El Kara-Karai zarpó con la marea de media mañana al día siguiente, con la cana de Índigo bien escondida en el arcón de su capitán.
La carta era breve y explícita. El urgente mensaje que contenía hablaba por sí mismo, e Índigo había puesto hincapié en que podía confiarse por completo en la integridad de Macee: sería suficiente para asegurar que, fuera el que fuese el riesgo a correr, Leando y su tío no perderían tiempo y zarparían en dirección a Simhara inmediatamente. Macee calculó que el viaje de ida les llevaría entre treinta y cincuenta días en esta época del año; a la vuelta, las corrientes otoñales y los vientos estarían a favor y eso les permitiría navegar más aprisa. De modo que dentro de tres meses, si se exceptuaban los caprichos del destino, Leando estaría de vuelta en casa.
Índigo no había tenido intención de tomar los polvos negros aquella noche, pero los acontecimientos la habían sobrepasado. Para empezar, el anuncio de Augon Hunnamek con respecto a la fecha de su boda había sido hecho público, y Simhara lo festejaba en su forma acostumbrada. Incluso en la reclusión del palacio resultaba imposible no enterarse de la presencia de los alegres festejantes que llenaban las calles, ni dejar de escuchar el vuelo de las campanas, ni ignorar el resplandor de los cohetes que estallaban en el cielo con la llegada de la noche; y la celebración le resultaba a Índigo un desagradable recordatorio de lo desesperado de su situación.
Además, se habían producido nuevos acontecimientos entre los muros del palacio.
Se había puesto en marcha la búsqueda de Karim, y Augon también había ordenado una investigación minuciosa de los archivos de palacio, no fuera a ser que se hubiera pasado por alto alguna pista de vital importancia, Índigo, mientras intentaba hacer frente a las exigencias de las lecciones de Jessamin y a la tensa excitación de Luk y a una visita social por parte de Phereniq —que también ella estaba de un humor extraño—, se veía constantemente acosada por pensamientos de lo que podría suceder si los buscadores encontraban al mago y lo llevaban ante Augon para someterlo a un interrogatorio. Así pues, cuando se hizo de noche, y Jessamin estuvo por fin en la cama y Phereniq se hubo ido y la paz volvió a reinar, se volvió hacia el narguile e inhaló satisfecha el humo resinoso que desvanecería por fin los enfebrecidos temores de su mente.
Se quedó dormida en el diván, y casi al instante empezó a soñar.
No era una de las pesadillas estacionales que seguían un ciclo anual, aunque al principio, a la mente dormida de Índigo le pareció como si el esquema se hubiera descompuesto y resurgiera antes de hora. Había la misma sensación de densidad, de falta de color; una sensación de que, en realidad, estaba despierta, y de que el contorno levemente distorsionado de la familiar habitación formaba parte del mundo real y no del reino de las pesadillas. Sobre la alfombra junto al diván, Grimya dormía; su tranquila respiración era un suave contrapunto al incesante ronroneo del ventilador. Las luces no estaban encendidas, aunque sabía que ella no las había apagado. Las cortinas estaban corridas, a pesar de que
ella las había dejado abiertas. El palacio estaba en silencio.
Y algo estaba sentado en un recargado sillón junto a la puerta, una silueta más sólida que la sombra, anticipándose a cualquier impulso de huida que ella hubiera podido sentir.
Unas piernas flexibles se desenroscaron en la oscuridad cuando Índigo se incorporó, y un radiante resplandor que no tenía un origen aparente iluminó de pronto un rostro pequeño y feroz, y unos ojos que lanzaban unos destellos plateados.
—Hermana —dijo Némesis con dulce voz cargada de veneno—, has cometido un terrible error.
Índigo echó a un lado el ligero chal con el que se había cubierto, y lo oyó deslizarse hasta el suelo en el repentino y agudo silencio.
—Tú... —En su sorpresa no se le ocurrió otra palabra ron la que recibir a la diabólica criatura.
Un brillo nacarado se reflejó en los pequeños dientes de felino cuando Némesis le sonrió.
—¿Estás satisfecha con tu pequeño triunfo, Índigo? —le preguntó—. ¿Te sientes poderosa ahora? ¿Lo bastante poderosa como para enfrentarte a lo que has soltado?
Ella había agarrado una de las lámparas apagadas, lista para arrojársela al demonio, cuando se dio cuenta de la inutilidad de su gesto. La lámpara fue a estrellarse contra el suelo con un repiqueteo de filigrana de bronce.
—Tus mofas no significan nada para mí —le espetó con voz ronca—. No eres nada. Esto no es más que un sueño.
—Quizá. —Némesis se encogió de hombros con indiferencia; luego la sonrisa se volvió más salvaje—. Y sin embargo... ¿qué tal le va al barquito de Macee esta noche, hermana? ¿Duerme profundamente su tripulación en sus hamacas? ¿O sueñan, también ellos, en lo que les puede .guardar al final de su travesía?
—¡Maldita seas! —siseó Índigo—. ¡Sal de mi mente!
Némesis la ignoró.
—Y Augon Hunnamek: ¿en qué sueña él esta noche? —la provocó—. ¿Sueña acaso en su jovencísima novia? Mientras ella, con virginal inocencia, duerme el sueño de los justos. —Una suave risa inhumana tembló en el aire—. ¡Pobre Jessamin! ¿Qué será de ella, Índigo? ¿Quién la defenderá ahora?
Índigo abrió la boca para aullar una obscenidad. Pero el sonido no quiso salir, no quiso tomar forma en su garganta. Némesis se puso sinuosamente en pie, el cuerpo rodeado por una aureola que brillaba con impía fosforescencia. Alzó un brazo en un breve gesto: y algo cayó, revoloteando y girando sobre sí mismo, de su mano extendida, Índigo no necesitó mirarlo para saber lo que era. Un naipe. Una carta de la buenaventura, de dorso plateado. No necesitó ver su parte frontal.
—Presagios, hermana. —Némesis le habló en voz muy baja, silabeante—. ¿Pero sabes interpretarlos correctamente? ¿O tus ojos están cegados por la razón? —Soltó de nuevo su fría y cruel risa—. Has puesto la maquinaria en movimiento, pero ahora que empieza a andar no puedes detenerla, no puedes controlarla. Está empezando por fin, Índigo. Tu adversario está despierto y consciente. El Devorador de la Serpiente se acerca, y tú no posees el poder ni la sabiduría para obligarlo a retroceder. Recuerda esto en los días venideros. ¡Y recuerda que, por el afecto que te profeso, te avisé a tiempo!
La imagen del demonio se estremeció de repente, arrastrando la agitada sensibilidad de Índigo a una momentánea pero aterradora deformación. Su cerebro volvió a la normalidad con una violenta sacudida; sintió el duro contorno real del diván bajo su cuerpo, y algo en su interior se desmoronó.
—¡Sal de aquí! —Su voz se elevó en un enloquecido aullido—. ¡Maldita seas, te maldigo mil veces! ¡Vete! ¡VETE!
Y se despertó, gritando a una habitación oscura y vacía, mientras Grimya saltaba desde el suelo para cubrir con su cuerpo cálido y consolador los convulsionados brazos de Índigo.
Los aullidos de terror que sacaron a Índigo de su pesadilla también trajeron a Hild y a una de las sirvientas corriendo desde los aposentos contiguos, y aunque les dijo que no era más que un sueño, Hild casi la obligó por la fuerza a tomar una fuerte poción preparada por ella misma, que la hizo volver a dormir, aunque sin sueños esta vez, hasta media mañana. Cuando por fin despertó, se sentía pesada y desorientada a causa de los efectos secúndanos combinados de la poción y el narguile. Hild insistió ron determinación en que Luk y la Infanta podían pasarse sin sus cuidados durante un tiempo y que debía descansar.
Índigo se sentía demasiado agotada para hacer otra cosa que obedecer; pero aunque su cuerpo se sentía decaído, su mente era un torbellino, ya que sabía que la visita de Némesis no había sido un sueño ni tampoco una coincidencia. En su enigmática chanza, el ser de ojos plateados había confirmado el temor de Karim de que cualquier intento de intervenir directamente en los acontecimientos lo cual, al reclutar la ayuda de Macee, ella había hecho— tendría en movimiento algo fuera de subcentral, y la colocaría a ella y a sus aliados en peligro, Índigo sabía que no había tenido elección, pero de todas formas sentía una profunda sensación de temor. Leando, Luk, Karim, incluso Jessamin: no había manera de predecir dónde atacaría el demonio, ni cuándo; y ella y Grimya lamentablemente poseían muy pocos recursos con los que luchar.
Su desagradable ensoñación se vio interrumpida al mediodía por Luk, quien, desafiando las órdenes de Hild de que a Índigo no se la debía molestar, se había deslizado en su habitación mientras la niñera llevaba a Jessamin a que le tomaran medidas para un nuevo vestido. Se detuvo en el umbral, pronunciando el nombre de Índigo en voz baja, luego cerró la puerta con una cautela curiosamente furtiva. Estaba ruborizado y sin aliento, como si hubiera corrido muy deprisa.
—¿Índigo? —Luk cruzó la habitación de puntillas—. ¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor, gracias, Luk.
—Me alegro, Índigo, tengo que hablarte. Es urgente... y privado.
Había aleo en su voz... Se sentó en el lecho con el corazón palpitándole con fuerza.
—¿Qué sucede?
—Tengo un mensaje para ti. —Luk dirigió una rápida mirada primero a la puerta cerrada y luego al patio que se veía por el ventanal antes de agacharse junto a ella.
—No tenía ninguna clase esta mañana, así que fui al Templo de los Marineros para pedir a la Madre del Mar que papá volviera sano y salvo de su viaje. Quise llevar una ofrenda; había un vendedor ambulante en la escalinata del templo, un hombre ciego...
El corazón de Índigo dio una sacudida.
—...y cuando me detuve a examinar su mercancía, de repente me sujetó el brazo y me dijo: «¿Conoces a la dama Índigo?». Así que yo dije sí, que te conocía, y el dijo que debía traerte un mensaje, y que no debía contárselo a nadie más. Indigo, ¿tiene eso algún sentido para ti?
Índigo asintió muy tensa.
—Sí, Luk. ¿Cuál es el mensaje?
—Dijo que debías encontrarte con él en el lugar de costumbre, no dijo dónde era eso, esta noche, cuando suenen las campanas de la marea. Dijo que era de vital importancia, y que tú comprenderías.
Índigo lanzó un juramento para sus adentros. Había subestimado a Karim. ¿Cómo había conocido a Luk, y sabido, también, que se podía confiar en el muchacho? Su talento como clarividente debía de ser mucho mayor del que ella había supuesto.
Luk esperaba a que ella dijera algo; y como ella no habló, el muchacho no pudo contener por más tiempo su curiosidad.
—Índigo, ¿quién es ese buhonero? ¿Cómo es que lo conoces... y qué es lo que puede querer?
Índigo estaba a punto de mentirle cuando pensó que Karim había creído oportuno confiar en Luk, y su decisión había sido acertada. Ella no podía hacer menos.
Muy despacio, contestó:
—No puedo contártelo todo, Luk; aún no. Pero el buhonero es un buen amigo de tu padre, y quiere ayudarnos.
Los ojos de Luk se iluminaron.
—¿Sabe él que mi padre regresa a Simhara?
—Aún no; aunque puede que lo haya adivinado, ya que es vidente. Pero, Luk, es de suma importancia que nadie sepa que voy a reunirme con él esta noche. Suceda lo que suceda, debe guardarse el secreto. ¿Lo comprendes?
—Claro. —Luk asintió con energía. Luego inquirió—: Índigo, ¿puedo ir contigo?
—No, Luk. Lo siento; pero no quiero involucrarte. Es más seguro si voy sola; y además, no estoy segura de que .... ese hombre te quiera allí. Por favor, no discutas conmigo — añadió al ver que el muchacho abría la boca para protestar—. Te lo contaré todo en cuanto pueda, pero hasta entonces tienes que confiar en mí.
Luk vaciló, luego se encogió de hombros a regañadientes.
—Muy bien. Lo siento.
—No lo sientas. —Lo besó en la frente—. Y te lo contare todo en su momento. Lo prometo.
La marea tenía que empezar a subir una hora después, c Índigo y Grimya salieron con tiempo sobrado para acudir a su cita. La noche resultaba extrañamente tranquila después de la algarabía de la anterior; una lánguida y cálida sensación de paz emanaba de la ciudad, y la luna, que insto empezaba a menguar, bañaba las calles con una irreal luminiscencia.
Abandonaron el palacio por una de las puertas posteriores, donde no había guardias que las pudiesen ver, y salieron a la avenida en sombras que las conduciría al puerto. Las garras de Grimya, que chasqueaban suaves sobre el pavimento, eran lo único que rompía el
silencio mientras se alejaban del muro cubierto de enredaderas del palacio...
De súbito, una sombra se separó de su refugio bajo un frondoso árbol y les salió al paso.
—Lo siento, Índigo. —En la oscuridad, los ojos de Luk eran unos pozos sin fondo en el pálido marco de su rostro—. Pero tenía que venir. Tenía que hacerlo. —Una sonrisa picara iluminó de repente su rostro, y le hizo una reverencia, al tiempo que sacaba una espada corla de la vaina que colgaba de su cinto y la saludaba con ella—. Una dama sola después de oscurecer necesita de una escolta.
—Luk...
—No interferiré. Me quedaré atrás, sin que él me vea. —El cortesano se convirtió de nuevo en el niño—. Por favor, Índigo.
Lo más seguro era que se hubiese escabullido de casa sin que lo supiera su bisabuela, arriesgándose a toda clase de castigos si la severa anciana llegaba a descubrir su ausencia. Ante tan tozuda decisión, Índigo no pudo menos que ceder. Decirle que se fuera habría sido una hipocresía.
—¡Oh, Luk! —Su voz estaba llena de afecto—. Ven, pues. Defiéndeme durante mi travesía de la ciudad. Y... —Se detuvo, pero al final decidió decir lo que sentía—. Y muchas gracias.
El gran puerto de Simhara mostraba una atmósfera tranquila y enigmática muy diferente del ruidoso bullicio de las horas diurnas. Farolas sujetas a altos postes de hierro ardían a lo largo del amplio paseo que flanqueaba el muelle, aumentada su luz por unos cuantos faroles menos potentes que ardían en las ventanas de la impresionante oficina del puerto que jamás cerraba sus puertas. El cielo estaba despejado, y la luna otoñal flotaba hinchada y dorada sobre la ciudad, dibujando formas fosforescentes sobre el mar allí donde éste chapoteaba en silencio contra las paredes del muelle. Algún que otro de los muchos gatos de la floreciente población del puerto pasaba de vez en cuando en busca de comida desechada, pero la presencia humana estaba ausente casi por completo; la marea estaba baja y los barcos que se balanceaban anclados a poca distancia silenciosos, con sus tripulaciones o bien dormidas o de juerga en una de las tabernas situadas detrás de la fachada marítima.
Divisaron la cúpula del Templo de los Marineros mucho antes de llegar a ella, y se detuvieron para contemplar durante algunos minutos el enorme y resplandeciente hemisferio que reflejaba la luz de la luna como una joya reluciente. El faro de la Madre del Mar, que brillaba a través de las aguas para amparar a Sus hijos en su camino o para llamarlos de regreso a casa... Índigo sintió una sensación de ahogo y de presión que le produjo deseos de llorar y reír a la vez, al pensar en el Kara-Karai y su misión. Y entonces se pusieron de nuevo en movimiento, y la gran escalinata de ornados peldaños se alzó ante ellos por fin, centelleando como barba de ballena, elevándose en dirección al templo y a la silenciosa y brillante cúpula.
Grimya dijo con voz muy suave a la mente de Índigo:
«Aún no es la hora. Pronto estará aquí.»
La joven contempló la escalinata vacía y sintió que algo se agitaba en su interior. Un gusanillo de inquietud...
—Debe de ser casi la hora. —La voz de Luk era un susurro, un respeto instintivo por el
inmaculado silencio de la noche—. ¿Vendrá, Índigo? O...
Ella levanto una mano para acallarlo y escuchar con atención los débiles y apenas perceptibles sonidos de la oscuridad. Un leve siseo de una farola cercana que destacaba nítidamente sus sombras. El monótono murmullo del mar, que rompía contra los muros de piedra de los muelles. El crujido de la madera de un trirreme que se balanceaba en mis amarras. Nada más.
Entonces...
Grimya, cuyos sentidos eran mucho más agudos que los de cualquier ser humano, fue la primera en oírlo, y el pelo se le erizó por todo el lomo al tiempo que levantaba la cabeza con brusquedad. También Luk percibió algo, y se quedo rígido.
No fue más que un leve sonido, apenas audible entre los otros débiles sonidos de la noche, pero resonó con una cruda disonancia. Y surgió de una garganta humana.
Índigo percibió la alarma en la mente de la loba un instante antes de que Grimya saliera disparada escaleras arriba. Ella y Luk la siguieron, incapaces de competir con la velocidad del animal, y al llegar a lo alto de las escaleras vieron a la loba de pie sobre un oscuro e informe charco que se amontonaba a sólo cinco pasos de la entrada en sombras pero siempre abierta del edificio del templo.
El involuntario grito de Índigo hendió la oscuridad como un cuchillo y fue tragado por el enorme silencio del puerto.
—¡Karim!
Lo supo, lo supo incluso antes de que sus músculos la impulsaran instintivamente junto a Grimya y cayera de rodillas sobre el duro mármol, con sus manos, pálidas a la luz de la luna, estiradas en dirección a la acurrucada y marchita forma humana que yacía inerte como la piedra a la sombra del templo.
No hacía mucho que estaba muerto. Su carne estaba caliente, pero la piel que cubría la carne estaba fría, resbaladiza, húmeda, como si el mar acabara de vomitarlo unos momentos antes. Sobre sus brazos y su rostro cubierto de cabellos empapados había limo, un limo que recordaba a algas putrefactas. Sus ojos ciegos miraban sin ver. Un brazo se había despegado del cuerpo acurrucado en un último y dramático gesto inútil. Y sus labios dejaban totalmente al descubierto los dientes en un rictus de total demencia.
Una lejana parte de la mente de Índigo, que mantenía a duras penas la cordura, oyó cómo Luk aspiraba con fuerza, cómo sus pies se arrastraban al alejarse tambaleante, cómo vomitaba; pero el resto de ella, el instinto, la corriente que corría al nivel más profundo de su mente, ya se había concentrado en el signo revelador que la intuición le había dicho que estaría allí, que sólo podía estar allí. El cuerpo de Karim estaba blanco como la piel de un pez bajo la luna impasible. Sin sangre: como si algo se hubiera aferrado a él y se la hubiera sorbido toda mientras él aún jadeaba y suplicaba y se marchitaba hasta morir; disecándolo, como una sanguijuela, arrancándole la esencia de la vida de los miembros, del cuerpo y al fin de su corazón palpitante...
Las marcas oscuras se veían con claridad debajo de su mandíbula; los estigmas que revelaban la forma en que había muerto Karim. La sangre había fluido imparable de las dos desiguales heridas gemelas; se extendía sobre el mármol y se mezclaba con el agua de mar, con las huellas resbaladizas de la cosa que había salido del mar para arrollarse y retorcerse y aplastar y, por último, introducir su mortífero veneno en las venas de Karim y segar su vida. Serpiente. Serpiente, «Índigo...» La voz telepática de Grimya se deslizó en su mente, chocante, irreal. «Antes de morir, intentó escribir. Sobre la piedra. Su sangre... ¡mira!»
Su mirada estaba vidriosa, pero sus ojos se volvieron involuntariamente hacia la superficie de mármol de la plata ,a pocos centímetros del rostro rígido y distorsionado del muerto. Símbolos: su cerebro los registró pero no significaban nada para ella. Eran como los pueriles garabatos sin sentido de un chiquillo: y las sanguinolentas señales empezaban ya a desvanecerse y disolverse a medida que se mezclaban con el agua reunida bajo el cuerpo de Karim.
La serpiente procedente del mar. Y el Kara-Karai navegaba en esas aguas esta noche, ignorante, confiado, vulnerable...
De repente, desde su achaparrada torre allá en la fachada marítima, las campanas de la marea empezaron a sonar, repiqueteando en la noche y rompiendo el silencio para indicar el punto más bajo de la marea antes de que empezara a subir, Índigo alzó el rostro hacia la vasta indiferencia del firmamento; hacia la lejana y reluciente luna que contemplaba la horrible escena, y su voz restalló con la misma violencia que la de las campanas.
—Gran Madre, ¿qué es lo que he hecho?