22. ELI

¿Y si no hubiese habido monasterio? ¿Si hubiésemos llegado al fin del camino para no encontrar más que un muro impenetrable de espinos y cactos? Confieso que, en cierto modo, lo esperaba. Toda la expedición es un fracaso, un chasco más a cuenta de Eli, el schmeggege. La calavera en el borde del camino, una pista falsa; el manuscrito, una fábula sin sentido; el artículo en el periódico, un camelo; la cruz de nuestro mapa, una broma. Nada ante nosotros más que cactos y mezquitas, un atormentado desierto, un foso o, incluso, buitres que ni siquiera quieren nuestros ojos. ¿Qué es lo que habría hecho entonces? Me habría vuelto hacia mis tres cansados compañeros con toda dignidad, y les habría dicho, con una débil sonrisa de disculpas en los labios: Señores, me he equivocado, habéis sido inducidos a error. Hemos perseguido una quimera.

Me agarran tranquilamente, sin maldad, sabiendo desde el principio que esto tenía que acabar así inevitablemente, y me desnudan, me clavan una estaca de madera en el corazón, me clavan en un saguaro gigante, me aplastan entre dos rocas planas, me clavan espinas en los ojos, me queman vivo, me entierran hasta los hombros en un hormiguero, me castran con las uñas, y, a todas éstas, murmuran solemnemente: Schmeggege, schlemihl, schlemazel, schmendrick, schlep. Pacientemente, acepto mi merecido castigo. Con la humillación me las entiendo. El desastre no me sorprende jamás.

¿La humillación? ¿El desastre? Como con el chasco de Margo, mi derrota más reciente. Todavía me escuece. Fue en octubre pasado, al principio del semestre, una tarde de lluvia de niebla. Teníamos hasch de primera, un supuesto panamá rojo que Ned había obtenido por medio de una supuesta joyera homosexual underground, y nos pasamos la pipa Timothy, Ned y yo, mientras que Oliver, como era su costumbre, se abstenía y se tragaba distraídamente un tinto cualquiera. De fondo se oía uno de los cuartetos de Rasoumowski, elevándose elocuentemente por encima del tamborileo de la lluvia; planeábamos cada vez más alto, y Beethoven nos prestaba un apoyo místico con un segundo violoncelísta que parecía haberse unido al grupo inexplicablemente. Incluso un oboe, en momentos extraños, o un bajón trascendental tras las cuerdas. Ned no nos había engañado: probarlo era toda una experiencia. Poco a poco derivaba, derivaba en un viaje conversacional, confesional, liberándome de todo lo que tenía en el corazón, diciéndole de pronto a Timothy que lo que más sentía en mi vida era el no haber podido estar nunca con lo que yo llamaría una chica realmente guapa.

Timothy, compasivo, me pide que cite un ejemplo de lo que entiendo por una chica verdaderamente guapa. Reflexiono, examinando mis opciones. Ned sugiere a Rachel Welch, Katherinne Deneuve, Lainie Kazan. Finalmente, con una maravillosa ingenuidad, se lo suelto: «Considero que Margo es una chica verdaderamente guapa.» La Margo de Timothy. La diosa goyishe de Timothy, su shikse de cabellos de oro. Habiendo dicho esto, sentí una serie de diálogos rápidamente esbozados resonar en mi cerebro embebido de cannabis, un lento pasar de palabras; después el tiempo, como sucede a menudo cuando se está bajo la influencia de la marihuana, se invirtió, de forma que oí la interpretación de mi escena entera, cada réplica llegaba en su momento preciso. Timothy me preguntaba con la mayor seriedad del mundo, si Margo me excitaba. Yo le contestaba, con no menos seriedad, que sí. Pues, quería saber si me sentiría menos inadecuado, más expansivo, después de haber estado con ella. Dudando, preguntándome a qué jugaba, respondía con vagos circunloquios, para oírle decir con estupor que iba a arreglar todo el asunto para mañana por la tarde.

—Arreglar, ¿qué? —le preguntaba.

—Margo —decía. Me dejaría a Margo por caridad cristiana.

—Y ella, ¿querrá?

—Claro que querrá. Te encuentra muy bien.

—Todos te encontramos muy bien —decía Ned.

—Pero yo no puedo… ella no… cómo…

—Te la confío —dijo Timothy maravillosamente, con gesto de gran señor—. No puedo dejar a mis amigos en un estado de frustración y deseos insatisfechos. Mañana, a las ocho, en su cuarto. Le diré que te espere.

—Eso sería hacer trampas —dije, volviéndome taciturno—. Demasiado fácil, demasiado irreal.

—No seas idiota —añadió Ned.

—Me tomas el pelo —le dije a Timothy.

—¡Palabra de scout! Te la regalo.

Se puso a describir las preferencias de Margo en la cama, sus zonas erógenas especiales, las pequeñas claves que utilizaban. Yo le iba cogiendo gustillo a la cosa. Planeaba cada vez más, me lanzaba en un tríp de risa y me completaba las detalladas descripciones de Timothy con escabrosas fantasías de mi cosecha. Naturalmente, cuando aterricé dos horas más tarde, estaba persuadido de que me había tomado el pelo; y esto me precipitó hacia el abismo de la melancolía. Siempre estuve convencido de que las Margos de este mundo no son para mí. Los Timothy podían follarse cohortes enteras de Margos, pero yo jamás tendría una sola. En realidad, la veneraba a distancia. El prototipo de shikse, la flor de la felicidad aria, delgada, con las piernas largas, cinco centímetros más alta que yo (que parecen bastante más cuando una chica está junto a uno), los cabellos rubios y sedosos, los ojos azules, la nariz respingona, los labios gruesos y ágiles. Una chica viva, atlética, campeona de baloncesto (hasta Oliver admitía su capacidad sobre el terreno), una estudiante brillante, un ingenio sencillo y mordaz. En realidad, era una perfección asombrosa, horripilante: una de esas criaturas sin defectos que nuestra aristocracia produce de vez en cuando en medio de la muchedumbre. Hecha para reinar con serenidad en las propiedades agrestes o para pasear majestuosamente sus caniches por la Segunda Avenida. ¿Margo para mí? ¿Mi cuerpo peludo y sudoroso junto al suyo? ¿Mi cara arrugada junto a su piel de raso? La rana uniéndose con un cometa. Para Margo, yo debería ser algo vil y repugnante. El patético representante de una especie inferior. Cualquier contacto entre nosotros sólo podría ser contrario a la Naturaleza, la aleación de la plata con el cobre, una mezcla de alabastro con carbón. Me esforzaba para no pensar en estas cosas, pero, a mediodía, Timothy me recordó la cita. Es imposible, le dije, inventando treinta y seis excusas: estudios, un trabajo que entregar, una traducción difícil, y así sucesivamente. Con un gesto descartó mis débiles protestas:

—Estáte a las ocho en su casa —me dijo.

Una oleada de terror se apoderó de mí:

—No puedo —insistí—. La prostituyes, Timothy. ¿Qué tengo que hacer? ¿Entrar, desabrocharme la bragueta, lanzarme encima…? Eso no puede funcionar. No puedes hacer real un sueño con sólo agitar la varita mágica.

Timothy se encogió de hombros.

Creía que ya había terminado esta historia. Oliver tenía entrenamiento de baloncesto aquella tarde. Ned salió para ir al cine. Hacia las siete y media, Timothy se excusó. «Trabajo en la biblioteca», dijo. «Volveré a las diez.» Me quedé solo en el apartamento que compartíamos. No sospechaba nada. Comienzo a trabajar. A las ocho, un ruido de llave en la cerradura. Margo entra. Resplandeciente sonrisa, oro fundido. Pánico dentro de mí. Consternación.

—¿Está Timothy? —pregunta cerrando la puerta negligentemente, con llave.

Un trueno en mi pecho.

—En la biblioteca —dije—. Vuelve a las diez.

No tengo dónde esconderme. Margo hace una mueca entristecida.

—Estaba convencida de que iba a encontrarlo aquí. En fin, peor para él. Estás muy ocupado, ¿no? —un gruñido centelleante. Se echa tranquilamente en el sillón.

—Preparo un trabajo —dije— sobre las formas irregulares del verbo.

—¡Qué maravilla! ¿Fumas?

Comprendí todo. Lo habían planeado. Me gustase o no, era una trampa para hacerme feliz. Me sentía estafado, utilizado, paternalizado. ¿Debía pedirle que se fuese? No, schmendrick, no hagas el imbécil. Durante dos horas no estudies. Al diablo la delicadeza. El fin justifica los medios. Aprovecha esta oportunidad. No tendrás otra. Me dirigí hacia el sofá presumiendo. ¡Sí, Eli presumiendo! Y ella tenía dos enormes porros profesionalmente liados. Enciende uno tranquilamente, lo aspira profundamente y me lo pasa. Me temblaba la muñeca y a poco dejo caer la punta encendida en su brazo por culpa de los nervios. Sabía fuerte y empecé a toser. Me dio unas cuantas palmadas en la espalda. Schlemihl, Schlep. Recupero el porro, aspiro y arqueo las cejas con un lánguido «mmmmmm». El hasch no me hacía ningún efecto, estaba demasiado tenso y la adrenalina neutralizaba los efectos poco a poco. Estaba al tanto del fuerte olor de mi transpiración. El porro se convirtió pronto en una toba. Margo, aparentemente colocadísima, me propuso encender el segundo. Me negué con la cabeza:

—Más tarde —dije.

Se levantó y se puso a pasear por la habitación.

—Hace un calor insoportable aquí, ¿no te parece?

¡El rollo de siempre! Una chica de la habilidad de Margo podría haberse buscado algo mejor. Se estira, bosteza. Llevaba una minifalda ajustada y una blusa que dejaba ver su vientre dorado. Ni sostén ni bragas, eso estaba claro. Se le marcaban las pequeñas protuberancias de los pezones, y la falda, ceñida a sus redondos muslos, no tenía ninguna arruga. ¡Ah! Eli, demonio observador, suave y hábil manipulador de carne femenina.

—¡Qué calor hace! —murmura perdida en su pire.

Se quita la blusa, me sonríe inocentemente como diciendo: «Somos viejos amigos, no tenemos necesidad de preocuparnos por tabúes imbéciles, ¿por qué van a ser los niñitos más sagrados que un rollete?» Sus senos eran vagamente gruesos, altos, abiertos. Maravillosamente duros. Probablemente los senos más perfectos que he tenido la fortuna de contemplar. Intentaba mirar como quien no quiere la cosa. En el cine es más fácil: no existe relación tú-yo con lo que pasa en la pantalla. Se tira un rollo sobre astrología, cuestión de ponerme cómodo, supongo. Cantidad de historias sobre la conjunción de los astros en casa de no sé quién. Yo sólo podía farfullar respuestas. Luego se puso a leerme los signos de la mano. Era su último capricho, el misterio de las rayas.

—Las adivinadoras de la fortuna se ríen del público —dijo seriamente—, pero eso no quiere decir que no haya algo de cierto en el fondo. Mira, todo tu futuro se encuentra programado en las moléculas de ADN, y son las que gobiernan la configuración de las líneas de tu mano. Espera, déjame mirar.

Tomándome la mano, me acerca a ella sobre el sofá. Me sentía estúpidamente virgen con mi actitud y con la realidad de mi experiencia. Me cogió la palma de la mano, me hacía cosquillas.

—Aquí, mira, es la línea de vida. ¡Oh! ¡Es muy larga!

Miraba de reojo a sus tetas mientras ella se enrollaba con la quiromancia.

—Y esto es el monte de Venus. ¿Ves esa línea pequeña que empieza aquí? Indica que tienes grandes pasiones, pero que te retraes y las reprimes enormemente, ¿no crees?

De acuerdo, Margo, te sigo el juego. Mi brazo se lanza alrededor de sus hombros, mi mano busca sus pechos.

«¡Oh, sí, Eli, sí, sí!»

Exagera un poco. Me estrecha contra su pecho. Un beso torpe. Sus labios estaban entreabiertos. Hice lo necesario. Pero no sentía pasión alguna, ni grande ni pequeña. Todo aquello me parecía un formulismo, como un minueto coreografiado. No podía hacerme a la idea de hacer aquello con Margo. Irreal, irreal, irreal. Incluso cuando se separó suavemente e hizo resbalar la falda revelando sus contorneadas caderas, sus duros y jóvenes muslos, su tupido pelo color caña, no sentía ningún placer. Me hizo un gesto. Una sonrisa provocativa. Para ella todo esto no era más apocalíptico que un apretón de manos, un besito en la cara. Para mí se elevaban las galaxias. Sin embargo, qué fácil hubiese sido todo esto. Bajarse el pantalón, echarse encima, metérsela, un movimiento de caderas. ¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Ah, yupi! Pero yo tenía la enfermedad del sexo en la cabeza. Estaba demasiado obsesionado con la idea de Margo como símbolo inaccesible de la perfección como para constatar que Margo era perfectamente accesible, y no tan perfecta; pálida cicatriz de apendicitis, algunas arrugas en las caderas, restos de una niñez mucho más regordeta, nalgas demasiado delgadas.

Así pues, me estaba pasando de rosca. Sí, me desnudaba. Me metía con ella en la cama, sí, no podía empalmarme y me tuvo que ayudar Margo, y al final, la libido le ganó a la mortificación y me puse rígido y vibrante, y como un toro de la Pampa, me arrojé sobre ella, agarrando, arañando, horrorizándola con mi ferocidad, prácticamente violándola, y todo para que flaqueara en el crítico momento de la inserción, luego, ¡oh!, sí, metiendo la pata cada vez más, de torpeza en torpeza. Margo, alternativamente horrorizada, divertida y llena de solicitud, hasta que al fin llega la consumación, seguida casi instantáneamente por la erupción, seguida de abismos de autodesprecio, por cráteres descompuestos. Ya no podía mirarla. Me separaba. Me escondía bajo la almohada, me insultaba, insultaba a Timothy, insultaba a D. H. Lawrence.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó Margo acariciándome la espalda bañada en sudor.

—Por favor —dije—, márchate y no le digas nada de esto a nadie.

Pero ella habló. Todo el mundo lo supo. Mi simpleza, mi absurda incompetencia, mis siete variedades de ambigüedades culminando finalmente en siete variedades de impotencia. Eli el schmeggege, perdiendo su más sensacional oportunidad con la chica más sensacional que podrá tocar en toda su vida. Otro fracaso amoroso para la colección. Y hubiésemos podido conocer otro aquí, en medio de los cactos. Y los tres hubieran dicho:

—No podía esperarse menos de un tipo como tú, Eli.

Pero ahí está el monasterio.

El sendero comenzó a inclinarse entre matas de chollas y cada vez más densas mezquitas, hasta que desembocamos, abruptamente, en un ancho espacio arenoso. Alineados de derecha a izquierda, había una serie de cráneos de basalto parecidos al que habíamos encontrado más abajo, pero más pequeños que un balón de baloncesto, diseminados en la arena con intervalos de unos cincuenta centímetros. Al otro lado de la fila de cráneos, unos setenta metros más allá, se halla el Monasterio de los Cráneos, como una esfinge incrustada en el desierto: un edificio sin pisos, relativamente grande, coronado por una terraza, con los muros de estuco amarillo parduzco. Siete columnas de piedra blanca decoraban la fachada difusa. El efecto que producía era extraordinariamente sencillo, solamente roto por la brisa que corría a través del frontón: cráneos en bajo relieve mostrando su perfil izquierdo, rostros hundidos, narices huecas, órbitas enormes. Las bocas entreabiertas en siniestra sonrisa. Los largos dientes puntiagudos, perfectamente delimitados, parecían dispuestos a cerrarse con un feroz castañeo. Y las lenguas —¡qué aspecto tan siniestro, cráneos con lenguas!— retorcidas en delicadas y espeluznantes eses, emergían por encima de los dientes como el aguijón de una serpiente. Había docenas de cráneos, tan idénticos que degeneraban en la obsesión, grotescamente petrificados uno tras otro, hasta los últimos confines del edificio. Tenían esa prestancia de pesadilla que yo detesto en la mayor parte del arte mexicano precolombino. Hubieran encajado mejor en cualquier altar de sacrificios; o en los cuchillos de obsidiana que cortaban el corazón de los animales jadeantes.

Aparentemente, el edificio tenía forma de «U», con dos largos alerones anexos, unidos a la sección principal. Y no veía puerta alguna. Pero a unos quince metros de la fachada, se abría la bóveda de acceso al subterráneo, aislado en medio de un espacio libre. Estaba abierta, sombría y misteriosa, como si fuera la entrada al otro mundo. Pensé que debía ser el pasaje que conducía al monasterio. Me dirigí hacia la bóveda y metí la cabeza en el interior. La oscuridad era completa. ¿Entrábamos? ¿Tendríamos que esperar a que alguien apareciese y nos llamase? No apareció nadie. El calor resultaba insoportable. Sentía cómo se tensaba la piel de mis mejillas, de la nariz, se inflaba, enrojecía, brillaba, después de media jornada expuesta al sol del desierto. Nos miramos atónitos. El Noveno Misterio atrapaba mi espíritu y, probablemente, también el de mis compañeros. Quizás entráramos para no salir jamás. ¿Quién debía morir y quién sobrevivir para siempre? A mi pesar, me sorprendí colocando a los candidatos en la balanza, enviando a Timothy y Oliver hacia la muerte, luego, reconsiderando mi juicio apresurado, ponía a Ned en el lugar de Oliver, a Oliver en el de Timothy, Timothy en lugar de Ned, yo mismo en lugar de Timothy, y así sucesivamente, sin fin, dando vueltas. Nunca tuve una fe tan intensa en El Libro de los Cráneos. La impresión de encontrarme al borde del infinito nunca fue tan intensa ni tan terrorífica.

—Vamos —dije con voz ronca mientras daba algunos pasos indecisos.

Una escalera de piedra descendía hasta lo más profundo de los subterráneos. Descendí uno o dos metros y me encontré en un túnel oscuro, bastante largo pero muy bajo, un metro y medio del techo al suelo como máximo. Hacía fresco. Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, distinguí fragmentos decorativos en las paredes: cráneos, cráneos, nada más que cráneos. No había ni una pizca de imaginería cristiana en el lugar que llamaban monasterio; pero, por todas partes, se encontraba el símbolo de la muerte. Ned gritó desde arriba:

—¿Ves algo?

Les describí el túnel y les dije que me siguieran. Llegan vacilantes, inseguros: Ned, Timothy, Oliver. Agachadas las cabezas. Continué avanzando. El aire era cada vez más fresco. Sólo se veía la escasa claridad malva de la entrada. Intentaba contar los pasos. Diez, doce, quince. Ya debíamos estar debajo del edificio. De pronto, tropecé con una barrera de piedra pulida, un único bloque que obstruía el túnel por completo. Sólo al final me di cuenta de su existencia, gracias a un reflejo glacial en la profunda oscuridad que me impidió darme un buen golpe. ¿Un callejón sin salida? Sí, claro, y dentro de poco oiríamos el golpe de un bloque de veinte toneladas derrumbándose a la entrada del túnel. Habíamos caído en la trampa, emparedados, condenados a morir de hambre o asfixia mientras resonaban en nuestros oídos unas carcajadas espantosas. Pero no ocurrió nada tan melodramático. Intentaba hacer girar con la palma de la mano la losa que nos cerraba el camino cuando —¡milagro de Alí Baba!— la losa giró suavemente sobre su eje. Estaba perfectamente equilibrada, una leve presión bastaba para abrirla. Me decía que venía muy a cuento entrar tan teatralmente en el Monasterio de los Cráneos. Esperaba un melancólico coro de trombones, trompas, acompañados con voz de bajo y entonando el Réquiem al revés: Pietatis fons, me salva, gratis salvandos qui, majestatis tremendae rex.

Una salida brillaba más arriba. Nos dirigimos hacia ella con las rodillas dobladas. Unos escalones más. Hacia arriba. Uno tras otro, aparecimos en una enorme habitación cuadrada de paredes grises y rugosas, pálidas, sin techo, con sólo una docena de robustas vigas separadas por un metro, dejando pasar la luz del sol y el sofocante calor. El suelo era de pizarra violeta, de textura lisa y brillante. En medio de aquella especie de patio, había una fuente de jade verde, con una silueta humana de un metro de altura. La cabeza de la estatua era de un muerto, y un finísimo hilo de agua chorreaba por la mandíbula para caer en el estanque. En los cuatro rincones del patio había estatuas de piedra, mayas o aztecas, representando personajes de nariz angulosa, labios finos y crueles y enormes pendientes. Una puerta se abría en el muro opuesto a la salida del subterráneo y, en el marco, había un hombre, tan inmóvil que pensamos que era otra estatua. Cuando los cuatro estuvimos en el patio, dijo, con voz sonora y grave:

—Buenos días. Soy el hermano Antony.

Era un hombre rechoncho y bajo, de no más de un metro sesenta, vestido con unos vaqueros desteñidos y cortados por encima de las rodillas. Tenía la piel cobriza, casi caoba, con la textura del cuero fino. Su ancho cráneo, con forma de cúpula, no tenía un solo cabello. El cuello era corto y fuerte, anchos y potentes los hombros, pecho amplio, piernas y brazos musculosos. Daba una aplastante impresión de fuerza y vitalidad. Su aspecto general y las vibraciones de fuerza y competencia me hicieron pensar inmediatamente en Picasso: un hombre sólido, atemporal, capaz de soportar cualquier cosa. No me hacía una idea de qué edad podría tener. No era precisamente joven, pero estaba muy lejos de la decrepitud. ¿Cincuenta? ¿Sesenta? ¿Setenta bien conservados? La imposibilidad de adivinar su edad era lo que más desconcertaba. Parecía abandonado por el tiempo, protegido de él. Era como yo pensaba que debían ser los inmortales.

Sonríe calurosamente, mostrando una dentadura sin defectos.

—Estoy aquí para recibirles. Tenemos pocas visitas y no esperamos ninguna. El resto de los hermanos está en el campo, antes de los rezos de la noche.

Hablaba un inglés perfecto, particularmente desprovisto de vida y entonación: un acento I.B.M. Su voz era monótona y musical, su vocabulario seguro y calmado.

—Pueden considerarse como nuestros huéspedes durante todo el tiempo que deseen permanecer entre nosotros. Tenemos habitaciones para nuestros invitados y nos gustaría que participasen de nuestro retiro. ¿Piensan quedarse más de una noche?

Oliver se volvió hacia mí. Luego Timothy. Después Ned. Así que me tocaba hacer de portavoz. Tenía sabor a bronce en la garganta. Lo absurdo e irracional de cuanto tenía que decir, sellaba mis labios. «Date la vuelta y huye, date la vuelta y huye», me gritaba una voz interior. «Húndete bajo tierra y corre, corre ahora que tienes tiempo.» Conseguí emitir una sola y chirriante sílaba:

—Sí.

—En ese caso, voy a enseñarles sus habitaciones. Por favor, ¿quieren seguirme?

Se disponía a abandonar el patio. Oliver me lanzó una mirada furiosa:

—Díselo —susurró con voz silbante.

Díselo. Díselo. ¡Díselo! ¡Anda, ve! ¿Qué puede ocurrir? En el peor de los casos, se reirá de mí. Esto no será ninguna novedad, ¿no? Pues vamos, díselo. Todo se unió en aquel instante. Toda tu teoría, todas tus hipérboles autopersuasivas, todos los debates filosóficos, todas las dudas y seguridades. Tú estás aquí. Crees que es el lugar. Pues, entonces, díselo, díselo, díselo.

Al oír el susurro de Oliver, el hermano Antony se volvió hacia nosotros:

—¿Sí? —dijo con voz muy dulce.

Buscaba las palabras exactas en medio de aquella confusión.

—Hermano Antony, es necesario que sepa… que nosotros hemos leído el… El Libro de los Cráneos…

Ya estaba.

La máscara ecuánime e imperturbable del hermano Antony resbaló por un momento. En sus ojos oscuros y enigmáticos entreví un relámpago de… ¿sorpresa, asombro, confusión? No sé… Pero se repuso rápidamente.

—¿Sí? —dijo con una voz tan suave como la vez anterior—. El Libro de los Cráneos. Qué nombre más extraño. Me gustaría saber qué es El Libro de los Cráneos.

La cuestión era puramente retórica. Me dirigió una sonrisa fugaz y brillante, como el haz luminoso de un faro que corta la niebla. Pero, como un alegre Pilatos, no quiso quedarse para oír la respuesta. Salió despacio, señalando con el dedo la dirección en que debíamos seguirle.

Загрузка...