«... Y así pues, mi querida Índigo, nuestra estancia parece que va a continuar todavía por algún tiempo. Resulta difícil creer que han pasado casi tres años desde que zarpamos de Simhara, y nuestro hogar está permanentemente en nuestro pensamiento. Te doy las gracias por tu continuada bondad y diligencia para con Luk. Mi pequeño hijo escribe ya muy bien, y me conmovió el mensaje escrito por él mismo que vino junto con tu última carta. Le he escrito a mi abuela para que encargue un retrato del niño y me lo envíe con el próximo barco de carga. Estoy ansioso por verlo.
»Que la Madre del Mar te bendiga por todo lo que has hecho. Mantén la fe como yo lo hago.
»Tu amigo, lleno de gratitud» Leando Copperguild.»
Índigo dobló la carta y la introdujo en su pequeño bolso, intentando rechazar una sensación de morboso desánimo. Seguía sin poder respirar tranquila, no había ninguna perspectiva de que Leando y Mylo fueran a regresar en un futuro próximo. Esta mañana, al enterarse de que un carguero procedente de las Islas de las Piedras Preciosas iba a atracar, había rezado con fervor para que esta vez hubiera buenas noticias; pero una vez más se había visto desilusionada. Aunque, como siempre, Leando tenía buen cuidado de no revelar el menor signo de disidencia en su carta, ella percibía su frustración e inquietud; y la ocasional insinuación que sólo ella podía comprender —tal como la enigmática frase: mantén la fe, como yo lo hago— resultaba una enfática confirmación.
Hacía tres años que Leando había abandonado Khimiz, y ella seguía aguardando la ocasión sin hacer el menor movimiento. También ella sentía con fuerza aquella misma frustración; no obstante, en el fondo de su corazón era lo bastante honrada como para reconocer que una parte de ella no deseaba que aquella tregua terminara. La vida en Simhara era pacífica y agradable, y la ciudad se había convertido en un refugio seguro donde podía sentirse protegida de amenazas y tormentos, Índigo reconocía que podía ser feliz allí, y tan sólo las cartas de Leando le recordaban una y otra vez que aquella flor estaba llena de veneno, cosa que era muy fácil de olvidar.
De alguna manera resultaba irónico la llegada del último carguero procedente de las Islas de las Piedras Preciosas, ya que hoy era el día del cuarto cumpleaños de Jessamin. En ese mismo instante los criados trabajaban con ardor en el patio, a punto de terminar los preparativos para la fiesta de celebración, y muy pronto los invitados —hijos de familias nobles considerados compañeros apropiados para la Infanta, junto con el acostumbrado grupito de cortesanos preferidos— empezarían a llegar. En la habitación contigua, Índigo podía oír cómo Hild distraía a Jessamin con algunos de sus sencillos, pero para una criatura mágicos, juegos de manos; la voz de la niñera era interrumpida de cuando en cuando por los grititos de alegría de la Infanta, que estaba excitada y dispuesta a aprovechar al máximo aquel día. Durante toda la mañana no habían dejado de llegar regalos y mensajes de felicitación al palacio; toda la ciudad estaba en fiestas, y la ocasión prometía ser alegre, entusiasta y divertida, sin nada que la empañara. Nada excepto la carta de Leando, y su oportuno e incómodo recordatorio.
El sonido de unos pies que corrían en el pasillo al otro lado de la puerta devolvieron los pensamientos de Índigo al momento inmediato, y a los pocos segundos, Luk, sonrojado y sin aliento, entraba deprisa en la habitación.
—¡Índigo! —El rostro del niño se iluminó al verla, y agitó en el aire un pedazo de papel—. ¡Papá me ha enviado una carta! ¡Para mí solo! ¡Y la leeré yo solo!
Se subió al diván junto a ella y extendió la carta sobre el regazo de la joven. La leía en voz alta, con orgullo. Pronunciaba con torpeza las palabras más difíciles pero rehusaba con estoicismo que ella le ayudara a menos que se encontrase en auténticas dificultades, Índigo contempló su inclinada cabeza rubia y sintió que una familiar mezcla de cariño y simpatía la embargaba. La vida no había resultado fácil para Luk desde la marcha de su padre. Echaba mucho de menos a su padre, y echaba de menos, también, la influencia de un padre, que sin duda habría sido el eje de la existencia de un niño de seis años. Sin amigos íntimos de su misma edad, se volvía cada vez más hacia ella y hacia Grimya en busca de esa combinación tan difícil de conseguir de mentor y compañero de juegos que de otro modo habría sido Leando. Era una gran responsabilidad, pero Índigo, por motivos que iban más allá de su promesa a Leando, no se permitía esquivar.
Luk llegó al final de su carta, y levantó los ojos.
—Índigo, ¿vendrá pronto a casa?
No se sintió capaz de mentirle, y suspiró:
—La verdad es que no lo sé, Luk. Él cree que no tardará mucho en hacerlo, pero debemos esperar.
Luk asintió, mordiéndose el labio.
—Ojalá estuviera aquí ahora —dijo—. Ojalá pudiera acompañarme a la fiesta de Jessamin.
—Lo sé; y a mí también me gustaría que fuera así. Pero podrás escribirle, ¿no es así?,y contársela.
El rostro de Luk se iluminó un poco.
—Sssí... —Entonces su expresión se animó bruscamente—. ¿Habrá malabaristas? ¿Y narradores? ¿Y juegos?
—Claro que los habrá —y añadió con malicia, ya que conocía el portentoso apetito de Luk—: y más comida de la que podrás terminarte.
Luk lanzó una sonora carcajada.
—Podría comerme un chimelo entero. ¡Podría si quisiera!
—¡No lo dudo ni por un momento!
Índigo se echó a reír con él, consciente de que la sombra de tristeza ya se disipaba y agradecida por aquella juvenil elasticidad que le permitía minimizar las desilusiones con tanta rapidez. Le revolvió los rubios cabellos, luego se volvió al tiempo que se abría la puerta que comunicaba su habitación con la de Jessamin, y vio entrar a Hild con la Infanta.
Jessamin era una criatura casi increíblemente hermosa, con unos cabellos tan dorados como los había tenido su madre, que se enroscaban abundantes alrededor de su pequeño y delicado rostro. Vestida con un traje de seda azul bordado con hilos de oro y con un diminuto chal dorado cubriendo sus brazos regordetes, parecía una delicada muñequita. Su expresión se iluminó con una alegre sonrisa al ver a Índigo y a Luk, y echó a correr hacia ellos.
—¡Luky! ¡Es mi cumpleaños!
Luk saltó del diván y, con adulta solemnidad, le hizo una formal reverencia.
—Feliz cumpleaños, Jessamin.
Los ojos de Jessamin, que eran del color de la miel oscura, se abrieron de par en par. Entonces se levantó un poco la falda separándola del cuerpo y le devolvió una reverencia igual de formal antes de cubrirse la boca con una mano y sucumbir a un ataque de risa.
—¡Tonto! —rió—. ¡Tonto!
Luk le sonrió a su vez, luego le mostró el precioso pergamino.
—Papá me ha enviado una carta —dijo—. ¿Te gustaría verla?
Jessamin levantó la vista hacia Índigo y parpadeó.
—Luky y tiene una carta —le informó; luego siguió—: Sí. ¡Enséñamela!
Mientras los dos niños estudiaban detenidamente el pergamino, Hild se deslizó hasta donde estaba Índigo y, con unos movimientos de soslayo de los ojos, le indicó que se retirara a donde Jessamin no pudiera oírlas. Junto a la ventana, la niñera dijo en voz baja:
—Todo va bien ahora, al parecer. Pero anoche, tuvo las pesadillas otra vez.
El pulso de Índigo se aceleró.
—¿La misma pesadilla?
—Sí. Clerri fue la que la cuidó durante la noche, y esta mañana me lo ha contado. La Infanta se despertó dos... no, tres veces, llorando cada una de ellas, y en todas contó que algo oscuro la perseguía. —Hild siseó en voz baja entre dientes, y meneó la cabeza—. No me gusta. No es bueno.
—¿Qué dice el mago-doctor Thibavor?
La niñera se encogió de hombros.
—No sabe. Primero probó una medicina, luego otra, pero nada ha funcionado. Los sueños siguen repitiéndose. —Se interrumpió para mirar con compasión a Jessamin—. ¡Ana! Pobre beba-mi. Esto no puede seguir así, Índigo.
—No; desde luego que no —asintió categórica Índigo—. Si tan sólo fuera lo bastante mayor para explicarnos con más claridad qué es lo que la inquieta...
Hild asintió con la cabeza.
—Pero no podemos esperar a ese momento. Algo debe hacerse, lo que sea.
Algo debe hacerse... Las palabras de Hild persiguieron a Índigo mientras la fiesta de Jessamin discurría a través de la calurosa tarde. La Infanta parecía muy feliz ahora, y, como siempre, el amanecer de un nuevo día había hecho desaparecer las pesadillas por completo; ya que cuando se la interrogaba con gran cuidado y sutileza, Jessamin jamás parecía ser consciente de que hubiera soñado.
De hecho, durante los últimos meses los sueños habían disminuido. Sólo recientemente habían empezado a repetirse; y seguían una inquietante pauta, pues cada año las pesadillas de la Infanta parecían alcanzar su punto culminante durante la época que rodeaba su
aniversario. Cuando los sueños regresaban, siempre eran iguales: una oscuridad, algo enorme, informe y negro, que perseguía a la indefensa criatura por pasillos interminables y aterradores que giraban y se bifurcaban sin fin, e intentaba comérsela viva. Ésa, al menos, era la interpretación más clara que Índigo había podido reconstruir a partir de las sollozantes e incoherentes súplicas de ayuda que eran todo lo que, a su temprana edad, Jessamin podía expresar. Grimya había intentado utilizar sus habilidades telepáticas para investigar más a fondo, pero había fracasado; existía, había dicho la loba, una barrera en la mente de la niña que era incapaz de atravesar.
Y además no tan sólo los sueños de Jessamin sino también los de Índigo habían empezado a seguir aquel peculiar ciclo. Se iniciaban a principios de primavera, alcanzaban su mayor intensidad al acercarse el cumpleaños de la Infanta, e iban desapareciendo de modo gradual a medida que transcurría el verano. Se preguntaba si sus años de constante contacto con Jessamin no habrían generado una especie de empatía entre ambas que llegaba incluso al mundo de los sueños, pero incluso si eso era así, no le proporcionaba ninguna clave útil sobre la esencia o la causa de las pesadillas.
Un torrente de risas y aplausos la sacaron de pronto de su ensimismamiento, y vio que el narrador de cuentos —un hombre de la misma raza de Augon, que había desarrollado una reputación sin par en su profesión— había finalizado su narración de un capitán de barco que zarpara en busca de la legendaria piedra preciosa de una isla mágica. El relato era uno de los más populares entre los khimizi, y tanto los invitados adultos como los niños se habían extasiado con su narración. Los niños arrojaron flores y dulces al narrador, quien recogió los regalos y, con una elegante reverencia, se los ofreció a la Infanta. Empezó a sonar la música, y en medio del animado caos Índigo vio cómo Augon Hunnamek se levantaba y se acercaba a Jessamin. Le dijo algo a la niña —aquellos que estaban lo bastante cerca para oírlo rieron y la animaron con la cabeza— y, llena de dignidad, Jessamin se puso en pie, hizo una ligera reverencia y empezó a bailar con el Takhan. La visión de la gigantesca figura de Augon como solemne pareja de la diminuta criatura provocó más risas, pero estaban llenas de cariño, aprobadoras. Sólo tres personas no se unieron a las risas: Índigo, para quien el espectáculo, justo después del sueño de Jessamin, poseía un aterrador trasfondo de mal presagio; Luk, que se limitó a mirar fijamente, inexpresivo, y Phereniq. Mientras los demás, mayores y niños por igual, tomaban ejemplo de Augon y empezaban también a bailar, la astróloga se apartó del grueso de los espectadores y cruzó el patio hasta donde Índigo estaba junto a la ventana abierta. Durante algunos instantes ambas contemplaron a la Infanta, que bailaba muy seria y con gran concentración, luego Phereniq dijo con afecto:
—Mírala; cada paso es casi perfecto. Posee tanta gracia y aplomo, y es tan joven aún... Le envidio su juventud, Índigo; realmente lo hago. —Cambió de posición, y al hacerlo hizo una mueca y presionó los nudillos de una mano contra su región lumbar.
—¿Te has hecho daño? —preguntó Índigo, solícita.
—No; no. Son sólo mis viejos huesos que protestan, como están haciendo muy a menudo estos días. Es el precio que debemos pagar por la sabiduría que se supone viene junto con la edad. —Phereniq se echó a reír, aunque su risa tenía un cierto tono de inseguridad bajo su jovialidad—. ¿Sabes?, ¡estoy llegando a un punto en mi vida en el que casi temo que se me pida para bailar, por temor a que el cuerpo me traicione con un espasmo justo en el momento en que demuestre lo bien que bailo!
—Has trabajado en exceso últimamente —dijo Índigo—. El Consejo te agota, Phereniq; eres demasiado concienzuda y eso te perjudica.
—Puede que tengas toda la razón. Pero hasta que haya pasado el actual torrente de problemas, no puedo hacer gran cosa para remediarlo.
Índigo la miró.
—¿Entonces no hay señales de que terminen los problemas en la ciudad?
—Ninguna. Y el Takhan está muy preocupado. La gente se vuelve hacia él en busca de ayuda, pero hasta ahora no ha podido encontrar ninguna solución. —Phereniq cambió de nuevo de posición para buscar algún alivio a su dolorida espalda—. Las serpientes son el peor problema, creo yo. La mayoría de ellas no parecen ser venenosas, pero algunas sí lo son; varias personas han muerto ya a causa de su mordedura. —Suspiró—. Y esa gran cantidad de ellas resulta muy inquietante. Pensamos que deben provenir del mar; hasta ahora sólo han infestado la zona que rodea el puerto, pero no podemos estar seguros. Luego están las fiebres. Nadie ha muerto de eso aún, pero de nuevo resultan muy virulentas en el distrito del puerto, y no muestran ninguna señal de disminución. Los médicos no tienen la menor idea de lo que puede causarlas, y por lo tanto no pueden sugerir un remedio.
Índigo meditó sobre esto en silencio durante algunos minutos. El resguardado bienestar de palacio la había mantenido aislada de los problemas de la zona occidental de Simhara. Preocupado de que la Infanta no corriera el menor riesgo de infección, Augon había convertido aquel lugar en zona prohibida a todos los habitantes de palacio que no tuvieran asuntos de esencial importancia allí. A Grimya se le había prohibido dar sus acostumbrados paseos por la playa, e incluso Luk no había podido regresar a la casa de su abuela, y se le habían asignado de forma temporal unas habitaciones contiguas ajas de Índigo. Pero no existían barreras para las noticias, e Índigo estaba enterada de las dos inexplicables plagas que provocaban un caos cada vez mayor en toda la zona costera. Unas fiebres que al parecer no tenían un origen conocido, y una plaga de pequeñas serpientes verdes que se introducían en casas, oficinas, almacenes...
—¿Qué dicen los augurios? —preguntó.
La astróloga meneó la cabeza.
—Ahí está la cuestión. No encontramos ninguna clave a este misterio, y eso que nos esforzamos día y noche por desentrañarlo. Te lo confieso, Índigo, mi fe en mis propias habilidades ha sufrido una dura prueba estos últimos siete días. La respuesta está ahí, tiene que estarlo, pero se me escapa.
El baile finalizó y se oyó un aplauso, y entonces unas voces infantiles empezaron a pedir juegos a grandes gritos. Phereniq avanzó despacio por la terraza en dirección al estanque de Jessamin, e Índigo la siguió al tiempo que observaba distraída la fiesta mientras consideraba lo que había oído. No era la primera vez, desde que aquellas inexplicables desgracias se abatieran sobre la ciudad, que le volvían a la mente las palabras de la echadora de cartas de Huon Parita. Cuidado con el Devorador de la Serpiente. No existía una conexión lógica; no obstante, el significado de aquella advertencia, estaba segura, era algo que no podía ignorar.
Phereniq se detuvo junto al borde del estanque, y dijo: —Uno de los capitanes del puerto tiene la teoría de que todos estos desagradables acontecimientos puede que estén conectados. Es posible, dice, que vientos y mareas anormales que sucedan más allá del golfo puedan haber traído corrientes extrañas del lejano oeste, puede que de las Islas Tenebrosas. Sólo la Madre sabe qué tipo de cosas habitan en esas aguas: deben de ser terreno abonado de enfermedades totalmente desconocidas para nosotros. Si es de allí tic donde vienen las serpientes, ellas podrían ser las portadoras de las fiebres.
—Es una posibilidad —convino Índigo—. Pero sospecho que no te convence.
—No, así es; por una sencilla razón: ninguno de los capitanes de barco a los que hemos preguntado ha encontrado nada extraño en las rutas marinas durante este año pasado. Incluso las naves escolta davakotianas no han informado de nada, y ellas por encima de todas debieran haber...
—¡Phrenny!
Una vocecita aguda y excitada la interrumpió. Jessamin, levantándose las faldas y olvidada toda dignidad, corría deprisa hacia ellas.
—Beba-mi.
El rostro de Phereniq se iluminó con una amplia sonrisa y extendió los brazos en dirección a la pequeña. Jessamin tomó sus manos y empezó a saltar arriba y abajo.
—¡Phrenny! —Era su interpretación más aproximada de Phereniq—. ¿Me has visto bailar? ¿Me has visto?
—Claro que te he visto, mi pequeña Infanta. ¡Has estado magnífica!
Jessamin le tiró de la mano.
—Vamos a jugar al escondite. ¡Yo me escondo! ¡Ven a jugar, Phrenny!
Phereniq se volvió para mirar impotente a Índigo por encima del hombro.
—Se me requiere —anunció con una sonrisa mientras Jessamin tiraba de ella—. Índigo, hablaremos luego.
—¡Índigo, ven también! —exigió Jessamin.
Índigo rió, capitulando, y empezó a seguirlas alrededor del estanque. Delante de ellas, un soplo de aire alteró de repente la superficie del agua, y una pequeña ola se desparramó sobre el borde; la contempló pensativa, aunque no la registró en su cerebro de forma consciente.
Y de repente se dio cuenta de que no se trataba de una pequeña ondulación.
—Phereniq. —La voz de Índigo se dejó oír con fuerza por encima del fondo de voces que reían y charlaban—. Phereniq, detente. Quédate quieta. Exactamente donde estas. ¡En el nombre de la Madre, no te muevas!
Las charlas cesaron de repente; todas las cabezas se volvieron hacia ellas. Entonces una mujer lanzó un grito.
Phereniq la vio cuando se deslizaba sinuosamente sobre el reborde elevado del estanque a menos de tres pasos delante de ella, y con un grito ahogado tiró de la Infanta apretándola contra su falda. Escamosa, el húmedo cuerpo reluciente y tan grueso como el brazo de un hombre, la serpiente le cortó el paso, arrollándose como una cuerda que tuviera vida mientras más y más de su longitud surgía del agua. El animal levantó la cabeza, la lengua le sobresalía de entre sus mandíbulas, hasta que sus ojillos malévolos se alzaron al mismo nivel que los de Jessamin.
Un horrible sollozo surgió de la garganta de la Infanta. Se aferró a Phereniq, y por un momento pareció como si la mujer fuera a arrastrarla hacia atrás, fuera del alcance de la serpiente.
—¡No! —exclamó Índigo—. ¡Si te mueves, atacará! ¡Mantente inmóvil!
Phereniq miró por encima de su hombro, con una desesperada y salvaje súplica en sus ojos. Más allá, en el imposible santuario del patio principal, los niños chillaban, las mujeres sollozaban, los hombres gritaban instrucciones, gritos y súplicas se entremezclaban en la creciente algarabía.
—¡Madre Todopoderosa, ayúdanos!
—La Infanta...
—Salvadla... ¡Qué alguien haga algo!
La cabeza del reptil empezó a balancearse de un lado a otro. Jessamin gimió. Y el cuerpo y la mente de Índigo quedaron paralizados y fuera de control, cuando su mentí se dio cuenta del color que tenía la serpiente.
Plata.
—¡NO OS MOVÁIS!
Una nueva voz surgió de entre la confusión, atronadora, y Augon Hunnamek se abrió paso hasta colocarse delante de los reunidos. Los murmullos se calmaron, y por encima de la cabeza de Phereniq, mientras ésta apretaba a la Infanta contra sí, los ojos de Augon se encontraron con los de Índigo.
—Haced lo que Índigo dice. —Había una terrible calma en su voz ahora, un control férreo; pero Índigo pudo ver corno unas gotas de sudor relucían sobre su piel oscura—. Si quieres a la Infanta, no te muevas, no hables. Phereniq: me entiendes?
Le dedicó un movimiento de cabeza casi imperceptible a modo de respuesta. Phereniq había empezado a temblar, y un silencio total había descendido sobre el patio. Incluso Jessamin estaba demasiado aterrorizada como para gemir. La serpiente continuó observándola, inmóvil ahora, implacablemente paciente, al acecho. No atacaría, no aún; no a menos que algún movimiento involuntario disparara su instinto y lo provocara. Pero se necesitaría muy poco para hacer saltar el resorte.
—Índigo —la llamó Augon en voz baja.
Ella volvió a mirarlo. Su intervención había roto la parálisis, pero sabía que la barrera entre el autocontrol y el pánico seguía siendo peligrosamente endeble. Con la boca totalmente reseca, murmuró:
—¿Señor?
—Retrocede despacio, hasta que te hayas alejado lo suficiente, luego corre a buscar a mi guardia personal. Diles...
Y al oírlo titubear, Índigo comprendió que no sabía qué decir, porque no sabía qué hacer. Ninguna habilidad humana podía contrarrestar la velocidad de una serpiente cuando ataca. Un resbalón, un movimiento en falso, y nada podría salvar a Jessamin. No se atrevían a correr tal riesgo.
Se produjo un movimiento junto a las puertas abiertas del palacio, y de repente Índigo percibió una presencia en su mente.
«¿Índigo? ¡Percibo miedo! ¿Qué...?»
«¡Grimya!»
La alarma se apoderó de ella al vislumbrar por el rabillo del ojo la figura gris de la loba.
«¡Quédate ahí! ¡Quédate quieta!»
Había dejado a Grimya durmiendo, ya que sabía que no le agradaban las multitudes ni el ruido: ahora, no obstante, el barullo había despertado a la loba y la había instado a investigar, Índigo abrió su mente rápidamente, para mostrar a Grimya la naturaleza del peligro. Sintió un hormigueo mental, la rabia compitiendo con la alarma, cuando Grimya comprendió. La voz de Augon, entonces ronca por el temor, siseó:
—¡Índigo, tu perra! ¡Impide que se acerque!
«¡No, Grimya!
Índigo proyectó su advertencia apremiante, pero Grimya la ignoró. Agazapada sobre el suelo, se deslizaba despacio y con cuidado por la terraza. La cabeza de la serpiente se movió un milímetro. Entonces, Grimya se detuvo en seco.
«¡Grimya! ¡Té matará!»
«No lo hará.»
En la mente de Grimya bullía el odio; el odio instintivo de un mamífero de sangre caliente por un adversario hostil, sin inteligencia y letal. Quería matar, proteger su territorio y a su jauría, e Índigo sabía que nada de lo que dijera haría cambiar de intención a la loba.
El rostro de Augon tenía una expresión extraviada, los nervios parecían a punto de estallarle en el cuello.
—¡Índigo, en nombre de la Madre del Mar, detén a ese animal!
Índigo sudaba también, y en la garganta sentía el nudo tensado por su aterradora impotencia.
—Señor, no... no me hace caso. —Su mirada se encontró de nuevo con la del Takhan, rígida—. Sabe lo que hace. Puede ser la única posibilidad...
Grimya estaba ya a menos de metro y medio de la serpiente, y se había dejado caer sobre el suelo, inmóvil y en tensión. Si el reptil sabía de su presencia no demostraba la menor señal de ello, continuaba con su mirada fija en Jessamin. Índigo supo cuándo se acercaba el momento, ya que percibió la primera oleada de intención en la mente de Grimya. Entonces, más rápido de lo que hubiera creído posible, tan rápido que todo lo que vio fue una aturdidora mancha gris, Grimya saltó.
Se escuchó un siseo y algo se movió como un latigazo. Cogida por sorpresa, la serpiente se vio obligada a abandonar la presa deseada, y se alzó todo lo que le fue posible para rechazar el ataque de la loba. En el mismo instante en que su cuerpo arrollado se volvía, Índigo se arrojó lucia Phereniq y la hizo girar en redondo; luego la arrastró hacia atrás y a Jessamin con ella, y mientras las tres iban a estrellarse contra el suelo unas sobre otras vio por el rabillo del ojo cómo Augon irrumpía en la refriega. En MI mano brillaba algo metálico, Grimya gruñía con ferocidad, el cuerpo de la serpiente se retorcía, mientras ella lo golpeaba contra el suelo. Entonces, de repente, el foco de atención del caos cambió y los invitados empezaron a chillar, la multitud se dispersó como un torrente, cayendo unos sobre otros para apartarse de algo que cruzó veloz entre sus filas. En el extremo opuesto del patio las enredaderas del muro se agitaron con fuerza cuando sus hojas vieron echadas con violencia a un lado; algo plateado centelleó por un brevísimo instante bajo la luz del sol en
el remate del muro, luego desapareció.
Poco a poco, el pandemónium se apagó. Los niños, muchos de los cuales no comprendían lo que había sucedido, lloraban a pleno pulmón. A pocos centímetros de Índigo, que se había golpeado la cabeza al caer al suelo, Phereniq se había incorporado sobre los codos y vomitaba Jessamin, sollozando ahora, se aferraba a Augon Hunnamek que se había agachado junto al estanque, su pequeño cuerpo envuelto y casi invisible en sus poderosos brazos. Y Grimya...
—Grimya. —La voz de Índigo era aguda y distorsionada—. ¿Dónde está Grimya? Madre Tierra, ¿acaso está herida?
—Está perfectamente. Era la voz de Augon. Tomó a Jessamin en brazos, se levantó y se dirigió vacilante hacia ella, entonces volvió agacharse.
—Está bien, Índigo. Y ha salvado a la Infanta, Índigo intentó sentarse, pero la escena se tambaleó ante sus ojos medio nublados.
—La serpiente...
—Escapo. Pero no hirió a nadie. Gracias a tu perra, Índigo oyó un suave gemido junto a ella, y Grimya apoyó el hocico contra su rostro y le lamió la mejilla. «Estoy bien», le comunicó la loba. «Pero tú...» —Me golpeé la cabeza con el borde del estanque. —Índigo se echó a reír ante lo absurdo de aquello, pero entonces se dio cuenta de que, en realidad, sentía ganas de llorar— Cuando caí... —Se interrumpió, preguntándose si no iría a vomitar.
Los criados salían corriendo de todas partes ahora, y, Augon hizo una señal con el dedo a un nervioso senescal; —¡Tú! Lleva adentro a la señora Índigo, y ocúpate de que esté cómoda. —Y a Jessamin, le dijo—: Todo está bien, chera-mi; todo está bien. Chero Takhan cuidará de ti, no te inquietes.
A través de una neblina de náuseas y desorientación, Índigo lo escuchó, y su mente intentó protestar. Estaba todo al revés. Augon consolaba a Jessamin, la acunaba, la abrazaba, mientras ella se aferraba a él como si fuera su punto de apoyo y su protector...; estaba todo al revés. La serpiente —plata, color de los demonios— y el claro terror en los ojos de este otro demonio cuando la Infanta se vio amenazada... No encajaba. No tenía sentido. Era...
El patio se balanceó hacia ella y luego pareció difuminarse, y casi al momento todo se convirtió en oscuridad, como si hubiera descendido una espesa penumbra. Dejó escapar un ahogado sonido de protesta, sintió cómo unas manos la levantaban con mucho cuidado, ayudándola, pero no pudo mantener el equilibrio. Alguien pronunció la palabra «conmoción», y Grimya no cesaba de gimotear ansiosa, intentando comunicarse, pero el mensaje no podía atravesar la niebla que iba espesándose en su cerebro...
—Se ha desmayado. —Augon hizo señales urgentes a un criado para que se acercara—. Trae al mago-doctor Thibavor. Cuando haya visto a la Infanta, haz que se ocupe también de Índigo. Y en cuanto a Grimya... —Bajó los ojos en dirección a la loba, que lo contempló dubitativa—. No sé cuál es la mejor manera de recompensar a un perro, pero se hará. Simhara tiene desde hoy dos nuevas heroínas. Y les debo a las dos mi eterna gratitud.