28. NED

Los hermanos están enamorados de nosotros. No hay otro término que se ajuste. Se esfuerzan en ser herméticos, solemnes, impenetrables, distantes, pero no pueden disimular la alegría que les produce nuestra presencia. Les rejuvenecemos. Les hemos salvado de una eternidad de trabajo repetido. Han pasado eras sin que tuvieran novicios, sangre joven junto a ellos, siempre la misma sociedad cerrada de hermanos, quince en total, con sus devociones, trabajando en el campo, haciendo sus faenas. Y ahora que nos tienen que enseñar el ritual de la iniciación, es algo nuevo para ellos y nos están agradecidos por haber venido.

Todo el mundo participa en nuestra iluminación. El hermano Antony preside nuestras meditaciones y nuestros ejercicios espirituales. El hermano Bernard nos hace ejecutar ejercicios físicos. El hermano Claude, el hermano cocinero, supervisa nuestro régimen. El hermano Miklos nos cuenta con muchas circunlocuciones la historia de la orden, describiéndonos el contexto siempre de un modo ambiguo. El hermano Javier es el hermano confesor que, de aquí a unos días, nos introducirá en la sicoterapia, que parece ser algo esencial dentro del complejo proceso. El hermano Franz, que es el hermano que se dedica al trabajo manual, nos indica la madera que hay que cortar y el agua que hay que sacar. Cada uno de los hermanos tiene un papel determinado que desempeñar, pero todavía no hemos tenido ocasión de encontrarnos a todos.

Aquí hay también mujeres. Ignoramos sus nombres, puede que sean tres o cuatro, puede que una docena. Las vemos desde lejos de vez en cuando ir de un cuarto a otro a cumplir su misteriosa misión, sin detenerse jamás, sin mirarnos jamás. Al igual que los hermanos, van vestidas todas del mismo modo, pero en vez de pantalón azul, llevan un vestido blanco. Todas las que yo he visto, tienen el pelo largo y oscuro, y un generoso pecho. Tampoco Timothy, Eli u Oliver, han visto ninguna rubia o pelirroja. Se parecen tanto entre sí que me impide evaluar su número. Nunca sé si las que veo son siempre las mismas, o son diferentes cada vez. El segundo día de nuestra estancia aquí, Timothy le preguntó al hermano Antony al respecto; pero respondió amablemente que estaba prohibido preguntar nada a los miembros de la Hermandad. Lo sabríamos a su debido tiempo, prometió. Mientras tanto, debíamos contentarnos con lo que sabíamos.

Nuestra jornada está planeada con toda precisión. Todo el mundo se levanta a la salida del sol. Como no hay ventanas, esperamos al hermano Franz, que recorre el corredor al alba tamborileando en las puertas. El primer acto obligatorio de la jornada es el baño. Después nos vamos al campo a trabajar una hora. Los hermanos cultivan todo lo que comen en un jardín, que debe tener doscientos metros de largo, detrás del monasterio. Un complejo sistema de riego bombea el agua de algún manantial subterráneo. Ha debido costar una fortuna instalarlo, también la construcción del monasterio ha debido costar fortuna y media, pero supongo que la Hermandad es inmensamente rica. Como Eli nos ha hecho notar, cualquier organización que ponga su capital a un cinco o un seis por ciento durante cuatro siglos, acabará por poseer continentes enteros. Los hermanos cultivan trigo, hierbas y una serie de frutos, bayas y raíces comestibles. Ignoro el nombre de gran parte de las plantas que cuidamos con amor, pero creo que hay un buen número de variedades exóticas. El arroz, las judías, el maíz y todos los vegetales «fuertes», como la cebolla, están prohibidos aquí. Tengo la impresión de que el trigo es simplemente tolerado, se juzga que es indeseable espiritualmente, pero necesario de algún modo. Se criba cuidadosamente cinco veces, se muele diez y requiere meditaciones especiales antes de ser transformado en pan. Los hermanos no comen carne y nosotros tampoco mientras estemos aquí. La carne parece ser una fuente de vibraciones destructivas. La sal está desterrada por completo. La pimienta, fuera de la ley. Más bien la pimienta negra. La cayena está permitida y a los hermanos les encanta. La consumen de infinitos modos, como los mexicanos: pimientos frescos, pimientos secos, en polvo, con vinagre y de muchas otras formas. La especie que cultivan aquí es como fuego. Eli y yo, como nos gustan las especias, la usamos abundantemente, incluso nos hace llorar a veces, pero Timothy y Oliver, habituados a un régimen más delicado, no pueden hacerlo. Otro alimento privilegiado aquí son los huevos. Hay un gallinero en la parte de detrás del monasterio lleno de activas gallinas. Cocinados de una forma o de otra, los huevos aparecen tres veces al día en el menú. Los hermanos destilan también una especie de licor de hierbas parcamente alcohólico, bajo la dirección del hermano Maurice, el encargado de los alambiques.

Cuando se termina nuestra hora de trabajo en el campo, un gong nos llama. Vamos a nuestros cuartos a darnos un nuevo baño y desayunar. Las comidas se sirven en una de las habitaciones a cielo abierto, en una elegante mesa de piedra. Los menús se elaboran conforme a los misteriosos principios que todavía no nos han revelado. Parece ser que el color y la consistencia de lo que comemos tiene tanta importancia como su valor nutritivo. Comemos huevos, sopa, pan, puré de legumbres, etcétera; todo ello copiosamente sazonado con cayena. Para beber hay agua, una especie de cerveza de trigo, y, por la noche, el licor de hierbas, pero nada más. Oliver, carnívoro, no está en su salsa. Al principio también yo eché de menos la carne, pero ahora estoy tan acostumbrado como Eli. Timothy gruñe y se abalanza sobre el licor. El tercer día, en el almuerzo, bebió demasiada cerveza y vomitó sobre el magnífico suelo de pizarra. El hermano Franz esperó a que hubiera terminado y después, sin decir una palabra, le alargó una bayeta con ademán de que tenía que limpiar todo aquello. Está clarísimo que no les cae bien a los hermanos. Puede que le tengan miedo, pues saca más de quince centímetros al más alto de ellos, y fácilmente cuarenta kilos al más grueso. El resto de nosotros, como ya he dicho, les inspira amor, y, hablando en abstracto, también Timothy les inspira amor. Después del desayuno, viene la meditación matinal en compañía del hermano Antony. Habla poco, lo justo para darnos un contexto espiritual con un mínimo de palabras. Nos volvemos a encontrar en la segunda ala larga del edificio, que está perpendicular al dormitorio común y que está consagrada únicamente a funciones monásticas. En vez de habitaciones, hay capillas, dieciocho en total, que supongo corresponden a los Diez y Ocho Misterios. Están parcamente amuebladas y son mucho más austeras que las otras habitaciones, y contienen un número de obras de arte que pudieran considerarse como maestras. La mayor parte, son precolombinas, aunque hay algunas esculturas y cálices de aspecto medieval europeo, y algunos objetos no figurativos (¿de marfil?, ¿de piedra?, ¿de hueso?) que no llego a situar del todo. Este ala del edificio tiene también una gran biblioteca atiborrada de volúmenes muy raros según el aspecto de los estantes. Por el momento, no tenemos autorización para entrar en esta habitación, aunque nunca esté cerrada con llave. El hermano Antony nos recibe en la capilla más cercana al ala común. Está vacía, exceptuando la presencia de la máscara —calavera que cuelga del muro—. El se arrodilla; nos arrodillamos nosotros. Se quita del pecho el pequeño colgante de jade que —nada hay de asombroso en ello— está esculpido en forma de cráneo, y lo coloca en el suelo delante de nosotros, como punto focal de nuestras meditaciones. Como es el hermano superior, es el único que lleva el colgante de jade, mientras que el hermano Miklos, el hermano Javier y el hermano Franz tienen ornamentos similares pero en piedra oscura pulida, creo que obsidiana u ónice. Los cuatro forman un cuerpo de élite en el seno de la Hermandad: los Guardianes de los Cráneos. Lo que el hermano Antony nos pidió que meditáramos hoy es una paradoja: el cráneo tras el rostro, la presencia del símbolo de la muerte tras nuestra máscara viviente. Por medio de un ejercicio de «visión interior», debemos librarnos del influjo de muerte absorbiendo, comprendiendo plenamente, y destruyendo, por fin la potencia del cráneo. No sé en qué medida lo hemos logrado; otra cosa que nos está prohibido hacer es cambiar impresiones sobre nuestros respectivos progresos. Dudo que Timothy esté muy fuerte en meditación. Oliver sí, seguro. Se fija en el cráneo de jade con una intensidad demencial, absorbiéndolo, traspasándolo, y creo que hasta penetrándolo. Pero, ¿está en la dirección adecuada? Eli se ha quejado a menudo en el pasado de tener dificultad para alcanzar las cimas de la experiencia mística de las drogas; tiene un espíritu demasiado ágil, inconstante y antes de ahora se le han estropeado varios «viajes» de ácido por querer ir a todas partes a la vez en lugar de dejarse deslizar tranquilamente hacia el Gran Todo. También aquí creo que le cuesta concentrarse. Parece impaciente y tenso durante las sesiones de meditación. Se diría que trata, que intenta acceder a regiones que no puede realmente alcanzar.

En cuanto a mí, me gustan las cotidianas sesiones con el hermano Antony. La paradoja del cráneo es precisamente el tipo de irracionalidad al que me suscribo y creo que no se me da demasiado mal, aunque puedo equivocarme. Me gustaría discutir sobre mis progresos, si los tengo, con el hermano Antony, pero, de momento, está prohibido este tipo de preguntas directas. También me arrodillo todos los días para contemplar el pequeño cráneo verde, proyecto mi alma y continúo manteniendo el perpetuo combate interno entre la fe abyecta y el cinismo corrosivo.

Una vez terminada la sesión de una hora con el hermano Antony, volvemos al campo, arrancamos las malas hierbas, echamos el abono —por supuesto, totalmente orgánico— y plantamos las semillas. En esto, Oliver está en su elemento. Siempre ha querido repudiar su educación de campesino, pero a menudo le domina, lo mismo que a Eli le domina su vocabulario yiddish aunque no haya puesto los pies en una sinagoga desde su Bar Mitzvah. El síndrome de los orígenes. El de Oliver es rural y pone en cavar y en escardar una vitalidad considerable. Los hermanos intentan moderarla: creo que su energía les deja estupefactos, pero deben temer una crisis cardíaca. El hermano León, el médico, ha hablado varias veces con Oliver para hacerle comprender que la temperatura de la mañana se acerca a los treinta y tres grados, y que sigue subiendo. Pero Oliver se obstina. Yo experimento un extraño placer hurgando en la tierra. Esto debe satisfacer el romanticismo del retorno a la Naturaleza que supongo está adormecido en el corazón de todos los intelectuales excesivamente educados. Antes de esto, jamás había realizado un trabajo manual más extenuante que la masturbación, y los trabajos del campo son un desafío tanto para mi espalda como para mi espíritu, pero me aplico en ellos con ardor. Hasta el momento presente. La reacción de Eli ante el asunto agrícola es casi la misma que la mía, quizás algo más intensa, más romántica. Habla de obtener una primavera física de nuestra madre la tierra. Y Timothy, que no ha tenido que hacer en su vida más que abrocharse los zapatos, adopta la actitud altiva de un caballero granjero: nobleza obliga, dice acompañando cada uno de sus lánguidos gestos, haciendo lo que los hermanos le piden, pero poniendo de manifiesto que, si se digna ensuciarse las manos, se debe solamente a que encuentra divertido jugar a su jueguecito. En fin, de todas formas, marchamos, cada uno a su manera.

A las diez o diez y media de la mañana, el calor comienza a ser desagradable y dejamos el campo todos, excepto los tres hermanos cuyos nombres no sé todavía. Ellos pasan diez o doce horas fuera cada día, ¿será como penitencia? Los demás, hermanos y Receptáculo, volvemos a nuestros cuartos para darnos otro baño. Después, los cuatro nos reunimos en el ala opuesta para nuestra cotidiana sesión con el hermano Miklos, el historiador.

El hermano Miklos es un hombre compacto, fornido, con los muslos y antebrazos como jamones. Produce la impresión de ser más viejo que los otros hermanos, aunque reconozco que hay algo paradójico en la aplicación de un adjetivo como «viejo» a un grupo de hombres sin edad. Habla con un débil acento indefinible, y el proceso de su pensamiento es netamente no lineal: se desvía, divaga, pasa de un tema a otro, de manera inesperada. Creo que es algo deliberado, que su espíritu es más sutil e insondable que senil e indisciplinado. Puede que en el curso de los siglos haya tenido bastante con el simple estilo discursivo. Sé que a mí en su lugar me hubiera ocurrido.

Hay dos asuntos a tratar: el origen y desarrollo de la Hermandad y la historia del concepto de la longevidad humana. Sobre el primer punto, se muestra evasivo a más no poder, como si estuviese firmemente determinado a no darnos jamás una relación directa de los hechos. Somos muy viejos, muy viejos, muy viejos, repite, y yo no tengo método alguno para saber si habla de los hermanos o de la Hermandad. Sospecho que de ambas cosas. Puede que algunos hermanos hayan formado parte desde un principio y hayan prolongado su vida milenios, y no solamente décadas o siglos. Hace alusiones a sus orígenes prehistóricos en las cavernas de los Pirineos o de la Dordogne, en Lascaux, en Altamira, una fraternidad secreta de shamanes que sobrevive desde el comienzo de la Humanidad. Pero ignoro cuál sea la proporción de verdad y falsedad en todo esto, igual que ignoro si los Rosacruz se remontan realmente a Amenhotep IV. Pero, mientras el hermano Miklos habla, tengo la visión de las cavernas ahumadas, de las antorchas vacilantes, de artistas semidesnudos, con pieles de mamut, embadurnando los muros con pigmentos brillantes y los brujos dirigiendo la inmolación ritual de uros o rinocerontes. Y los shamanes cuchicheando, pegados unos a otros, diciendo: «No moriremos, hermanos. Viviremos para ver surgir a Egipto de las tierras del Nilo. Asistiremos al nacimiento de Sumeria, veremos a Sócrates y a César, a Jesús y a Constantino, y seguiremos aquí cuando la bomba atómica abrase Hiroshima, y cuando el hombre de la nave de metal descienda por la escala para poner el pie en la Luna». Pero, ¿ha sido el hermano Miklos quien nos decía esto o lo he soñado en el letargo del calor del desierto al mediodía? Todo es verdaderamente oscuro. Todo gira y todo cambia mientras sus herméticas palabras se persiguen, bailan, se confunden. También nos habla con perífrasis y de un modo enigmático, de un continente perdido, de una civilización desaparecida, de la que proviene la sabiduría de la Hermandad. Y nosotros nos miramos con ojos abiertos, cambiándonos a hurtadillas guiños de estupefacción sin saber si hay que poner sonrisa de cínico escepticismo o dejarse llevar por una admiración aterrada. ¡La Atlántida! ¿Cómo ha logrado Miklos que nuestro espíritu evoque esas imágenes de un país resplandeciente de cristal y oro, esas largas avenidas cubiertas de follaje, esas torres blancas, esos carromatos brillantes, esos dignos filósofos enfundados en sus togas, esos instrumentos de bronce de una ciencia olvidada, ese aura de karma benéfico, ese sonido vibrante de una extraña música que resuena por los corredores de los vastos templos dedicados a los dioses desconocidos? ¿La Atlántida? ¡Qué estrecha es la línea que separa la fantasía de la locura! Nunca he oído pronunciar ese nombre, pero desde el primer día me ha metido la Atlántida en mi cabeza, y cada vez crece más mi convicción de que no me equivoco, que de verdad reivindica para la Hermandad un origen atlante. ¿Qué son esos emblemas de cráneos sobre la fachada del templo? ¿Qué son esos cráneos engarzados de piedras preciosas que se llevan en sortijas y colgantes en la gran ciudad? ¿Qué son esos misioneros de traje rojizo que recorren el continente, que fundan santuarios en las montañas, que ciegan a los cazadores de mamuts con sus antorchas y sus pistolas, que enarbolan el Cráneo Sagrado y ruegan a los cavernícolas que se pongan de rodillas? Y los shamanes, agrupados ante su fuego ferruginoso, cuchicheando, convencidos, por fin, rinden homenaje a los espléndidos extranjeros, prosternándose, besando el cráneo, enterrando a sus propios ídolos, las venus de enormes nalgas, y los fragmentos de hueso labrado. Te ofrecemos la vida eterna, dicen los recién llegados y sacan una pantalla ligera en la que nadan imágenes de su ciudad, torres, carromatos, templos, tesoros, y los shamanes menean la cabeza y asienten, hacen crujir las articulaciones de sus dedos y se mean en los ruegos sagrados, bailan, dan palmadas, se someten, se someten, miran fascinados a la pantalla, matan al gran mastodonte y ofrecen a sus huéspedes fiestas fraternales. Así comienza la alianza entre los hombres de las montañas y los hombres venidos del mar, en esa brillante aurora comienza el flujo del karma hacía el continente fijo, comienza el despertar, la transferencia de conocimiento. De modo que, cuando llega el cataclismo, cuando se raja la vela y tiemblan las columnas y un manto negro se abate sobre el mundo, cuando el océano destroza con su cólera las avenidas y las torres, algo sobrevive en el fondo de las cavernas, el secreto, el rito, la fe, ¡el cráneo, el cráneo, el cráneo! ¿Es así como ha ocurrido, hermano Miklos? ¿Es así como ha ocurrido en el curso de decenas, de quincenas, de veintenas, de millones de años de un pasado que nosotros hemos querido negar? ¡Felices aquellos que estuvieron presentes en la aurora de la Humanidad! Y tú, hermano Miklos, ¿sigues aquí? ¿Vienes a nosotros de Altamira, Lascaux, de la Atlántida? Tú y el hermano Antony, y el hermano Bernard y los otros, más viejos que Egipto, más viejos que todos los cesares, adorando el cráneo, resistiendo todo, acumulando tesoros, cultivando la tierra, yendo de país en país, de las cavernas bendecidas en los pueblos neolíticos, desde las montañas hasta los ríos, a través de toda la tierra, hasta Persia, hasta Roma, hasta Palestina, hasta Cataluña, aprendiendo las lenguas a medida que éstas evolucionan, hablando al pueblo, haciéndose pasar por enviados de los dioses, edificando templos y monasterios, saludando a Isis, Mithra, Jehovah, Jesucristo, a este y a aquel dios, absorbiéndolo todo, manteniéndolo todo, poniendo la cruz por encima del cráneo cuando la cruz esté de moda, dominando el arte de sobrevivir, regenerándoos de vez en cuando aceptando un Receptáculo, exigiendo siempre sangre nueva aunque la vuestra no se aclara nunca. ¿Y, después? Vais a México después de que Cortés aplastara a su pueblo para vosotros. Era un país que comprendía el poder de la muerte, un lugar en el que el Cráneo había reinado siempre, introducido allí probablemente como en nuestro propio país, por las gentes venidas del mar. Y, ¿por qué no?, misioneros atlantes en Cholula y Tenochtitlan, también enseñando la vida de la máscara de la muerte. Terreno fértil, durante algunos siglos. Pero insistís en renovaros continuamente, hicisteis las maletas, llevándoos con vosotros vuestro botín, vuestras máscaras, vuestro cráneos, vuestras estatuas, vuestros tesoros paleolíticos, hacia el norte, hacia el nuevo país, el país vacío, el corazón desierto de los Estados Unidos, el país de la Bomba, el país del dolor y con los intereses compuestos de una eternidad habéis construido el benjamín de vuestros monasterios de los cráneos, ¿eh, hermano Miklos? ¿Sucedió así? ¿O soy víctima de una alucinación, de un «viaje» fallido provocado por la droga de nuestras propias vaguedades y ambigüedades? ¿Cómo saberlo? ¿Corno saberlo alguna vez? Lo único de que dispongo es de lo que vosotros me contáis, y mi mente está borrosa y resbaladiza. También dispongo de lo que veo a mi alrededor, esta contaminación de vuestra iconografía primordial, por la visión azteca, por la visión cristiana, por la visión atlante, y lo más que puedo hacer, hermano Miklos, es preguntarme cómo conseguís estar todavía aquí, mientras que los mamuts dejaron la escena. ¿Soy un imbécil o un profeta?

La otra parte de lo que el hermano Miklos tiene que comunicarnos es menos elíptico, más fácil de entender. Se trata de un seminario sobre la prolongación de la vida, durante el cual recorre tranquilamente el tiempo y el espacio buscando ideas que debieron entrar en el mundo mucho antes que él. Para empezar, ¿por qué resistirse a la idea de la muerte?, nos preguntó. ¿No es acaso un final natural? ¿Una liberación deseable? ¿Una consumación devotamente deseada? El tras-el-rostro, nos recuerda que todas las criaturas perecen cuando les llega la hora y que nadie escapa a esta regla. ¿Por qué, entonces, desafiar la voluntad universal? Polvo eres y en polvo te convertirás. Toda la carne perecerá a la vez. Saldremos del mundo como las langostas y es lamentable temer lo inevitable. Pero, ¿podemos filosofar hasta ese punto? Si nuestro destino es partir, ¿no es nuestro más legítimo deseo atrasar todo lo posible la partida?

Las preguntas del hermano Miklos son puramente retóricas.

Sentados en corro ante el imperecedero monumento, no osamos interrumpir el ritmo de sus pensamientos. Nos mira sin vernos. Y pregunta: ¿Y si pudiéramos rechazar a la muerte indefinidamente, o, por lo menos, durante bastante tiempo? Por supuesto que podemos. Es necesario preservar la fuerza y la salud al mismo tiempo que la vida. ¿Para qué convertirse en un strundburg chocho? Ved el ejemplo de Tithon que, habiendo suplicado a los dioses que le salvaran de morir, recibió el don de la inmortalidad, pero no el de la eterna juventud: todavía está gris y ajado, todavía está encerrado en algún lugar secreto, envejeciendo sin fin, prisionero de su propia carne corruptible. No, hay que buscar el vigor al mismo tiempo que la longevidad.

¡Ay de aquellos, hace observar el hermano Miklos, que desprecian tal búsqueda y predican la aceptación pasiva de la muerte! Nos cita a Gilgamesh, que vagó desde el Tigris al Eufrates buscando la planta de la inmortalidad y se la dejó robar por una serpiente hambrienta. ¿A dónde vas, Gilgamesh? La vida que andas buscando, no la encontrarás, ya que, cuando los dioses crearon a la Humanidad, la hicieron el regalo de la muerte y se guardaron la vida para ellos.

Ved a Lucrecio, nos dice. Lucrecio hace observar que para nada sirve intentar prolongar la vida, ya que, sea cual sea el número de años que consigas vivir, no es nada comparado con la eternidad que tendremos que padecer tras la muerte. Prolongando la vida o no recortando nada la duración de la muerte. Por mucho que luchemos para quedarnos, llegará un momento en que tendremos que partir. Y, sea cual sea el número de generaciones que hayamos añadido a nuestra existencia, todavía nos quedará por padecer toda la eternidad de la muerte. Y Marco Aurelio: Si quieres vivir tres mil años, o tres veces diez mil años, acuérdate de que un hombre sólo puede perder la vida que vive ahora… De esta forma, la más corta y la más larga, están en el mismo punto… Todo lo que pertenece a la eternidad está sobre el mismo círculo… ¿Qué diferencia puede haber en que un hombre vea las mismas cosas durante cien o doscientos años o un número infinito de años? Y Aristóteles, este pasaje me encanta: «Por tanto, todo sobre la tierra está en todo momento en un estado de transición, las cosas nacen y mueren… No pueden ser eternas, ya que contienen cualidades contrarias…»

¡Qué pesimismo tan siniestro! ¡Aceptar, padecer, ceder, morir, morir, morir, morir!

¿Qué nos dice la tradición judeo-cristiana? Todo hombre nacido de mujer es una criatura de pocos días, llena de preocupaciones. Aparece como una flor y está abatido como una flor. Vuela como una sombra y no perdura. Viendo que sus días están prefijados, que el número de sus meses está entre tus manos, le has fijado límites que no puede sobrepasar. La sabiduría funeraria de Job, adquirida duramente. ¿Y san Pablo? «Para mí, la vida es Cristo y la muerte algo bueno. Si se trata de la vida de la carne, significa para mí un trabajo fructífero.»

¿Cuál elegiría? No sabría decirlo. Lucho entre las dos. Mi deseo es irme a reunir con Cristo, ya que, con mucho, es lo mejor.

Pero, nos pregunta el hermano Miklos, ¿debemos aceptar tales enseñanzas? (Con esta pregunta implica que Pablo, Job, Lucrecio, Marco Aurelio y Gilgamesh son gente venida después de él, apenas recién destetados, irremediablemente pospaleolíticos; nos vuelve a dar una visión de las oscuras cavernas, mientras vuelve sobre sus pasos al pasado lleno de uros.) Entonces, emerge súbitamente de ese valle de desesperación y, por un commodius vicus de recirculación, nos lleva de nuevo a la narración de los anales de la longevidad, todos los nombres resonantes que Eli nos había dicho en los meses de nieve mientras nos preparábamos para la aventura. Nos enseña las islas benditas, las tierras de los hiperbóreos, el país de la juventud de los celtas, la tierra de Yima de los persas, e, incluso, sí, Shangri-La (¡Veis —exclamó el viejo zorro—, soy un contemporáneo y estoy al corriente!). Nos hace entrever la fuente que fluye por Ponce de León, Glaukus el Pescador royendo las hierbas de la orilla del mar y convirtiéndose en inmortal, las fábulas de Herodoto, el Uttarakurus y el árbol de Jambu, hace sonar en nuestros asombrados oídos un centenar de mitos centelleantes que nos dan ganas de gritar: ¡Eternidad, henos aquí! Y de postrarnos ante el Cráneo, pero nos arranca de nuevo, arrastrándonos por su cinta de Moebius, echándonos a las cavernas, haciéndonos sentir la caricia de los vientos helados, las frías cópulas del Pleistoceno, nos tira de las orejas, volviéndonos hacia el oeste para ver el resplandeciente sol de Atlantis, empujándonos, tropezando, titubeando, hacia el océano, hacia las tierras del poniente, hacia las maravillas engullidas, y después hacia México, con sus dioses-demonio, sus dioses-cráneo, hacia Huitzilopochtli con sus ojos enfurecidos, hacia el terrible y reptilesco Coatlicue, hacia los rojizos altares de Tenochtitlan, hacia el dios despellejado, hacia todas las paradojas de la vida en la muerte y de la muerte en la vida, y la serpiente emplumada se burla y agita la cola como una carraca «clic, clic, clac», y estamos ante el Cráneo, ante el Cráneo, ante el Cráneo, mientras retumba en nuestras cabezas el gran gong de los laberintos pirenaicos, y bebemos la sangre de los toros de Altamira, bailamos con los mamuts de Lascaux, escuchamos los tambores de los shamanes, nos arrodillamos, tocamos la piedra con nuestras cabezas, orinamos, lloramos, temblamos con el eco de los tambores atlantes, martilleando cinco mil kilómetros de océano con el furor de su inexorable pérdida. El sol se levanta y su luz nos calienta, el Cráneo sonríe, y los brazos se abren, y unas alas empujan a la carne, la derrota de la muerte no está lejos. La hora ha terminado, el hermano Miklos se ha ido. Nos quedamos dudando, parpadeando en un súbito desconcierto, completamente solos, completamente solos. Hasta mañana por la mañana.

Después de la lección de historia, la comida. Huevos, puré de pimientos, cerveza, pan de borona. Después de la comida, una hora de meditación privada, cada uno en su celda, intentando darle sentido a todo lo que nos han metido en la cabeza. Luego retumba el gong para llevarnos a los campos. El pleno sol de las tardes se ha abatido sobre todas las cosas, e incluso Oliver muestra cierta reticencia. Hacemos gestos lentos, limpiamos el gallinero, injertamos las plantas jóvenes, ayudamos a los hermanos agricultores que han penado durante la mayor parte del día. Así pasan dos horas; la Hermandad entera trabaja codo a codo, exceptuando al hermano Antony, que se queda solo en el monasterio. (Fue durante este período del día cuando llegamos la primera vez.) Por fin, nos liberan de la esclavitud. Volvemos a nuestras habitaciones, sudando, cocidos por el sol; nos damos otro baño y descansamos, cada uno por su lado, hasta la hora de la cena.

La tercera comida del día. Mismo menú. Después de cenar, ayudamos a limpiarlo todo. A la hora de la puesta del sol, vamos con el hermano Antony y, casi todas las noches, vienen cuatro o cinco hermanos más, hasta una colina baja al oeste del monasterio; allí realizamos el rito consistente en beber el aliento del sol. Esta operación se hace asumiendo una posición particularmente incómoda, a medio camino entre la posición del loto y la de salida de un velocista, mirando directamente al globo rojo del sol poniente. Justo en el momento en que te da la impresión de que un agujero se está abriendo en tu retina, cierras los ojos y meditas sobre el espectro de colores que surgen del disco solar. Te concentras para hacer penetrar ese flujo en tu cuerpo, empezando por los párpados, las sienes, las fosas nasales, la garganta y el pecho. Más tarde, el rayo solar se instala en el corazón donde produce luz y calor generadores de vida. Cuando seamos verdaderos adictos, seremos, por lo que se ve, capaces de canalizar esa energía interior hacia las partes del cuerpo que nos parezcan más necesitadas de vigor —los riñones, el páncreas, los genitales o cualquier otro sitio. Es lo que los hermanos, colocados en la posición especial, no muy lejos de nosotros, deben estar haciendo ahora. ¿Qué valor tiene esta operación? Sobrepasa mi capacidad de juicio. Científicamente, no entiendo el valor que pueda tener, pero, como Eli no cesa de repetir desde el principio, la vida representa mucho más de lo que la ciencia dice sobre ella, y si las técnicas de la longevidad se basan en la reorientación metafórica del metabolismo, conduciendo a un cambio empírico de los mecanismos somáticos, entonces, a lo mejor, es de vital importancia para nosotros bebernos el aliento del sol. Los hermanos no nos han enseñado sus partidas de nacimiento, así que, como ya sabíamos, debíamos tener una fe ciega en toda la operación.

Cuando el sol se pone, vamos a una de las salas más grandes a cielo abierto para cumplir nuestra última obligación del día: una sesión de cultura física, a cargo del hermano Bernard. Según El Libro de los Cráneos, un cuerpo flexible y ágil es esencial para la prolongación de la vida. Esto no es nada nuevo, pero, por supuesto, consideraciones místico-cosmológicas especiales inspiran las diferentes técnicas empleadas por la Hermandad para conservar la agilidad corporal. Empezamos con los ejercicios de respiración, cuyo significado ya nos ha explicado el hermano Bernard con su lacónica charla; se trata de reorganizar las relaciones con el universo de los fenómenos, de forma que el macrocosmos esté en nuestro interior y el microcosmos en el exterior. Según he creído comprender, aunque espero que en el futuro me den explicaciones más claras. También hay muchas consideraciones esotéricas sobre el desarrollo de la «respiración interior», pero, aparentemente, no juzgan importante que las asimilemos de momento. Sea como sea, nos agachamos y nos hiperventilamos, descargamos de los pulmones todas las impurezas y sólo tragamos aire nocturno espiritualmente limpio y con garantía de pureza. Después de hacer cierto número de inspiraciones y expiraciones, pasamos a hacer los ejercicios de apnea, que nos dejan mareados y exaltados, luego pasamos a extrañas maniobras de transferencia de aliento para que aprendamos a dirigir nuestras inspiraciones a diferentes partes del cuerpo, como hicimos antes con la luz solar. Todo esto representa un penoso trabajo, pero la hiperventilación produce un agradable bienestar, una sensación de euforia: nos sentimos ligeros y optimistas, y nos autoconvencemos de que nos llevan por el camino de la vida eterna. Tal vez sea así, si es que oxígeno implica vida y óxido de carbono significa muerte.

Cuando el hermano Bernard considera que hemos alcanzado el estado de gracia, empezamos con las contorsiones. Hasta hoy, los ejercicios han sido diferentes todos los días, como si se los sacara de un inagotable manual elaborado a lo largo de mil siglos. Sentados con las piernas cruzadas, los talones tocando el suelo, manos cruzadas sobre la cabeza, tocando el suelo rápidamente cinco veces con los codos (¡Puf!). Mano izquierda sobre la rodilla izquierda, levantad la derecha por encima de la cabeza y respirad profundamente diez veces. Repetid con la mano derecha sobre la rodilla derecha y la mano izquierda en el aire. Ahora las dos manos sobre la cabeza, sacudid vigorosamente la cabeza de arriba para abajo hasta que empecéis a ver estrellas detrás de los cerrados párpados. Poneos de pie, con las manos en las caderas, inclinaos violentamente sobre un costado, hasta que el cuerpo forme un ángulo recto, primero a la izquierda, luego a la derecha. Manteneos sobre un solo pie, llevaos la otra rodilla hasta la barbilla. Saltad como locos a la pata coja. Y así sucesivamente. Además de un gran número de cosas que todavía no estamos preparados para hacer —un pie detrás de la cabeza, brazos doblados en posición inversa, levantarse y sentarse con las piernas cruzadas, etcétera. Lo hacemos lo mejor que podemos, que nunca es suficiente para darle satisfacción al hermano Bernard; sin pronunciar una sola palabra, nos recuerda constantemente, mediante la agilidad de sus propios movimientos, la importante meta que perseguimos. Estoy dispuesto a aprender, ahora ya no me importa lo que pueda tardar, a meterme el codo en la boca, pues es imprescindible para acceder a la vida eterna; y, si no sabes hacerlo, lo siento, amigo mío, pero tendrás que dejarlo todo a mitad del camino.

El hermano Bernard nos lleva al límite del agotamiento. El mismo no deja de hacer ni uno solo de los movimientos que nos pide, y, sin embargo, no muestra el más mínimo signo de fatiga. El mejor de nosotros en esta materia es Oliver, y el peor Eli. Pero Eli hace gala de un entusiasmo jamás descorazonado digno de admiración.

Cuando por fin nos deja irnos, después de noventa minutos de ejercicios, el resto de la noche nos pertenece, pero no aprovechamos nuestra libertad. En este estado, sólo queremos dejarnos caer en la cama, pues pronto, demasiado pronto, sonará en nuestra puerta el toc-toc-toc alegre del hermano Franz. Así que nos sumergimos en un profundo sueño. Nunca hasta ahora había dormido así.

Este es nuestro cotidiano empleo del tiempo. ¿Tiene sentido? ¿Estamos rejuveneciendo? ¿O envejeciendo? ¿La resplandeciente promesa de El Libro de los Cráneos llegará a ser realidad para alguno de nosotros? Los cráneos colgados de los muros no dan ninguna respuesta. Las sonrisas de los hermanos son impenetrables. Ya no hablamos nunca entre nosotros. Paseando continuadamente en mi habitación de asceta, escucho resonar en mi cráneo el gong paleolítico, dong-dong-dong, esperar, esperar, esperar. Y el Noveno Misterio sigue colgando por encima de nuestras cabezas como una espada que se balancea.

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