Hemos andado setecientos o novecientos kilómetros hoy sin intercambiar prácticamente una palabra desde que salimos esta madrugada. Nos unen y nos separan algunas tensiones. Eli está enfadado con Timothy, yo también. Timothy está abrumado por Eli y por mí. Oliver está harto de todo el mundo. Eli está contra Timothy porque no le dejó traerse a la morenita que recogió ayer por la noche. Mis simpatías están con Eli; sé lo difícil que le resulta entenderse con las chicas, y me imagino lo angustioso que debió ser para él separarse de ella. Sin embargo, Timothy tiene razón: traerse a la chica era algo impensable. También yo le reprocho a Timothy sus intromisiones en mi vida sexual. Podía haberme dejado irme con aquel chico a su casa y recogerme por la mañana. Pero no, tiene miedo de que me den una paliza por la noche y me dejen tirado en una acera. «Sabes lo que suele pasar, Ned: tarde o temprano, los maricas acaban por recibir una paliza y se mueren sobre la primera acera que encuentran.» No quería perderme de vista. ¿Qué puede importarle a él si recibo una paliza mientras me dedico a la busca de mis dudosos placeres? Lo que le importa es que eso rompería el mandala. La figura de las cuatro esquinas, el rombo sagrado. Siendo tres, no podrían presentarse ante los Guardianes de los Cráneos; soy indispensable. Así que Timothy, que no hace más que decir que no se cree ni una palabra del mito del Monasterio de los Cráneos, está, sin embargo, decidido a llevar a todo el rebaño intacto hasta las puertas del santuario. Me gusta esa clase de resolución repleta de contradicciones. Timothy dice que éste es un viaje de locos, pero tengo la intención de seguir hasta el final, ¡y velaré para que todo el mundo continúe!
Esta mañana hay otras tensiones en la atmósfera. Timothy está de morros y como distante, sin duda porque detesta el papel paternalista que tuvo que interpretar ayer; nos está reprochando que le hayamos obligado a hacerlo. Sospecho que Timothy también está algo resentido conmigo porque le prodigué mis favores a la pobre Mary. En el código de Tim, cuando se es marica, se es marica y punto. Debe creer, probablemente con razón, que a veces me lanzo a la heterosexualidad con una buena panda de espantapájaros sólo para fastidiar a los tipos como él.
Oliver está también más taciturno que de costumbre. Imagino que le parecemos tremendamente frivolos y nos detesta por ello. ¡Pobre Oliver! Un self-made man, como él mismo no deja de recordarnos con su desaprobación, más implícita que explícita, de nuestros respectivos comportamientos. Se trata de una figura linconiana, salida de la desolación de los campos de cereales de su Kansas natal a base de esfuerzos, sacrificios y trabajo, para alcanzar el envidiable status de estudiante de medicina en la universidad, exceptuando una o dos, más tradicional del país, y que, por alguna mala jugada del destino, se encuentra compartiendo su piso y posible futuro destino con: 1) un poeta homosexual; 2) un miembro de la clase ociosa; 3) un judío erudito y neurótico. Mientras Oliver se dedica a la conservación de la vida mediante los ritos de Esculapio, yo me contento con rellenar incomprensibilidades contemporáneas, y Eli se contenta con traducir y dilucidar incomprensibilidades olvidadas, y Timothy se contenta con coleccionar dividendos y jugar al polo. Sólo tú, Oliver, tienes alguna utilidad social, tú, que has hecho voto de aligerar a la humanidad de sus males. ¡Ah! Y si el monasterio de Eli existiera de verdad y nos dieran lo que vamos a buscar, ¿al estado de qué quedaría convertido tu arte, Oliver? ¿Para qué sirve ser médico cuando existe una fórmula mágica que concede la vida eterna? ¡Tendrás que despedirte de tu trabajo, Oliver!
Ahora debemos estar, más o menos, por Pensilvania occidental, o en el este de Ohio, no sé exactamente. Nuestra meta para esta noche es Chicago. Los kilómetros pasan; las autopistas se suceden unas a otras y todas son muy parecidas. Estamos rodeados de colinas todavía inmersas en la desolación del invierno. Un sol pálido. Un cielo descolorido. De vez en cuando, una gasolinera, un restaurante o la pintura de algún pueblo sin alma divisado a través de los árboles.
Oliver condujo sin decir una sola palabra durante más de dos horas. Después le pasó las llaves a Timothy. Timothy llevó el volante durante cosa de media hora, se cansó y me pidió que le relevara. Soy algo así como el Richard Nixon del automovilismo: tenso, aplicado, agresivo, siempre calculando y deshaciéndome continuamente en excusas; es decir, un incompetente. A pesar de todos esos handicaps, Nixon logró ser el presidente; yo, a pesar de mi falta de atención y coordinación, saqué el carnet de conducir. Según la teoría de Eli, los americanos se dividen en dos categorías: los que saben conducir y los que no saben; los primeros sirven únicamente como animales reproductores y para trabajos de fuerza; los segundos encarnan el verdadero genio de la raza. Me considera algo así como un traidor a la intelligentsia porque sé distinguir el freno del acelerador, pero me da la impresión de que, después de comprobar cómo conduzco durante una hora, ha debido pasar a revisión su severo juicio. No soy un conductor, sino una pésima imitación de uno. El Lincoln Continental de Timothy me parece un autobús. Giro demasiado el volante y voy dando bandazos constantemente. Dadme un VW y os enseñaré de qué soy capaz. Oliver, que es un pésimo pasajero, acabó por perder la paciencia y me dijo que iba a conducir él otra vez. Ahora conduce él, auriga de dorados cabellos, hacia el sol poniente.
En un libro que leí no hace mucho, se esbozaba una metáfora estructural de la sociedad a partir de una película etnográfica sobre la caza de jirafas en la selva africana. Los guerreros habían herido a un gran animal con sus flechas envenenadas, pero tenían que seguir a su presa a través de las áridas soledades del Kalahari hasta que muriera, cosa que podía llevar una semana o, incluso, más. Los cazadores eran cuatro, unidos por estrecha alianza. El jefe, que iba a la cabeza del grupo. El shaman, o brujo, que invocaba la asistencia de los poderes sobrenaturales cuando la situación lo requería y que, además, servía de unión entre el carisma divino y la realidad del desierto. El cazador, célebre por su agilidad, elegancia, velocidad y fuerza, llevaba el mayor peso del grupo. Y por fin, el bufón, pequeño y feo, que se burlada de los misterios del shaman, de la beldad del cazador y de la autosuficiencia del jefe. Los cuatro constituían un organismo único, cada uno de ellos desempeñando un papel esencial en el desarrollo de la caza. A partir de ahí, el autor desarrollaba las polaridades del grupo, inspirándose en las teorías de Yeats sobre los giros en sentidos contrarios: el shaman y el bufón representaban el giro a la izquierda, el idealismo; el cazador y el jefe, el giro a la derecha, el racionalismo. Cada uno de los giros concretiza posibilidades inaccesibles al otro; cada uno es inútil sin el otro, pero juntos forman un grupo estable donde todas las funciones están equilibradas. De ahí sólo hay un paso hacia la última metáfora que nos eleva de la tribu a la nación: el jefe se convierte en el estado, el cazador en el ejército, el shaman en la iglesia y el bufón en el arte. Este coche transporta un macrocosmos. Timothy es nuestro jefe; Eli nuestro shaman, el bello Oliver nuestro cazador, y yo soy el bufón. Y yo soy el bufón.