35. TIMOTHY

Ned vino caracoleando y en plan zalamero, guiñando el ojo. Siempre que algo le preocupa realmente, se monta todo el espectáculo de marica. «Perdóneme, padre, he pecado», dijo canturreando. Esbozó un paso de baile. Desdibujó una sonrisa. Movió los ojos. Tiene bastante pase, me dije a mí mismo. Todo el asunto de la confesión le hacía el mismo efecto que una droga. Después de tanto tiempo, su natural condición de jesuita volvía a él. Quería vomitar y yo iba a servirle de blanco. De pronto, la idea de encontrarme allí, sentado frente a él, escuchando una sórdida historia de homosexuales, me puso enfermo. ¿Qué me obligaba a aceptar el pasar por estas repugnantes confesiones? ¿Quién era yo, después de todo, para servirle de confesor?

—¿Me vas a contar realmente el gran secreto de tu vida? —le pregunté. Pareció sorprendido.

—¡Por supuesto!

—¿Te sientes obligado a hacerlo?

—¿Si me siento obligado? Es lo que esperan de nosotros, Timothy. Y, además, quiero hacerlo.

En cuanto a aquello, era evidente que quería hacerlo. Estaba febril, tembloroso, a punto de explotar.

—¿Qué te pasa, Timothy? ¿No te interesa mi vida privada?

—No.

—¡Bueno! Es sólo para que nada humano te sea desconocido.

—No quiero tu confesión, Ned. No la necesito.

—Lástima, querido. Porque tengo que hacerla de todas formas. El hermano Javier dice que la confesión de nuestras faltas es necesaria para la prolongación de nuestra vida en la tierra, y tengo la intención de hacer un poco de limpieza, Timothy.

—Pues si es necesario… —dije resignado.

—Instálate confortablemente, Timothy. Abre bien los oídos. No puedes hacer otra cosa más que escucharme.

Y le escuché. Ned es, en el fondo de su corazón, un exhibicionista, como muchos de sus semejantes. Le gusta sumergirse en la autodelectación, en la autorevelación. Me contó su historia muy profesionalmente, poniendo de relieve los detalles como buen escritor que pretende ser, subrayando esto, dejando lo otro en la sombra. Su historia correspondía, exactamente, a lo que esperaba de él: una historia de maricas.

—Todo sucedió —empezó— antes de que nos conociéramos, durante la primavera de mi primer año en la Facultad. Todavía no había cumplido dieciocho años. Tenía un piso fuera del campus, y lo compartía con otros dos hombres.

Naturalmente, los dos eran homosexuales también. De hecho, el piso era de ellos, y Ned fue a vivir con ellos después de los exámenes del primer trimestre. Tenían ocho o diez años más que él y vivían desde hacía tiempo juntos en algo parecido al matrimonio. Uno de ellos era rudo, masculino y dominante, era ayudante de literatura francesa y tenía también aptitudes de atleta —el alpinismo era su distracción—, el otro era una loca, más estereotipada, delicada, etérea y, casi, femenina. Un poeta sensible que se quedaba la mayor parte del tiempo en casa, ocupándose de la limpieza, regando las flores, y, probablemente, haciendo punto y ganchillo, supongo. Fuera como fuera, imaginad a aquellos dos maricas viviendo felices, y un día se encuentran a Ned en una discoteca para homosexuales y descubren que no le gusta demasiado el sitio en que vive, y le invitan a instalarse en su casa. Simplemente por hacerle un favor. Ned tendría su habitación privada, pagaría su estancia y una parte de las facturas de la tienda de ultramarinos, y no tendría ninguna relación sentimental con ninguno de ellos, que vivían sobre la base de una larga fidelidad.

Durante uno o dos meses, las cosas marcharon perfectamente. Pero la fidelidad no debe ser más fuerte entre los maricas, imagino, que entre el resto de la gente, y la presencia de Ned en la casa se convirtió en un factor de turbación, igual que la presencia de una joven bonita y de dieciocho años en un hogar normal.

—Consciente o inconscientemente —me explicó Ned—, mantenía la tentación. Me paseaba desnudo por el apartamento, flirteaba con ellos, y había algunas caricias por aquí y por allí.

La tensión aumentaba, y lo inevitable acabó por suceder. Un día que se habían peleado por alguna causa, tal vez por él, no estaba seguro, el que era masculino salió dando un portazo. El que era femenino, sobresaltado, fue a que Ned le consolara. La consoló acostándose con ella. Después, se sintieron culpables, pero aquello no les impidió volver a empezar algunos días más tarde, y, después, hacer una unión permanente. El poeta de Ned se llamaba Julián. El otro, se llamaba Oliver: ¿no es interesante que también se llamara Oliver? Por aquel entonces no se daba cuenta de nada, y empezaba a insinuársele a Ned. Pronto se acostaban también juntos.

De esta forma, durante varias semanas, Ned mantuvo una unión independiente con cada uno de ellos simultáneamente. «Era divertido», me dijo, «y, a la vez, crispante: todas las citas clandestinas, todas las pequeñas mentiras, el miedo a ser sorprendidos». La catástrofe era inevitable. Los dos estaban enamorados de Ned. Cada uno de ellos decidió que quería romper con su compañero original y vivir solamente con Ned. Este recibió proposiciones de ambos lados.

—No sabía cómo salir de aquella situación —confesó Ned—. Para entonces, Olíver sabía que yo tenía algo a medias con Julián, y Julián sabía que lo tenía con Oliver, pero todavía nadie había hecho acusaciones abiertas. Si hacía falta elegir realmente a uno de los dos, tenía una ligera preferencia por Julián, pero no tenía la intención de ser el responsable de este tipo de decisión crítica.

La imagen de sí mismo que estaba pintándome era la de un niño ingenuo e inocente cogido en la trampa de un triángulo que no había contribuido a formar. Inexperimentado, impotente, peloteando entre las pasiones tempestuosas de Oliver y Julián, etcétera, etcétera. Pero, bajo la superficie, algo despuntaba, evocado, no con palabras, sino con guiños, con ademanes de marica y otras formas de comunicación no verbal. En cualquier momento dado, Ned funciona sobre seis niveles por lo menos, y cada vez que empieza a explicaros hasta qué punto es ingenuo e inocente, podéis estar seguros de que os dará qué pensar. El Ned que percibía bajo la superficie de su historia era siniestro, intrigante, manipulador. Jugaba con aquellos dos pobres maricas, separándolos y seduciéndolos uno por uno, forzándoles a una rivalidad que debía terminar mal.

—La crisis explotó un fin de semana de mayo —siguió—, cuando Oliver me invitó a un día de alpinismo en New Hampshire, sin Julián. Necesitábamos, decía, discutir seriamente, y el aire puro de la montaña nos daría un clima propicio. Acepté, lo que hizo que Julián se pusiera histérico.

Julián le amenazó llorando con matarse si se iba. Asustado por aquel chantaje, Ned le pidió que se calmara, era solamente para el fin de semana, no era tan importante como para eso, estarían de vuelta el domingo por la noche. Julián siguió llorando y hablando de suicidio. Sin prestarle atención, Ned y Oliver prepararon sus cosas de camping. «¡No me volveréis a ver vivo!», gritó Julián. Contándome aquello, Ned me hizo una talentuda imitación de sus gritos de pánico.

—Pensé que Julián no hablaba seriamente —dijo—, pero, por otro lado, sabía que era un error ceder a su histeria. Sin contar con que, secretamente, me sentía halagado al sentirme tan importante en la vida de alguien como para que pensara en suicidarse por mí.

Oliver le aconsejó que no se inquietara por Julián, que se tomaba las cosas un poco a lo trágico. Y aquel viernes se fueron juntos hacia New Hampshire. Al final de la tarde del sábado, estaban a mil trescientos metros de altitud en las laderas de una montaña cualquiera. Fue allí donde Oliver eligió para hacer su declaración. Vayámonos juntos y amémonos, dijo, y conoceremos todos los placeres de la vida. El momento de las tergiversaciones había terminado; quería una respuesta final e inmediata. Elige entre Julián y yo, le pidió a Ned, pero elige deprisa.

—Había decidido que no experimentaba tanta atracción por Oliver, que tenía unas cuantas tendencias tiranas y violentas, una especie de Hemingway homosexual —continuó Ned—. Y, aunque Julián tenía más atractivo para mí, pensaba que era demasiado dependiente y débil. Sin contar que, fuera cual fuera mi elección, estaba seguro de tener un montón de problemas con el otro: escenas de hogar de gran tradición, amenazas, golpes, qué sé yo qué.

Así que le dijo educadamente que no quería ser la causa de una ruptura entre Julián y él, cuya unión respetaba, y que más bien que aceptar una elección imposible, prefería simplemente irse a vivir a otra parte.

Oliver empezó a acusar a Ned de preferir a Julián, y de haber conspirado secretamente con ella para suplantarle. La discusión se volvió ruidosa e irracional, llena de toda clase de reproches, de recriminaciones y de denegaciones, hasta que Oliver gritó: «¡No puedo vivir sin ti, Ned! Prométeme que te irás conmigo, o me tiro al vacío.»

Llegando a esta parte de su narración, Ned empezó a tener una extraña mirada, con un brillo casi diabólico. Parecía deleitarse, fascinado por su propia elocuencia. A decir verdad, también yo lo estaba. Continuó:

—Estaba harto de todas aquellas amenazas de suicidio que me caían encima. Era abusivo que quisieran dictarme cada uno de mis gestos afirmando que iban a matarse por mí si no cedía.

»¿También tú vas a montarme el número del suicidio? —contesté a Oliver—. Me sacáis de quicio los dos. Tírate al vacío si te apetece, a mí me da igual.

»Pensaba que Oliver exageraba, como suele suceder normalmente cuando alguien habla así. Pero Oliver no bromeaba. No contestó, ni siquiera se tomó tiempo para pensarlo. Simplemente, dio un paso a un lado. Le vi suspendido en el vacío durante lo que me pareció unos diez segundos, con la cara vuelta hacia mí, tranquilo, sereno, después cayó desde quinientos metros, se enganchó en un saliente, rebotó como una desarticulada muñeca y se estrelló en el fondo. Todo sucedió tan rápidamente que no había empezado a comprender la amenaza, mi respuesta seca, innoble, el salto al vacío, un, dos, tres. Luego, reaccioné progresivamente. Empezó a temblarme todo el cuerpo. Gritaba como loco.

Durante algunos momentos, declaró Ned, pensó seriamente en tirarse también al vacío. Después se serenó y empezó a descender, con muchas dificultades ahora que Oliver no estaba para ayudarle, le hicieron falta horas para llegar abajo, la noche estaba cayendo ya. No tenía la menor idea de dónde estaría el cuerpo de Oliver. No había ni policía, ni teléfono, ni nada, y tuvo que andar dos kilómetros por la carretera antes de que un automovilista se detuviera a recogerle (no sabía conducir por aquella época y tuvo que dejar el coche de Oliver aparcado al pie de la montaña). —Estaba en un estado de pánico total —dijo—. Los automovilistas que me cogían mientras hacía dedo creyeron que estaba enfermo, y uno trató de llevarme a un hospital. Había matado a Oliver. Era tan responsable de su muerte como si lo hubiera empujado.

Igual que antes, las palabras de Ned me decían una cosa, y su mirada me decía otra. «Culpabilidad», proclamaba bien alto, y, telepáticamente, percibía «satisfacción». «Responsable de la muerte de Oliver», afirmaba, y tras eso, había que sobreentender: «Excitado por la idea de que alguien se hubiera matado por amor hacia mí». «Pánico», decía, y tras esas palabras triunfaba: «Maravillado por mi poder de manipular a los demás». Continuó su narración:

—Intentaba persuadirme de que no era culpa mía, de que no tenía ninguna razón para pensar que Oliver hablaba en serio. Pero no lo conseguía. Oliver era homosexual, y los homosexuales son, por definición, inestables, ¿no es así? Si Oliver me decía que iba a tirarse, no hubiera debido, virtualmente, desafiarle, porque era lo que estaba esperando para saltar.

Verbalmente, Ned se lamentaba: «Fui tonto, pero soy inocente.» Y yo recibía: «Soy un asqueroso asesino.»

Siguió:

—Me preguntaba qué iba a decirle a Julián. Había llegado a su casa un buen día, flirteé con ellos hasta que tuve lo que quería, me interpuse entre ellos, y ahora había causado la muerte de Oliver. Julián se quedaba solo. ¿Qué pensaba hacer yo? ¿Proponerme como sustituto de Oliver? ¿Cuidar del pobre Julián eternamente? Estaba en un asqueroso embrollo. Llegaba al piso a eso de las cuatro de la madrugada, y mi mano temblaba de tal forma que apenas sí podía meter la llave en la cerradura. Había preparado ocho explicaciones diferentes para Julián, toda clase de justificaciones, pero no tuve que utilizar ninguna de ellas.

—Julián se había largado con el conserje —sugerí.

—Julián se había abierto las venas al poco de irnos el viernes por la tarde —dijo Ned—. Le descubrí en la bañera, estaba muerto desde hacía un día y medio. ¿Te das cuenta, Timothy? Les había matado a los dos. Me querían y los destruí. Y llevo esta falta como una pesada carga desde entonces.

—¿Te sientes culpable por no haberles tomado en serio cuando te amenazaron con suicidarse?

—Me siento culpable de haber sentido un gran regocijo cuando lo hicieron —dijo.

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