CAPÍTULO 1


Los jefes de muelle habían establecido un estricto orden de preferencia para el atraque y descarga de navios que hacían escala en el puerto de Huon Parita. Las facilidades del embarcadero eran limitadas, los trabajadores honrados difíciles de encontrar, y la multitud de vendedores ambulantes, estafadores, echadoras de cartas, oportunistas itinerantes y mendigos sin más representaban un peligro constante para cargamentos y pasajeros por igual. En circunstancias normales, los tres cargueros procedentes del oeste hubieran debido permanecer fondeados en la bahía durante dos o más días antes de que se les designara un lugar de amarre. Pero cuando llegó a la orilla la noticia de que los cargueros procedían de las Islas de las Piedras Preciosas, enseguida se hicieron los arreglos oportunos, y al cabo de una hora de la llegada de los barcos los bracos de madera del semáforo situado encima de la torre de los encargados dieron la señal para traerlos a ellos y a su cargamento de piedras preciosas al interior del puerto.

Mientras los enormes cargueros atracaban, un navío de líneas más finas y elegantes, con una balista montada sobre la cubierta de proa y la feroz cabeza de un ariete centelleando justo por debajo de la línea de flotación en la proa, penetró también a su sombra para atracar en las aguas poco profundas de un muelle contiguo. Un gentío empegaba a congregarse ya alrededor de los cargueros, pero el Kara-Karai —La Pequeña Madre del Mar en el idioma de su país de origen— fue ampliamente ignorado. Todos los que sabían algo de flotas mercantes reconocían el característico casco amarillo y negro de un buque escolta davakotiano, y conocían muy bien la temible reputación de tales barcos y de sus tripulaciones. Sólo un oficial, un joven cuyo fajín y gorra de esplendoroso color escarlata no parecían servir de mucho a la hora de elevar su moral, se colocó al pie de la plancha que empezaba a hacer su aparición; aparte de las formalidades imprescindibles, al Kara-Karai se lo dejaría absolutamente en paz.

El primero en desembarcar fue el capitán davakotiano. Como máximo tendría unos treinta años. La cabeza de la mujer llegaba justo a la altura del hombro del oficial, y eso que éste no era un hombre alto; pero la diminuta figura de ella poseía una bien desarrollada musculatura. Su rostro de piel ambarina tenía un aspecto tan duro como el de la madera seca, y en ambas mejillas, justo debajo del ojo, llevaba implantado en la carne un pequeño diamante rodeado por un pliegue de tejido cicatrizado. Bajo la fresca brisa sus cortos cabellos negros se encrespaban como un halo estrafalario y rígido. Su aparición —sin mencionar el hecho de que se tratara de una mujer, y de que aquí en el este el lugar de una mujer no estuviera precisamente al timón de un barco— trastornó el sentido del decoro del joven; mientras tartamudeaba su petición de ver los documentos de la mujer, descubrió a la tripulación del Kara-Karai, en su mayor parte formada también por mujeres, que apoyadas sobre la barandilla del barco lo miraban maliciosamente divertidas ante su embarazo mientras esperaban a que finalizaran los trámites. La mayoría estaba fuertemente armada. Sudoroso, el oficial selló a toda prisa los documentos de embarque, y apenas si esperó el tiempo suficiente para que el capitán pusiera la huella de su pulgar en el registro de asignación de amarres antes de saludar de forma brusca y desaparecer enseguida con una explosión de estridentes carcajadas procedente de la cubierta del navío resonando en sus oídos.

La tripulación se dispersó en cuestión de minutos. Escoltar a los mercaderes de piedras preciosas resultaba siempre un cometido provechoso, y éste había sido un viaje con incidentes; tenían monedas que gastar y siete días para divertirse antes de volver a embarcar. La mayoría se desvaneció rápidamente en la frenética confusión de color y ruido y actividad humana que aguardaba como una marca más allá de los muelles, hasta que los únicos miembros de la tripulación que quedaron sobre el malecón fueron el capitán y una joven alta que había estado entre las últimas personas en desembarcar.

La recién llegada no era davakotiana. Al igual que la mayoría de sus camaradas, el capitán no estaba muy interesado en los orígenes de su tripulación; el Kara-Karai presumía de tener reclutas de una docena de lugares diferentes del mundo. Pero esta mujer, con sus ojos azul-violáceo, sus cabellos cobrizos prematuramente encanecidos, resultaba mucho más contradictoria que la mayoría. Su piel estaba muy tostada por el sol y las manos encallecidas por el trabajo duro; sin embargo, sus facciones poseían el sello inconfundible de la aristocracia. Y aunque su rostro y su figura eran juveniles, había algo en su semblante que hacía que los extraños desistieran pronto de un escrutinio demasiado minucioso: una sombra de experiencias que era mucho mejor dejar inexplorada, una insinuación de algo viejo y desolado detrás de la máscara de juventud.

Durante algunos instantes las dos permanecieron una junto a la otra al pie de la pasarela; luego el capitán dijo:

—¿Estás segura de que no cambiarás de idea y te quedarás con nosotros, Índigo?

—Tanto tú como el Kara-Karai habéis sido muy buenos conmigo, Macee —dijo la muchacha y sonrió—. Pero no: debo seguir en dirección a Simhara.

—¡Muy bien! —Macee alzó los hombros—. Entonces di una oración por todos nosotros en el Templo de los Marineros, ¿lo harás? Hará que continúe nuestra buena suerte. —Bajó la mirada, luego hizo una mueca—. Apostaría a que Grimya se sentirá feliz de perder de vista el océano al menos durante un tiempo. ¿No es así, Grimya? —E, inclinándose, acarició la cabeza de la enorme criatura de pelaje leonado sentada a los pies de Índigo.

La lengua de Grimya se balanceó entre sus mandíbulas y emitió un satisfecho sonido desde el fondo de su garganta. Aquellos que no estaban en el secreto —Macee incluida— la tomaban por una perra enorme, muy peluda y extraordinariamente inteligente; una impresión que Grimya e Índigo se habían esforzado por mantener. Pero cualquiera que se hubiera criado en las frías tierras del lejano sur, en Scorva, o en el País de los Caballos o en las Islas Meridionales, habría reconocido el pelaje gris y la figura característica de un lobo de bosque.

—Si me aceptas el consejo, lo mejor que puedes hacer es unirte a una de las caravanas que van hacia el sur —continuó Macee—. Son lentas, pero resultan mucho más seguras que viajar solo. —Indicó con la cabeza en dirección al gentío—. Sobre todo para una mujer. Los países del este no comparten nuestra forma de ser davakotiana; en cuanto te introduzcas en esa multitud se te considerará como una presa fácil. , _

—Puedo cuidarme —respondió sonriente, Índigo.

—Oh, ya lo sé. Y Grimya se ocuparía de dejar las cosas bien claras para cualquiera que se hiciera una idea equivocada. Pero de todas formas, ten cuidado. ¡Si caes presa de un ladrón o de un traficante de esclavos diría muy poco en favor de mis enseñanzas! —Sonrió" de oreja a oreja—. Además, tengo planeado estar en Simhara en un futuro quizá no muy lejano, y, si todavía estás allí, te quiero de nuevo entre mi tripulación.

—Lo recordaré. Gracias.

—Bien, pues. Será mejor que te pongas en marcha, ¿eh? —Macee extendió la mano y pellizcó a Índigo en el antebrazo; un gesto de despedida— Que tengas mucha suerte, Índigo. Que las mareas de la Madre del Mar te sean propicias.

—Y también a ti, Macee, —Índigo posó las manos sobre los hombros de la menuda davakotiana y la besó en ambas mejillas, sintiendo el arañazo de las agudas facetas de los diamantes sobre su piel—. ¡Buena caza!

Colocó mejor los dos bultos sobre su espalda y, con Grimya pisándole los talones, empezó a alejarse. Macee la observó durante algunos instantes, luego le gritó en una voz que resonó estridente por encima de la algarabía general:

—¡No pagues más de cinco zozas por una montura! ¡Y no dejes que te vendan un mestizo; asegúrate de que obtienes un chimelo de pura raza!

Índigo volvió la cabeza, sonrió y agitó la mano como respuesta. Luego la multitud se mezcló como una marea A su alrededor y la absorbió.

Huon Parita era en cierta forma una paradoja. Durante siglos el profundo puerto natural de la costa norte del Golfo de Agantine había permanecido deshabitado, porque aunque las aguas eran casi un fondeadero perfecto para las embarcaciones, el terreno circundante era demasiado escarpado y accidentado para poder construir un puerto de buen tamaño. Pero los reinos del golfo, perfectamente situados para comerciar con el norte, el oeste y el sur por igual, se estaban convirtiendo a gran velocidad en el centro comercial del mundo, y a medida que su prosperidad e influencia crecían, también aumentaba la necesidad de acomodar a más y más de las grandes flotas mercantes. Así pues, la conveniencia dio paso a la necesidad, y nació Huon Parita.

Las grandes ciudades costeras del sur eran famosas en todo el mundo por su belleza, civilización y sofisticación; pero Huon Parita no podía vanagloriarse de poseer tales cualidades. Incluso después de doscientos años seguía siendo poco más que un lugar destartalado de casas amontonadas, que consistía en una mezcolanza de muelles en el lado del puerto, un mercado cubierto flanqueado por un agradable pero mal conservado barrio comercial, e, irradiando de este centro de actividad, un conglomerado de cabañas, chabolas e incluso tiendas que servían de hogar a la población itinerante del puerto.

Las ganancias eran escasas en las ciudades para los parásitos humanos que se aprovechaban de la debilidad y credulidad de otros; pero aquí la milicia era tan reducida y tan incompetente que podían ejercer sus artes sin interferencias. Y así, a medida que Índigo se sumergía entre la multitud, se encontró inmersa en un mar de ruido y color y excitada actividad. De todas partes surgían manos que le ofrecían fruta, baratijas o amuletos de la suerte, mientras voces desconocidas la exhortaban a comprar, comer, beber, descubrir su destino, e incluso a vender sus cabellos. Alertada por un subrepticio tirón a la correa de su mochila se volvió deprisa enfadada, pero el supuesto ladrón se escabullía ya entre el gentío.

Un reducido grupo de mujeres jóvenes, escasamente vestidas y llenas de rutilantes sartas de cuentas de cristal, se abrieron paso junto a ella con un aire de descarada seguridad, y el hombre de ojos pálidos, mentón prominente y suntuosas ropas que iba detrás de ellas se detuvo un instante para observar especulativo a Índigo; antes de que pudiera hablar, sin embargo, Grimya lanzó un gruñido y, al darse cuenta de la presencia de la loba, el alcahuete hizo gesto de disculpa y siguió adelante a toda prisa. No muy lejos de allí, acababa de estallar una disputa entre dos marineros y una arrugada y diminuta echadora de cartas: Índigo esbozó una sonrisa al reconocer a la musculosa y temperamental segundo piloto de Macee en medio de la refriega.

Todo aquel apiñamiento de gente empezó a aligerarse por fin cuando el puerto dio paso al menos frenético barrio comercial. Aquí se había establecido una cierta apariencia de orden; los comerciantes autorizados se esforzaban denodadamente por mantener a raya a la competencia de charlatanes y timadores, y era posible pasear con relativa tranquilidad, Índigo se alegró de dejar atrás todo aquel caos. Durante los últimos dos años, desde que se enrolara con Macee, apenas si había conocido otra cosa que no fuera el mundo cerrado y de camaradería del Kara-Karai, con el mar como único horizonte, y encontrarse en medio de tanto gentío y animación tras una larga ausencia de tierra firme le resultaba desconcertante.

Deseó no haber tenido que abandonar el barco. Durante aquellos largos viajes había estado cerca de hallar una liberación de la negra sombra que pesaba sobre su vida, pero siempre había sabido que el interludio no podía durar. En sus sueños, y aun despierta, en momentos de desmido, había sentido el acicate de una obligación que no podía rehuir ni discutir, y con la llegada del barco al este se había visto conminada a enfrentarse a su destino, a cortar los lazos y seguir su camino.

Índigo se llevó una mano al pecho de forma inconsciente y jugueteó con la pequeña bolsa de cuero que colgaba de una tira también de cuero atada alrededor de su cuello, y que llevaba bien escondida debajo de su camisa. Sus dedos se cerraron sobre el contorno duro e irregular de una pequeña piedra, y sintió cómo una familiar mezcla de agradecimiento y aversión penetraba en su mente. La piedra, con el diminuto punto de luz que siempre se movía en su interior, había sido su guía durante casi doce años: allí donde indicaba ella no tenía más remedio que ir. Y en el caos de Huon Parita sintió que su destino se cerraba en torno a ella, igual que lo hacía la ciudad, como un ataque sofocante y claustrofóbico sobre su mente.

Sus intranquilos pensamientos se vieron interrumpidos por una voz que habló silenciosa en su cabeza.

«¿Índigo? Estoy hambrienta. Y no creo que éste sea un buen lugar para que nos quedemos más de lo necesario.»

Índigo bajó la cabeza y vio que Grimya la contemplaba esperanzada. Mutante de nacimiento, la loba poseía una extraordinaria —quizás única— capacidad para comunicarse con la mente de los seres humanos y hablar en las diferentes lenguas de éstos. Ella e Índigo compartían un lazo de comunicación telepática desde su primer encuentro casual, ocurrido hacía casi trece años; era un secreto muy bien guardado, como el gran vínculo que existía entre ambas.

La muchacha sonrió, contenta de poder quitarse de encima aquellos negros pensamientos

y dedicarse a cuestiones más mundanas.

«Recuerda la recomendación de Macee, Grimya», fue su respuesta mental. «No es aconsejable que viajemos solas; y puede que tardemos algún tiempo en encontrar una caravana que se dirija al sur.»

«Lo sé, y el consejo de Macee es muy acertado. Ni siquiera yo podría protegerte de una flecha o de una saeta. Pero de todas formas preferiría que nos diéramos prisa, si podemos.» Grimya vaciló, luego añadió con cierta timidez: «Si te sientes... reacia a ponerte en marcha, lo comprendo».

«No, no me siento reacia.»

Pero a pesar de su tono tranquilizador, Índigo sintió como una aguda punzada de dolor en su interior. La verdad es que habría preferido casi cualquier otro destino en el mundo al que tenía ante ella; ya que aunque nunca antes había pisado aquellas costas, el continente oriental —y en particular la acaudalada ciudad de Khimiz— guardaba recuerdos que le desgarraban el alma. Su propia madre, Imogen, había sido khimizi de nacimiento: Imogen, esposa del rey Kalig de las Islas Meridionales, quien con su esposo y su hijo Kirra y tantos otros había muerto de una forma horrible en Carn Caille, cuando la Torre de los Pesares se derrumbó. Su hija, la princesa Anghara, debiera haber perecido junto con su familia en aquella misma carnicería ocurrida trece años atrás. Pero Anghara había sobrevivido, para adoptar el nuevo y amargo nombre de Índigo —el color del luto— y soportar la maldición que la había convertido en inmortal, en un ser eternamente joven e inmutable, hasta que reparara los horrores que había provocado.

Imogen, a quien indirectamente Índigo había asesinado. Los límites de la tierra natal de su madre estaban a lo mejor a doce días de viaje en dirección sur desde Huon Parita. E Índigo sabía con un instinto certero y terrible que la piedra-imán que llevaba la conducía de forma inexorable hacia Simhara, la primera y más importante ciudad de Khimiz.

Grimya, consciente de la naturaleza de sus pensamientos, la contemplaba llena de ansiedad, e Índigo aspiró con fuerza, paladeó los mezclados vestigios de polvo, agua salada y especias que flotaban en el aire, y arrastró sus pensamientos, con un gran esfuerzo, al momento presente. Forzó una sonrisa, esquivó el tema deliberadamente, y regresó a la primera protesta de Grimya.

«Yo también tengo hambre. Compremos algo para comer antes de decidir qué hay que hacer.»

En el extremo opuesto del mercado, los vendedores de fornida de Huon Parita anunciaban sus productos a voz de grito. La mayoría de los puestos estaban muy concurridos; la gente regateaba por frutas confitadas, porciones do pastel de azúcar, gruesas rebanadas de una pegajosa confitura que despedía un olor empalagoso. Varios mercaderos colocados ante una hoguera al aire libre cocinaban y vendían pedazos de carne picada envuelta en unos delgados y bien dorados círculos de pasta. Grimya olfateó apreciativa, e Índigo —que había aprendido de Macee lo suficiente del idioma local como para poder regatear— compró cuatro paquetes de carne, que el hombre del puesto envolvió con esmero en un fino papel blanco de una calidad que ella nunca había visto.

Tras abandonar el puesto, buscaban un lugar relativamente tranquilo donde pudieran comer sin que las molestaran cuando una voz chilló muy cerca: —¿Queréis averiguar vuestro futuro, señora de cabellos cobrizos? ¿Queréis saber qué os reserva Huon Parita?

Sobresaltada, Índigo se volvió y vio a una anciana sentada en una estera multicolor y rodeada de amuletos de la buena suerte. La vieja sostenía en una mano el cañón de una pipa de incienso, mientras que con la otra le indicaba que se acercara, con movimientos bruscos acompañados de gestos de asentimiento de su cabeza.

—Tan sólo una bocanada de mi poción, mi señora, ¡y se os revelarán todos vuestros sueños!

Índigo sacudió la cabeza.

—No. No, gracias.

Pero la adivinadora no se desanimaba fácilmente.

—¿Cartas, pues, hermosa señora? —Insistió—. Cartas roías, cartas amarillas, cartas azules como vuestros ojos. —Su amplia sonrisa mostró unas resecas encías marrones—. ¿O plata? ¿Cartas plateadas para mi señora, y su hermoso perro gris?

La sangre desapareció del rostro de Índigo, y sintió cómo oí sudor empezaba a bañar su cuerpo.

—¿Qué habéis dicho? —susurró.

—Cartas plateadas, señora. Mis mejores cartas. Jamás mienten.

Se trataba de una horrible coincidencia, se dijo Índigo; nada más. Desde luego que no podía tratarse de nada más... —No. —Escuchó su propia voz, cortante, con una involuntaria punzada de temor—. ¡He dicho no!

Las rugosas manos realizaron un complejo gesto conciliador en el aire.

—Lo que mi señora quiere, mi señora lo hace. Pero tened cuidado, forastera. Tened cuidado de a quién otorgáis vuestra sonrisa en vuestro viaje al sur. ¡Y tened cuidado con el Devorador de la Serpiente! El pelaje de Grimya se erizó y mostró los dientes. «¡Índigo!», su voz mental era apremiante. «¡No me gusta esto! ¡Sabe a dónde vamos y ha mencionado la plata!»

—Chisst —dijo Índigo en voz alta al tiempo que posaba suavemente su mano en la cabeza de la loba a modo de advertencia.

Durante algunos instantes siguió con los ojos fijos en la vieja, que seguía asintiendo con la cabeza, en busca de algún rasgo familiar en las arrugadas facciones, una pista mediante la cual pudiera identificar algo menos humano al acecho detrás de la máscara. Pero no había nada. Excepto por el detalle de que en el pulgar, la adivina llevaba un anillo de plata...

Índigo se dio la vuelta. Le costó un gran esfuerzo no salir huyendo de la criatura sentada en la estera, y Grimya tuvo dificultades para mantenerse a su lado en medio de la muchedumbre. Pero por fin la aglomeración de gente disminuyó, e Índigo se detuvo. Se volvió para mirar de nuevo al centro del mercado, pero la anciana ya no era visible.

—¡Maldita sea! —siseó Índigo—. ¡Maldita sea! Grimya levantó la cabeza para contemplar preocupada las tensas facciones de su amiga. «Podría haber sido una co... coin...» —Coincidencia. Sí; podría haberlo sido. O podría haberse tratado de Némesis.

La loba parpadeó mientras bajaba la cabeza. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se habían encontrado con aquel ser diabólico que era, en cierta forma, el alter ego de Índigo, pero ambas sabían que en su momento y a su manera Némesis regresaría para

atormentarlas de nuevo. El demonio era capaz de adoptar cualquier forma que deseara — aunque en sus pesadillas Índigo lo veía siempre en su primera manifestación: una criatura de rostro perverso y dientes afilados— pero la única constante que nunca podía disfrazar, y que era una advertencia de sus maquinaciones, era la plata. Ojos plateados, cabellos plateados, un broche de plata o incluso de color plateado... Índigo se quitó aquel recuerdo muy pronto de la cabeza, antes de que pudiera instalarse e incluirla. Ahora se había encontrado con cartas plateadas y un anillo de plata. Y una advertencia que parecía llevar más que una sombra de ironía. Podría tratarse, como había dicho Grimya, de una coincidencia. O podría haber sido una señal de que el segundo de los siete demonios que habían convertido su vida en una maldición estaba peligrosamente cerca.

Se alejó del bullicio del mercado y se dirigió junto con Grimya a las sombras de una arcada cuyo techo era un enrejado en la que una fuente de agua potable se derramaba perezosamente en un estanque de azulejos. La loba sació su sed y luego, un poco como excusándose pero con gran fruición, comenzó a devorar la carne de dos de los paquetes, Índigo, sentada en el reborde elevado del estanque, mordisqueó el tercero, pero su encuentro con la echadora de cartas le había quitado el apetito: al cabo de algunos minutos lo dejó a un lado y sacó la bolsa de cuero que contenía la piedra-imán. No podía decirle nada que ella no supiera ya; pero por enésima vez desde que la costa oriental había aparecido en el horizonte del Kara-Karai, quería volver a mirarla para estar segura.

Al sur, el diminuto punto de luz dorada brillaba en el extremo de la piedra en una clara señal. Hacia el sur, por la gran carretera comercial que llevaba a Simhara.

Y Némesis le pisaba los talones.

Grimya levantó los ojos. Tenía las mandíbulas grasientas a causa de los jugos de la carne, y ya casi había consumido los dos paquetes. Se relamió las mandíbulas y luego dijo en voz alta:

—¿Es ... igual que antes?

Sus palabras eran guturales y entrecortadas; su laringe y su garganta no habían sido diseñadas para enfrentarse a las complejidades del lenguaje humano, pero se sentía orgullosa de hablar en voz alta a Índigo cuando no había nadie que pudiera escucharlas, Índigo asintió.

—Igual que antes. —Deslizó la piedra-imán de nuevo al interior de la bolsa—. Hacia el sur. Y tengo el terrible presentimiento, Grimya, de que Némesis sabe a dónde nos dirigimos.

—Eso no tiene por qué ser ver... dad. La anciana era una vi... dente.

—Lo sé. Pero mi intuición me dice que esa mujer era algo más, también. O el agente de alguna otra cosa...

Grimya dejó escapar un suave gañido.

—Si lo... era, no po... demos cambiar... las cosas. Y sabíamos, creo, que algo así tenía... que suceder. El demonio no nos de...jará tran... quilas.

Tenía razón. Desde un punto de vista lógico, no podían haber esperado menos, y posponer lo inevitable parecía un ejercicio inútil. Lo mejor era ponerse en marcha; no tenía el menor deseo de permanecer por más tiempo en Huon Parita.

Índigo suspiró, y miró a la comida que permanecía sobre su regazo casi intocada.

—Deberías co... mer —dijo Grimya—. La carne está muuuy buena, aunque me da... sed. Se podría obligarla comer el tercer paquete, y eso la haría sentirse mejor, Índigo lo sabía; así que lo tomó, y le entregó el cuarto a Grimya.

—Toma, cariño. Yo no tengo mucha hambre. Nos los terminaremos entre las dos, luego nos pondremos en marcha.

—¿Es... tas segura?

Sin saber si la loba se refería a la comida o al viaje que les esperaba, Índigo sonrió:

—Si, estoy segura.

—¿Y el... demonio?

La muchacha volvió la cabeza sobre su hombro para volver a contemplar el bullicio del mercado, y sus ojos se entrecerraron.

—Esperaremos a ver qué sucede. En este momento, no podemos hacer nada más.

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