Augon Hunnamek se recostó en su sillón. Unió las yemas de los dedos ante su rostro y arrugó la frente mientras Phereniq lo contemplaba atenta pero inquieta. A medida que pasaban los años la mujer encontraba cada vez más difícil descifrar su estado de ánimo, y aún no podía saber cómo reaccionaría a lo que ella acababa de contarle. Le gritó con su mente para que dijera algo, pero no quería ser la primera en romper el silencio de viva voz.
Por fin, él levantó la cabeza, sus claros ojos se encontraron con los de ella a un mismo nivel.
—Estoy en deuda contigo, Phereniq. Parece que otra vez me has hecho un gran servicio.
Sintió que una sensación de alivio la inundaba, y se permitió dejar escapar un suspiro largo tiempo contenido.
—Gracias, mi señor. Tenía... —Se quedó sin voz; carraspeó rápidamente y siguió—: Tenía miedo de que encontrarais mi informe demasiado especulativo.
—De ningún modo. —Augon dejó caer las manos sobre la mesa otra vez, y dio un golpecito sobre la página superior de los archivos que ella había desenterrado—. Esto es más que simple especulación, mi querida vidente. Las epidemias y las plagas..., estoy sorprendido de que hayamos tardado tanto en ver la pauta, aunque puedo comprender por qué se pasó por alto tan fácilmente. Y en cuanto a los interrogantes que has creado con respecto a las circunstancias del nacimiento de la Infanta...
—No tengo pruebas de nada, señor. Pero...
Augon levantó una mano para acallarla.
—No hay pruebas, no. Pero sí suficiente evidencia para sugerir de forma muy convincente que no todo fue como debía de ser. —Había vuelto a dirigir la mirada hacia los documentos mientras hablaba; ahora levantó la vista de nuevo—. ¿Has dicho que la comadrona que atestiguó el nacimiento murió poco tiempo después?
Phereniq asintió.
—Al parecer tomó un veneno nueve días más tarde. De forma oficial consta que se mató al no poder soportar la pena cuando su amante la abandonó.
—¡Ah! Locuras de mujer. Y muy conveniente para aquellos que deseaban deshacerse de ella. Bien, Phereniq. Tú eres mi consejera: ¿qué conclusión sacas de todo este hermoso embrollo?
—Mi señor, a menos que pueda descubrir la hora auténtica del nacimiento de la Infanta, me será imposible seguir adelante para averiguar qué tipo de amenaza es la que esta próxima conjunción puede depararle a ella —repuso Phereniq.
—Pero, con o sin esa información, ¿estás segura de que esa amenaza existe?
—Estoy segura, mi señor. Y temo mucho por ella.
Augon se puso en pie y avanzó hacia la ventana. Esa pequeña sala de audiencias daba a su patio privado; una pesada cortina semiopaca impedía la entrada de gran parte de la luz del exterior, y su figura, mientras permanecía ante el cristal, era poco más que una silueta.
—Yo también he experimentado esos sueños —dijo, de repente—. Cada año, por la misma época. —Se volvió para mirarla otra vez y vio la expresión de su rostro—. ¿Eso te
sorprende?
—Nunca me lo contasteis, mi señor.
—No, no lo hice. Thibavor lo sabe, claro; pero Thibavor también sabe lo que le conviene, y ha mantenido la boca cerrada. —Avanzo hacia ella—. Sueño que me persiguen, Phereniq. Sueño con algo siniestro y anónimo que me sigue por los interminables pasillos del palacio, y que se niega a desaparecer no importa lo que yo haga. Continuamente a mi espalda, incansable, cada vez más cerca. —Extendió los brazos y posó ambas manos sobre los hombros de ella—. ¿Es ése también tu sueño?
—Sí. —Se estremeció al recordarlo—. Y el de la Infanta. Y el de Índigo. Y el de Hild...
—Y sin duda el de una larga lista de otros nombres, si estuviéramos enterados. —Augon dio media vuelta, regresó a su sillón y se sentó; por un instante se quedó contemplando el montón de archivos, luego dijo pensativo—: el mago Karim. Creo que no estaría de más iniciar su búsqueda.
Phereniq se sorprendió.
—Pero, mi señor, debe de estar muerto desde hace tiempo.
—Quizá. Pero tengo mis dudas. Conozco a estos sabios khimizi: saben cuidarse, por mucho que digan lo contrario; y apostaría a que Karim no corrió la misma suerte que la comadrona. Existe una posibilidad, aunque muy remota, lo admito, de que aún viva en Simhara. Y sí es así, lo encontraré.
Se produjo un silencio durante algunos minutos. Augon siguió contemplando los documentos, aunque Phereniq tuvo la impresión de que sus ojos miraban sin ver. Entonces él volvió a hablar:
—No obstante, con o sin el mago desaparecido, tenemos la cuestión de la conjunción para considerar. No me gustan las amenazas, Phereniq, sean de los hombres o de los presagios. Y no dejaré que me intimiden. —Tamborileó ligeramente con un dedo sobre la mesa una melodía al azar, sin forma; luego, de pronto, su expresión se iluminó y una lenta sonrisa de depredador empezó a extenderse por su rostro—. De hecho, querida Phereniq, nada me gusta más que un desafío, y experimentaré un gran placer al enfrentarme a éste. La Infanta necesita protección contra las influencias malignas: muy bien; entonces pienso protegerla. —Levantó la cabeza, y sus ojos estaban brillantes y .mimados bajo los pesados párpados—. Quiero que regreses a tus gráficos y a tus manuscritos, vidente, y quiero que me prepares tres augurios: el mío, el de la Infanta y el de la ciudad de Simhara.
Phereniq arrugó la frente.
—¿Para qué día, mi señor?
—Para el día del undécimo cumpleaños de Jessamin. —Había un toque de diversión en su sonrisa ahora, y algo en su mirada que ella prefirió no interpretar—. No tengo miedo del Devorador de la Serpiente. Y cuando se alce de nuevo puede que encuentre que, esta vez, se enfrenta con más de lo que puede devorar.
Recibir el mensaje de Augon Hunnamek en el que ordenaba que se preparase a Jessamin para asistir a un banquete aquella noche, tomó por sorpresa tanto a Índigo como a Hild. Se trataba de algo improvisado, al parecer, con una lista de invitados en la que sólo estaban incluidos los miembros del Consejo de Augon y unos pocos de los nobles de mayor rango.
A Índigo no se le pidió que asistiera; pero a Luk, ante su sorpresa y contrariedad, sí.
—Él es el cabeza de familia ahora que su papá no está —indicó Hild mientras ayudaba a Índigo a escoger el traje de Jessamin para la ocasión—. Y ahora ya ha crecido, es casi un hombre. Es evidente que tener que empezar a hacer estas cosas, incluso aunque no gustar.
—Pero esto es tan repentino... —repuso Índigo—. No lo comprendo.
Hild se golpeó un lado de la nariz con un dedo.
—Escucha qué digo: algo se trama. Si no, ¿por qué llama el Takhan a tantos consejeros y nobles con esta precipitación, eh? ¿Por qué no esperar mañana o pasado? Algo ha pasado. ¡Espera y verás!
No podía hacer mucho más, ya que los criados de palacio, que por lo general sabían las últimas noticias mucho antes de que efectuaran los anuncios oficiales, no tenían ni idea del motivo de tan repentino e inesperado acontecimiento. Cuando Jessamin se hubo marchado, acompañada por toda una escolta real, Índigo pasó una noche llena de desasosiego mientras jugaba a las cartas con Hild e intentaba no especular sobre lo que pudiera estarse cociendo. Desde su ventana podía divisar el reflejo de las luces de la sala de banquetes; a medianoche seguían encendidas todavía, y Hild, luego de protestar por la hora en que la Infanta hubiera debido de acostarse, admitió su derrota y se retiró a su habitación. Grimya dormía; y también Índigo dormitó en su sillón, hasta que el sonido de la puerta que se abría la despenó con un sobresalto.
Era Jessamin. Se detuvo indecisa en el umbral; luego, al ver que Índigo se enderezaba en su asiento, fue corriendo hacia ella.
—¡Índigo! —Su rostro estaba ruborizado, y aparecía muy hermoso de forma desconcertantemente adulta—. ¡Oh, me lo he pasado estupendamente!
—¡Chera!—Índigo la abrazó con fuerza—. ¿Qué hora es? ¡Debe de ser muy tarde!
—¡Lo es, y resulta tan excitante! —Jessamin corrió a la ventana y miró por ella—. Están apagando las farolas ahora. ¡No me he ido hasta el final de la fiesta! ¡Y he bailado... he bailado todos los bailes con chero Takhan! Índigo, ¿sabes lo que ha sucedido?
Una premonición, como una pesada y fría piedra se alojó en el estómago de Índigo.
—No —dijo—. ¿Qué ha sido, querida?
La Infanta se volvió para mirarla, sus ojos color de miel rebosantes de excitación.
—¡No tendré que esperar hasta tener doce años para convertirme en Takhina! —anunció jubilosa—. ¡Me casaré con chero Takhan cizaño que viene, el día de mi undécimo cumpleaños! ¡Oh, Índigo: ¿no es eso maravilloso .
Augon Hunnamek estaba de pie frente a la ventana de sus aposentos privados. Por una vez las cortinas estaban descorridas, y miraba al otro lado de su patio en dirección al gran salón, donde los criados iban de un lado para otro como hormigas silenciosas desmontando los últimos adornos que quedaban de la fiesta. Otros criados, sus doncellas y ayudas de cámara personales, se apresuraban por la habitación a sus espaldas; preparaban su cama, extendían su camisa de dormir, iban a buscar pasteles y vino por si se despertaba durante la noche y deseaba comer algo. El lecho mismo aparecía prístino y vacío; esta noche no deseaba una concubina que calentara sus sábanas y despertase sus instintos, sino que prefería estar solo.
Saboreó sus pensamientos sobre la decisión que había tomado tras lo que Phereniq le revelara. Los augurios para el gran día no podían ser mejores. Phereniq había terminado sus cálculos y se los había llevado a primera hora de la tarde; y a él le habían parecido intensamente halagüeños. Un día de gran triunfo, eso era lo que decían los astros; para él, para la Infanta y para Khimiz. Un día poderoso, del despertar de un nuevo poder, poder suficiente para contrarrestar la malevolencia de la conjunción astral que amenazaba con malograr la joven vida de la Infanta. Para cuando el Devorador de la Serpiente se alzara en el firmamento, Jessamin y su nuevo señor se habrían unido, y el poder de Augon sería más que suficiente para mantenerla a salvo de todo mal.
Sin darse la vuelta siquiera, hizo chasquear los dedos, una señal para que los criados se fueran. Pudo percibir cómo salían haciendo reverencias, y supo instintivamente cuándo el último de ellos se hubo marchado. Entonces devolvió toda su concentración a la oscura y tranquila escena del exterior.
Jessamin lo había besado antes de partir con su escolta para regresar a sus aposentos. El beso de una criatura, pero tan espontáneo y lleno de adoración como el de la amante más ardiente; y Augon sintió un calorcillo de satisfecho triunfo recorrer todo su cuerpo, como si se tratara del efecto de un buen vino. La niña era muy joven y maleable, una tela virgen a la espera de la primera pincelada del artista experto. Con su arte la educaría, la moldearía a su forma de ser y a sus deseos; mientras aprendía a complacerla devolvería la ilusión a su saciado paladar. Y más que eso. Mucho más. Ya que, despacio pero con firmeza, la niña empezaba a despertar algo más en él; algo que había enterrado hacía mucho tiempo y que había intentado olvidar, creyendo que estaba fuera de su alcance.
Jessamin. Ya era casi lo bastante mujer para él. Y pronto, más pronto de lo que en un principio había pensado, la poseería...
Esta vez no hubo nada que estorbara a Índigo y a Grimya cuando abandonaron el palacio a primeras horas del día siguiente. Y mientras recorrían a buen paso las silenciosas calles, los pensamientos de Índigo giraban como un torbellino en su interior.
Seis meses. Ese era todo el tiempo que le quedaba antes de que Jessamin se viera casada con Augon Hunnamek. Seis meses; y carecía de aliados, de pistas. Leando y Mylo seguían aún en las Islas de las Piedras Preciosas, y Karim, el futuro de Karim resultaba ahora muy incierto. La decisión de Augon de cambiar la fecha de la boda sólo podía haber sido inspirada por las revelaciones de Phereniq; por lo tanto, debía de conocer la existencia del mago desaparecido, y existían todas las posibilidades de que ya se hubiera iniciado su búsqueda. Tenía que establecer contacto con Karim; la urgencia se había convertido en un imperativo absoluto. Si ello significaba esperar en el Templo de los Marineros desde el amanecer hasta el anochecer, hasta que Karim apareciera, Índigo lo haría con tal de encontrarlo.
Atravesaron aprisa los bazares, ignorando los halagos de los mercaderes, buhoneros y echadoras de cartas que andaban ya por las calles con la esperanza de conseguir clientes de buena mañana, y fueron a salir al deslumbrante espacio abierto que era el paseo del puerto. Pero cuando el Templo de los Marineros apareció ante su vista Índigo tuvo que hacer grandes esfuerzos para no correr. Entonces, cuando la plaza se abrió ante ellas, la joven se
detuvo en seco.
Karim estaba allí, en la escalinata del templo. Por un momento apenas si se atrevió a creer en sus ojos, temiendo que se tratara de un error, de una ilusión. Pero el ladrido excitado de Grimya, y el telepático torrente de apasionado reconocimiento que le llegó desde la mente de la loba, fueron toda la confirmación que necesitaba. Corrieron por el paseo enlosado y subieron las escaleras, hasta detenerse frente al ciego.
—Karim... —La voz de Índigo estaba llena de tensión y alivio a la vez.
Karim levantó la cabeza. Aunque no podía verla, ella tuvo la inquietante impresión —no por primera vez— de que la reconocía al instante. Parecía sorprendido, pero no sobresaltado.
—¿La dama Índigo?
Ella se agachó de inmediato junto a él: no había tiempo para preámbulos.
—Karim, tengo que hablar con vos. Ha habido cambios en palacio: Augon Hunnamek ha anunciado que piensa casarse con la Infanta el año próximo, cuando cumpla los once años.
—¿El año próximo? —El cuerpo de Karim se puso rígido—. Pero... ¿por qué? ¿Qué lo ha impulsado a ello?
Índigo le contó, de forma concisa, lo que Phereniq había descubierto referente a la conjunción, y su temor de que algo malo le sucediese a Jessamin el día del eclipse. Cuando hubo terminado, se produjo una larga pausa; luego Karim dijo:
—Bien; el usurpador piensa frustrar al Devorador de la Serpiente por el método de apoderarse antes de su presa. —Juntó ambas manos—. Ésta no es una buena noticia.
—No. Significa que sólo nos quedan seis meses antes de que se celebre la boda. Y Mylo y Leando siguen en las Islas de las Piedras Preciosas. —Vaciló, mientras lo observaba con atención, luego añadió—: Pero aún hay mas —se inclinó hacia adelante y le habló al oído— Augon también ha descubierto un misterio referente a un médico llamado Karim Silkfleet, que asistió a la Takhina Agnethe cuando Jessamin nació, y que desapareció poco después.
—¡Ah...!
Karim no pudo ocultar por completo su reacción, Índigo vio la veloz crispación de sus músculos faciales y decidió confiar en su intuición.
—Vos sois ese médico, ¿no es así, Karim? Y existe algo que vos sabéis, pero que el resto de nosotros desconoce. Algo que sucedió al nacer la Infanta, y que el antiguo Takhan no quería que nadie más supiese.
Karim no le contestó al principio; y Grimya, que también lo había estado contemplando con atención, observó:
«Existe una gran agitación en su mente. Me parece que está asustado, pero no de Augon Hunnamek. Y también me parece que no estará dispuesto a contarte toda la verdad.»
—Karim. —Índigo extendió las manos y cubrió las del mago con las suyas—. Si existe un secreto en relación con Jessamin, os suplico que me lo contéis. ¿Por qué se destruyeron los archivos de palacio? Y vos, ¿por qué desaparecisteis de la corte? ¡En el nombre de la Madre, por favor, debéis decírmelo!
Karim suspiró y, muy despacio, retiró sus manos de la frenética tenaza de las de Índigo.
—Señora —dijo con calma—. Yo asistí a la Takhina Agnethe cuando nació su hija, y el antiguo Takhan recompensó mis servicios dejándome ciego. Si no hubiera sido por dos
buenos amigos de la corte, que me ayudaron a escapar de mi celda, me habrían matado sin ruido pero rápidamente, como le sucedió a la comadrona que me ayudó. Mis dos amigos murieron junto al Takhan durante la invasión; la Takhina, también, está muerta; y así pues, yo soy el único testigo del nacimiento de la Infanta que queda con vida.
—Entonces hubo algo...
—Hubo malos presagios —respondió el mago, y por su tono de voz Índigo supo que le contaba sólo una parte de la verdad—. Pero mis conocimientos son incompletos. Soy, o más bien, he sido, médico y clarividente, no un intérprete de augurios.
—Pero debéis saber por qué el Takhan actuó como lo hizo —insistió Índigo—. Las muertes, la destrucción de los informes: ¿cuál era el secreto que intentaban ocultar?
El rostro de Karim había adquirido un tono macilento.
—Sé lo que era —respondió en voz baja, tras una pausa—. Pero no se lo que significa. — Levantó la cabeza y sus ojos ciegos miraron a la nada—. La ciencia de las estrellas es un libro cerrado para mí, señora. Pero si las cosas están como decís, entonces muy bien puede ser que la Infanta esté en peligro de muerte. E intuyo..., siento, aunque no puedo expresarlo con mayor claridad, que su matrimonio aumentará el peligro en lugar de disminuirlo. —De repente agarró de nuevo los dedos de Índigo con un movimiento rápido y seguro que contradecía su ceguera—. Por el bien de ella, y por el bien de todo Khimiz, el matrimonio no debe celebrarse; sin embargo carecemos del poder para hacer lo que debe hacerse para evitarlo. Necesitamos a los otros: a Mylo, a Leando y a Elsender. Hasta que regresen a Simhara, no nos atrevemos a movernos. Debéis enviar un mensaje, llamarlos de vuelta...
—¡Eso es imposible! —protestó Índigo—. ¡Cualquier cana que envíe puede ser leída por una docena de servidores leales a Augon Hunnamek antes de que llegue a sus manos! —Su voz se elevaba llena de frustración; se controló a duras penas y continuó en apremiante voz baja—. Karim, escuchadme. No podemos estar pendientes de poder avisar a Mylo y a los otros a tiempo. Sabéis que algo maligno se trama, y conocéis su naturaleza, aunque no conozcáis su causa. ¿Cómo puedo aspirar a combatir a esta cosa, o proteger a Jessamin contra ella, si no sé contra qué lucho? ¡En el nombre de la Madre, debéis contarme todo lo que sabéis!
—No. —repuso Karim, categórico—. No hay nada más que pueda contaros; no hasta que los cinco volvamos a estar reunidos. Ése debe ser nuestro principal imperativo.
Índigo se echó ligeramente hacia atrás y lo contempló con ojos entrecerrados.
—¿Por qué? —exigió—. ¿De qué tenéis miedo?
—Señora, no puedo contestar a esa pregunta, porque no lo sé. Pero siento algo en mis venas, en mis huesos; y nos amenaza a todos. Vos y yo solos somos demasiado débiles para luchar contra ello. Debemos tener la fuerza de los otros a nuestro lado antes de atrevernos a actuar. ¡Llamadme cobarde si lo deseáis, pero no me arriesgaré a despertar aquello que es mejor que siga dormido hasta que ellos regresen!
Índigo se sintió a punto de explotar de contrariedad: pero también sabía que ni razonamientos ni súplicas harían cambiar de opinión a Karim. Estaba asustado, no sólo por sí mismo sino también por ella, y nada podía derribar esa barrera.
Abrió la boca para protestar y suplicar una vez más, pero antes de que pudiera hablar, Grimya lanzó de repente un gruñido de advertencia:
«¡Soldados de palacio! ¡Vienen hacia aquí!»
Índigo maldijo en voz alta y miró por encima del hombro. Dos hombres ataviados con los colores característicos de la guardia personal de Augon avanzaban por entre el gentío, subían ya las escaleras y se dirigían directamente hacia ella. Su presencia podía deberse a una mera coincidencia; pero no se atrevió a correr el riesgo.
Fingió deprisa que examinaba las chucherías colocadas sobre la estera y se dirigió al mago en un veloz susurro.
—Los guardias de palacio están por aquí; puede que os busquen. Debo irme. Si me ven hablando con vos, pueden sospechar algo raro. —Una vez más el sentimiento de frustración la invadió: había tantas cosas que necesitaba decirle...—. ¡Debo hablar con vos de nuevo! —añadió apremiante.
Karim asintió.
—Sí. Estaré aquí.
«¡Indigo, los hombres te han visto!», interpuso Grimya. «Vienen hacia nosotros.»
—Los guardias ya están aquí, —Índigo empezó a incorporarse.
—Esperad. —Los dedos de Karim rebuscaron veloces sobre la estera que tenía ante él, y le tendió un pequeño adorno de estaño que tenía forma de cangrejo—. Tomad esto, y entrad en el templo —musitó—. Esto acallará su curiosidad, ya que dará la impresión de que simplemente comprabais una ofrenda. E, Índigo, os lo ruego, enviad un mensaje a Mylo. Es de vital importancia.
No tenía tiempo de discutir con él, así que tomó la baratija, y alzó la voz de repente, de forma que se oyera por entre la multitud.
—Es una hermosa pieza, buhonero. Recomendaré vuestro trabajo.
—El honor es mío, señora. —Karim inclinó la cabeza, entonces añadió, en voz apenas audible—: Tened cuidado. Y que la Madre del Mar os proteja.
Los soldados se habían detenido a pocos pasos y contemplaban la conversación, aunque por lo que parecía, sólo por simple curiosidad. Reconocieron a Índigo, y cuando ella se incorporó y sus miradas se encontraron, ambos la saludaron. Ella devolvió su saludo con un movimiento de cabeza, y terminó de subir los peldaños que faltaban hasta la entrada del templo. La joven no respiró tranquila hasta que la enorme y débilmente iluminada paz del interior se cerró sobre ella y sobre Grimya.
No hablaron mientras atravesaban el templo. Varios pequeños grupos de peregrinos elevaban sus miradas hacia el altar mientras los siempre presentes sirvientes del templo revoloteaban discretamente en segundo plano; pasaron junto a ellos, y por último se detuvieron a la sombra de la popa de la enorme nave, que les ofrecía suficiente intimidad.
—Diosa Omnipotente...
Índigo necesitaba articular las palabras, para aliviar un poco su tensión. Luego, cambió al lenguaje telepático.
«¿Qué vamos a hacer ahora, Grimya! Karim nos ha llevado muy cerca de la verdad, pero todavía no es suficiente.»
«Por mucho que lo intentes, no lo convencerás de que nos diga todo lo que sabe», repuso Grimya, con pesimismo. «Tiene demasiado miedo. Creo que su instinto sabe, incluso aunque su mente no lo sepa, qué es aquello contra lo que luchamos.»
«Sí: pero no comprende su auténtica naturaleza.» Índigo empezó a pasear despacio, contemplando sin ver los dibujos de las losas de mármol. «Si tan sólo confiara en nosotras, de modo que pudiéramos combinar lo que sabemos, y...» Se interrumpió y sacudió la cabeza, comprendiendo que no ganaría nada quejándose. «No sé qué pensar, Grimya, y mucho menos cómo actuar para que todo vaya bien.»
«Me parece que debemos hacer Lo que nos ha pedido, e intentar hacerle llegar un mensaje a Leando», repuso Grimya. «Resultará difícil. Pero puede ser nuestra única posibilidad.»
«Tienes razón.»
Índigo vio cómo un grupo de visitantes iba a cruzarse en su camino; se dio la vuelta y empezó a regresar a la sombra del altar.
«Pero ¿cómo avisar a Leando sin alertar a los otros? Ése es el problema que no puedo resolver. Si tuviera que navegar yo misma basta las Islas de las Piedras Preciosas lo haría, pero eso es tan imposible como enviar una carta que lleve un mensaje lo bastante explícito. ¡GranMadre, no sé qué hacer!»
Grimya dijo entonces:
«Índigo...»
Pero ella estaba preocupada, y el repentino cambio en el tono de voz de la loba no quedó registrado en su mente. Entonces el animal la llamó de nuevo, e Índigo se detuvo y se dio la vuelta. Grimya no la había seguido, sino que permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el otro extremo del templo.
—¿Grimya? —preguntó Índigo, en voz alta—. ¿Qué sucede?
«En este mismo instante acabas de mencionar a la Gran Madre», respondió Grimya. «Meparece que te ha escuchado.»
Contemplaba a un pequeño grupo que acababa de penetrar en el templo. Habían entrado riendo y hablaban con voces estridentes; una reacción nerviosa que se provocaba a menudo en aquellos que veían el altar por primera vez; pero, a medida que se adentraban, sus voces se fueron apagando hasta convertirse en impresionados murmullos. Por sus ropas, Índigo los reconoció como marineros davakotianos; probablemente la tripulación de alguna nave escolta que atracaba por primera vez en Simhara.
Y entonces vio que casi todos eran mujeres, y que entre ellas había una mujer menuda, robusta y de aspecto severo con los negros cabellos muy cortos y un diamante incrustado en cada mejilla.
Había cambiado, había envejecido: pero no podía haber el menor error. Era Macee, la antigua amiga de Índigo y capitana del Kara-Karai.