo has visto?

Claro: no sabía nada de la muerte del mago porque Luk había prometido no decir nada, Índigo levanto ambas manos, con las palmas hacia afuera.

—Por favor, Leando. Esta noche te lo contaré todo, pero no me atrevo a empezar ahora. Ambos debemos tener paciencia, unas pocas horas más.

—Pero eres consciente del peligro...

—Sí. Y no voy a hacer nada para exponerme a él, no temas.

Se dio la vuelta y contempló la habitación. Su cálida opulencia le hizo sentir de repente una sensación de claustrofobia, como si otras paredes, invisibles pero palpables, se fueran cerrando a su alrededor y amenazaran con sofocarlos a todos en un mortífero abrazo.

—Esta noche debemos representar nuestros papeles, y reír y llorar según sea necesario. No debemos hacer nada que levante sospechas.

Se escucharon unas débiles voces en el pasillo al otro lado de la puerta, el sonido de pies calzados con sandalias y el tintineo de los móviles de cristal mientras los sirvientes se dedicaban a sus tareas. No podían decirse nada más; el riesgo de que alguien los oyera era demasiado grande. Leando tomo las dos manos de Índigo y se las llevó a los labios para besar sus dedos.

—Hasta esta noche, pues. Ah, Índigo... —Se detuvo y sonrió—. No: puede esperar.

La besó de nuevo, en la frente esta vez, y acompañó a Luk fuera de la habitación.

Загрузка...