25. ELI

Es inútil dar vueltas y vueltas en la cabeza a ese pequeño intercambio de palabras con el hermano Antony. No alcanzo a darle sentido. ¿Querría reírse de mí? ¿Fingía ignorancia? ¿O un conocimiento que, de hecho, no tiene? Su sonrisa, ¿era la de un entendimiento de iniciado o la de un cretino que se tira un farol?

Es posible, me decía a mí mismo, que conozcan El Libro de los Cráneos con otro nombre, o bien que en el curso de su emigración de España a México y de México a Arizona hayan sufrido una total refundición de su simbología teológica. Estaba convencido, a pesar de la réplica oblicua del hermano, de que este lugar es sucesor directo del monasterio catalán en el que se escribió el manuscrito que he descubierto.

Me di un baño. El mejor de toda mi vida, el baño del siglo. Al salir del espléndido pilón, me di cuenta de que toda mi ropa había desaparecido y de que la puerta estaba cerrada con llave. Cogí los estrechos vaqueros pelados, deshilachados, que me habían dejado. (¿«Ellos»?) Y esperé. Esperé. Nada de leer, nada que ver, aparte de la delicada máscara de un cráneo de órbitas gigantescas, un mosaico de infinitos fragmentos de jade, obsidiana y turquesa, un tesoro, una verdadera obra maestra. Estaba a punto de darme otro baño nada más que para matar el tiempo, cuando mi puerta se abrió —sin que yo oyera ni llave ni ruido en la cerradura— y alguien, que yo tomé al principio por el hermano Antony, entró. Al segundo vistazo, me di cuenta de que se trataba de otra persona: ligeramente más alto, más estrecho de hombros, con la piel un poco más clara, pero, salvo aquellos detalles, con el mismo aspecto físico, cuadrado, sólido, apergaminado a lo Picasso. Con una voz amortiguada que recordaba a la de Peter Lorre, me dijo:

—Soy el hermano Bernard. Tenga la bondad de acompañarme.

El corredor parecía hacerse más largo a medida que lo atravesábamos. El hermano Bernard iba delante y yo le seguía con los ojos fijos en la extraña arista que sobresalía de su espina dorsal. Los pies desnudos sobre el suelo de piedras lisas, agradable sensación. Misteriosas puertas de madera noble cerradas a cada lado del corredor. Cuartos, cuartos y más cuartos. Un millón de dólares en grotescos objetos mexicanos por las paredes. Las miradas de todos aquellos dioses de pesadilla convergían en mí. Las luces estaban encendidas y un suave resplandor amarillo se difundía desde los apliques en forma de cráneo dispuestos a lo largo del pasillo.

Otro toque melodramático. Al acercarnos a la parte delantera del edificio, en forma de «U», eché un vistazo por encima del hombro derecho del hermano Bernard, y entreví, sorprendido, una silueta femenina a unos quince metros de mí. Salió de la última habitación de aquel ala, recorriendo sin prisa mi campo visual —pareciendo flotar— y luego desapareció en la parte principal. Era una mujer de poca estatura, frágil, que llevaba una especie de minifalda ajustada, por medio muslo, de tejido blanco plisado. Su pelo era de un negro brillante —latino— y caía hasta más abajo de los hombros. Tenía la piel de un moreno intenso, que contrastaba con la blancura de su falda. Su pecho sobresalía excepcionalmente. No cabía la menor duda acerca de su sexo, aunque su rostro fuera difícil de distinguir. Me sorprendió que hubiera hermanas a la vez que hermanos en el monasterio, pero quizá fuera una sirvienta, pues el lugar era de una limpieza impecable. Sabía que era inútil tratar de que el hermano Bernard me hablara de ella. Se cubría con el silencio como otros lo hacen con una armadura.

Me hizo entrar en una gran sala con el cielo por techo, que parecía estar destinada a celebraciones ceremoniales. No debía ser la misma en la que el hermano Antony nos recibió, pues no se veía huella alguna de una trampa que condujera a un túnel. La fuente también era diferente: mayor, más en forma de tulipán, aunque la estatuilla de la que manaba el agua se parecía a la otra sensiblemente. Se veía la luz oblicua del atardecer por entre los huecos de las vigas del techo. Hacía calor, pero ya no era tan agobiante como un poco antes.

Ned, Oliver y Timothy ya estaban allí, vestidos con el mismo tipo de pantalón ajustado. Tenían un aire de tensión e incertidumbre. Oliver tenía esa expresión particularmente estática que pone sólo en momentos de gran tensión. Timothy intentaba hacer ver que estaba de vuelta, sin conseguirlo. Ned me hizo un guiño rápido, no sé si de bienvenida o de burla.

Había en la sala unos doce hermanos.

Todos parecían cortados por el mismo patrón: si no eran exactamente hermanos, eran, por lo menos, primos. Ninguno superaba el metro setenta, y muchos medían un metro sesenta o menos. Todos calvos. Todos cuadrados. Morenos. Aspecto inmortal. Vestidos únicamente con pantalones iguales. Uno de ellos, en quien creí reconocer al hermano Antony —seguro que era él— llevaba un pequeño colgante verde en el pecho. Otros tres llevaban adornos similares pero de un material más oscuro. Tal vez ónice. La mujer que había visto hacía poco no estaba presente.

El hermano Antony me hizo una seña para que me pusiera de pie junto a mis compañeros. Me coloqué al lado de Ned. Silencio. Tensión. Unas ganas repentinas de echarme a reír que conseguí dominar a tiempo. ¡Qué absurdo era todo aquello! ¿Quiénes creían ser aquellos hombrecillos pomposos? ¿Para qué esta comedia de los cráneos, estas confrontaciones rituales? Solemnemente, el hermano Antony nos estudiaba como si nos juzgara. No había más ruido que el de nuestra respiración y el alegre correr de la fuente. ¡Un poco de música seria de fondo musical, maestro, por favor! Mors superbit et natura, cum resurget creatura, judicanti responsura. Se asombran muerte y naturaleza, cuando resurge la criatura para responder a su juez. Responder a su juez: ¿eres tú nuestro juez, hermano Antony? Quando Jude est venturus, cuncta stricte discussurus! ¿No dirá nada? ¿Permaneceremos eternamente suspendidos entre nacimiento y muerte, matriz y tumba? ¡Ah! La representación continúa. Uno de los hermanos subalternos, sin colgante, se dirige a un nicho de la pared y coge un libro delgado, con un lujoso lomo de marroquinería roja. Se lo tiende al hermano Antony. Sin necesidad de que lo digan, sé qué libro es. Líber Scriptus Proferetur, in quo totum continetur. Traerán el libro escrito, en el que todo está contenido. Unde mundus judicetur. Desde donde se juzgará al mundo. ¿Qué se supone que he de decir? ¡Oh, Rey Majestuoso, que salva con largueza a quienes deben salvarse, sálvame! ¡Oh, Fuente de Clemencia! En este momento el hermano Antony me miró de frente.

El Libro de los Cráneos —dijo con una voz dulce y tranquila, sonora— tiene hoy en día muy pocos lectores. ¿Cómo habéis dado con él?

—Un viejo manuscrito —contesté—, escondido y olvidado en una biblioteca universitaria. Mis estudios… Un descubrimiento fortuito… La curiosidad me ha llevado a traducirlo…

El hermano inclinó la cabeza.

—¿Y después, para llegar hasta nosotros? ¿Cómo lo han hecho?

—Un artículo en un periódico. Algunas líneas sobre la imaginería, el simbolismo… Hemos probado; de todas formas, estábamos de vacaciones y hemos venido a ver si… si…

—Sí —dijo. Sin que implicara ninguna pregunta. Con sonrisa serena. Me miraba tranquilamente, esperando sin duda que le contara el resto. Eramos cuatro. Habíamos leído El Libro de los Cráneos, y éramos cuatro. Ahora parecía imponerse una declaración de candidatura formal. Exaudi oratinem meam, ad te omnis caro veniet. Yo era incapaz de hablar. Permanecía mudo en medio de la explosión infinita de silencio, esperando que Ned, Oliver, o incluso Timothy, pronunciaran las palabras que no querían salir de mis labios. El hermano Antony esperaba. Me esperaría hasta el último acorde de trompa o hasta el clamor final de la música, si fuera necesario. Habla. Habla. Habla.

Hablé, y oía mi propia voz fuera del cuerpo como si hubiera estado grabada en un disco.

—Los cuatro hemos leído y comprendido El Libro de los Cráneos, y deseamos someternos… deseamos sufrir la prueba. Los cuatro nos ofrecemos… nos ofrecemos como candidatos… candidatos… como… —estaba inseguro. ¿Era correcta mi traducción? ¿Comprendería la elección de las palabras?— … como Receptáculo —terminé.

—Como Receptáculo —repitió el hermano Antony.

—Como Receptáculo, como Receptáculo. Como Receptáculo —repitieron a coro los hermanos.

¡La escena se había transformado en una ópera! De pronto, me había convertido en el tenor de Turandot cuando pide que le planteen los enigmas fatales. Todo parecía injuriosamente teatral, increíblemente alejado del mundo en el que los satélites se emiten señas entre sí, en el que jóvenes melenudos se peleaban por conseguir droga, en el que las porras de la staatspolizei destrozaban las cabezas de los manifestantes en cincuenta pueblos americanos. ¿Cómo podíamos estar aquí hablando de cabezas de muerto y de receptáculos? Pero cosas más extrañas nos aguardaban todavía. Solemnemente, el hermano Antony hizo una señal al que había traído el libro, y de nuevo el hermano se dirigió hacia el nicho. Esta vez volvió con una máscara de piedra esmeradamente pulida, que entregó al hermano Antony. Este se la aplicó contra la cara mientras que uno de los otros hermanos que llevaba colgante, avanzó para atársela por detrás con una correa. La máscara cubría la cara del hermano Antony desde el labio superior hasta arriba de la cabeza. Le daba una apariencia de calavera viviente. Sus pequeños ojos fríos brillaban al fondo de dos grandes órbitas de piedra, fijos en mí. Palpablemente.

El hermano Antony habló:

—¿Están al corriente de las condiciones impuestas por el Noveno Misterio?

—Sí —respondí. El hermano Antony esperaba. Terminó por recibir un tímido sí de Ned, después de Oliver, y, después, de Timothy, un poco más reticente.

—Así pues, no se presentan a esta Prueba con frivolidad de espíritu, y conocen tan bien los peligros como las recompensas. ¿Se ofrecen plenamente y sin restricciones interiores? Han venido hasta aquí para tomar parte en un sacramento y no para jugar. Se entregan enteramente a la Hermandad y a los Guardianes. ¿Está todo aclarado?

—Sí —consentimos tímidamente uno tras otro.

—Acérquense. Pongan la mano sobre la máscara. —Como si temiéramos una descarga eléctrica tocamos apenas la fría piedra gris—: Hace muchos años que no se ha presentado un Receptáculo entre nosotros. Pero he de advertirles, por si sus motivos no son suficientemente serios, que no podrán abandonar el monasterio hasta que finalice su iniciación. El secreto es nuestra regla. Una vez que la Prueba haya comenzado, sus vidas estarán en nuestras manos, y prohibimos abandonar estos lugares. El Decimonoveno misterio, del que ustedes no pueden estar al corriente, dice que si uno de ustedes se va, los otros tres nos entregan sus vidas. ¿Está claro? Ya no podemos aceptar cambios. Cada uno será el vigilante de los otros tres. Y han de saber que, si hay algún renegado entre ustedes, los otros morirán de modo inevitable. Es su última oportunidad de retirarse. Si consideran las condiciones demasiado duras, retiren las manos de la máscara y podrán irse en paz.

Tuve un momento de indecisión. No había contado con esto: la pena de muerte si no llevábamos la Prueba a término. ¿Hablaban en serio? ¿Y si, después de dos días, llegábamos a la conclusión de que no tenían nada serio que ofrecernos? Estábamos obligados a permanecer allí meses y meses hasta que nos dijeran que la Prueba había terminado y que éramos libres. Marcharse parecía imposible. Estuve a punto de retirar la mano. Pero recordé que había venido hasta aquí para realizar un acto de fe y que renunciaba a una vida sin significado, con la esperanza de alcanzar otra llena de él. Sí, me entrego, hermano Antony, sin restricciones. Y, de todos modos, ¿qué podrían hacernos estos pequeños seres si decidiéramos marcharnos?

Habría que tomar esto como una parte más del teatral ritual, como la máscara y las respuestas a coro. Así logré convencerme. También Ned parecía tener sus dudas. Vi cómo aflojaba los dedos un momento, pero los mantuvo. La mano de Oliver no tembló ni siquiera un momento. Timothy era quien parecía más titubeante: frunció las cejas, nos miró y miró al hermano Antony, empezó a sudar, levantó los dedos por espacio de dos o tres segundos, y, después, con gesto de mandarlo todo al diablo, agarró de nuevo la máscara con tanta vehemencia que el hermano Antony estuvo a punto de perder el equilibrio ante el impacto. Bien, estábamos ligados. El hermano Antony se quitó la máscara.

—Cenarán esta noche con nosotros —dijo— y mañana empezaremos.

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