42. ELI

El verano pesa sobre la Tierra. El cielo está vibrando con calor estupefaciente. Todo parece predeterminado y ordenado. Timothy duerme. Oliver duerme. Y Ned y yo nos quedamos. A lo largo de los meses pasados, nos hemos vuelto más fuertes y nuestra piel está bronceada por el sol. Vivimos en una especie de ensueño, realizando plácidamente nuestra diaria serie de trabajos y de ritos. Aún no somos del todo Hermanos, pero la Prueba llega a su fin. Quince días después del doble entierro, tuve éxito en el examen de las tres sacerdotisas y, desde entonces, ya no tengo ninguna dificultad en asimilar las lecciones de los hermanos.

Los días se superponen. Estamos fuera del tiempo. ¿Fue en abril cuando llegamos al monasterio? ¿En abril de qué año y en qué año estamos? Un sueño despierto, un sueño desierto. A veces, tengo la impresión de que Timothy y Oliver eran personajes de otro sueño que hubiera tenido hace tiempo. He empezado a olvidar los detalles de sus rostros. Los cabellos rubios, los ojos azules, sí, pero ¿qué más? ¿Cuál era la forma de su nariz? ¿Su mentón era prominente? Los rostros se esfuman. Timothy y Oliver se han ido, quedamos Ned y yo. Escucho todavía la voz de Timothy, una voz de bajo, cálida y articulada, bien controlada, magníficamente modulada, con una pizca de inflexiones nasales aristocráticas. Y la de Oliver: una voz de tenor, alta y clara, de tonos cerrados, sin acento. Han adquirido mi gratitud, murieron por mí.

Esta mañana, mi fe ha vacilado por un instante, pero fue un instante horroroso. Un abismo de incertidumbre se abrió de pronto a mis pies, después de tantos meses de entusiasmada seguridad. Tuve una visión de Demonios adornados con tenedores, y escuché el estallido de la helada risa de Satán. Volvía de los campos y mi mirada se dirigía, involuntariamente, a través de la canija vegetación del desierto, hacia el sitio donde estaban enterrados Timothy y Oliver y, bruscamente, una vocecita brincante se levantó en mi cabeza y me preguntó: «¿Crees haber ganado algo aquí? ¿Cómo puedes estar seguro? ¿Cómo estar seguro de que lo que buscas puede encontrarse?». Conocí un instante de miedo atroz durante el cual imaginaba que miraba con ojos rodeados de rojo un porvenir helado en el que me desecaba, en el que me descomponía, poco a poco, para transformarme en polvo, en un mundo vacío y devastado. Después, el momento de duda desapareció, tan repentinamente como llegó. A lo mejor, no era más que una bocanada errante de resentimiento que atravesaba el continente en dirección al Pacífico y que se había posado sobre mí para desconcertarme por un instante. El hecho es que me puse a correr hacia el monasterio para buscar a Ned y contárselo todo. Pero, cuando llegué a su habitación, la aventura me pareció demasiado ridicula para contársela. «¿Crees haber ganado algo aquí?» ¿Cómo puedo haber tenido esa duda? Extraña herejía.

La puerta de Ned estaba abierta. Asomé la cabeza y le vi sentado, con los hombros encogidos, la cabeza entre las manos. No sé cómo sintió mi presencia. Levantó vivamente los ojos, tomando una expresión normal, reemplazando una mirada de atroz desesperación por un aire cuidadosamente indiferente. Pero sus ojos estaban todavía brillantes, y creí ver asomar una lágrima.

—¿Lo has sentido tu también? —pregunté.

—Sentir, ¿qué? —dijo con tono desafiante.

—Nada. Absolutamente nada —contesté indiferente encogiéndome de hombros. «¿Cómo puedes estar seguro?» Estábamos jugando uno con el otro, disimulando. Pero la duda estaba aquella mañana generalizada. El mal era contagioso. «¿Cómo puedes estar seguro de que lo que buscas puede encontrarse?» Sentí que un muro se alzaba entre él y yo, impidiéndome hablar del miedo que había sentido o preguntarle por qué parecía tan deprimido. Le dejé y volví a mi habitación para tomar el baño ritual e ir después a comer. Ned y yo estábamos sentados uno al lado del otro, pero no hablamos mucho. Nuestra sesión matinal con el hermano Antony nos esperaba después, pero yo no tenía ganas de ir, y volví a mi habitación. «¿Crees haber encontrado algo aquí?» Lleno de confusión, me arrodillé ante la gran máscara-cabeza de muerte de mosaico que colgaba de la pared, la miré fijamente sin pestañear. La absorbí, forzando a los millares de pedacitos de obsidiana y turquesa, de jade y nácar, a mezclarse, a fundirse y a transformarse hasta cubrirse de carne para mí, y hasta que un rostro apareciese por encima de los huesos descarnados, y luego otro rostro, luego otro, en una serie entera de retratos siempre cambiantes. Vi a Timothy, luego a Oliver, después a mi padre, cuyos rasgos se transformaron sutilmente en los de mi madre. «¿Puedes estar seguro?» Luego fue el hermano Antony quien me miró desde la pared, hablándome en lengua desconocida, y el hermano Miklos, evocando continentes desaparecidos y grutas olvidadas. «¿Cómo puedes estar seguro de que lo que buscas puede encontrarse?» Veía ahora a la chica menuda, tímida, de nariz grande, a la que momentáneamente amé en Nueva York y tuve dificultad en acordarme de su nombre… Mickey, Mickey Bernstein. Y le dije: «¡Hola! He ido a Arizona, como te dije.» Pero no contestó. Creo que había olvidado quién era yo. Desapareció, y en su lugar vi a la chica sombría del motel de Oklahoma, luego el súcubo de pechos pesados con quien me crucé cuando iba al servicio una noche en Chicago. Escuché de nuevo la risa chirriante que subía del abismo, y me preguntaba si conocería de nuevo un acceso de duda devastadora. «¿Crees haber ganado algo aquí?» De pronto, el doctor Nicolescu fijó su mirada en mí desde la pared, rostro ceniciento, mirada triste, sacudiendo lentamente la cabeza, acusándome en sus tímidas maneras de no haberme portado bien con él. No pretendía negarlo, pero no volví la cabeza, porque mi culpabilidad me había sido quitada. Le miré sin parpadear hasta que se fue. «¿Cómo puedes estar seguro de que lo que buscas puede encontrarse?» Apareció el rostro de Ned, luego el de Timothy y el de Oliver. Después el mío. El rostro de Eli, el principal instigador de este viaje, el indigno jefe del Receptáculo. «¿Crees haber ganado algo aquí?» Estudié mi rostro detenidamente, deploré sus defectos, lo remodelé, lo hice regresar al estado de adolescente mofletudo, después lo llevé de nuevo al presente, al Monasterio de los Cráneos, y fui más allá, buscando otro Eli que yo nunca había visto, el Eli venidero, un Eli intemporal, inmutable, flemático, un Eli convertido en Hermano, un rostro apergaminado, una cara de piedra. Y, mientras examinaba a este Eli, escuché la voz del adversario planteando su insistente pregunta: «¿Cómo puedes estar seguro? ¿Cómo puedes estar seguro? ¿Cómo puedes estar seguro?» Lo preguntaba incansablemente, me asediaba sin reposo, hasta que el eco se amplió y formó un solo estruendo de trueno y me encontré sin ninguna respuesta que darle, solo sobre uno de los polos, intentaba en vano agarrar un universo abandonado por sus dioses, diciéndome: He hecho correr la sangre de mis amigos, y, ¿para qué? ¿Para qué? ¿Para esto? Pero sentí que las fuerzas me volvían y grité mi respuesta a su burla, exclamé que había reencontrado mi fe, que estaba seguro, porque estaba seguro. «¡Creo! ¡Creo! ¡Te niego Tu Victoria!» Y me daba a mí mismo la visión de mi propia imagen andando por las resplandecientes avenidas de los distantes mañanas, recorriendo la arena de lejanos planetas, abrazando a la corriente de los años. Me eché a reír, y El se echó a reír también. Su risa eclipsaba la mía, mi fe no flaqueaba, y, finalmente, fue El quien dejó de reírse antes.

Luego me encontré sentado, con la garganta ronca y temblando, ante la máscara de basalto. Las metamorfosis habían terminado. El tiempo de las visiones había pasado. Lancé a la máscara una mirada de desprecio, pero se quedó tal cual. Muy bien. Exploré mi alma, y no encontré ningún residuo de duda. La conflagración final había destruido todas las últimas impurezas. Perfecto. Me levanté, abandoné mi habitación y atravesé el corredor hacia la parte del edificio en que sólo las vigas forman una barrera contra el cielo abierto. Levantando la cabeza, vi un enorme halcón que describía a lo lejos círculos sobre mi cabeza en la inmensidad del cielo azul. Halcón, tú morirás y yo viviré. De eso no tengo ninguna duda. Volví al corredor y llegué a la sala donde celebrábamos nuestras reuniones con el hermano Antony. El hermano y Ned ya estaban allí, parecía que estaban esperándome, puesto que el colgante estaba aún alrededor del cuello del hermano Antony. Ned me sonrió, y el hermano levantó la cabeza. «Comprendemos», parecían decirme. «Esas tormentas pasan a veces.»

Me arrodillé junto a Ned. El hermano Antony se quitó el colgante y colocó el pequeño Cráneo de jade ante nosotros, sobre el suelo. La vida eterna te ofrecemos… «Proyectemos la visión interior sobre el símbolo que tenemos aquí delante», declaró el hermano Antony dulcemente. Sí. Sí. Felizmente, lleno de esperanza y de certidumbres, me abandoné al Cráneo y a sus guardianes.

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