36. OLIVER

Timothy llegó en el momento en que me iba a acostar. Entró arrastrando los pies, aspecto taciturno y picado. Y, durante algunos instantes, no comprendí qué venía a hacer aquí.

—Bueno —dijo, apoyando la espalda contra la pared—. Vamos a deshacernos lo más rápidamente posible de esta maldita carga.

—¿No pareces muy animado?

—No. No estoy nada satisfecho por tener que revolcarme en la mierda.

—No la tomes conmigo.

—¿Acaso la tomo contigo?

—Tu expresión no es muy amistosa.

—Tampoco estoy muy amistoso, Oliver. Me largaría de este burdel mañana mismo, después de desayunar. ¿Cuánto hace que languidecemos aquí? ¿Dos semanas? ¿Tres? Es demasiado tiempo. Demasiado tiempo.

—Sabías que llevaría tiempo cuando aceptaste venir. No había ninguna probabilidad de que la Prueba terminase en cuatro días. ¡Hop! Ya está, ¡ya sois inmortales! Si te largas ahora, corres el riesgo de estropearlo todo para nosotros. Y no olvides que hemos jurado…

—¡Hemos jurado, hemos jurado! ¡Por Dios! ¡Oliver! Parece que estoy oyendo hablar a Eli. ¿No vais a dejar de recordarme ese puto juramento? ¡Se diría que entre los tres me tenéis prisionero, atado con hilos!

—Así que, a pesar de todo, ¿me odias?

Se encogió de hombros:

—Odio a todo el mundo, sobre todo a mí mismo, imagino. Por haberme dejado arrastrar hasta este puto agujero. Por no haber tenido el buen sentido de retirarme desde el principio. Pensaba que sería divertido, había venido por pasear. ¡Divertido! ¿Te das cuenta?

—¿Sigues pensando que todo esto no es más que una pérdida de tiempo?

—¿Tú no?

—No es mi punto de vista —le dije a Timothy—. Me siento cambiar día a día. Ejerzo un control más profundo sobre mi cuerpo. Escucho la llamada de mis perfecciones. Estoy conectado con algo grande. Y Eli también, y Ned también. Además, no hay ninguna razón para que no participes también tú.

—¡Chiflados! ¡Estáis chiflados!

—Si quisieras dejarte educar y tomar verdaderamente parte en las meditaciones y en los ejercicios espirituales…

—Ya está. Te vas otra vez.

—¡Lo siento! No hablemos más, Timothy.

Respiraba profundamente. Timothy era mi amigo más íntimo, tal vez mi único amigo, y, sin embargo, de pronto, me sentía harto, harto de su gorda cara bobona, harto de su corte de pelo a cepillo, harto de su arrogancia, de su dinero, de sus antepasados, de su desprecio por todo lo que no era fácilmente comprensible. Fríamente, le dije:

—Escucha, si no te diviertes aquí, ¡lárgate! No quiero que pienses que yo te retengo. ¡Lárgate, si es lo que quieres! Y no te preocupes por mí, ni por el juramento ni por todas esas cosas. Soy ya mayorcito para apañármelas solo.

—No sé lo que quiero hacer —murmuró. Y, en un instante, la irritación taciturna desapareció de su cara. La expresión que la reemplazó no es fácil de asociar con Timothy: confusión, vulnerabilidad. Pero desapareció de pronto para dar paso a un aire desdeñoso:

—Y, otra cosa —siguió—, ¿por qué tengo que estar obligado a confiarme mis secretos a cualquiera?

—No estás obligado.

—El hermano Javier ha dicho que había que hacerlo.

—¿Qué te importa? Si no quieres hacerlo, no lo hagas y en paz.

—Forma parte del ritual.

—Pero tú no crees en el ritual. Además, te vas mañana. Lo que diga el hermano Javier no es tu problema.

—¿Acaso he dicho que me iba?

—Es lo que he creído entender.

—He dicho que tenía ganas de irme, no que me fuera a ir. No es lo mismo. Todavía no lo he decidido.

—Quédate o vete, como quieras. Confiésate o no. Pero, si no tienes intención de hacer lo que el hermano Javier te envía a hacer aquí, me gustaría que me dejaras dormir un poco.

—No me zarandees, Oliver. No me metas prisa de esa forma. ¡No puedo ir tan deprisa como tú quisieras!

—Has tenido todo el día para decidir si tenías algo que decirme o no.

Asintió lentamente. Se agachó, inclinó la cabeza hacia delante hasta que la tuvo entre las rodillas y se quedó encogido, pegado contra la pared, sin decir nada, durante un buen rato. Mi irritación bajó. Veía que, realmente, tenía problemas. Aquella nueva faceta de Timothy era desconocida para mí. Quería abrirse, quería participar, pero despreciaba de tal forma todo aquello, que era incapaz. No le dije nada. Le dejé allí, encogido, y, finalmente, levantó la cabeza y dijo:

—Si te cuento lo que tengo que contarte, ¿qué seguridades tengo de que no lo repetirás?

—El hermano Javier nos ha dado como instrucciones no repetir a nadie lo que escucháramos en las confesiones.

—Lo sé, pero, ¿guardarás el secreto realmente?

—¿No confías en mí, Timothy?

—No confío en nadie para esto. Es algo que podría destruirme. El hermano no bromeaba cuando decía que cada uno de nosotros tiene en el fondo del corazón algo que no se atreve a dejar salir. He hecho bastantes cosas asquerosas en mi vida, sí, pero hay una que es tan asquerosa que la confiere un valor casi sagrado. Probablemente, vas a despreciarme —su cara estaba gris—. No sé si tengo ganas de contártelo.

—Si no quieres, no lo hagas.

—Estoy intentando liberarme.

—Sólo debes hacerlo si te adhieres a la disciplina de El Libro de los Cráneos. Lo que no es tu caso.

—Sí, porque, si quisiera adherirme, tendría que hacer lo que pide el hermano Javier. No sé. No sé. ¿Estás seguro de que no se lo contarás a nadie? ¿Ni a Eli, ni a Ned? ¿Ni a nadie más?

—Estoy absolutamente seguro.

—Me gustaría creerte.

—No puedo ayudarte a eso, Timothy. Es como dice Eli: hay ocasiones en las que hay que tener fe.

—Podemos hacer hacer un trato —dijo con la frente perlada de sudor, con aspecto desesperado—. Yo te cuento mi historia y tú después me cuentas la tuya; de esa forma, cada uno tendrá una forma de presionar al otro y una garantía de que no se lo dirá a nadie.

—Tengo que confesarme con Eli, no contigo.

—¿Lo rechazas?

—Lo rechazo.

Volvió a quedarse silencioso. Todavía más tiempo que la última vez. Finalmente, levantó los ojos. Tenía una mirada horrible. Se humedeció los labios y movió la mandíbula, pero no profirió ni un solo sonido. Parecía estar al borde del pánico, y una parte de su terror se apoderó de mí. Me sentía nervioso, tenso, oprimido por el aplastante calor que sentí súbitamente.

Finalmente, consiguió pronunciar algunas palabras:

—Ya conoces a mi hermana pequeña.

Sí, la conocía. La había visto varias veces, cuando me invitaron a casa de Timothy en las vacaciones de Navidad. Tenía dos o tres años menos que él. Era una rubia de piernas armoniosas, bastante bonita pero no particularmente brillante. Una Margo, en resumen, pero sin su personalidad. La hermana de Timothy era el ejemplo clásico de la estudiante de Wellesley, debutante, yendo a los tés de caridad, jugando al tenis, practicando la equitación y el golf. Tenía un cuerpo atractivo, pero, aparte de eso, no la encontraba nada llamativa, pues su aire altivo, su aspecto plateado, su expresión de virginidad virtuosa, me rechazaban. No encuentro a las vírgenes tan interesantes. Esta daba la impresión de estar muy por encima de cosas tan bajas, tan vulgares como el sexo. La imaginaba hablando con su prometido mientras el pobre intentaba deslizar una mano por su pecho: «¡Oh, querido, no seas tan vulgar!» Dudo que sintiera más simpatía por mí que la que yo sentía por ella. Mis orígenes de Kansas me marcaban como campesino, y mi padre no pertenecía a los clubs indicados, ni yo a la iglesia adecuada. Mi falta total de credenciales para la alta sociedad me marginaba definitivamente de la categoría de machos que las chicas de su clase pueden considerar como maridos o amantes potenciales. A sus ojos, sólo era parte del mobiliario, como el jardinero o el palafrenero de su padre.

—Sí —contesté—, conozco a tu hermana pequeña. Timothy me estudió en silencio durante un interminable momento.

—Cuando estaba en mi último año de liceo —declaró con una voz tan cavernosa y decrépita como una tumba abandonada—, la violé, Oliver. ¡Violada!

Creo que esperaba que el cielo se abriera y que un rayo le partiera la cabeza cuando me hizo esta confesión. Por lo menos, esperaba verme sobresaltado, estupefacto, taparme los ojos y exclamar que estaba espantado por sus chocantes palabras. De hecho, estaba un poco sorprendido, por un lado porque se hubiera tomado la molestia de dedicarse a una tarea tan ingrata, y, por otro, porque hubiera conseguido ventilarse a su hermana sin más consecuencias inmediatas, es decir, sin recibir una buena paliza cuando los gritos de la chica atrajeran al resto del personal de la casa. Y me hacía falta volver a ver enteramente la imagen que tenía de ella, ahora que sabía que sus altivos muslos habían sido trabajados por el pene de su hermano. Pero, aparte de esto, no estaba atónito por nada más. Donde yo nací, el simple peso del aburrimiento empuja frecuentemente a los jóvenes al incesto, sin más consecuencias. Aunque yo nunca me acosté con mi hermana, conozco a bastantes chicos que lo han hecho con las suyas. Más que el tabú filial, fue la falta de inclinación lo que me lo impidió. Pero, para Timothy, era evidentemente algo serio, y mantuve un respetuoso silencio y un aire serio y confundido durante todo el tiempo que estuvo contándome su historia.

Al principio se expresaba penosamente, sudaba, balbuceando las palabras, como Lyndon Johnson intentando explicar su política en Vietnam ante un tribunal de crímenes de guerra. Pero, al cabo de un momento, repitiendo tan a menudo las palabras que ahora le acudían automáticamente a los labios, una vez que el difícil pasaje del principio se había franqueado. Todo sucedió, dijo, hacía exactamente cuatro años, cuando volvió a Andover para las vacaciones de Semana Santa y su hermana volvió del colegio para chicas en Pensilvania (sólo cinco meses más tarde conocí a Timothy). Tenía diediocho años y su hermana quince y medio. No se entendían demasiado bien desde siempre. Era el tipo de chica para la que sus relaciones con su hermano mayor consistían, sobre todo, en sacarle la lengua. El la encontraba snob y morbosa, y ella le consideraba como un bruto grosero. Durante las vacaciones de Navidad anteriores, se había ligado a la mejor amiga de la clase de su hermana, y, cuando la hermana se enteró, sus relaciones empeoraron todavía más.

Era una fase difícil en la existencia de Timothy. En Andover era un líder potente y universalmente admirado, un héroe de fútbol, presidente de su clase, símbolo de virilidad y de saber hacer, pero, a los dos meses, terminaría sus clases, y todo el prestigio acumulado no serviría para nada. Se encontraría otra vez entre cientos de otros, en una universidad famosa en el mundo entero. Era una experiencia traumatizante para él. Mantenía también una costosa y difícil unión a distancia con una chica de la Universidad de Radcliffe, uno o dos años mayor que él. No estaba enamorado de ella, era solamente cuestión de prestigio para él, cuestión de decir que se acostaba con una universitaria, pero él estaba seguro de que ella le quería. Y, justo antes de Semana Santa, había sabido por una tercera persona que ella lo consideraba como un juguete, una especie de trofeo del liceo para exhibirlo ante sus innumerables fieles sirvientes de Harvard. Esta actitud, de hecho, era todavía más cínica que la que él tenía hacia ella. Había, por tanto, entrado en las tierras paternas con el sentimiento de estar particularmente acabado, lo que era nuevo para un chico como Timothy. Inmediatamente, conoció una nueva desilusión. Había en su pueblo una chica que él quería, la quería «realmente». Ignoro exactamente qué es lo que Timothy entiende por «amar», pero creo que es un término que se aplica a cualquier chica que satisface sus criterios de apariencia, fortuna y nacimiento, y que no le deja acostarse con ella. Eso la convierte en inaccesible, la pone en un pedestal, y de esta forma se dice a sí mismo que la «ama». Un Don Quijote, en cierto sentido. Esta chica tenía diecisiete años y acababan de aceptarla en Bennington. Procedía de una familia que tenía casi el mismo rango que la de Timothy, era una emérita amazona, y, si se cree a Timothy, tenía un cuerpo digno para ser elegida Playmate del año. Ella y él pertenecían al mismo country club, y bailaban y jugaban juntos al tenis desde una época en que no habían alcanzado la pubertad. Pero todos los intentos de Timothy para establecer una amistad un poco más profunda, habían sido expertamente rechazados. Estaba obsesionado con ella, hasta el punto de pensar en casarse con ella más tarde, y se había convencido de que ella le había elegido como su futuro marido. En consecuencia, razonaba, si no me deja tocarla, es porque conoce mi doble criterio y tiene miedo de que la considere no casadera si acepta dejarse desflorar precozmente.

Al principio de su vuelta al hogar, la llamaba por teléfono todos los días. Conversación amable, amistosa, distante. No parecía estar dispuesta a salir solos. Aparentemente, no era una costumbre muy practicada en su medio. Pero dijo que le vería en el baile del country club el sábado siguiente. La esperanza estaba en alza. Estos bailes del country club eran ocasiones muy protocolarias donde se debía cambiar constantemente de pareja, con algunos intermedios para meterse mano en diferentes rincones aprobados por el club. Consiguió llevarla a uno de aquellos rincones a la mitad de la velada, y, aunque estuvo lejos de acceder a todos los rincones de su anatomía, consiguió de todas formas ir más lejos de lo que había llegado nunca con ella: la lengua en la boca, una mano bajo el sujetador. Creyó incluso discernir un ligero brillo en sus ojos. En el baile siguiente, la invitó a dar un paseo con él, esto también formaba parte del ritual del country club. Visitaron los jardines. Luego sugirió bajar a los hangares de los barcos. En su grupo, un paseo al hangar de los barcos significaba follar. Bajaron hasta el barco. Las manos de Timothy se escurrieron rápidamente por sus fríos muslos. Palpitaba con todo su cuerpo bajo sus caricias, y su mano apasionada frotaba la abultada parte delantera de su pantalón. Como un toro enfurecido, la cogió con la intención de tirársela allí mismo, pero, con la presteza de una campeona olímpica de virginidad, le lanzó un rodillazo en los huevos, evitando a tiempo ser violada. Después de proferir algunas observaciones bien elegidas sobre sus bestiales maneras, salió dignamente, dejándole doblado en dos sobre el helado hangar.

Le ardía el bajo vientre y le invadía la rabia. ¿Qué hubiera hecho cualquier americano de sangre caliente? Timothy volvió al club titubeando, encontró en el bar una botella medio llena de bourbon y salió a la noche. Furioso y compadeciéndose de sí mismo. Después de haberse bebido la mitad del bourbon, saltó a su pequeño Mercedes deportivo y volvió a su casa a ciento veinte por hora. Terminó en el garaje lo que quedaba de la botella. Después, borracho y furioso, subió a invadir la virginal habitación de su hermana pequeña, y se tiró sobre ella. Se defendió. Imploró. Gimió. Pero era diez veces más fuerte que ella, y nadie podía desviarle del recorrido que había elegido, teniendo en cuenta que sus pensamientos estaban dictados por su monstruosa erección. Era una chica, era una cerda, se serviría de ella. En aquel momento no veía ninguna diferencia fundamental entre la calentona del hangar de los barcos y su encopetada hermana; eran las dos unas cerdas, eran todas unas cerdas, e iba a vengarse de toda la tribu de las mujeres de un solo golpe. La sujetó con las rodillas y los codos.

—Si chillas te parto el cuello —le dijo y no bromeaba, pues no podía controlarse, y ella también lo sabía.

El pantalón del pijama cayó. Cruelmente, el impaciente pene penetró las débiles defensas de su hermana.

—No sé, siquiera, si era virgen —me dijo taciturno—. La penetré sin ninguna dificultad.

En dos minutos todo había terminado. Se separó de ella. Estaban temblando, ella del trauma, él de la liberación, y la hizo notar que era inútil que se lamentara a sus padres, ya que, probablemente, no la creerían, y, si llamaban a un médico para verificar la historia, habría un escándalo, insinuaciones, y, una vez que todo se supiera en el pueblo, no tendría nunca ninguna oportunidad dé casarse con alguien que valiera la pena. Le fulminó con la mirada. Nunca había visto unos ojos tan cargados de odio.

Llegó mal que bien a su habitación, cayéndose dos o tres veces. Cuando se despertó, sobrio y aterrado, esperaba encontrar a la policía aguardándole abajo. Pero solamente estaba su padre, la mujer de éste y los sirvientes. Nadie se comportaba como si algo hubiera pasado. Su padre le preguntó sonriente si el baile había estado bien, y le comunicó que su hermanita había salido con algunas amigas. No volvió hasta la hora de la comida, y se comportó como si todo fuera normal. Como buenas tardes le dirigió una mirada glacial. Aquella misma tarde, le cogió aparte y le dijo con voz amenazante y terrorífica:

—¡Si lo vuelves a intentar, te planto un cuchillo en los huevos, te lo juro!

Pero fue la única ocasión en que aludió a lo que había hecho. En cuatro años no volvió a hablar de ello ni una sola vez, no a su hermano, por lo menos, pero probablemente a nadie. Aparentemente, había anclado aquel episodio en un compartimento estanco de su espíritu, clasificándolo entre las experiencias desagradables de una noche, como por ejemplo un súbito ataque de colitis. Puedo atestiguar que mantiene una superficie perfectamente helada, y que siguió manteniendo su papel de virgen eterna como si nadie hubiera pasado por allí.

Aquello era todo. No tenía nada más que decirme. Cuando Timothy terminó, levantó la cabeza, vacío, agotado, la cara gris. Había envejecido millón y medio de años.

—No puedo explicarte lo que siento desde entonces —dijo—. Un sentimiento de culpabilidad que no me abandona.

—¿Te sientes liberado ahora?

—No.

No me sorprendió. Nunca he creído que cuando uno abre su alma aleje ni un ápice su tristeza. Solamente contribuye a diluirla un poco. Lo que Timothy acababa de contarme era una historia fea, mala, sórdida, una historia de ricos ociosos que se entretenían llenándose la cabeza según los criterios de moda, que se martirizaban con historias de virginidad y bienestar, y que se creaban pequeños melodramas según sus costumbres, donde entraban en escena junto con su entorno según un guión determinado por el snobismo y la frustración. Timothy casi me daba pena, el bravo y sólido Timothy de la superficie, tan víctima como criminal, que quería, simplemente, entretenerse en el country club y que, a cambio, recibió un rodillazo mal colocado. Sé había emborrachado y había violado a su hermana porque pensaba que se sentiría mejor después, o porque no pensaba en absoluto. Ese era su gran secreto, su terrible pecado. No me sentía mancillado por la historia. Era tan lamentable, tan digna de comprensión. Guardaría esto en la cabeza para toda la eternidad. No sabía qué decirle. Al cabo de lo que me parecieron diez buenos y silenciosos minutos, se levantó pesadamente y llegó a la puerta.

—Ya está —dijo—. He hecho lo que pidió el hermano Javier. Ahora, me siento como un montón de mierda. ¿Qué impresión te causa a ti, Oliver? —empezó a reírse—. Y, mañana, te tocará a ti.

Salió.

Sí, mañana me tocará a mí.

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