29. TIMOTHY

Esta tarde, después de excavar mierda de gallina en los toneles con una temperatura de treinta grados, he decidido que me lo tenía bien merecido. La broma había durado demasiado. Las vacaciones acaban de terminarse; de todos modos, quería largarme del campo. Sentía esa necesidad desde que llegué aquí, desde luego, pero, por darle gusto a Eli, no había dicho nada. Ahora ya no puedo más. He decidido ir a hablarle antes de la cena, en el rato de descanso.

Cuando hemos vuelto del campo me he dado un baño rápido y me he ido hasta el cuarto de Eli. Todavía estaba en el baño; oía correr el agua. Cantaba con su monótona voz de bajo. Por fin, secándose, salió.

El descanso le había sentado bien: había engordado y estaba más musculoso. Me dirigió una sonrisa glacial.

—¿Qué haces aquí, Timothy?

—Vengo a visitarte.

—Es la hora de descanso. Se supone que debemos estar solos.

—Se supone que debemos estar solos, excepto cuando estamos con ellos. Nunca podemos hablar los dos en privado.

—Evidentemente, forma parte del ritual.

—Forma parte del juego, de ese puñetero juego que están jugando con nosotros, Eli. Escucha, te considero como a un hermano. Nadie puede impedir que te hable cuando me venga en gana.

—Mi hermano, el goy —contestó con una fugaz sonrisa que desapareció nada más iniciarse—. Ya hemos tenido tiempo para hablar. Ahora las instrucciones son que nos quedemos apartados los unos de los otros. No deberías quedarte aquí, Timothy. De verdad, deberías marcharte antes de que los hermanos te sorprendan.

—Pero, ¿dónde estamos? ¿En una puta prisión?

—En un monasterio. Un monasterio que tiene sus reglas y, cuando vinimos aquí, aceptamos someternos a ellas —suspiró—. ¿Quieres marcharte, Timothy, por favor?

—De las reglas es de lo que quiero hablarte, Eli.

—No soy yo quien las ha hecho. No puedo eximirte de cumplirlas.

—Déjame hablar, Eli. Sabes que las agujas del reloj siguen girando mientras nosotros jugamos a ser un Receptáculo. Nuestra desaparición será detectada en muy poco tiempo. Nuestras familias se darán cuenta de que no tienen ninguna noticia nuestra. Alguien descubrirá que no hemos vuelto a la universidad cuando han terminado las vacaciones.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí?

—Hasta que consigamos lo que hemos venido a buscar.

—¿Te crees todas esas coñas que nos cuentan?

—¿Crees todavía que son coñas, Timothy?

—No he visto ni oído nada que me haga cambiar de opinión.

—Y los hermanos, ¿qué edad crees que tienen?

Me encogí de hombros.

—Sesenta. Setenta. Puede que algunos hayan pasado de los ochenta. Llevan una vida sana, ejercicio, aire puro, regímenes adecuados. Se mantienen en forma.

—A mí me parece que el hermano Antony, por lo menos, tiene mil años.

Su voz era fría, agresiva, provocativa. Me estaba desafiando a que me echara a reír en sus narices; pero no podía.

—Puede que hasta más viejo —continuó Eli—. Lo mismo pasa con el hermano Miklos y el hermano Franz. No creo que ni siquiera uno de ellos tenga menos de ciento cincuenta años.

—¡Magnífico!

—¿Qué es lo que quieres, Timothy? ¿Quieres marcharte?

—He pensado en ello.

—¿Solo o con nosotros?

—Mejor con vosotros, pero, si es necesario, solo.

—Oliver y yo no nos vamos, Timothy. Y creo que Ned también se queda.

—Pues, en ese caso, no me queda otro remedio que hacerlo solo.

—¿Es una amenaza?

—Es un hecho.

—Ya sabes lo que puede pasarnos si te vas.

—¿Temes que los hermanos cumplan los términos del juramento? —le pregunté.

—Hemos jurado no marcharnos. Dijeron cuál era el precio y estuvimos de acuerdo. No subestimaría su capacidad de hacérnoslo pagar si les diéramos opción.

—¡Qué parida! Son una panda de vejestorios. Que venga uno a buscarme y le parto en dos. Con una sola mano.

—Puede que tú lo hicieras, pero nosotros no. ¿Quieres llevar nuestra muerte sobre tu conciencia?

—Déjame en paz con tus montajes melodramáticos. Soy libre. Mira las cosas desde un punto de vista existencial, como siempre nos has propuesto. Nosotros mismos elaboramos nuestro propio destino, Eli. Cada uno va por su propio camino. ¿Qué me une a vosotros tres?

—Juraste voluntariamente.

—Puedo retractarme.

—De acuerdo. Retráctate. ¡Haz las maletas y lárgate!

Estaba tranquilamente echado sobre la cama, desnudo, mirándome fríamente. Jamás le había visto con un aire tan decidido, tan seguro de sí mismo. Había encontrado, súbitamente, una fortaleza formidable. O bien tenía un demonio en el cuerpo. Prosiguió:

—Bien, Timothy. Eres libre. Nadie te detiene. Puedes llegar a Phoenix antes del ocaso.

—No me corre tanta prisa. Quería discutir el asunto con vosotros tres, para llegar a un acuerdo racional. Nadie da el coñazo a nadie, pero me gustaría que todo el mundo estuviera de acuerdo para…

—Todos estuvimos de acuerdo en venir aquí, Timothy. Estábamos de acuerdo en correr el riesgo. Es inútil seguir discutiendo. Puedes irte cuando quieras, sin olvidar, desde luego, que, al hacerlo, nos expones a ciertos riesgos.

—¡Eso se llama chantaje!

—Ya lo sé —sus ojos echaban chispas—. ¿De qué tienes miedo, Timothy? ¿Del Noveno Misterio? ¿Te pone nervioso? ¿O es la posibilidad de vivir realmente para toda la eternidad la que te inquieta? ¿Temes ceder bajo el terror existencial? Siglo tras siglo, sujeto a la rueda del karma, incapaz de liberarte. ¿De qué tienes miedo, Timothy? ¿De morir o de vivir? ¿Te has equivocado de puerta? Gira a la izquierda, la segunda puerta siguiendo el corredor.

—He venido a hablar en serio. No quiero bromas, no quiero ni amenazas ni insultos. Sólo quiero saber cuánto tiempo pensáis quedaros aquí Ned, Oliver y tú.

—Apenas acabamos de llegar. Todavía es demasiado pronto para hablar de irse. Y, ahora, ¿querrías perdonarme?

Salí. No iba a llegar a nada, los dos lo sabíamos. Y él me había hecho daño, en unos puntos que yo no había sabido hasta ahora que fuesen tan vulnerables.

En la cena, se comportó como si no le hubiera dicho ni una palabra.

¿Y ahora? ¿Permanezco sin hacer nada esperando a ver qué pasa? ¡Señor! Honestamente, no puedo más. No estoy hecho para la vida monástica —dejando completamente de lado El Libro de los Cráneos y todo lo que puede ofrecer. Hay que haber nacido para este tipo de cosas. Hay que haber renunciado a los antepasados, hay que ser masoquista. Me gustaría hacerles entender esto a Eli y a Oliver. Dos locos, dos borrachos de inmortalidad. Serían capaces de quedarse aquí diez o veinte años arrancando malas hierbas, deslomándose haciendo ejercicios, soportando el sol hasta quedarse ciegos, respirando hondo y comiendo puré picante para convencerse de que así van a conseguir la inmortalidad. Eli, que siempre me ha parecido inestable y neurótico, pero fundamentalmente racional, parece haberse desinflado. Su mirada, extraña, fija y vidriosa, se parece a la de Oliver. Una mirada de psicópata. Una mirada terrible. Algo se remueve dentro de Eli. Se fortalece día a día, y no sólo los músculos; hay también una fuerza moral, un dinamismo, un fervor; está lanzado y da a entender que nada ni nadie le detendrá hasta que no tenga lo que quiere. A veces tengo la impresión de que se transforma en Oliver —una versión más pequeña, peluda, yiddish, de Oliver. Este, como es habitual, cierra la boca y trabaja como seis, y por la noche se revienta para hacer los ejercicios todavía mejor que el hermano Bernard. Incluso Ned está a punto de alcanzar la fe. Cada vez más mofas burlonas, más sonrisas de medio lado. Por la mañana, cuando el hermano Miklos nos abruma con sus seniles discursos de los que sólo se comprende una frase de cada seis, se ve a Ned con el semblante gozoso de un chiquillo que oye hablar de Papá Noel y se espatarra para oír mejor, y transpira, y se muerde las uñas, y todo se lo traga con gusto. ¡Naturalmente, hermano Miklos! ¡La Atlántida, claro! ¡Y el hombre de Cromagnon, claro! Y los aztecas y todo lo demás. ¡Creo, creo, creo! Y, a continuación, el desayuno y la meditación sobre el frío suelo de nuestro cuarto, todos separados, y después volver a salir y reventarse para los hermanos en su puto campo. ¡Estoy hasta la coronilla! No lo puedo aguantar más. Hoy me ha salido mal, pero volveré a hablar con Eli dentro de uno o dos días para ver si está más razonable. Aunque no tengo muchas esperanzas.

Eli me da un poco de miedo.

Hubiera querido que no me dijera lo que me ha dicho, lo que me da más miedo de todo: el Noveno Misterio o vivir eternamente. Hubiera querido que no me hablara de eso para nada.

Загрузка...