CAPÍTULO 19


—No sirve de nada, —Índigo aplastó un puño apretado sobre las notas garabateadas que tenía en la mesa frente a ella—. Si intentaba decirnos algo, entonces la verdad es que no puedo ni empezar a desentrañarlo. Podría tratarse de un código, de una fórmula; podría tener una correspondencia de palabras... o podría ser todo una horrorosa coincidencia; nada más que dibujos al azar hechos por su mano cuando... —Su voz se apagó ante la horrible idea y sacudió la cabeza.

Luk seguía mirando todavía por encima de su hombro la copia del último y enigmático mensaje de Karim.

—No es eso —dijo sombrío—. Esto significa algo, estoy seguro de ello. Pero existen tantas posibilidades..., ¿no es .LSI? Los adivinadores utilizan todo tipo de símbolos secretos que la gente normal no conoce.

«y los magos-doctores aún utilizan muchos más», añadió Índigo dirigiéndose en silencio a Grimya, que permanecía sentada en el suelo entre ambos.

No le había contado a Luk la historia de Karim, pensando que cuanto menos supiera más a salvo estaría.

Luk dibujó los símbolos, arrugando la frente pensativo.

—Índigo, ¿no podríamos preguntar a Phereniq si significa algo? Después de todo, no tendríamos que decirle por qué lo queremos saber.

Índigo meneó la cabeza.

—Es un riesgo demasiado grande, Luk. Tendríamos que dar alguna explicación, y por todo lo que sabemos, los símbolos pueden contener algún significado que podría revelar nuestro secreto.

Se estremeció interiormente, al recordar cómo, con culpable desgana, se había llevado a toda prisa a Luk y a Grimya lejos de la macabra escena de la escalinata del templo, sabedora de que era de primordial importancia que nadie se enterara de su presencia y diciéndose que Karim no yacería mucho tiempo sin absolución. En eso, al menos, había estado en lo cierto; el cuerpo había sido descubierto con las primeras luces del día, y se produjo un gran alboroto en la zona del puerto cuando quedó clara la causa de la muerte del buhonero. La noticia de la muerte había llegado a oídos del Takhan, naturalmente, pero no había nada que conectara la muerte, a pesar de lo extraordinaria y preocupante que resultaba, de un artesano ciego con la búsqueda de un mago caído en desgracia. Karim era un nombre khimizi muy común, y Augon Hunnamek no tenía el menor motivo para sospechar de la existencia de una relación. De modo que el cadáver había sido entregado al mar según la ancestral costumbre, y sus compañeros de oficio habían colocado con gran veneración toda la mercancía que aún le quedaba por vender en el gran altar en forma de barco y dicho sus oraciones por su espíritu en su viaje a los brazos de la Madre.

Y el único legado de Karim era un mensaje breve y arcano, del que nadie a excepción de Índigo y sus amigos conocía la existencia. Sobre esa base; la sugerencia de Luk tenía sentido; pero de todas formas Índigo no estaba muy dispuesta a arriesgarse. Sólo haría falta un desliz, un comentario fortuito, una pequeñísima sombra de interés en la muerte del vendedor ambulante, y las sospechas de Phereniq se despertarían. Debían encontrar la clave sin ayuda exterior.

Pero eso pedía una sencilla pregunta: ¿cómo? Y Luk, con la natural franqueza de la juventud, fue el primero en darle voz.

—Entonces ¿qué vamos a hacer, Índigo? No podemos olvidarnos sin más del mensaje.

Unas voces procedentes del patio los interrumpió de repente: Jessamin había estado nadando y regresaba de su piscina con dos doncellas. En los pocos segundos que le quedaban antes de la llegada de la Infanta, Índigo se inclinó hacia Luk y musitó con urgencia:

—Luk, no sé qué es lo que podemos hacer. Tu padre podría comprender qué era lo que Karim intentaba decirnos...

—¡Pero pueden pasar tres meses antes de su regreso!

—Créeme, me doy perfecta cuenta de ello. Pero puede que no podamos hacer otra cosa que esperar. Pase lo que pase, no debemos hablar de esto a nadie más. —Le sujetó las manos con fuerza—. ¡Prométemelo, Luk!

Él asintió.

—Lo prometo.

Por un instante su mirada se encontró con la de ella y sus ojos eran confiados pero indecisos. Luego, precipitadamente, en el mismo instante en que Jessamin penetraba en la habitación y corría entre risas a saludarlo, empujó las hojas de pergamino con sus garabateados dibujos bajo un libro y fuera de la vista.

Entre el invierno de Simhara y los largos meses de hielo, nieve y feroces tormentas con los que había crecido Índigo en las Islas Meridionales, mediaba todo un abismo. Aquí, el cambio de las estaciones era sutil y poco perceptible; gran parte del exuberante follaje se cubría de una pátina dorada y se desprendía de sus hojas marchitas, pero aun aquellos días más cortos resultaban agradablemente benignos, sin apenas otra cosa que la ocasional insinuación de un viento helado procedente de los predominantes vientos del sur. Y al llegar el solsticio de invierno, cuando incluso al mediodía Carn Caille se veía iluminado tan sólo por un vago y espectral reflejo del sol situado bajo la línea del horizonte, empezaban a aparecer nuevos brotes en los árboles y arbustos de Simhara, y los jardines del palacio se llenaban de flores.

Para los khimizi la celebración del cambio de año era un gran acontecimiento, y aunque los festejos eran muy diferentes de las prácticas de las Islas Meridionales que conociera en su infancia, Índigo siempre disfrutaba con aquellas fiestas anuales; se cocinaban y comían de forma ceremonial alimentos especialmente preparados para la celebración, se adornaban aposentos y calles, había canciones y bailes y representaciones que tenían lugar en honor de la Madre de la Tierra y del Mar. Pero este año, parecía que su regocijo se vería amargado ante la revelación de que el regalo de la Madre de un sol renacido iluminaría la resolución definitiva de su mayor esperanza y más profundo temor.

No habían llegado noticias todavía del Kara-Karai. Índigo había intentado no contar los días que habían transcurrido desde que Macee había partido en su misión, pero en su subconsciente existía una renovada noción de que el tiempo pasaba y cada vez les quedaba menos. Los preparativos para la boda del Takhan iban ya muy avanzados, y apenas si transcurría un día en palacio en que no se hiciera alguna mención al matrimonio; una nueva golosina inventada para el banquete, una nueva diversión ideada para los festejos. La misma Jessamin estaba llena de ansiedad, muy excitada, inocente e ignorante por completo de lo que le esperaba. E Índigo, a menudo acompañada por un cada vez más tenso y taciturno Luk, iba ahora al gran templo del puerto siempre que tenía oportunidad, para orar en silencio y con fervor por el regreso de Leando.

Por fin acabaron las celebraciones del solsticio de invierno. A pesar de sus dudas anteriores, Índigo se había visto enredada en la alegría y la jarana, lo cual le había permitido olvidar por un tiempo el temor y la frustración que acechaba en su subconsciente. Pero ahora que la distracción había desaparecido, con cada nuevo día tenía que enfrentarse al cada vez más evidente hecho de que el Kara-Karai se retrasaba demasiado.

En un principio había sido fácil dejar de lado aquella machacona preocupación. Los vientos y las corrientes eran caprichosos; ni siquiera el mejor de los capitanes de barco del mundo podía calcular más que de forma vaga la duración de una travesía. Y había además otras consideraciones igualmente válidas: Macee podría haber tenido dificultades para ponerse en contacto con Leando; e incluso, si se tomaba en cuenta el tiempo que le llevaría convencerlos de la urgencia de su mensaje, Leando y Mylo no podían simplemente abandonar sus puestos y zarpar en la siguiente marea. Existirían formalidades, historias que urdir para acallar sospechas, arreglos que hacer. Necesitaban tiempo.

Pero cuando hubieron transcurrido casi cinco meses y seguía sin haber señal de la nave davakotiana, toda la lógica razonada del mundo no era suficiente para contrarrestrar la terrible seguridad de Índigo de que algo había ido mal.

La primavera se acercaba a Khimiz, y con ella la primera de las mareas equinocciales que atravesaban el golfo de Agantine como una temible pero benevolente purga, que limpiaba las rutas marinas de los detritus de la estación de la calma y traía vientos y corrientes más puros y poderosos a las costas. El fervor de la nueva estación estaba presente en toda Simhara, y, subrayándolo, existía una corriente de fresco entusiasmo a medida que el día del más magno acontecimiento desde la entronización de Augon Hunnamek se acercaba más y más. Faltaba ahora poco más de un mes y los augurios intervenían en la atmósfera general de anticipado regocijo; ya que, al contrario del patrón seguido en el pasado, hasta ahora no se había producido un resurgimiento de las pesadillas que por lo general se iniciaban en esa época, ni señal de las fiebres y pequeñas plagas que las habían acompañado. Al parecer, la pauta se había roto.

Y entonces, como si algo hubiera estado aguardando, riendo a escondidas aquella calma, el Kara-Karai —o más bien lo que quedaba de él— regresó a Simhara.

La noticia del desastre llegó desde los muelles después tic una noche de arrolladores vendavales y una marea particularmente fuerte. Hild, como de costumbre, fue uno de los primeros habitantes de palacio en enterarse, y, con una expresión de pesimista fruición en el rostro, entró en la habitación de Índigo mientras ésta desayunaba, Índigo tenía ojos de sueño, medio dormida todavía, y tardó algunos segundos, mientras Hild iniciaba su relato, en comprender realmente lo que quería decirle. Pero cuando lo hizo, dejó bruscamente su

taza de tisana sobre la mesa al darse cuenta de que su mano empezaba a temblar.

—Hild, ¿qué barco era ése? ¿Qué es lo que dices?

Hild se mostró ligeramente ofendida.

—¡Intento explicarlo, pero no escuchas!

Por fortuna, los naufragios eran bastante raros en el golfo de Agantine y la niñera estaba decidida a sacarle el mayor provecho posible a este .dramático suceso.

—Como he dicho, el barco no estaba hundido, pero sí a punto de hundirse, y cómo llegó a puerto otra cosa no es que un milagro de la Madre del Mar.

—Pero ¿Qué barco? —Índigo empezaba a sentir una sensación de mareo—. ¿Cuál era su nombre?

Hild, sin hacerle caso, siguió hablando:

—¿Y sabes qué? Dicen que fueron peces los que lo hicieron, grandes peces de la bahía.

Se inclinó hacia adelante, conspiradora—. ¡Ballenas, o cosas aún peor!

Índigo la miró fijamente mientras el mareo se convertía en náuseas.

—Las ballenas no son peces —se oyó decir—. Y no atacan a los barcos.

Y pensó: «Pero otras cosas podrían hacerlo...».

—Bueno, si fue o no fue un pez, salió del mar. ¡Oí al mayordomo del Takhan cómo lo decía en persona!

No podía tratarse del Kara-Karai, se le ocurrió a Índigo: no podía, no debía...

—¡Hild, por favor! —Apretó los puños en un intento por contener su frustración—. ¿Cuál era el nombre del barco?

Hild se encogió de hombros.

—¿Cómo puedo saber? Pero todo va bien; no era de Simhara, de modo que no hay mucha necesidad de inquietarse. Una de las pequeñas naves ésas, las que van con los grandes convoys.

—Gran Madre... —Índigo empujó hacia atrás la mesa y casi volcó la taza de tisana mientras se ponía en pie; y Grimya dio un salto tras ella, con las orejas pegadas a la cabeza.

¡A-na! ¿Qué te sucede, Índigo? —La llamó Hild mientras la muchacha se dirigía a la puerta a toda velocidad con la loba pisándole los talones—. ¿Qué haces?

El golpe de la puerta al cerrarse tras Índigo fue su única respuesta.

Al igual que si penetraran en un laberinto, les fueron llegando más y más retazos de información mientras se apresuraban en dirección al puerto. Piratas, decía un rumor; un huracán, advenía otro. Dos buques de guerra de las Islas Meridionales, de los cuales sólo uno había conseguido llegar con dificultad a puerto para contar lo sucedido. La nave escolta de un convoy separada de sus compañeras en la niebla y hundida en unas rocas que no figuraban en los mapas. Pero, poco a poco, un hilo firme empezó a atravesar todos aquellos relatos contrapuestos y los hechos reales empezaron a emerger. Era un barco davakotiano. Gran pérdida de vidas. Y lo había atacado algo que surgió del mar.

El puerto estaba alborotado. Gran número de personas, atraídas como moscas a la miel por la alarma, atestaban los muelles. Observaban, especulaban, chismorreaban, Índigo se dedicó a detener gente al azar, y sus desesperadas preguntas le facilitaron más información. Al parecer había habido un intento de rescate. Otro navío davakotiano había zarpado en

respuesta a la bengala de socorro del barco atacado, y, gracias a los esfuerzos de su capitán y tripulación, había algunos supervivientes del naufragio, Índigo y Grimya se abrieron paso entre la multitud, y cuando por fin emergieron, desaliñadas, en el malecón barrido por el viento, Índigo vio el casco negro y amarillo y el belicoso morro de un barco escolta davakotiano que se balanceaba y bamboleaba en sus amarras sobre el fuerte oleaje.

El Sivake. Este debía de ser... Índigo corrió hacia el muelle y se detuvo junto a la plancha del barco, resbalando sobre la piedra húmeda, luego miró con desesperación a un extremo y a otro de la nave. No había nadie en cubierta: hizo bocina con las manos, y gritó, en el idioma davakotiano que Macee le había enseñado, llamando al capitán, al contramaestre, o a cualquiera. La gente se volvió, curiosa; de entre la masa de gente un hombre con el brillante fajín de oficial de aduanas hizo su aparición y se dirigió hacia ella deprisa. Mientras se acercaba, una cabeza apareció en la cubierta de escotilla, y un hombre atezado, fornido, de mediana edad y de negros cabellos muy cortos y en punta, salió a cubierta. Llevaba una pequeña esmeralda incrustada en cada mejilla, justo debajo de los ojos, y su expresión era desconfiada y adusta.

—¿Qué queréis? —gritó en mal khimizi—. He dicho todo lo que hay que decir más de cinco veces, ¡maldita sea! ¡No hay nada más que pueda contaros!

El oficial de aduanas se abatía ya sobre ella; gesticulaba enojado y le hacía señas para que se alejara. Rápidamente y llena de desesperación, Índigo se dirigió al capitán en davakotiano, y tan pronto como mencionó el nombre de Macee y le habló de su relación, la expresión del hombre cambió de inmediato.

—¿Estuvisteis con Macee? —Volvió la cabeza con rapidez en dirección al oficial y le hizo un gesto con ambos brazos para que se detuviera—. No hay problema, aduanero. ¡Dejad a la señora!

El oficial dio media vuelta, sacudiendo la cabeza con exasperación, y el davakotiano descendió con pasos ligeros por la plancha y saltó al muelle frente a Índigo.

—Amyxl, capitán del Sivake. —Inclinó la cabeza en un lacónico saludo formal—. ¿Os habéis enterado de lo del Kara-Karai?

Era la confirmación definitiva. Asintió, conteniendo la rabia.

—Macee... está...

—Macee está viva. Pero es una de los pocos supervivientes. Se han llevado a los supervivientes a algún lugar situado detrás del Templo de los Marineros, donde tienen doctores.

El Asilo de los Marineros, Índigo lo conocía; era una parte del recinto del templo: otra de las creaciones de Augon Hunnamek. Macee no podría estar mejor cuidada. Pero los otros...

—Vos fuisteis en su ayuda —dijo apremiante—. Por favor, debo saber lo que sucedió. Había pasajeros en el bario; dos, o quizá tres. No... se trataba de una comisión normal para el Kara-Karai.

—Ah. —Amyxl frunció el entrecejo—. Eso explica por qué no iba con un convoy. —Sus ojos la miraron con astucia pero a la vez con amabilidad— ¿Más amigos vuestros?

Índigo asintió.

—¿Y habéis visto los restos?

—No. Tan sólo he oído la noticia.

Amyxl siseó entre dientes.

—Entonces lo mejor será que le deis un vistazo por vos misma a lo queda del Kara-Karai. Está en la bahía, al sur de aquí; allí es a donde fue a encallar anoche. Bendita sea la Madre.

Índigo dirigió una involuntaria mirada en aquella dirección, aunque la enorme playa resultaba invisible desde aquella distancia.

—He oído que... que lo atacaron. No piratas, sino algo que... —no pudo terminar, y se volvió de nuevo hacia él en una silenciosa súplica para que lo negara.

El davakotiano clavó los ojos en sus propios pies. En un principio, la muchacha pensó que no le iba a contestar, pero tras algunos momentos pareció tomar una decisión.

—Mirad, señora —dijo—. Si os es de alguna ayuda, os llevaré yo mismo a la bahía, y podréis ver la verdad con vuestros propios ojos. —Levantó los ojos para encontrarse con los de ella de nuevo—. También os contaré lo que vi anoche, y podéis pensar lo que gustéis. Pero os diré esto ahora. No se qué atacó al Kara-Karai, pero en todos los años que llevo navegando jamás he visto nada capaz de hacerle eso a un barco.

—¿Eso...? —empezó Índigo, vacilante.

El capitán hizo una mueca.

—Será mejor que lo veáis por vos misma.

Un gentío mayor que el del puerto se había reunido sobre las dunas que bordeaban la playa. La marea retrocedía, y a poca distancia de las primeras hileras de furiosas olas yacía el Kara-Karai de costado, paralelo a la playa, con la parte posterior rota y las olas retumbando y barriendo sobre él. Allí donde la marea ya había bajado se veían desperdigados muchos restos del navío: palos, jarcias, restos desmenuzados de la balista del buque escolta. Los soldados patrullaban las dunas, manteniendo apartados a mirones y — macabro, pero inevitable incluso en la civilizada sociedad de Simhara— buscadores de recuerdos. Y un poco más abajo de la playa, dos hombres permanecían en posición de firmes, custodiando algo que yacía inmóvil sobre la arena.

Amyxl hizo un gesto con la cabeza en dirección a la distante escena que creaban los guardias.

—Si deseáis un indicio de lo que le sucedió al Kara-Karai —dijo sombrío—, id y mirad eso.

Índigo arrugó la frente, inquisitiva, pero él había vuelto el rostro hacia otro lado, y así pues, con Grimya silenciosa pero inquieta pegada a sus talones, empezó a atravesar la muchedumbre y bajó hasta la playa. Un soldado la interceptó, pero, al reconocerla, vaciló.

—Señora, no estoy muy seguro de que deba de permitiros...

La mentira afloró rápida a los labios de Índigo.

—Soldado, estoy aquí en nombre de la dama Phereniq, la astróloga del Takhan. No hubo tiempo para preparar la documentación apropiada; la dama Phereniq consideró que la cuestión era demasiado urgente para esperar.

—Muy bien, señora. —Estaba claro que no tenía la suficiente fe en su propia autoridad como para discutir—. Pero os aconsejaría que no os acercaseis demasiado.

—¿Por qué no?

El soldado miró impotente a Amyxl, que había llegado ya hasta ellos. Amyxl se encogió

de hombros sin comprometerse, y el hombre se dio por vencido.

—Como queráis, señora. —Se dio la vuelta y los condujo por la playa.

Incluso a medida que se acercaban más al bulto informe, resultaba muy difícil discernir ningún detalle. El objeto estaba rodeado por una delgada capa de agua que se había acumulado en la depresión formada por su peso, y a los ojos de Índigo parecía tan sólo otro pedazo de desecho del barco, quizás un fragmento de la madera del mástil, oculta en parte por una maraña de algas. Pero cuando el pequeño grupo se detuvo junto a aquello y los guardias retrocedieron, se dio cuenta de que no eran restos del barco y se giró a un lado con brusquedad, llevándose una mano a la boca en un esfuerzo por contener las ganas de vomitar en el mismo instante en que su cerebro registraba la verdad.

El hombre no podía llevar muerto más que unas pocas horas, pero aun así el mar habría empezado ya a hinchar su cuerpo... si hubiera quedado algo más que no fuera tan sólo la piel y los huesos. Era como contemplar un saco vacío y viscoso, una parodia de pesadilla de un cuerpo humano, completo, pero fláccido, deshinchado, casi como si sólo tuviera dos dimensiones. Un remedo grotesco de un rostro la miraba, las cuencas vacías, nariz y labios aplastados, la mandíbula inferior sobresalía por entre una mejilla desgarrada, los dientes todavía intactos y aquí y allá algún que otro hueso le daba a la envoltura de piel una torturada apariencia de solidez. Ni en la peor de sus pesadillas, Índigo habría podido imaginar algo tan espantoso.

Una mano sujetó su antebrazo, y el capitán Amyxl la echó hacia atrás.

—¿Veis? —dijo, y su voz era fría como el hielo.

La muchacha se dio la vuelta tambaleante, Grimya había dado un paso hacia adelante para ver, pero Índigo se recuperó lo suficiente para extender una mano e impedírselo.

—¡No, Grimya! ¡No lo hagas! —Se secó la boca y sacudió con fuerza la cabeza antes de encontrarse con la pesarosa mirada del soldado—. ¿Quién era?

—No lo sabemos aún, señora. No ha sido posible... —Carraspeó, y desvió los ojos.

—Puedo deciros una cosa —intervino Amyxl—. Queda lo suficiente de sus ropas para demostrar que no era de la tripulación.

Algo se retorció en el interior de Índigo de repente, como un helado gusanillo en su estómago. No quería hacerlo, pero tenía que mirar de nuevo; y, reuniendo fuerzas, se volvió para mirar a la monstruosidad que yacía en la arena. Una voz en su interior le dijo no, no puedes juzgar, no puedes estar segura. Pero lo estaba. Había algo familiar en aquella espeluznante parodia de un rostro humano; y los pocos mechones de pelo que aún colgaban de la destrozada cabeza eran dorados como la miel con hilos de plata.

—¡Oh, Madre Poderosa!

Índigo se apartó tambaleante y empezó a vomitar con violencia sobre la playa. La playa giraba, se retorcía a su alrededor; cayó de rodillas, incapaz de conservar el equilibrio, sabiendo la verdad pero incapaz, incluso mientras la aceptaba, de aceptar también lo que significaba.

Aquel horror envuelto en algas que yacía sobre la playa aquella cosa a la que algo le había sorbido la carne y s órganos, era el cadáver de Mylo Copperguild.

Amyxl la llevó a una de las tabernas de la parte norte del puerto. Tenía que beber algo, le dijo, después de lo que ¡ había visto en la playa, y, en cuanto a él, su segunda visión del cadáver no había disminuido su sensación de repugnancia; deseaba quitarse la bilis que sentía en la garganta. Y mientras permanecían sentados a una mesa en un rincón tranquilo y la conmoción empezaba a alejarse de la mente de Índigo, el capitán le relató su historia.

El Kara-Karai, al parecer, se había acercado a Simhara poco después de la medianoche. La tormenta había hecho que la marea entrante resultase gigantesca, y una marinera que estaba de guardia en el Sivake se había visto alertada por un lejano destello de fanales de popa a proa en alta mar. La mujer había despertado a Amyxl —toda la tripulación del barco dormía a bordo, en espera tan sólo a que la tormenta amainara para ponerse en marcha de regreso a Davakos— y él había observado el intermitente centelleo, maldiciendo en silencio al capitán del desconocido barco por intentar entrar en puerto con aquel tiempo. Entonces la bengala de sulfuro para pedir socorro ardió en el cielo, y Amyxl había ordenado inmediatamente que todo el mundo fuera a sus puestos. Habían llegado Insta el Kara-Karai y lo habían encontrado inclinado de costado sobre las olas y medio hundido, el palo mayor hecho pedazos y la aterrorizada tripulación abandonaba mis puestos y saltaba —o caía— al embravecido mar. La tripulación del Sivake llevó el barco tan cerca como se atreví ó del navío naufragado, intentando recoger supervivientes: y entonces, dijo Amyxl, él había visto algo que no olvidaría hasta el día en que la Madre del Mar se lo llevara con ella. Una enorme forma fosforescente de un color gris plateado, que emergía del hueco dejado entre dos olas para alzarse sobre el navío destrozado. Algo parecido a una cola pero titánicamente macizo, se estrello contra la proa del Kara-Karai, haciendo que el Sivake girara sobre sí mismo, impotente, en los gigantescos remolinos provocados por aquella monstruosidad al hundirse de nuevo bajo la superficie.

—Una visión momentánea —dijo Amyxl, con los ojos clavados en su copa y como si contemplara un mundo signado más allá del polvoriento silencio de la taberna—. Fue todo lo que tuvimos de eso. Pero huimos. Recuperamos el control del Sivake, y los remeros avanzaron en dirección al puerto con toda la energía que les quedaba. —Se pellizcó el puente de la nariz, cerrando con fuerza los ojos por un instante—. No pudimos ni comprender lo que pasaba; sucedió tan deprisa...; y estábamos más preocupados por mantener el rumbo y buscar supervivientes. Siete. Esos fueron todos los que recogimos. Siete. El resto... sólo puedo rezar porque fuera el mar el que se lo llevara, Y no... eso.

Índigo repuso con suavidad:

—¿Podría haberse tratado de una serpiente?

—Quizá. —La voz de Amyxl sonaba llena de amargura y cautela—. Pero fuera lo que fuese, la Madre del Mar no creó esa abominación. —Levantó los ojos y los clavó en los de ella—. Todo lo que sé es que vi algo que en realidad no debiera de existir en este mundo. Y que muera en tierra firme si miento: ¡estoy asustado!

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