40. ELI

Ya no sabía quién era ni dónde estaba. Estaba en trance, en coma. Como mi propio fantasma, atormentado, por los pasillos del Monasterio de los Cráneos, recorría a la deriva los helados corredores sumidos en las tinieblas. Los cráneos de piedra que colgaban de los muros me miraban gesticulantes. Les devolví las muecas. Les guiñaba un ojo. Les mandaba besos. Miraba las hileras de puertas de roble macizo extendiéndose hasta el infinito, misteriosamente cerradas, y nombres no menos misteriosos atravesaban por mi mente: ésta es la habitación de Timothy, y la de Ned, y la de Oliver. ¿Quiénes son? Y ésta es la habitación de Eli Steinfeld. ¿De quién? Eli Steinfeld. ¿Cómo? E-li-Stein-feld. Continúo. Esta es la habitación del hermano Antony, y aquí duerme el hermano Bernard, y aquí el hermano Javier, hermano tal, hermano cual, ¿quiénes son todos estos hermanos y qué quieren decir sus nombres? Más puertas cerradas. Aquí deben dormir las mujeres. Abrí una puerta al azar. Cuatro camas, cuatro mujeres, mucha carne, completamente desnudas, tendidas sobre las arrugadas sábanas. Nada oculto. Muslos, nalgas, senos, vientres. Rostros adormecidos. Hubiera podido ir hacia ellas, metérsela, poseer a las cuatro una tras otra. Pero no. Prosigo. Llego a una sala sin techo donde las estrellas brillan a través de las espaciadas vigas. Aquí hace más frío. Cabezas de muerto pegadas a la pared. Un chorro de agua cae en cascada. Paso a las salas grandes. Ahí es donde nos enseñan los Dieciocho Misterios. Ahí, donde hacemos la gimnasia sagrada. Ahí, donde comemos nuestra comida especial. Y ahí, esa abertura en el suelo, ese omphalos, ese ombligo del universo, está la entrada al abismo. Tengo que bajar. Bajo. Olor a moho. No hay luz. La pendiente se eleva gradualmente. No es un abismo, sino un subterráneo. Me recuerda algo. Yo ya he pasado por aquí, pero en sentido contrario. Ahora hay una barrera. Una puerta de piedra. ¡Cede! ¡Cede! El túnel continúa. Recto, todo recto. Trombones y coros. Coro de bajos. Las palabras del Réquiem vibran en el aire: rex tremendae majestatis, que salvandos salvas gratis, salve me, fous pietatis. ¡Ya estoy fuera! Emerjo en el claro por donde entré por primera vez al Monasterio de los Cráneos. Ante mí, el desierto. Detrás el monasterio. Sobre mí las estrellas, la luna llena, la bóveda celeste. Y, ¿ahora? Avancé con paso incierto hasta el borde del claro, hasta la fila de cráneos del tamaño de un balón de baloncesto que lo bordeaban, tomé el estrecho sendero que lo unía con el desierto. No tenía ninguna idea en mente. Mis pies eran quienes me llevaban. Anduve durante horas, o días, o semanas. Poco después, a mi derecha, apareció una enorme roca, de basta textura, color sombrío, la marca, el cráneo gigante de piedra. Bajo el claro de luna, sus rasgos profundos sobresalían nítidamente, sus órbitas retenían los abismos de la noche. Meditemos, hermanos. Contemplemos el rostro detrás del cráneo. Me arrodillé. Utilizando la técnica que me había enseñado el piadoso hermano Antony, proyecté mi alma absorbiendo al gran cráneo de piedra, purgándome de toda debilidad frente a la muerte. ¡Te conozco, Cráneo! ¡No te temo, Cráneo! ¡Llevo a tu hermano detrás de mi rostro, Cráneo! Me burlé del cráneo, me divertía transformándolo, primero en un huevo liso y blanco, luego en un bloque de alabastro rosa sembrado de vetas amarillas, después en una esfera de cristal cuyas profundidades examinaba. La esfera me mostró las desaparecidas y doradas torres de Atlántida. Me mostró hombres abrigados en pieles de animales, saltando a la luz de las antorchas, ante mamuts pintados en los muros de una gruta ahumada. Me mostró a Oliver agotado y acurrucado en los brazos de Ned. Luego retransformé la esfera en un basto cráneo esculpido en la roca negra y, satisfecho, volví al sendero que conducía al monasterio. Pero, en lugar de entrar por el paso subterráneo, bordeé el edificio y recorrí el ala donde recibíamos instrucción de los hermanos, hasta que llegué al otro extremo del edificio, donde estaba el sendero que daba a los campos de labor. A la luz de la luna, intenté buscar malas hierbas, pero no las encontré. Acaricié las pimenteras, bendije a las bayas y a las raíces. Es la comida sagrada, la alimentación pura, la alimentación de la Vida Eterna. Me arrodillé entre los surcos, sobre la tierra húmeda llena de barro, y recé para que me fuera concedido el perdón a todos mis pecados. Me dirigí a la pequeña colina que se encuentra al oeste del monasterio. Subí a ella, me quité el pantalón y, desnudo en la noche, realicé los ejercicios de respiración sagrada. Agachado, inspirando tinieblas, incorporándolas a mi aliento interior, transformándolas en energía que canalizaba hacia mis órganos vitales. Mi cuerpo se disolvía. No tenía masa ni peso. Flotaba, bailaba sobre una columna de aire. Retenía el aliento durante siglos. Volaba durante eras. Me acercaba al estado de gracia auténtica. Era el momento de cumplir con el rito gimnástico, y lo hice con una soltura y agilidad que nunca antes había tenido. Me curvaba, giraba, me contorsionaba, brincaba, me estiraba, palmoteaba. Sentía cada músculo. Probaba mis capacidades hasta un límite insospechado.

Pronto llegaría el alba.

La primera luz del sol me llegó desde las colinas del Este. Tomé la posición del sol poniente y miré la punta de luz dorada que iba agrandándose por el horizonte. Bebía el aliento del sol. Mis ojos eran conductores. La llama engordaba para ellos en el laberinto de mi cuerpo. Tenía un control total, orientaba aquella maravillosa luz hacia mis pulmones, bazo, hígado, rótula derecha. El sol sobrepasó la línea del horizonte y se convirtió en un globo perfecto mientras se convertía en oro el rojo amanecer y yo me impregnaba hasta la saturación del estallido de la mañana.

Con aquel estado de éxtasis tomé finalmente el camino del Monasterio de los Cráneos. Mientras me acercaba a la entrada vi una silueta surgir del subterráneo: Timothy. Había vuelto a ponerse, ignoro cómo, su ropa de calle. Su rostro estaba duro y tenso, mandíbulas crispadas, mirada atormentada. Cuando me vio, arqueó las cejas y escupió. Haciendo caso omiso de mi presencia, continuó su camino rápidamente dirigiéndose hacia el sendero que llevaba al desierto.

—¡Timothy!

No se inmutó.

—¡Timothy! ¿A dónde vas? Contéstame, Timothy.

Se volvió con una mirada de desprecio glacial y me dijo:

—Me largo. ¿Qué haces tú aquí tan temprano?

—No puedes irte.

—¿Cómo que no puedo?

—Romperás el Receptáculo.

—Tu Receptáculo me importa un bledo. ¿Crees que voy a pasar el resto de mi vida en esa institución para débiles mentales? —sacudió la cabeza. Después dulcificó su expresión y añadió—: Recapacita, Eli. Intentas vivir un sueño. Esto no saldrá bien. Debemos volver a la realidad.

—No.

—Para los otros dos ya es demasiado tarde, pero tú todavía eres capaz de pensar racionalmente. Podemos comer en Phoenix, y tomar el primer avión hacia Nueva York.

—No.

—Es tu última oportunidad.

—No, Timothy.

Se encogió de hombros y dio media vuelta.

—Como quieras. Quédate con esos chiflados. Yo ya estoy harto. ¡Más que harto!

Quedé clavado en el suelo mientras Timothy cruzaba el claro, pasó entre dos pequeños cráneos de piedra, medio hundidos en la arena y se alejó por el sendero. No había forma de convencerle para que se quedara. Era inevitable, lo fue desde un principio. Timothy no era como nosotros, le faltaban nuestros traumas y nuestras motivaciones, nada hubiera podido persuadirle de la necesidad de someterse a la Prueba hasta el final. Durante un largo momento, examiné mis posibles opciones, volví a buscar la comunicación con las fuerzas que guiaban al Receptáculo. Pregunté si había llegado el momento y me dijeron: «Sí, el momento ha llegado». Empecé a correr detrás de Timothy. Cuando llegué a la línea de cráneos, me arrodillé rápidamente y recogí uno de la arena, necesité las dos manos para transportarlo, pesaba por lo menos diez o quince kilos, y, reanudando mi carrera, alcancé a Timothy justo en el sitio donde empezaba el sendero. Con un solo movimiento ágil, levanté el cráneo de piedra y lo llevé con todas mis fuerzas contra su nuca. A través del basalto, mis dedos recibieron una sensación de huesos rotos. Se derrumbó sin un grito. El Cráneo quedó manchado de sangre. Lo solté y quedó enderezado en el mismo sitio en que cayó. El pelo rubio de Timothy estaba manchado de rojo, que se extendía con sorprendente rapidez. Me dije a mí mismo que necesitaba testigos para poder proceder a los ritos necesarios. Giré hacia el monasterio. Mis testigos ya estaban allí. Ned, completamente desnudo, y el hermano Antony, con sus vaqueros descoloridos, estaban a la entrada del edificio. Anduve hasta ellos. Ned sacudió lentamente la cabeza; lo había visto todo. Me arrodillé ante el hermano Antony. Posó su fría mano sobre mi frente diciendo dulcemente:

—Así es el Noveno Misterio: que el precio de una vida sea exigido a cambio de otra vida. Sabed, ¡oh, nobles nacidos!, que cada eternidad debe compensarse con una extinción —luego añadió—: De la misma forma que por el hecho de nuestra vida morimos cada día, por el hecho de nuestra muerte viviremos eternamente.

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