6. ELI

Hemos ido a un sitio de la Calle 67 que se inauguró en navidades. Uno de los miembros de la fraternidad de Timothy le dijo que era formidable, y Timothy insistió en que nos diéramos una vuelta por allí. Se llamaba La Rata Empapelada, y era todo un espectáculo. La clientela estaba compuesta casi exclusivamente por estudiantes de los barrios residenciales, y había casi tres veces más de chicos que de chicas. Mucho ruido y pesadas risotadas. Entramos en formación, pero nada más atravesar la puerta nos desperdigamos. Timothy se lanzó hacia la barra como un animal en celo, pero se frenó en seco cuando comprobó que el ambiente no respondía exactamente a lo que él esperaba. Oliver, que para algunas cosas es bastante más delicado que nosotros, ni siquiera entró; sintió desde el principio que el sitio no le convenía y se quedó plantado en la puerta, esperando a que nos fuéramos. Cuando intentaba llegar hasta el centro de la sala, me sentí fustigado por una oleada de gritos discordantes que me dejaron vibrando de la cabeza a los pies. Desanimado, me retiré hacia la relativa tranquilidad del vestíbulo. Ned se fue derecho a los lavabos. Yo era lo suficientemente ingenuo como para pensar que solamente quería mear. Al cabo de un rato, Timothy se acercó a mí, con una jarra de cerveza en la mano; me dijo:

—¡Larguémonos de aquí! ¿Dónde está Ned?

—En los servicios.

—¡Mierda!

Se alejó furioso a buscarle. Poco después reapareció con Ned, un Ned que parecía disgustado y venía acompañado por una réplica de Oliver de un metro noventa y cinco, más o menos, como mucho, de dieciocho años de edad, un joven Apolo con una melena hasta los hombros y una cinta color lavanda sujetándole el pelo. Ned no había perdido el tiempo. Cinco segundos para orientarse, treinta para encontrar los servicios y concluir su trabajo. Y entonces llega Timothy y lo echa todo a perder, jodiendo una aventura que hubiera acabado exquisitamente en alguna habitación del East Village. Pero, claro, no podíamos dejar que Ned se dedicase a sus vicios. Timothy le dijo al muchacho algo no muy agradable. Apolo, contoneándose, se alejó. Y nosotros nos largamos. Más arriba, en la misma calle, había sitios más acogedores. La Plastic Cave, un sitio que Oliver y Timothy habían frecuentado bastante el año anterior. Decoración futurista, ondulantes hojas de plástico gris brillante, camareros vestidos con trajes de ciencia ficción de colores barrocos, periódicas explosiones de luces estroboscópicas, y, más o menos cada cinco minutos, salían de cincuenta altavoces riadas de música ensordecedora. Más una discoteca que un club de solteros, pero valía para las dos cosas. Muy frecuentada por los de Columbia y Barnard. Y también por las chicas de Hunter; estudiantes, abstenerse. Me sentía desplazado. No tengo ni idea sobre los sitios de moda. Prefiero sentarme en una cafetería, pedirme un capuchino y charlar, todo antes que pagar por bailar en una discoteca. Me gusta más Rilke que el rock, y Plotino más que el plástico. «Sales directamente de los años cincuenta», me dijo un día Timothy. Timothy, con su corte a cepillo de patriota republicano.

Nuestro principal objetivo para esa noche era encontrar un sitio para dormir, es decir, chicas que tuvieran un piso donde poder meter a cuatro tipos. Timothy se encargaría de ello, y, si no resultaba suficiente, pondríamos a Oliver a trabajar en el asunto. Aquél era el ambiente en que estaban acostumbrados a moverse. En una misa mayor, en la iglesia de San Patricio, no hubiera podido estar más incómodo. Para mí, aquello era Zanzíbar, y supongo que para Ned algo parecido a Timbuctú, a pesar de su adaptabilidad camaleónica. Frustrado por Timothy en sus inclinaciones naturales, enarbolaba en aquel preciso instante la bandera hetero, y, con su acostumbrada perversidad, sacó a bailar a la chica menos afortunada del lugar, una muchacha desgarbada, con los pechos tan desplegados como un tiro de postas que brotara de debajo de su deformado suéter rojo. Le estaba administrando su tratamiento de seducción a alta tensión, lo que hacía que se pareciera más que a cualquier otra cosa a un Raskolnikov homosexual aferrándose a la mujer que debería salvarle de una existencia de sodomita atormentado. Mientras Ned le susurraba al oído, era un espectáculo digno de admirar verla hacerle carantoñas y pasando su lengua entre los labios, parpadeando mientras acariciaba el crucifijo —¡sí, señor!— que colgaba entre sus gigantescos pechos. Una Sally McNally que hubiera perdido hacía poco su golosina, y, ¡sólo Dios sabe cuánto le había costado deshacerse de ella! Y ahora —¡todos los santos sean loados!— ¡alguien intentaba calentarla de verdad! Sin duda Ned le parecía el cura contrariado, el jesuita decepcionado con su aureola de decadencia y romántica angustia católica. ¿Llegaría hasta el final? Probablemente, sí. Su calidad de poeta, buscando experiencias sin cesar, le inducía a hacer frecuentes incursiones en los bajos fondos del sexo contrario, seduciendo a todas las chicas rechazadas por los demás: una manca, una chica con medio maxilar, una cigüeña dos veces más alta que él, etcétera. Es la idea que tiene el humor negro. En resumen que, aunque marica, se acuesta con chicas más veces que yo, si bien sus conquistas no son precisamente ningunas mísses. No quería sacar ningún placer del acto, sino solamente el juego cruel de la conquista por sí misma. «Veis», parecía decir, «esta noche no me habéis dejado tener a Alcibíades, así que me cojo a Xanthippe».

Estudié su técnica durante algunos momentos. Me lleva mucho tiempo observar las cosas. Debía estar ya intentando cazar algo. Si el fervor y el intelectualismo están de moda aquí, ¿por qué no estaba ya cambiando mi mercancía por algunos trozos de culo? Eli, ¿a lo mejor estás por encima de todo esto? Venga, por qué no confiesas que eres un pardillo con las chicas. Me acerqué a tomar un whisky sour (¡Los años cincuenta una vez más! ¿Quién sigue bebiendo cócteles hoy en día?) y me dispuse a alejarme de la barra. Con mi natural torpeza choqué con una morenita y tiré la mitad del líquido por el suelo.

—¡Oh! ¡Perdón! —dijimos a la vez.

Parecía aterrada, un animalillo asustado. Frágil, huesuda, justo, justo, el metro cincuenta, ojos brillantes y solemnes, nariz prominente (¡Shayneh maideleh! ¡Un miembro de la tribu!). Una blusa turquesa medio transparente revelaba un sujetador rosa, que, para las costumbres de la época, indicaba una cierta ambivalencia. Nuestra timidez encendió una llama recíproca. Sentí calor entre las piernas, en las mejillas, y sentía el calor de nuestro fuego común. A veces, las cosas suceden de forma tan especial que uno se extraña de que todos los que le rodean no se levanten a aplaudir. Encontramos una mesa minúscula y murmuramos someras presentaciones. Mickey Bernstein, Eli Steinfeld, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?

Estudiaba en Hunter y estaba en segundo, era becaria, su familia vivía en Kew Gardens; compartía un piso con otras cuatro amigas en la esquina entre la Tercera Avenida y la Calle 70. Creí de inmediato haber encontrado nuestro nicho para pasar la noche. Figuraos: ¡Eli, el schmendrick tiene un hallazgo! Pero comprendí rápidamente que el piso en cuestión tenía dos habitaciones y cuarto de baño, y que no estaba hecho para albergar a tanta gente. No tardó en confesarme que venía raramente a estos sitios, casi nunca, en realidad. Pero una de sus amigas la había arrastrado hasta aquí para celebrar el comienzo de las vacaciones. Señaló hacia su compañera: un palo de escoba cubierto de acné que conferenciaba ardorosamente con un barbudo desgarbado que vestía con aquel estilo lleno de flores del sesenta y ocho; así que por eso estaba aquí, incómoda, ensordecida por todo aquel ruido, ¿podría pedirle un refresco? Hombre de mundo, Steinfeld agarra al vuelo a un marciano y le larga el pedido: «Es un dólar, por favor». ¡Vaya! Me preguntó qué estudiaba. Encajado. Venga, pedante, ¡lúcete!

—Filosofía de la Alta Edad Media —contesté—, la desintegración del latín en lenguas románticas. Podría cantarte alguna canción obscena en provenzal, si supiera cantar.

Se echó a reír, un poco alto.

—¡Oh! Yo también tengo una voz horrible —dijo—. Pero si quieres puedes recitarme una.

Me cogió de la mano tímidamente, me había mostrado demasiado erudito para pensar en tomar la suya. Y empecé, casi vociferando las palabras en medio del estruendo que nos rodeaba.

Can vei la lúceta mover

Dejoi sas alas contral raí,

Que s.oblid.es laissa chazer

Per la doussor c.al cor li vai…

Y así sucesivamente. Estaba embobada.

—¿Es realmente muy cochino? —me preguntó por fin.

—En absoluto. Es una tierna canción de amor. Bernart de Ventadorn, del siglo XII.

—¡Lo has recitado muy bien!

Se la traduje, y sentí que llegaba hasta mí un montón de palabras aduladoras. Llévame contigo, hazme cosas, me decía telepáticamente. Calculé que habría tenido relaciones sexuales unas nueve veces con dos tipos diferentes, y andaban aún buscando nerviosamente su primer orgasmo, preguntándose sin embargo si no estaría entrando en materia demasiado pronto. Estaba dispuesto a hacer todo lo posible, mientras le susurraba pequeños tesoros provenzales. Pero, ¿cómo irse de allí? ¿A dónde podíamos ir? Miré frenéticamente a mi alrededor. Timothy besaba a una criatura increíblemente bella, su melena era una cascada de pelo castaño. Oliver tenía dos conquistas: una morena y una rubia. El antiguo encanto del granjero trabajaba a fondo. Ned seguía cortejando a su remedio contra toda tensión. Tal vez alguno de los dos encontraría algo, un piso no demasiado lejos, donde entráramos todos. Volví a prestar atención a lo que Mickey me decía:

—El sábado por la noche damos una fiesta. Vendrán algunos músicos formidables. Música clásica. Si estás libre podrías…

—El sábado por la noche estaré en Arizona.

—¿En Arizona? ¿Has nacido allí?

—Soy de Manhattan.

—Entonces, ¿por qué…? Lo que quiero decir es que nunca oí de nadie que se fuera a Arizona en Semana Santa… ¿Es algo nuevo? —con la exquisitez de una tímida sonrisa, añadió—: Perdona. ¿Te espera alguna chica?

—No. No hay nada de eso.

Se removió en la silla ligeramente incómoda. No quería ser indiscreta, pero no sabía cómo parar el interrogatorio. Por fin cayó la pregunta inevitable:

—Entonces, ¿por qué vas?

No sabía qué contestarle. Durante un cuarto de hora había representado un papel convencional, el de estudiante merodeando por los bares del East Side, la chica tímida pero liberada, atontada por un poco de poesía esotérica, miradas tiernas, ¿cuándo puedo volver a verte?, la aventura fácil, gracias por todo y hasta la vista. El conocido vals estudiantil. Pero en su pregunta había una trampa para mí, y me precipitaba en aquel otro universo más oscuro, el del sueño y la imaginación, donde jóvenes solemnes especulan con la posibilidad de deshacerse para siempre de la pesada carga de la muerte, donde algunos místicos se esfuerzan en creer que han descubierto misteriosos manuscritos que revelan los secretos de antiguos cultos. Sí, hubiera podido decirle: partimos a la busca del escondite oculto de la Hermandad de los Cráneos, esperando persuadir a los Guardianes de que somos dignos candidatos a la Prueba, y que, naturalmente, si nos aceptan, uno de nosotros sacrificará de buen grado su vida por los demás, y otro será asesinado; pero, ya ves, estamos dispuestos a enfrentarnos a estas eventualidades, ya que, los afortunados que sobrevivan, jamás morirán. Gracias, H. Rider Haggard: es exactamente así. Sentía nuevamente la misma sensación de incongruencia y dislocación al yuxtaponer nuestro directo entorno neoyorquino y mi improbable sueño de Arizona. Mira, hubiera podido decirle, hay que suscribir un acto de fe de aceptación mística; pensar que la vida no está hecha solamente de discotecas y «metros», de tiendas de modas y de aulas. Necesitamos creer que existen fuerzas inexplicables. ¿Crees en la astrología? Por supuesto; y sabes lo que piensa de ella el New York Times. Pues bien, admite un poco más; como hemos hecho nosotros. Abstráete de tu forzado y moderno desprecio hacia todo lo improbable, y admite, sólo por un instante, que pueda existir una Hermandad, que pueda existir una Prueba, que pueda existir la Vida Eterna. ¿Por qué negarlo sin antes haberlo comprobado? ¿Debemos dejarlo y correr el riesgo de equivocarnos? Por eso vamos a Arizona, los cuatro: el alto con el pelo cortado a cepillo, aquel dios griego que está cerca de la barra, aquel otro que habla animadamente con la chica gorda, y yo. Y, aunque algunos estamos más convencidos que otros, no hay ninguno que no tenga por lo menos un poquito de fe en El Libro de los Cráneos. Pascal eligió la fe porque el no creyente tenía todas las posibilidades en contra, ya que podía perder el Paraíso por no someterse a la Iglesia. Lo mismo nos pasa a nosotros. Aceptamos con agrado parecer ridículos durante una semana porque esperamos ganar algo que no tiene precio y, como mucho, sólo perderíamos el precio de la gasolina. Pero a Mickey Bernstein no le dije nada de esto. La música estaba demasiado alta; además, nos habíamos comprometido todos con el más terrible de los juramentos estudiantiles a no revelar nada a nadie bajo ningún pretexto. Simplemente, contesté:

—¿Por qué Arizona? Porque nos encantan los cactus. Y porque hace muy buen tiempo en marzo.

—También en Florida hace buen tiempo.

—Sí, pero no hay cactus.

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