32. NED

Pase revista a su vida, dice el misterioso y vagamente reptiliano hermano Javier mientras entra sin anunciarse en la celda monástica con un leve rechinar de escamas frías sobre la piedra pulida. Pase revista a su vida, revise los pecados de su pasado, prepárese para confesarse. ¡Deprisa!, grita Ned, el niño de corazón depravado. ¡Deprisa, hermano Javier!, cloquea el papista caído.

El rito de la confesón. Ya le conoces, Ned; está impreso en sus genes, está grabado en sus huesos y en sus testículos, es una segunda naturaleza en él. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Mientras que los otros tres son ajenos a las verdades del confesionario. ¡Oh! Supongo que los anglicanos van a confesarse, como buenos criptoromanos que son, pero no cuentan más que embustes a sus sacerdotes. Mi madre, con su autoridad, me puso sobre aviso de que la carne de los anglicanos ni siquiera es buena para engordar cerdos. «Pero, mamá, los cerdos no comen carne.» «Si la comieran, hijo mío, no tocarían las tripas de un anglicano. No cumplen los mandamientos y mienten a sus sacerdotes.» Y mi querida mamá se persignaba por ello con cuatro golpes recios sobre el pecho, om mani padme bum.

Ned es obediente. Ned es un niño amable. El hermano Javier no tuvo que decir más que una palabra y Ned comenzó a pasar revista a su descarriado pasado para vomitarlo todo cuando llegara el momento. ¿En qué he pecado? ¿En qué me he saltado las normas? Dime, querido Ned, ¿has puesto otros dioses por delante de El? No, padre, de verdad, no puedo decir que lo haya hecho. ¿Has levantado ídolos? Bueno, un poco, lo reconozco, pero no hay que aplicar este mandamiento al pie de la letra, ¿no? No somos musulmanes sanguinarios, ¿no? Gracias, padre. ¿Has invocado el nombre del Señor en vano? Dios me ha preservado de ello, padre, ¿sería yo capaz de una cosa parecida? Eso está muy bien, Ned. ¿Has respetado el día del sabbath? Con vergüenza, el pequeño muchacho responde que alguna vez ha caído en la tentación de deshonrar el sabbath. ¿Alguna vez? ¡Mierda! ¡He profanado más domingos que un turco! Pecado venial, sin embargo, pecado venial.

Ego te absolvo, hijo mío. ¿Has honrado a tu padre y a tu madre, hijo mío? ¡Oh, sí, padre! Les he honrado a mi manera. ¿Has matado? No, no he matado. ¿Has cometido adulterio? No, que yo sepa, padre. ¿Has robado? No he robado nada, por lo menos, nada de importancia. Ni tampoco he levantado falso testimonio contra mi prójimo. ¿Y has codiciado la casa de tu prójimo, o la mujer de tu prójimo, o el criado de tu prójimo, o su criada, o su buey o su culo o cualquier cosa que perteneciera a tu prójimo? Pues bien, padre, puesto que habla usted del culo de mi prójimo, he de reconocer que nos hallamos en un terreno de arenas movedizas, pero, por otro lado… por otro lado… hice lo que pude, padre, habida cuenta de que vine al mundo tarado, habida cuenta de todo lo que hay contra nosotros, teniendo en consideración que con el pecado de Adán hemos pecado todos, considero, a pesar de todo, que soy relativamente puro y bueno. No perfecto, desde luego. ¡Ay, hijo mío! ¿De qué has de confesarte? Pues bien, padre…

Confiteor, confíteor, el puño, pequeño, golpea su pecho de niño con admirable celo, pum, pum, pum, pum. ¡Om! ¡Mani! ¡Padme! ¡Hum! Un domingo, después de Misa, fui con Sandy Dolan a espiar a su hermana que se estaba desnudando y vi sus senos desnudos, padre. Eran redondos y pequeños con unos pequeños pezones todos rosas y en la parte inferior del vientre, padre, tenía un montículo de pelos castaños, algo que yo nunca había visto antes. Y después, se puso de espaldas a la ventana y vi su culo, padre, los dos carrillos regordetes más hermosos que haya visto jamás, con dos admirables hoyuelos justo encima y aquella deliciosa hendidura exactamente en el centro que… ¿cómo, padre? ¿Que pase a otra cosa? Pues bien, confieso que yo arrastré a Sandy por el mal camino de diferentes maneras, consumé con él todos los pecados de la carne, pecados contra Dios y contra la naturaleza, cuando teníamos once años y compartíamos la misma cama, cuando su madre estaba de parto y no había nadie en la casa que se ocupara de él, saqué de debajo de mi cama un bote de vaselina, y cogí con el dedo un buen puñado y le lubriqué el órgano sexual mientras le decía que no tuviera miedo, que Dios no podía vernos en la oscuridad bajo las mantas, y yo… y él… y nosotros… y nosotros…

Así, a requerimiento del hermano Javier, sondeé mi degenerado pasado y lo remonté a fuerza de detritus destinados a hacerme brillar durante las sesiones de confesión que habían de comenzar muy pronto, creía yo. Pero los hermanos no son tan lineales. Se iba a producir un cambio en nuestro programa cotidiano, sí, pero no era una cuestión ni del hermano Javier ni de ningún aspecto confesional. Sin duda, se dejaba para más tarde. El nuevo rito era de naturaleza sexual, de naturaleza heterosexual, ¡que Buda tenga piedad de mí! Los hermanos, ahora me doy cuenta, son más bien chinos, a pesar de su falsa piel de caucasiano, puesto que lo que nos enseñan ahora no es más que el Tao del sexo.

No lo llaman así. Tampoco hablan del yin y del yang. Pero conozco el erotismo oriental y los viejos simbolismos espirituales de estos ejercicios sexuales, que están estrechamente emparentados con los diferentes ejercicios gimnásticos y contemplativos que hemos tenido ocasión de practicar. Controlar, controlar, dominar cada una de las funciones del cuerpo, tal es el objeto perseguido.

Las morenitas de cortos vestidos que vimos repetidas veces en el monasterio son, en efecto, sacerdotisas del sexo, coños sagrados, que sirven a las necesidades de los hermanos y que juegan el papel de receptáculos del Receptáculo. Nos van a iniciar ahora en los sagrados misterios de la vagina. Lo que hasta ahora era el rato de reposo después del trabajo de la tarde, se ha convertido en la hora de copulación trascendental. Se ha producido así sin previo aviso. El día en que esto comenzó, yo había vuelto del campo, me había dado un baño y me había tumbado de espaldas sobre la cama, cuando, según la costumbre local, mi puerta se abrió sin llamar previamente, y el hermano León, el médico, entró en mi cuarto seguido por tres muchachas vestidas de blanco. Yo estaba desnudo, pero pensé que no estaba obligado a tapar mis órganos vitales a las miradas de quienes así habían irrumpido en mis dominios. Muy pronto comprendí que era absolutamente inútil tomarme el trabajo de cubrirme.

Las tres mujeres se colocaron a lo largo de una de las paredes. Era la primera ocasión que yo tenía de observarlas de cerca. Hubieran podido ser hermanas: las tres menudas, pero bien proporcionadas, tez mate, la nariz prominente, grandes ojos negros y acuosos, labios carnosos. En cierto modo, me recordaban a las muchachas de los frescos minoicos, pero también podían haber sido indias amerícanas. En cualquier caso, eran totalmente exóticas. Cabelleras negro noche, senos macizos. Edad, entre veinte y cuarenta. Se mantenían derechas como estatuas. El hermano pronunció una breve entrada en materia. Es esencial, declaró, que los candidatos aprendan el arte de someter las pasiones sexuales. Esparcir el fluido seminal es morir un poco. ¡Bravo, hermano León! Viejo adagio isabelino: gozar igual morir. No debemos, continuó, reprimir el impulso sexual, sino dominarlo y ponerlo a nuestro servicio. En consecuencia, el acto sexual es recomendable, pero la eyaculación, deplorable.

Recordaba haber oído aquello, y terminé por acordarme de dónde. Puro taoísmo, sí, señor. La unión del yin y del yang, la picha y el coño producen una armonía necesaria para el bienestar del universo, pero el gasto del ching, el esperma, es autodestructivo. Hay que esforzarse por mantener el ching, en aumentar su reserva. ¡Es curioso, hermano León, no tiene usted aire de chino! Me pregunto quién ha robado la teoría a quién. O ¿acaso los taoístas y la Hermandad de los Cráneos han llegado cada uno por su lado a los mismos principios?

El hermano León terminó su pequeño preámbulo y dijo algo en una lengua que yo desconocía a las tres muchachas. (Hablé de ello con Eli más tarde y él tampoco había logrado identificarla, pero suponía que podía ser azteca o maya.) Luego, los tres vestidos blancos cayeron y me encontré frente a tres pedazos de yin totalmente al aire y a mi disposición. Tengo a bien ser marica, sin embargo, soy capaz de emitir un juicio estético. Eran unas chicas impresionantes. Senos macizos, que colgaban con moderación, vientre plano, trasero firme, nalgas espléndidas. Ni rastro de apendicitis o embarazo. El hermano León dio una rápida orden ininteligible y la sacerdotisa que estaba más cercana a la puerta se tumbó con prontitud sobre el suelo de fría piedra con las piernas flexionadas y ligeramente separadas. Entonces, el hermano León se volvió hacia mí, se permitió una ligera sonrisa, y me hizo un signo con los dedos doblados. Venga, muchacho, parecía decirme.

Vuestro angélico Ned estaba perplejo. Realmente, no sabía qué decir. ¡Pero, bueno, hermano León…! No ha entendido usted nada. La amarga verdad es que yo soy eso que se llama uranista, marica, sarasa, invertido, mariposa, no me tiran especialmente los coños. Debe reconocer que mis preferencias van por el lado de la sodomía.

No dije nada de todo esto y, entre tanto, el hermano León me hizo de nuevo un signo algo más imperioso. ¡Qué diablos! Después de todo, la verdad es que siempre he sido bisexual con inclinaciones pederastas, pero cuando se ha presentado la ocasión, no me ha repugnado meterme en el orificio aprobado por la Iglesia. Como parece ser que la vida eterna se halla en juego, sufriré la prueba. Me acerqué a aquellos muslos separados. Con heroica perversidad, hinqué mi herramienta en el receptáculo que se me ofrecía. Y, ¿ahora? Retén tu ching, me decía a mí mismo, retén tu ching. Me movía con ritmo calmo y lento mientras el hermano León me animaba inclinándose hacia mí y recordándome que los ritmos del universo exigían que yo le produjera el orgasmo a mi compañera, tratando al mismo tiempo de no llegar a él yo mismo. ¡Perfecto! Me admiraba de los resultados a lo largo del asunto. Llevé a mi concubina espiritual hasta los espasmos y ronroneos deseados, mientras que yo permanecía distante, fuera, totalmente extraño a las aventuras de mi instrumento. Cuando el divino momento hubo pasado, mi compañera, satisfecha, me expulsó con un hábil movimiento de pelvis y vi que la segunda sacerdotisa se colocaba sobre el suelo en posición receptiva. ¡Muy bien! El cambio se ejecuta. Mete. Saca. Mete. Saca. ¡Mmm! ¡Ahhh!… Con la precisión de un cirujano, la llevo al éxtasis mientras el hermano León hacía el comentario apropiado por encima de mi hombro izquierdo. De nuevo el movimiento de pelvis, de nuevo el cambio de chica. Otro yoni abierto se ocupaba de mi reluciente nabo tieso. ¡Dios me ampare! Me daba la impresión de ser un rabino al que el médico ha dicho que morirá si no come todos los días medio kilo de cerdo. Pero el viejo Ned hinca su último clavo. El hermano León dice que esta vez puedo permitirme eyacular. De todas maneras, estaba agotado, y relajé mis férreas defensas con no poca satisfacción.

La prueba ha rebasado una nueva etapa de depravación. Las sacerdotisas vienen a visitarnos todas las tardes. Supongo que a los cabrones de Timothy y Oliver les parecerá una sorpresa tan agradable como inesperada, aunque no estoy seguro. Lo que aquí se ofrece no tiene nada que ver con su manera de joder habitualmente. Se trata de un arduo ejercicio de control y puede que eso les quite algo de placer. Ese es su problema. El mío es diferente. ¡Pobre Ned! Se ha tirado a más mujeres esta semana que durante los cinco años pasados. Hay que decir en su favor que hace todo lo que se le pide sin quejarse nunca, pero le cuesta. ¡Virgen santísima! Ni en los peores viajes había imaginado que la ruta de la inmortalidad pasara por tantas vaginas.

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