21. TIMOTHY

Intento tener buen aspecto. Intento no quejarme, pero tampoco hay que ir demasiado lejos. Esta marcha a través del desierto, en pleno día, por ejemplo. Hace falta ser masoquista para obligarse uno mismo a semejante prueba, aunque sea para vivir diez mil años. Pero estoy seguro de que es una imbecilidad. Algo completamente irreal. Lo que es real, sin embargo, es el calor. Creo que debe hacer treinta y cinco, treinta y ocho, hasta cuarenta grados. Aún no estamos en abril y esto parece un horno. El famoso calor seco de Arizona del que tanto se habla. Claro que hace calor, es un calor seco, vosotros no lo sentís. ¡Cojones! Yo sí lo siento. Me he quitado la chaqueta y desabrochado la camisa, y estoy asado. Si no tuviera la piel tan blanca, me quitaría la camisa, pero podría convertirme en una gamba. Oliver ya está con el pecho descubierto, y es más rubio que yo; pero quizá no teme las quemaduras del sol. Piel de campesino, piel de Kansas. Cada paso es un martirio. ¿Y cuántos nos quedan todavía? ¿Ocho kilómetros? ¿Dieciséis? Hemos dejado el coche detrás, lejos. Son las doce y media y caminamos desde mediodía, desde las doce menos cuarto. El sendero sólo tiene cincuenta centímetros de anchura, y, en algunos sitios, todavía es más estrecho. En realidad, hay zonas en las que ni siquiera hay sendero, y tenemos que abrirnos paso a través de los arbustos espinosos. Marchamos uno tras otro, como cuatro navajos perdidos por completo, siguiendo la pista del ejército de Custer. Hasta los lagartos se cachondean de nosotros. ¡Señor! ¡Me pregunto cómo puede haber vida en estos parajes! ¡Los lagartos y las plantas deben estar cocidas y recocidas por el sol! El suelo no es de auténtica tierra, ni de arena, es de algo seco que crepita dulcemente bajo mis pies. El silencio amplifica los ruidos. Un silencio espantoso. Hace rato que ya no hablamos. Eli vocea como si fuese a encontrar el Santo Grial al final del camino. Ned se sofoca y sufre: no es muy fuerte y la marcha supone una dura prueba. Oliver, que completa la fila, está, como siempre, ensimismado. Podría ser un astronauta atravesando la Luna. De vez en cuando, Ned se detiene para decirnos algo relacionado con las plantas. Nunca había constatado hasta qué punto se interesa por la botánica. Existen pocos cactos enormes y verticales: los aguaros; aunque, poco más allá del camino, hay algunos de quince y hasta veinte metros de altura. Lo que sí hay, y por millares, son unos chismes inquietantes de unos dos metros, con un tronco gris, irregular y nudoso, cubierto de largos ramilletes de espinos y gruesas bolas verdes que cuelgan. Ned los llama cholla de guirnaldas, y nos dice que no nos acerquemos para evitar los espinos. Así pues, los evitamos, pero hay otro cholla, el cholla de pelusas, que no es fácil de evitar. Y es una verdadera cabronada. Pequeñas plantas vellosas de cuarenta a cincuenta centímetros, cubiertas de miles de pinchos color paja. Te miran de reojo y saltan encima. Les aseguro que es cierto. Tengo las botas llenas de pinchos. El cholla de pelusas se rompe fácilmente, y hay trozos que se separan y ruedan por todas partes, sobre todo, en medio del camino. Ned dice que cada fragmento echa raíz allí donde cae, naciendo así una nueva planta. Tenemos que tener cuidado para no pisar encima. Y no crean que con pegarles un puntapié a los trozos se libra uno de ellos. Lo intenté y el cacto se me pegó a la bota, y cuando quise quitarlo, se me quedó pegado a la punta de los dedos. Un centenar de espinas al mismo tiempo. Agujas de fuego. Grité. Ned tuvo que retirarlas utilizando dos ramitas como si fueran pinzas. Aún me queman los dedos. Minúsculas espinas hacen agujeros negros sobre mi carne. Existen otras muchas clases de cactos por aquí, cactos toneles, higos chumbos y otras seis o siete variedades cuyo nombre Ned desconoce. Y árboles con hojas espinosas, mezquitas, acacias. Aquí todas las plantas son hostiles. «No me toquen», dicen, «no me toquen o lo sentirán». Yo hubiera querido estar en otro sitio. Pero andamos, andamos, andamos. Cambiaría Arizona por el Sahara, a toma y daca, y, además, para suavizar el trueque, la mitad de Nuevo México. ¿Cuánto tiempo falta aún? ¿Cuántos grados? ¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!

—¡Eh, mirad! —grita Eli señalando algo con el dedo.

A la izquierda del sendero, medio escondida detrás de las enmarañadas chollas: una enorme piedra redonda, tan larga como el cuerpo de un hombre, una piedra rugosa y oscura que, por su composición, se diferencia del ambiente gris, color de chocolate. Procede de una roca volcánica, basalto, granito o diabasa, alguna de las cuatro. Eli se pone en cuclillas, coge un palo seco y empieza a quitar cactos.

—¿Veis —dice— los ojos? ¿La nariz?

Tiene razón, se ven las órbitas hundidas, la cavidad triangular de la nariz, y, a nivel del suelo, una hilera de inmensos dientes, el maxilar superior casi completamente hundido en el suelo arenoso.

Un cráneo.

Parece antiguo, de un millar de años. Se ven los trazos de un delicado trabajo que marca los pómulos, los arcos de las cejas y otros rasgos; pero la mayoría han sido borrados por el tiempo. Seguro que es un cráneo. De eso, no cabe duda. Es una señal que indica que no está lejos lo que buscamos, o que, quizá, nos advierte para que volvamos ahora, antes de que sea demasiado tarde. Eli se queda un buen rato examinando el cráneo. También Ned y Oliver. Parecen fascinados. Una nube pasa por encima de sus cabezas, ensombreciendo la roca, cambiando sus contornos. Tengo la impresión de que los ojos vacíos se han vuelto hacia nosotros y nos contemplan. El calor debe hacer que vea alucinaciones.

Eli comenta:

—Probablemente, sea precolombino. Imagino que lo traerían con ellos desde México.

Escrutamos la bruma calurosa. Los grandes saguaros, como columnas, nos tapaban el horizonte. Tenemos que cruzar por entre ellos. Y, ¿más allá? El monasterio, sin duda. Me pregunto de pronto qué hago aquí, cómo he podido dejarme convencer para participar en esta locura. Lo que parecía una broma, una novatada, parece ahora demasiado real.

No morir nunca. ¡Qué jilipollez! ¿Cómo pueden existir estas cosas? Vamos a perder días enteros aquí para intentar descubrirlo. Una aventura de locos completos. Cráneos en mitad del camino. Cactos. Calor sofocante. Sed. Dos deben morir para que dos puedan vivir. Todo el fárrago místico de Eli se condensa en este grueso bloque de piedra negra, tangible, innegable. Me he comprometido con algo de lo que no entiendo nada y que, quizás, es peligroso. Pero ya es tarde para volver atrás.

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