A mediodía, cuando salíamos de nuestra sesión con el hermano Miklos, el hermano Javier nos interceptó por el pasillo. «Venid a verme a la sala de las tres máscaras después de comer», nos dijo, y, solemnemente, fue a ocuparse de sus cosas. Veo algo desagradable, frío, en ese hombre. Es al único hermano que prefiero evitar. Sus ojos de zombie, esa voz de muerto viviente. Me parecía que el momento de la confesión, de la que ya nos había hablado el hermano Javier la semana pasada, había llegado.
No estaba equivocado. Sin embargo, las cosas no pasaron como yo me había imaginado. Esperaba algo así como una sesión colectiva: Ned, Eli, Timothy y yo, tal vez, con dos o tres hermanos, sentados en círculo, levantándose cada candidato de uno en uno para desnudar su alma delante de la asamblea; después, comentaríamos lo que habíamos oído, intentando interpretarlo de acuerdo con nuestras propias experiencias personales; y así con cada uno de nosotros. Pero no era nada de aquello. El hermano Javier nos anunció que nosotros seríamos nuestros propios confesores mutuos a lo largo de una serie de confrontaciones privadas, cara a cara.
«A lo largo de la semana que acaba de pasar», nos dijo, «habéis examinado vuestra vida, habéis pasado revista a vuestros más negros secretos. Cada uno de vosotros conserva en su corazón al menos un episodio que está seguro no poder revelar nunca a nadie. Sobre ese episodio crucial, y sobre ningún otro, debe versar vuestro trabajo».
Lo que nos pedía, era identificar el incidente más horrible, más vergonzante, de nuestra existencia, y revelarlo para purgarnos de nuestras malas vibraciones. Puso su colgante en el suelo y lo hizo girar para determinar quién se confesaría con quién. Timothy a mí; yo a Eli; Eli a Ned; Ned a Timothy. La cadena estaba completa con nosotros cuatro, no incluía a nadie del exterior. No entraba dentro de las intenciones del hermano Javier hacer de nuestros horrores más personales una propiedad común. No debíamos contarle ni a él ni a nadie lo que aprendiéramos los unos de los otros a lo largo de las sesiones de confesión. Cada miembro del Receptáculo iba a convertirse en el guardián de los secretos de otro. Pero lo que confesáramos, no iría más allá de nuestro propio confesor. Lo que contaba era la purga, la liberación, más que la información desvelada.
Para que no contamináramos la pura atmósfera del monasterio liberando demasiadas emociones negativas a la vez, el hermano Javier decretó que sólo habría una confesión por día. De nuevo el colgante sirvió para decidir el orden de las sesiones. Esta noche, antes de la hora de acostarse, Ned iría donde Timothy. Mañana, Timothy vendría a verme; al día siguiente, iría donde Eli; y el cuarto día, Eli cerraría el círculo yendo a confesarse con Ned.
Esto me dejaba dos días y medio para decidir qué historia contarle a Eli. ¡Oh! Por supuesto, sabía muy bien cuál debía contarle. Era evidente. Pero me inclinaba por dos o tres débiles sustitutos, paneles que camuflaran la única válida, pretextos fútiles para disimular la única elección que se imponía realmente. A medida que se ofrecían las posibilidades, las descartaba. Sólo tenía una elección, un verdadero y único cobijo de culpabilidad vergonzante. No sabía cómo resistiría el dolor de decirlo, pero tenía que hacerlo y tal vez, no con demasiadas esperanzas en ello, el dolor huyera al ser revelado.
Ya me preocuparé, me decía a mí mismo, cuando llegue el momento. Y me impuse como un deber el olvidar el asunto de la confesión. Supongo que es un típico ejemplo de rechazo de la realidad. Llegada la noche, ya había olvidado por completo lo que nos dijera el hermano Javier. Sin embargo, a medianoche, me desperté sudando, soñando que se lo había contado todo a Eli.