Las murallas de Simhara aparecieron ante ellos a últimas horas de la tarde del día siguiente. Bajo otras circunstancias Índigo se habría sentido extasiada ante su primera visión de los enormes torreones de Simhara recortándose contra el brillante cielo: a Simhara se la había apodado «La Joya del Este», y el epíteto le hacía justicia, ya que las innumerables vidrieras de sus edificios relucían con diferentes tonalidades de rubíes, topacios, zafiros y esmeraldas en sus monturas de piedra color pastel, y el bronceado brillo de los metales semipreciosos que adornaban los tejados de espiras y minaretes reflejaban el sol poniente como un centenar de refulgentes heliógrafos. Aunque su madre había nacido en Simhara, la familia de ésta había vivido en una de las ciudades de menor importancia de Khimiz, situada más al sur. No obstante, Imogen había visitado a menudo su ciudad natal, y de niña, sobre las rodillas de su madre, Índigo se había sentido cautivada por los relatos que había escuchado sobre su magnificencia. Pero ahora se sentía demasiado cansada y desalentada para hacer otra cosa que no fuera contemplar estúpidamente las brillantes paredes y las refulgentes espiras y el reluciente brillo de piedra preciosa del mar que formaba el telón de fondo de Simhara, y lo único que fue capaz de sentir fue un gran alivio porque el viaje ya tocaba a su fin.
Los guerreros habían avanzado a través del desierto con una marcha agotadora, sólo se habían detenido tres veces, y por muy breve espacio de tiempo, para refrescarse. A Índigo y a Grimya se les había dado agua pero no comida; el interés de sus capturadores por su bienestar, por lo que parecía, se extendía tan sólo a asegurarse de que seguían con vida. Pero de todas formas los hombres no les mostraban una hostilidad abierta; en varias ocasiones, el guerrero que tiraba de la montura de Índigo había vuelto la cabeza y le había sonreído alentador, aunque ésta lo ignoraba por completo, e ignoraba, también, el intermitente sonido de los sollozos de Agnethe y los ocasionales pataleos de Jessamin. Se había comunicado, aunque sin orden ni concierto, con Grimya, pero a medida que avanzaba el día y el calor se intensificaba, incluso ese esfuerzo se volvió excesivo, y un agotamiento paralizante y soporífero se apoderó de ella, eclipsando a cualquier otra sensación.
No obstante, al ir acercándose a Simhara su mente se vio arrancada por la fuerza de su sopor al hacerse aparente los estragos que el asedio de los invasores había causado en la ciudad. A más de un kilómetro de distancia de las murallas de la ciudad la arena del desierto era un caos, y las señales de campamentos recientes —restos de hogueras, utensilios de cocinar abandonados, excrementos de animales, incluso algunas tiendas— se veían por todas partes. Una amplia sección de la cara norte de la muralla, allí donde las enormes y elegantes puertas principales habían estado, estaba convertida en un revoltijo de escombros. Se habían derrumbado piedras enormes convirtiéndose en restos ennegrecidos, y las mismas puertas, destrozadas y retorcidas hasta resultar casi irreconocibles, yacían en medio de los escombros como las alas rotas de algún fabuloso pájaro de bronce.
Había centinelas en la destrozada entrada, y los jinetes se detuvieron por un instante para hablar con ellos. El sol era como un horno incandescente, e Índigo, cubierta de sudor, se removió en su silla y se agarró con más fuerza al pomo; esperaba tener las fuerzas suficientes para mantenerse a lomos del chimelo hasta que llegaran a su destino final, y deseaba no sentirse tan mareada.
A los pocos momentos se pusieron en marcha de nuevo; y al entrar en la ciudad, Índigo se dio cuenta de que el caos que ya había visto no era más que una mínima parte del total. Simhara había sido asolada. Aunque los elevados torreones y los minaretes que se veían más allá de sus muros estaban indemnes, poca cosa más había escapado sin daños al asedio y a la batalla que le había seguido. Las amplias avenidas estaban cubiertas de cascotes, y los árboles que las habían bordeado yacían desgarrados y arrancados en las cunetas. Las elegantes mansiones se habían convertido en cascarones de la noche a la mañana, sus balaustradas aplastadas, sus fachadas derrumbadas, sus interiores consumidos por los proyectiles llameantes arrojados por las ballestas de los invasores. Y de los cincuenta bazares de Simhara, con sus murales de mosaico y sus toldos de seda y pérgolas emparradas, no quedaba más que un feo erial de piedras chamuscadas y desnudas adornadas con restos deshilachados de ropa como si se tratara de los lúgubres estandartes de un ejército fantasmal.
Las señales de muerte estaban por todas partes.
Se había hecho desaparecer lo peor de la carnicería, pero todavía había evidencia más que suficiente del gran número de bajas que los combates habían producido. Pasaron junto a dos de las cuadrillas de esclavos que trabajaban, bajo el mando severo y silencioso de los guardias del invasor, para recoger de las calles los cadáveres de ambos bandos y cargarlos en carretas mortuorias. Las cuadrillas hicieron un alto en el horrible trabajo para dejar pasar a los jinetes, y los ojos resentidos de nobles y campesinos khimizi se alzaron por igual para contemplarlos. Algunos se cubrieron el rostro en señal de respeto o hicieron signos religiosos al reconocer a su Takhina: un hombre intentó liberarse y correr hacia ella, pero fue devuelto bruscamente a la hilera por dos soldados que portaban garrotes. Agnethe dejó caer la cabeza y empezó a llorar de nuevo, en silencio y llena de desesperación; mientras el grupo seguía su camino, Índigo intentó no bajar la vista a los oscuros riachuelos de sangre seca que se escondían en las cunetas, intentó no prestar atención al humo acre y grasiento que se alzaba en los extremos mas alejados de las avenidas por las que traqueteaban las carretas tiradas por bueyes. Se sentía enferma ya, tanto de espíritu como de cuerpo, y mantuvo la mirada firme enfocada en el cuello oscilante de su chimelo mientras intentaba controlar el sudor frío y los escalofríos que amenazaban con dominarla cada vez que respiraba.
Pronto se hizo evidente que la destrucción más terrible había quedado confinada a los límites exteriores de Simhara, ya que a medida que el grupo que regresaba se acercaba al centro de la ciudad, una peculiar tranquilidad se fue adueñando del paisaje. Tenía más la naturaleza de un vacío que una auténtica sensación de paz; pero aun así la devastación parecía menor; la realidad de la guerra y los combates, más remota. Y cuando por fin llegaron al palacio del Takhan, en el corazón mismo de Simhara, daba la impresión de que los viejos edificios se mantenían aparte y sin ningún contacto con la más mínima señal de disturbios.
Mientras contemplaba las elevadas paredes enrejadas de mármol con su verde capa de follaje trepador que rodeaban el palacio, para luego observar cómo se abrían las puertas de bronce y vislumbrar los jardines y el silencioso manar de las fuentes al fondo, los recuerdos que Índigo tenía de los relatos de su madre resurgieron como un viejo y querido sueño. Los guardias de las puertas —que no eran khimizi sino forasteros, totalmente fuera de lugar allí— apenas si habían intercambiado unas pocas palabras con el jefe de los jinetes: la noticia de su llegada los había precedido, y se los esperaba.
Y se les daba la bienvenida. Ya que los guardias se inclinaron ante Agnethe cuando ésta pasó, y se inclinaron de nuevo ante la pequeña Jessamin en el interior de su cesto, Índigo no lo comprendía; era como si el tiempo y las circunstancias hubieran perdido su alineación correcta y estuviera presenciando nada más y nada menos que el regreso de la Takhina de Khimiz de algún acontecimiento social, en lugar de la entrega de una fugitiva en manos de sus enemigos.
Pero no tuvo tiempo de recapacitar sobre las implicaciones de lo que había presenciado, ya que los chimelos, oliendo el agua, atravesaban aprisa las puertas, y cuando éstas se cerraron tras ellos, apagando los sonidos de la ciudad y del mar hasta convertirlos en un vago murmullo, fue como si Índigo hubiera abandonado la realidad para penetrar en el exclusivo mundo de los sueños.
El asedio y los combates no habían tocado el palacio de Simhara. Se encontraban en un patio lleno de flores y refrescado por el centelleante correr de una docena de fuentes y pequeñas cascadas que alimentaban un estanque artificial rodeado de plantas trepadoras, Índigo tuvo una fugaz visión del centelleo dorado y plateado de peces en el estanque, despreocupados y tranquilos, y al levantar los ojos, descubrió una sombreada avenida de columnas que bordeaba la pared del palacio, y apagados movimientos que se reflejaban en el cristal multicolor mientras los criados se dirigían apresurados a sus ocupaciones, en silencio. Era como si la invasión y el asedio y los combates no hubieran tenido lugar jamás; como si esta regia mansión continuara con su rutina, libre de cualquier trastorno.
El guerrero que conducía su montura volvió la cabeza, sobresaltado por la inarticulada exclamación que brotó de los labios de la persona que tenía a su cargo. Lo hizo justo en el momento en que Índigo se balanceaba sin control en su silla al verse derrotado finalmente su autodominio por el agotamiento, la confusión y el entumecimiento de sus músculos, pero no llegó a tiempo de sujetarla antes de que resbalara del lomo del chimelo y fuera a caer totalmente inconsciente sobre las elegantes losas de mármol del suelo.
Se despertó con una sensación de aire más fresco en el rostro y el sonido de algo que crujía débil y rítmicamente. Por un instante pensó que se encontraba aún en el desierto, y abrió los ojos esperando ver el resplandor de interminables acres de arena bajo la luz de la luna lejana.
Pero no había arena, ni un paisaje enorme y vacío. En lugar de ello estaba tumbada en una cama baja, con la cabeza y los pies posados sobre almohadones de seda, y la luz que encontraron sus ojos no provenía de la luna, sino de una ornada lámpara con un tubo de cristal ámbar que brillaba tenue en el extremo opuesto de una habitación amplia y de techo alto.
Desconcertada, Índigo se incorporó en el lecho y miró a su alrededor. Aunque era noche cerrada ya y el resplandor de la lámpara suministraba la única iluminación, pudo ver que la habitación estaba amueblada con un gusto ascético pero suntuoso. Un friso pintado recorría toda la parte superior de las blancas paredes desnudas, alfombras tejidas cubrían el suelo, y entre las borrosas sombras pudo discernir la silueta de otro lecho, y una mesa redonda cuya superficie de cobre relucía vagamente como una enorme y bruñida moneda. Y en el suelo, a menos de un metro de distancia, Grimya dormía un sueño profundo sobre otro montón de almohadones.
Índigo se puso en pie despacio. Al llegar a la ciudad había estado demasiado agotada para especular siquiera sobre el tipo de tratamiento que podría recibir a manos de los invasores; pero desde luego no hubiera esperado nada como aquello. Era como si, en lugar de una prisionera, fuera una invitada distinguida.
Un movimiento apenas entrevisto por el rabillo del ojo la sobresaltó, y se volvió de nuevo, encontrándose con que a sus espaldas había unos enormes ventanales dobles que se extendían desde el suelo hasta el techo. Estaban entreabiertos, y las ligeras cortinas que colgaban sobre ellos se balanceaban a causa de la suave brisa que venía del exterior. Con cuidado para no molestar a Grimya, Índigo rodeó el lecho —las piernas le Saqueaban, pero esto pasaría pronto— y salió a un balcón con balaustrada que, descubrió, daba a uno de los muchos patios interiores del palacio. La luz de la luna se derramaba sobre las pálidas baldosas, y proyectaba complejas sombras entre los arbustos y las enredaderas que envolvían el patio; diminutas luces artificiales situadas entre el follaje aumentaban el brillo de las luciérnagas, destacando un macizo de madreselvas aquí, los pétalos aterciopelados de la adelfa del hibisco allí; y aunque su origen resultaba invisible, Índigo escuchó el débil tintineo del agua al discurrir entre guijarros a no mucha distancia.
Aspiró con fuerza para paladear la aromática dulzura de los perfumes florales al mezclarse con el apenas perceptible sabor del mar. La noche era cálida pero no sofocante, y el palacio parecía estar bañado en la armonía y la paz. Rodeando por completo el patio pudo vislumbrar otros ventanales con balcones, la mayoría a oscuras ahora pero uno o dos revelaban el débil resplandor de la luz de una lámpara detrás de sus cortinas descorridas. La atmósfera resultaba tan apacible que por un momento se preguntó si seria un sueño, si no estaría dormida aún y se fuera a despertar de repente para hallarse en una húmeda celda y esa mágina escena se convirtiese en un fugaz recuerdo. Pero en aquel instante sintió un familiar cosquilleo en su cerebro, y una voz que conocía bien se introdujo silenciosa y con suavidad en su conciencia.
«¿Índigo? ¿Estás ahí?
Grimya se había despertado, y se acercó a la ventana con paso lento para saludarla, Índigo se agachó y abrazó a la loba, contenta de ver que no había sufrido ningún daño.
—Grimya. —Sumergió el rostro en el pelaje de su amiga y le rascó el cuello de la forma en que más le gustaba a la loba—. ¿Estás bien, cariño?
—Es... toy... muy bien —repuso Grimya en voz alta—. Y des... cansada. —Se aventuró a salir al balcón y olfateó el aire delicadamente—. Es un lugar extrrrraño. Pero creo que... me gus... ta.
—Un lugar extraño y una rara forma de tratar a los prisioneros. No lo comprendo, — Índigo se incorporó—. Si tienes en cuenta que se nos cogió ayudando a la Takhina, no tiene
el menor sentido.
—Lo... sé. Cuando te des... mayaste, los hombres se mos... tra... ron muy sol... sol... — Grimya sacudió la cabeza, enojada—. ¡No puedo recordar la palabra!
—¿Solícitos?
—Sí. Ésa es la palabra. Llamaron a los cri... criados, y nos tra... je... ron a las dos aquí y se ocuparon de que es... estuvieras cómoda. Me dieron a... agua, y un poco de carne. Y hay un ex... trrrraño aparato en la habitación, que la mantiene fresca. No sé cómo funciona, pero no deja de crujir, como un árbol viejo a punto de... caer.
¿Un ventilador? Índigo había oído hablar de tales cosas a su madre; alas de seda o de plumas sujetas a los techos de las casas pudientes y que funcionaban mediante un complejo sistema de poleas conectadas a una noria o movidas por los criados. Cuando era niña había suplicado tener uno, pero no se necesitaban tales cosas en Carn Caille; habría sido mucho mejor, había dicho su padre con tristeza, si los artesanos de Khimiz se hubieran dedicado a inventar algo que calmara el aire, en lugar de impulsarlo a mayor actividad.
Aquel recuerdo no deseado le produjo un aguijonazo de dolor y le dio la espalda al patio. Cuando regresaba al lecho, escuchó el sonido de una llave al girar en la cerradura, y al levantar la cabeza vio entrar a tres mujeres. Por sus vestidos supo de inmediato que se trataba de sirvientas; dos andaban descalzas con los rostros cubiertos por velos semitransparentes, mientras que la tercera —bastante más vieja— llevaba sandalias de cabritilla y el rostro descubierto, e iba vestida con unos ligeros pantalones amplios en lugar de las faldas plisadas de hilo de las otras. Se veía a las claras que estaba al cuidado de las otras dos muchachas, y al ver sus cabellos oscuros y el rostro moreno, Índigo comprendió que aquella mujer no era khimizi sino que tenía un gran parecido racial con los soldados invasores.
Las muchachas le dedicaron graciosas reverencias, mientras que la mujer de más edad se quedó con la mirada clavada en Índigo con una mezcla de sospecha e incertidumbre. Índigo le devolvió la mirada y, tras entrecerrar los ojos con instintivo disgusto, dijo en khimizi:
—¿Qué queréis?
Las cejas de la mujer se fruncieron, pero aparte de ello su expresión no experimentó ningún cambio, y una de las muchachas —una esbelta criatura con ojos de cervatillo, cuyo rostro mostraba las señales de haber padecido viruela en la infancia— respondió con deferencia:
—Os pido disculpas, señora, pero ella no habla khimizi. —La recelosa mirada de la mujer se volvió hacia ella; la muchacha vaciló, en espera del permiso para continuar, y recibió un lacónico pero indeciso asentimiento—. Se nos dijo que viéramos si estabais despierta, y que os trajéramos un refrigerio y ropa nueva.
Índigo dirigió la mirada hacia la mujer mayor, quien observaba la conversación con gran atención.
—¿Servías en la casa del Takhan? —preguntó a la muchacha.
Se produjo otra vacilación. Luego, cautelosa, la joven respondió:
—Sí, señora.
—Entonces dime qué ha sucedido aquí. ¿Dónde están la Takhina y su hija? Y el Takhan... —Vio cómo los ojos de la muchacha se dilataban de miedo, y añadió con mayor vehemencia—: ¡En nombre de la Gran Diosa, muchacha, no voy a traicionarte! Mi propia madre era de Simhara; ¡no soy ningún traidor!
La joven sacudió la cabeza con nerviosismo.
—No puedo deciros nada, señora —respondió en voz baja—. ¡No me atrevo! —Hizo un ademán, perdida toda su anterior gracia y coordinación—. Por favor..., comed, bebed...
Índigo suspiró. De nada servía apremiarla; estaba demasiado asustada para hablar con libertad. Le dio la espalda y se dejó caer de nuevo sobre el lecho, tras lo cual, con evidente alivio, la muchacha hizo una señal a su compañera. Se escuchó el tintineo del hielo contra el cristal mientras la otra muchacha avanzaba con una bandeja de cobre, que depositó sobre una mesita baja.
—Hemos traído zumo helado de lima y miel, señora, y torta de sésamo, y aceitunas y dátiles. —La segunda muchacha dirigió una rápida mirada furtiva en dirección a su guardiana, luego añadió en un susurro—. El Takhan ha muerto, señora, y Au... —Se interrumpió precipitadamente, consciente de que había estado a punto de pronunciar un nombre que la mujer de más edad hubiera reconocido—. Otro gobierna aquí ahora. No puedo deciros nada más. Lo siento.
Era muy poco, pero confirmaba los peores temores de Índigo. Bajo los ojos al suelo.
—Lo comprendo. Gracias.
La alimentaron y la bañaron, y la instalaron con tanta comodidad como podía esperar cualquier dama de la nobleza en una casa donde su nombre era respetado. Sólo una cosa traicionaba su auténtica posición: el silencioso pero enfático chasquido de la llave al girar de nuevo en la cerradura cuando sus ayudantes la abandonaron.
Índigo se recostó en la cama y empezó a sorber su tercer vaso de zumo de fruta helado y azucarado. Se sentía realmente limpia por primera vez desde que dejara a Macee y a su tripulación; su hambre estaba saciada, sus ropas nuevas eran suaves y cómodas, y la atmósfera de la habitación soporífera; todo ello contribuía a adormecerla. Y hasta que no pudiera averiguar más cosas sobre sus carceleros y sus intenciones para con ella —lo cual, comprendió, no lo conseguiría hasta que ellos decidieran revelar la verdad— parecía totalmente inútil permanecer despierta sólo para atormentarse con preguntas incontestables.
El punto de vista de Grimya era claro y pragmático. Tal y como la loba le dijo, esperar era su única opción. Y la espera pasaría mucho más deprisa si dormían todo lo que les fuera posible. A Índigo le habría resultado imposible discutir su lógica aun si su propio instinto no la hubiera instado a llegar a la misma conclusión, y así pues, cuando las suaves pisadas de las sirvientas se perdieron en el silencio al otro lado de la puerta, dejó su vaso en el suelo y se tumbó. Cerró los ojos y dejó que el silencio de la noche la envolviera.
Se quedó dormida en cuestión de segundos, y tuvo sueños inconexos de barcos y desiertos y marchitas adivinadoras. Las pesadillas y el calor le hicieron pasar una noche agitada; se despertó varias veces y permaneció echada durante un rato en la sofocante y oscura habitación, escuchando el continuo crujir del ventilador hasta que volvía a dormirse. Pero los sueños regresaban cada vez, y al final culminaron en una odiosa imagen fragmentada de unos ojos plateados inhumanos que la miraban desde la asfixiante oscuridad, y le sobrevino la sensación de que un peso enorme e inamovible oprimiera su
cuerpo, la sofocara, le quitara el aire de los pulmones...
Se despenó con un violento sobresalto, reprimiendo su grito de auxilio antes de que éste pudiera adoptar una forma física, y se encontró con que el sol de la mañana penetraba a raudales en la habitación. Se incorporó; apretó las palmas de las manos contra los ojos irritados, y entonces, al aclararse su visión, vio que Grimya estaba también despierta y bostezaba.
—Tengo ham... brrrre —dijo la loba en voz alta.
La prosaica queja liberó la tensión de Índigo en una oleada de alivio que desterró las pesadillas convirtiéndolas en recuerdos fragmentados. Le dedicó una sonrisa.
—Quizá deberíamos llamar a las sirvientas. Si hemos de guiarnos por lo sucedido anoche, parece que aún no han decidido si somos prisioneras o invitadas, por lo tanto creo que debiéramos aprovechar su indecisión mientras podamos.
Grimya clavó los ojos en ella.
—No creo que esto sea algo para tomar a bro... ma. Allí junto al agua, no había la men... menor duda de nuestra po... sición. —Se puso en pie y se sacudió—. Sí; nos han trrra... tado bien desde que llegamos a la ciudad. Pero no confío en ellos. Y luego está la pi... piedra-imán...
Índigo se serenó de repente al comprender lo que Grimya quería decir. Con la barriga llena de comida y bebida, ropas limpias sobre su espalda, y un lecho cómodo en el que descansar, había resultado fácil olvidar las circunstancias en que las habían traído allí. Y fácil también olvidar la difícil situación de la Takhina Agnethe y de la pequeña Jessamin, las cuales se habían ido de su pensamiento con la misma facilidad con que podría haber desechado un zapato viejo. Pero la loba le había recordado con toda claridad que este seductor intervalo no era más que eso: un intervalo.
Tocó la tira de cuerpo que pendía de su cuello y sintió el peso de la piedra-imán en el interior de su bolsa. Una intuición que no le gustó nada le dijo lo que la piedra indicaría, sin necesidad de mirarla. El dorado punto de luz estaría inmóvil, colocado en el corazón de la piedra; le diría que el demonio que buscaba estaba aquí en la ciudad, y que no debía, ni podía, permitirse un solo instante de autocomplacencia.
Entonces, como si algún poder caprichoso hubiera leído su mente y escogido con un amargo sentido de la ironía dar más énfasis a su conclusión, alguien golpeó con fuerza la puerta cerrada.
Índigo dio un brinco como si la hubieran golpeado a ella. Esperó a escuchar el chirrido de la llave, a ver abrirse la puerta; pero en lugar de ello el silencio siguió a la llamada. Grimya tenía los pelos del lomo erizados, su postura era defensiva y agresiva a la vez; luego, después de pasado tal vez medio minuto, los invisibles nudillos golpearon de nuevo.
—¿Qui...? —La voz se le ahogó en la garganta; tragó saliva y recuperó el control—. ¿Quién es?
—Señora. —Era una voz masculina; un oriundo de Khimiz a juzgar por su idioma—. ¿Tengo vuestro permiso para entrar?
Una vez más aquella cuidadosa cortesía, como si ella fuera una invitada distinguida... Índigo dirigió una rápida mirada a Grimya, como transmitiéndole una muda advertencia, y luego respondió:
—Sí. Adelante.
La puerta se abrió. Había dos hombres en el umbral e Índigo reconoció al primero de ellos en cuanto lo miró. Un hombre joven de cabello color miel, ojos atormentados, y una herida, tal vez producida por el golpe de una espada, que empezaba a cicatrizar en el rostro. Ella había visto aquella cara ya en una ocasión, en el desierto, bajo la luz de la luna; la había visto volverse con expresión culpable mientras Agnethe chillaba «¡traidor!».
Se tragó la sorpresa, ocultándola por el sencillo procedimiento de agacharse para posar una mano sobre el lomo de Grimya como si quisiera contenerla.
—¿Sí? —repitió—. ¿Qué es lo que queréis de mí?
Se mostraba menos respetuoso que las mujeres. Pero sus ojos seguían exteriorizando, el dolor que aparecía en ellos era amargura; real.
—El Takhan nos ha dado instrucciones para que os llevemos...
Índigo lo interrumpió.
—¿El Takhan?
El rostro del hombre enrojeció.
—El Takhan Augon Hunnamek, señora, nuevo Señor Supremo de Khimiz y protector de nuestra querida ciudad.
Ella se quedó mirándolo con fijeza mientras el significado de sus palabras penetraba en su cerebro. El nuevo Takhan. El jefe guerrero. El invasor. El usurpador.
El compañero de su visitante, que tenía los cabellos oscuros y el rostro moreno y llevaba una espada corta al cinto, extendió una mano y la posó sobre el hombro del joven.
—No pierdas tiempo.
Las palabras mostraban un fuerte acento pero eran claramente khimizi, poseían el tono entrecortado de un extranjero que aprendía con rapidez, Índigo empezó a comprender.
—Tendréis que acompañarnos, señora. —Sus palabras fueron seguidas de un veloz movimiento de soslayo de los ojos del joven, que su compañero no debía ver—. El Takhan tiene muchos asuntos que atender y preferiría que no se lo hiciese esperar.
El pulso de Índigo empezó a latir lleno de nerviosa excitación.
—Muy bien —dijo, y se levantó.
Grimya también dio un paso hacia adelante, pero el hombre moreno se interpuso.
—No. El animal quedar aquí.
Se volvió para cortarle el paso, y Grimya le mostró los dientes con un gruñido.
Índigo sujetó a Grimya rápidamente por el collar antes de que ésta hiciera cualquier tontería, y le dijo en silencio, apremiante:
«Todo va bien, cariño. No me pasará nada.»
«¡No confío en ellos!», arguyó la loba.
«No tenemos otra elección, de momento. Espera aquí, por favor.»
La loba cedió de mala gana, e Índigo siguió a los dos hombres fuera de la habitación. Volvieron a cerrar con llave la puerta, y un débil gañido surgió del otro lado antes de hundirse en el silencio.
La condujeron por iluminados y amplios corredores cuyas paredes exteriores eran mosaicos de cristales multicolores, descendieron una ancha escalinata de pálidos escalones
de mármol decorada con urnas de plantas colgantes, y siguieron aún por nuevos corredores en los que móviles de cristal pintado colgaban delante de las ventanas y repiqueteaban suavemente movidos por el aire caliente que penetraba por ellas. En el exterior, Índigo vio patios llenos de flores, y detrás de ellos las elegantes e intrincadas líneas de muros, torres y minaretes recortadas en el compacto y deslumbrante azul del cielo: y a pesar del calor se estremeció. Ésta era la Simhara que su madre le había descrito con tanto amor tiempo atrás, y aunque nunca antes había puesto los pies en la ciudad, su familiaridad resultaba desconcertante. Sintió como si una parte de ella hubiera regresado a casa, y la sensación despertó recuerdos que estaban mejor enterrados y olvidados.
Cuando su escolta giró con brusquedad en dirección a otra escalinata, que esta vez subía, comprendió que debían de estar cerca de su destino; en la parte alta de la escalinata el paso quedaba cerrado por una doble puerta de bronce cubierta de filigrana de oro y custodiada por dos soldados invasores. Y sobre la superficie de ambas puertas Índigo reconoció las formas estilizadas de una red, un tridente y un áncora: el triple emblema de Simhara.
Se los esperaba. Los guardias se hicieron a un lado, uno de ellos extendió las manos para abrir las puertas. Ambas se abrieron de par en par, e Índigo se encontró en el umbral de una habitación sorprendentemente pequeña pero opulenta. Sobre las paredes de estuco colgaban tapices bordados y orlados, las ventanas estaban cubiertas de pesadas cortinas de terciopelo, que impedían el paso de la luz del sol; una neblina de perfumado incienso colgaba inmóvil en el aire, difuminando el suave resplandor amarillo de las lámparas de aceite y daba a la escena una atmósfera irreal, como si se tratara de un sueño.
Había dos personas en la habitación. Una estaba sentada con las piernas cruzadas sobre un almohadón a los pies de un sillón tallado; cuando ésta, que era una mujer, levantó la cabeza, Índigo tuvo la impresión de un rostro huesudo y envejecido, de unos ojos firmes e inteligentes, de cabellos grisáceos recogidos en una compleja trenza en la nuca. Pero su escrutinio duró tan sólo un instante antes de que el otro ocupante de la habitación se alzara del sillón y captara toda su atención.
Era un gigante, de más de dos metros de altura y cuerpo musculoso, con una resplandeciente tez oscura y unos cabellos que, en sorprendente contraste, eran casi por entero blancos. Unos ojos pálidos y cansados se detuvieron fríos sobre Índigo, y la gruesa y sensual boca se ensanchó en una débil sonrisa. Una mano poderosa, el brazo adornado con varios pesados brazaletes enjoyados, se extendió hacia ella en un gesto de cortesía.
—Bienvenida. —Hablaba en khimizi, aunque con un acento que ningún nativo habría podido reconocer como propio del país—. Soy Augon Hunnamek.
Índigo lo miró fijo y, surgiendo de la nada, una sensación de repugnancia intensa, sofocante y totalmente irracional se alzo para apoderarse de ella. Abrió la boca, pero las palabras se negaron a salir: la conmoción de su violenta reacción, surgida sin ton ni son, la había cogido totalmente desprevenida.
Y una voz en su cerebro dijo: ¡demonio!