CAPÍTULO 6


Durante los dos días siguientes, Índigo y Grimya vivieron en un curioso limbo mezcla de encierro y de honores en el palacio real de Simhara.

No les faltaba de nada, Índigo no tenía más que tirar de la orlada cuerda de la campanilla de su habitación, y las sirvientas le traían comida, vino, ropas limpias, agua caliente y aceites perfumados para que se refrescara. En apariencia era algo idílico, pero Índigo se sentía perseguida constantemente por la reacción que Augon Hunnamek había provocado en ella. Había intentado explicárselo a Grimya, pero le faltaban las palabras, y sus esfuerzos por definir las peculiares sutilezas de lo que había sentido no eran comprendidas por la loba. No obstante, el mal sí era un concepto que Grimya comprendía bien: y cuando Índigo describió la instantánea alarma que había sonado en su mente al mirar por primera vez a Augon a los ojos, la mirada de la loba se llenó de inquietud.

—Si, por lo tanto, el demonio está aquí, como creemos —dijo sombría—, quizá ya lo hemos en... contracto.

Índigo cerró los ojos y recordó el rostro del hombre, su sonrisa, su mirada pálida y peculiarmente intensa, el gran carisma que irradiaba. No quería que fuese verdad, ya que no veía la forma de destruirlo. Elevado como estaba ahora al trono más poderoso del mundo, se necesitaría un ejército mucho mayor que aquel con el que él había usurpado el poder en Khimiz para derribarlo.

Pero si aquella afable máscara civilizada ocultaba realmente el horror que ella buscaba, entonces no tendría más elección que enfrentarse a ello. Y el precio del fracaso era impensable.

Intentó no pensar demasiado en sus temores, pero resultaban insidiosos, sorprendiéndola en momentos de descuido, acechando sus sueños, rondando en las sombras. Tampoco podía olvidar, por desgracia, que su futuro era aún muy incierto. Pensaba que Augon había creído su historia —o, si dudaba de ella, no la consideraba una amenaza suficiente como para que valiera la pena erradicarla— pero era muy consciente de que confiar en tal supuesto era muy peligroso. Hasta que le concedieran la libertad, su destino estaba por completo en las manos del tirano; y aquella idea no era nada reconfortante.

En sus esfuerzos por distraerse, Índigo pasaba la mayor parte de sus horas vigiles bien tocando el arpa, que le habían devuelto junto con el resto de sus pertenencias, u hojeando la docena de libros que había encontrado en la habitación. Los libros resultaban fascinantes en sí mismos: el texto de cada una de las gruesas páginas de pergamino había sido marcado con tinta mediante bloques de madera tallados, un ingenioso proceso inventado en Simhara que aún se utilizaba muy poco fuera de Khimiz; luego las páginas terminadas se sujetaban con un lomo de hueso y se cubrían con delicada piel teñida. La mayoría eran libros de religión o astrología, con una historia de Khimiz que no parecía hacer otra cosa que enumerar y alabar las virtudes de los sucesivos Takhanes. Pero a pesar de que los temas tenían poco interés para Índigo, los libros la ayudaban a mantener a raya pensamientos menos agradables.

Entonces, justo antes de la puesta de sol del segundo día, llegó un mensaje de Augon

Hunnamek, y junto con él una curiosa invitación. El Takhan le enviaba sus saludos, y lamentaba que se hubiera visto incomodada durante tanto tiempo. A partir de aquel momento, Índigo podía considerarse libre de cualquier coacción u obligación.

No había ninguna advertencia; no había condiciones.

Índigo se quedó estupefacta; a pesar de sus esfuerzos por darse ánimos, no había esperado que se la dejara marchar con tanta ligereza. Y su liberación traía consigo un nuevo problema; ya que una vez abandonara el palacio real, ya no volvería a tener el menor contacto con el tirano.

El que le había traído el mensaje —un joven khimizi acompañado por el inevitable invasor de aspecto hosco— habló de nuevo.

—El Takhan confía, desde luego, en que le haréis el honor de aceptar su hospitalidad al menos por una noche más. Y tengo otro mensaje, éste de la dama Phereniq Kala.

El nombre no le dijo nada.

—¿La dama...?

—Phereniq Kala. Astróloga y consejera del Takhan.

Claro: la mujer que se había sentado a los pies de Augon durante su entrevista, Índigo arrugó la frente.

—¿Qué es lo que quiere de mí?

—Tengo entendido, señora, que expresasteis vuestra intención de visitar el Templo de los Marineros. La dama Phereniq también tiene pensado visitar el templo mañana por la mañana, y pregunta si os gustaría acompañarla.

Aquella invitación tenía una segunda intención; Índigo lo percibió al instante. Y sospechó que la mano de Augon Hunnamek estaba detrás de ello. No se le ocurría cuál podría ser el motivo, pero dudó de que significara ninguna amenaza para ella. Puede que averiguara muchas cosas sobre Phereniq Kala; y cualquier información, por insignificante que fuera, podía resultar valiosa.

Miró al mensajero, quien le devolvió la mirada con estoicismo.

—Por favor, dadle las gracias al Takhan por su amabilidad —repuso—. Y podéis decir a la dama Phereniq que acepto gustosa su invitación.

Se encontraron a la mañana siguiente junto a una de las puertas laterales del palacio. El sol se elevaba por un deslumbrante cielo sin nubes, y el calor seco del verano era ya muy fuerte. Grimya acompañó a Índigo; aunque la temperatura no era precisamente la que más le gustaba se había negado a considerar toda sugerencia de que se quedara en palacio.

Phereniq la esperaba a la sombra de una higuera junto a la muralla. Iba vestida con una amplia túnica de seda de diseño khimizi, y llevaba un bastón de caoba incrustado en plata. Se saludaron cortésmente pero con cierto embarazo; Índigo, que todavía sospechaba alguna intención oculta, no estaba dispuesta a ofrecer una amistad sin reservas hasta que no viera cómo estaban las cosas, y la otra mujer reaccionó a su reserva con cautelosa formalidad.

—El Takhan ha sugerido que tomáramos una litera hasta el templo —dijo—, pero respondí que en un día tan espléndido como éste prefería andar. Espero que no os importe...

—En absoluto. —De modo que él sabía de su encuentro.

Atravesaron la puerta, y salieron a una amplia avenida cuyos árboles, plantados muy cerca unos de otros, facilitaban una agradable sombra. Dos gatos salieron disparados al ver a Grimya, pero aparte de ellos la avenida estaba tranquila, y, al igual que el mismo palacio, extrañamente indemne de los horrores de los últimos días, Índigo recordó su primera, terrible visión de la ciudad con las desastrosas secuelas de la batalla, y dirigió una rápida mirada a Phereniq.

—¿No tenéis miedo de salir sin escolta?

—¿Miedo? —Los ojos de Phereniq, que, como pudo observar, eran de un cálido tono castaño, se clavaron en su rostro con bondadoso regocijo—. No, no tengo miedo. —Hizo un gesto con su bastón para indicar a su espalda, e Índigo volvió la cabeza por encima del hombro.

Dos hombres de piel oscura las seguían, manteniendo una discreta distancia. Iban armados con cuchillos y ballestas, y aunque su comportamiento era desenfadado su propósito era evidente.

—Tengo mis leales perros guardianes, como vos tenéis al vuestro —repuso Phereniq—. No os preocupéis; no nos molestarán, y no atraerán la atención sobre nosotras. Son simplemente una precaución.

—Una muy sensata.

—Quizá. —De nuevo apareció aquella curiosa media sonrisa—. Aunque creo que encontraréis la ciudad menos amenazadora de lo que imagináis.

Siguieron avanzando. Poco a poco la tranquilidad y el silencio empezaron a dar paso a la actividad y a un creciente murmullo de sonidos entremezclados a medida que se acercaban al final de la avenida y llegaban a las calles más pobladas de Simhara. Allí había más gente de la que Índigo había esperado encontrar, y, a pesar de que khimizi e invasores por igual se mezclaban en las vías públicas, vio pocas señales de tensión u hostilidad. Comprendió, con curiosa fascinación, que la vida en Simhara empezaba ya a regresar a la normalidad. Y tras su veloz, completa y brutalmente eficiente conquista, daba la impresión de que Augon Hunnamek hacía todos los esfuerzos posibles por reparar los daños que su ejército había ocasionado. Los cadáveres de ambos bandos hacía tiempo que habían desaparecido; todos los escombros, con excepción hecha de algunos pocos restos que aún quedaban, habían sido retirados de los caminos enlosados; y entremezclados con los sonidos más mundanos de la ciudad se escuchaba el ruido de martillos y sierras y los gritos de los hombres que se dedicaban a reconstruir las casas destrozadas y las fachadas derrumbadas. Pero ahora ya no había cuadrillas de esclavos, ni sombría labor; de hecho la mayor parte de las figuras de trabajadores que Índigo vio pertenecían más a invasores que a habitantes de Khimiz. Y en la principal de las muchas plazas de Simhara, los toldos de seda volvían a estar en sus lugares, y —aunque en pequeño número todavía— unos pocos comerciantes se sentaban en sus alfombras bordadas y anunciaban sus mercancías a todo el que pasaba.

Índigo oyó una suave risita ahogada junto a su hombro, y se volvió para ver a Phereniq que la observaba.

—¿Estáis sorprendida? —inquirió la astróloga.

Índigo sacudió la cabeza, no como negativa sino para indicar su confusión.

—No esperaba tanto... orden.

—Ni la pacífica reanudación de la vida cotidiana, ¿verdad? —La astróloga paseó su mirada por la plaza con, eso fue lo que pensó Índigo, un aire satisfecho y vagamente posesivo—. No sois la única en caer en ese error, Índigo. La gente de Khimiz tiene mucho que aprender sobre su nuevo Takhan.

Su voz era afectuosa y un poco ardiente cuando habló de Augon, e Índigo captó una insinuación de algo más que respeto en su tono. Consciente de que se trataba de la primera de las claves que buscaba, decidió incitar a su compañera a que continuara, pero Phereniq no necesitaba que la empujaran.

—La gente espera que su nuevo señor sea un bárbaro —siguió con algo más que una sombra de acritud—. Pero pronto descubrirá que está equivocada. Augon puede que sea un guerrero, pero desde luego no es un bárbaro.

Apareció de nuevo aquel orgullo defensivo, Índigo no dijo nada.

—Mirad a vuestro alrededor. —Phereniq indicó la escena con un movimiento de su bastón—. Nuestro ejército y los ciudadanos de Simhara codo con codo. ¿Veis lucha? ¿Veis hostilidad? ¿Veis odio? No; no lo veis. Lo que contempláis es a hombres que trabajan por una causa común: devolver a Simhara su belleza. Y eso es exactamente lo que Augon quiere, porque sus deseos y los deseos de todos los khimizi son una misma cosa.

Fue un discurso lleno de pasión, e Índigo no supo cómo responder sin arriesgarse a parecer escéptica o condescendiente. Decidió que una discreta honestidad podría resultarle más conveniente, y por eso repuso:

—Comprendo lo que queréis decir. Pero ¿creéis que todos los khimizi lo verán de esa forma? No podéis negar que Augon es, después de todo, un usurpador.

—Sí, lo es. —Phereniq la miró de soslayo, y sonrió—. No temáis ofenderme con vuestra franqueza, Índigo. Soy tan realista como vos: pero también poseo la ventaja de saber qué nos depara el futuro.

—¿En vuestra calidad de vidente?

—Exacto; aunque mi visión proviene de la ciencia que estudia las estrellas más que de una auténtica clarividencia. Pero yo hablaba en un sentido más mundano. —La sonrisa adquirió un tinte de superioridad—. Como consejera y astróloga de Augon, comprendo sus intenciones mejor quizá que cualquier otra persona. ¿Sabéis?, Augon valora por encima de todo las cualidades más refinadas de la vida. Arte, música, belleza, erudición, invención: todas las cosas que son el epítome de la cultura khimizi. Para él, Khimiz no es tan sólo una conquista; y para los khimizi él no será simplemente un conquistador, sino un gobernante cuyo amor por todo lo que representa Khimiz es igual al de ellos. —Sus ojos adoptaron una curiosa mirada distante—. Augon Hunnamek gobernará con justicia y sabiduría, y bajo su liderazgo Khimiz alcanzará tal apogeo en su prosperidad y gloria que se convertirá en la envidia del mundo.

Índigo la miró fijamente, estupefacta ante el tono de enojo de su voz. Entonces, antes de que pudiera pensar una respuesta apropiada, la voz mental de Grimya se introdujo suavemente en su cerebro.

«Ama al usurpador, como la hembra ama, al macho, aunque él no es su compañero. Lo veo en su mente. Y ello le causa una gran pena. Eso, creo, es lo que hace que se levante tan rápidamente en su defensa.»

Una sencilla observación, como sucedía tan a menudo; sin embargo, Grimya había dado con el fondo de la cuestión con su infalible instinto, Índigo miró de nuevo a Phereniq, y se preguntó cómo podía haber sido tan estúpida y no haber observado aquellas señales tan evidentes. Actitud defensiva, como había dicho la loba. Se enorgullecía de Augon Hunnamek, pero a la vez se ocultaba una cierta amargura tras ello, como si en un rincón de su cerebro que ella se negara a reconocer, Phereniq se sintiera ofendida por las emociones que la dominaban.

Y, al recordar la ardiente mirada especulativa de los ojos de Augon cuando los suyos se encontraron con los de él por primera vez, Índigo empezó a comprenderla un poco mejor.

Caminaron en silencio durante un rato, e Índigo se encontró contemplando a su compañera bajo una nueva perspectiva. Se dio cuenta de que era mayor de lo que había parecido bajo la tenue luz de la habitación del palacio; la fuerte luz del sol revelaba la verdad con mayor crueldad, resaltaba las canas de sus cabellos y las líneas de su rostro. Y el bastón no era un capricho; aunque parecía gozar de buena salud, el paso de Phereniq era un poco envarado y el bastón le proporcionaba un cierto apoyo. Pero su boca tenía una expresión amable y en sus facciones se apreciaba la compostura propia de la sabiduría. Debía de haber sido muy hermosa en su juventud, y resultaba difícil imaginar que pudiera estar realmente enamorada de un hombre como Augon Hunnamek, que parecía ser su antítesis casi en todos los aspectos.

Se acercaban ya al puerto de Simhara, y el fuerte olor a mar se mezclaba con los olores de la ciudad. Aunque aún no podían ver el agua, la luz del sol iba tomando un brillo diamantino que por un instante hizo que Índigo se sintiera como si estuviese de regreso en la cubierta del Kara-Karai bajo un enorme cielo despejado. Sonrió melancólica sin darse cuenta, y Phereniq dijo:

—¿Os entristece algo?

—¿Qué? Oh! no. Era tan sólo un recuerdo.

—Me alegro. Éste no es un día para tristezas.

Índigo no pudo por menos que darle la razón. Esta parte de Simhara, que era la más alejada del desierto, apenas si había sido tocada por el asedio y los combates, y por lo tanto había pocas señales de los daños causados en otras partes. A pesar de su poderío comercial, Khimiz no poseía una fuerza naval militar importante; países más pequeños como Davakos o incluso las Islas Meridionales siempre podían facilitar navíos de guerra para proteger las flotas mercantes, y los prudentes comerciantes de Simhara estaban de acuerdo en que incluso los honorarios más generosos por tales servicios resultaban más baratos que el coste de mantener toda una armada. De esta forma, se daba el caso de que casi todos los días del año el enorme puerto natural de Simhara se veía lleno de barcos de todo tipo procedentes de todas las partes del mundo, desde los enormes cargueros de velas cuadradas, pasando por trirremes y galeones, hasta los navíos de guerra de escolta de una docena de países diferentes. Pero a medida que la calle empezaba a ensancharse y aparecía ante ellas el resplandor, se hizo evidente una gran diferencia entre este día y cualquier día corriente: el puerto estaba casi vacío.

Índigo y Phereniq llegaron al final de la calle, y se detuvieron mientras toda la panorámica del gran puerto se desplegaba ante ellas. Resultaba una visión impresionante: una amplia media luna enlosada de gran tamaño se extendía a ambos lados, flanqueada por imponentes edificios de pórticos, mientras avanzando en dirección al mar toda una red de escalinatas y rampas descendía hasta los muelles. El puerto en sí era gigantesco, dividido en secciones mediante espigones de piedra que se adentraban orgullosos en el mar; pero la tranquila superficie azul-verdosa de las aguas se veía alterada tan sólo por los cascos de apenas media docena de navíos costeros anclados en ellas. Los bergantines, los trirremes, los galeones, los buques de guerra, se habían ido.

—Las flotas mercantes y sus escoltas antepusieron el pragmatismo a la lealtad, según tengo entendido, y zarparon cuando se inició el asedio —comentó Phereniq con frialdad—. Ya se ha hecho correr la voz de que no tienen nada que temer; no creo que tarden en regresar.

Se volvió, mirando a derecha e izquierda y pareció embeberse en la atmósfera como si se tratara de un buen vino añejo. A pesar de la falta de embarcaciones, la enlosada media luna estaba atestada de gente, y el sol caía sobre un vivido panorama de formas que se movían, de colores que se entremezclaban, en medio de un zumbido de actividad.

—¡Hay tanto que ver! —siguió—. Podría quedarme aquí todo el día simplemente contemplando todo este bullicio. —Pasó su brazo libre alrededor del de Índigo en un gesto sociable—. No obstante, debemos resistir la tentación y dirigirnos al templo. Según se me ha dicho está a muy poca distancia de aquí.

Índigo dejó que la introdujera entre la multitud, con Grimya a su lado. A los pocos minutos llegaron a un lugar donde los edificios que bordeaban la media luna daban paso a una amplia escalinata que ascendía hasta una gran plaza semicircular, y ante ellas apareció el Templo denlos Marineros.

Índigo no pudo hacer otra cosa que contemplarlo llena de asombro. Los peldaños, que estaban tallados en mármol del color de la espuma marina, conducían la mirada hacia las enormes puertas dobles que permanecían eternamente abiertas. El templo se curvaba triunfante hacia el cielo, y cada centímetro de sus paredes exteriores estaba esculpido con imágenes del océano; olas enroscadas con enrejados rebordes de espuma, bancos de relucientes peces de cuarzo, delfines saltando exuberantes. Incluso caía agua auténtica por entre las esculturas y formaba centelleantes cascadas que creaban una sorprendente sensación de vida. Y coronando el techo, una gigantesca cúpula de brillante cristal refulgía como si se tratase de un enorme diamante.

Los dedos de Phereniq se cerraron con fuerza sobre el brazo de Índigo, y cuando ésta volvió la cabeza —aunque era casi imposible poder apartar la mirada del templo— vio que el rostro de la astróloga estaba como embelesado y sus ojos brillantes.

—No me había dado cuenta. —La voz de Phereniq era un suspiro; luego, con un gran esfuerzo, consiguió salir de aquella especie de trance y se obligó a clavar la mirada en el pavimento a sus pies—. Había oído hablar de su belleza, pero... —Sacudió la cabeza, incapaz de expresar lo que pensaba.

¿Belleza?, pensó Índigo. Sí, las historias que había oído eran auténticas; debía de tratarse de la cosa más bella jamás creada por la mano del hombre. Pero el templo le hablaba de otra forma, de una forma más profunda. Y le decía: Paz.

En su mente volvió a ver unos dorados ojos lechosos, unos cabellos castaños como el cálido suelo del bosque, una capa de hojas verdes recién salidas. El rostro del emisario de la

Madre Tierra apareció en su mente, y percibió la agridulce sensación mareante del dolor de la Gran Diosa, y la cólera y el pesar que habían perseguido sus sueños durante tanto tiempo. Se sintió invadida por un deseo de correr escaleras arriba y a través de las siempre abiertas puertas, para arrojarse boca abajo sobre el suelo del templo y pedir la paz que sabía se encontraba en su interior, entregarse a la misericordia de la Gran Madre y suplicar el perdón.

Perdón. Su mente se vio arrojada bruscamente de regreso a la realidad cuando la palabra se alojó en su cerebro. No era perdón lo que buscaba: la Gran Madre se lo había concedido hacía mucho tiempo, aunque de una forma llena de ironía, cuando el emisario había tomado su mano y la había alejado de la carnicería de Carn Caille. Ansiaba liberarse. Liberarse de su vagabundeo, de su búsqueda, de su lucha. Liberarse de la maldición que había traído sobre sí misma y sobre el mundo.

Y el hechizo del templo se_ rompió cuando algo en el interior de la conciencia de Índigo le recordó, como lo había hecho tantas veces antes, que la llave de su liberación estaba en sus propias manos, y que así era la única forma en que podía ser.

Hasta que esté terminado, Índigo. Hasta que esté terminado.

La nítida escena que tenía ante ella volvió a aparecer ante sus ojos, y sintió la dureza de las losas bajo sus pies, la débil presión del brazo de Phereniq contra el suyo, el contacto del pelaje de Grimya.

—... si no os importa esperarme.

No había prestado atención a las palabras de Phereniq, y se volvió, parpadeando confusa al regresar a la realidad.

—Lo siento..., ¿qué decíais?

Phereniq la observó con cierta curiosidad.

—Los vendedores de ofrendas. He traído las mías, pero me gustaría ver qué es lo que tienen.

El resto del miasma que envolvía a Índigo se disolvió, y se dio cuenta de que entre el gentío de la escalinata del templo había algunos buhoneros que vendían pequeños objetos para que los visitantes los ofrecieran en el Templo de la Madre del Mar. Phereniq se dirigía ya hacia ellos, e Índigo, con paso un poco inseguro, la siguió. Phereniq se agachó en mitad de la escalinata para hablar con un ciego sentado sobre una estera de algodón. Cuando Índigo llegó a su lado, Phereniq alzó la cabeza, con ojos brillantes.

—¡Mirad esto! ¡Está tan bien hecho...! ¿Habéis visto alguna vez algo parecido?

El ciego había tallado unos barcos diminutos que iban montados sobre ruedas y se arrastraban mediante cintas de colores. Los modelos eran birremes, y al moverse, las dos hileras de remos en miniatura se balanceaban arriba y abajo.

—Tengo que comprar uno —anunció Phereniq—. Para la pequeña Infanta.

—¿La Infanta? —Índigo se quedó perpleja.

—La Takhina-Infanta. Para Jessamin. —Y de repente arrugó la frente—. Ah, pero claro. Aún no lo sabéis, ¿no es así?

—¿Saber qué?

Phereniq vaciló, luego su expresión cambió de repente otra vez y forzó una sonrisa.

—Todo a su debido tiempo —dijo—. Hay muchas cosas que explicaros, pero éste no es el lugar apropiado para ello. —Sacó un portamonedas de debajo de su túnica, hurgó en su interior con cierta torpeza y entregó al buhonero ciego una zoza entera; cuatro veces el valor del pequeño juguete de madera—. Ahí tienes, artesano. Y ahora, amiga mía, debemos seguir. —Y se apresuró escaleras arriba.

Índigo hizo intención de seguirla, pero de pronto el ciego le habló:

—Un regalo para vos, señora.

Su voz era débil, a pesar de que no era viejo; y sus palabras eran una afirmación, no una pregunta, Índigo se volvió, y vio que le tendía lo que parecía una tela de araña delicadamente trabajada en la que relucían diminutas figuras de bronce.

—Huelo el mar en vuestros cabellos, señora, y ¿qué mejor regalo podría darle un marinero a la Madre del Mar que una red con la que adornar su nave?

La tela de araña estaba hecha de delicado hilo metálico, y las diminutas figuras de bronce eran peces, cada escama cuidadosamente modelada, y con pedacitos de zircón brillando en sus ojos, Índigo la contempló con admiración, y el ciego sonrió.

—Una red para recoger el regalo del mar, señora. Uno de los Tres Regalos que venera la leyenda. ¿Y quién si no la Madre conoce qué otra cosa puede atrapar cuando llegue el momento?

Índigo sintió una extraña opresión, como una mano inhumana y gélida que se aferrara a su columna desde dentro. Una insinuación, nada más. Pero...

«Cómprala.» Grimya levantó los ojos hacia ella, y el mensaje de la loba era categórico y apremiante. «No sé por qué. Pero debes hacerlo.»

Rebuscó en sus ropas en busca de la bolsa de las monedas, sintiendo de pronto que era más bien ella y no el buhonero el que estaba ciego.

—¿Cuánto es? —Su voz tembló.

—Lo que queráis, señora. Lo que la Madre desee a través de vos.

Sus dedos se cerraron sobre una moneda; no sabía su valor ni le importaba. Cambió de manos, y la muchacha sintió el contacto metálico y sedoso de la red mientras el buhonero la colocaba alrededor de su brazo.

—Que la Madre nos dé su bendición —dijo el hombre—. O estamos perdidos.

La piel de Índigo se quedó helada bajo el deslumbrante calor del sol, y giró sobre sus talones para correr tras Phereniq.

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