6. Los Devoradores

Durante un segundo Horza careció de peso. Sintió como su cuerpo era atrapado por los torbellinos de viento que entraban remolineando por el hueco de las puertas, atrayéndole hacia ellas. Se agarró a la ranura de la pared que había utilizado antes para sujetarse. La lanzadera inclinó el morro, y el rugido del viento se hizo más potente. Horza estaba flotando con los ojos cerrados, sus dedos metidos en la hendidura de la pared, esperando el choque final; pero el aparato logró volver a nivelarse y Horza se encontró otra vez con los pies en el suelo.

—¡Mipp! —gritó.

Fue tambaleándose hacia la puerta. Sintió que el aparato empezaba a virar y se volvió hacia el hueco de las puertas traseras. Seguían cayendo.

—Se acabó, Horza —dijo Mipp con un hilo de voz—. La he perdido. —Parecía encontrarse muy débil, como si estuviera sumido en una mezcla de calma y desesperación—. Voy a volver a la isla. No llegaremos allí, pero… Nos estrellaremos dentro de unos momentos… Será mejor que te acuestes junto al mamparo y que te prepares para el impacto. Intentaré hacer que se pose de la forma más suave posible…

—Mipp —dijo Horza, sentándose en el suelo con la espalda pegada al mamparo—, ¿puedo hacer algo?

—Nada —dijo Mipp—. Ahí vamos… Lo siento, Horza. Agárrate fuerte.

Horza hizo justamente lo contrario y relajó todos los músculos de su cuerpo. El aire que entraba rugiendo por el hueco de las puertas aullaba dentro de sus oídos; la lanzadera temblaba debajo de él. El cielo estaba muy azul. Captó un fugaz atisbo de olas. Hizo que los músculos de su espalda conservaran la tensión justa para que su cabeza siguiera pegada a la superficie del mamparo. Después oyó gritar a Mipp. No había palabras; sólo un grito de miedo, un ruido puramente animal.

La lanzadera chocó con algo. El impacto hizo que el cuerpo de Horza quedara pegado a la pared, pero la presión desapareció enseguida. El aparato alzó un poco el morro. Horza sintió que su peso disminuía, vio olas y espuma blanca entrando por el hueco de las puertas. Las olas desaparecieron, vio el cielo y cerró los ojos mientras el morro de la lanzadera volvía a bajar.

El aparato se estrelló contra las olas, resbalando sobre ellas hasta detenerse. Horza sintió como si la pata de algún animal gigantesco intentara aplastarle contra el mamparo. Se quedó sin aliento, oyó el rugir de su sangre y notó las mordeduras del traje. Todo su cuerpo tembló bajo aquella fuerza que trataba de aplastarle y entonces, justo cuando el impacto parecía haber terminado, otro golpe terrible cayó sobre su espalda y su cuello, y sus ojos dejaron de ver.

Lo siguiente que supo era que había agua por todas partes. Estaba jadeando y resoplando, debatiéndose en la oscuridad mientras sus manos chocaban con superficies duras que se habían partido llenándose de ángulos nuevos. Podía oír el gorgoteo del agua, y el sonido ahogado de su propia respiración. Expulsó agua por la boca y tosió.

Estaba flotando en una burbuja de aire rodeada de agua caliente. No había luz. Casi todo su cuerpo parecía sufrir alguna clase de dolor distinto. Cada miembro y cada parte aullaban su propio mensaje de dolor.

Movió los brazos tanteando cautelosamente el pequeño espacio dentro del que se hallaba atrapado. El mamparo se había derrumbado; Horza se encontraba en el puente de vuelo con Mipp. Localizó el cuerpo de Mipp aplastado entre el asiento y el panel de instrumentos, aprisionado e inmóvil, a medio metro bajo la superficie del agua. Su cabeza, que Horza podía tocar si metía el brazo por entre el respaldo del asiento y lo que parecían las entrañas del monitor principal, se movía con demasiada facilidad en el cuello del traje, y la frente estaba destrozada.

El nivel del agua iba subiendo. El aire escapaba por el morro de la lanzadera, que flotaba en el mar con la proa hacia arriba oscilando lentamente. Horza sabía que la única solución era sumergirse y nadar por el compartimento trasero del aparato hasta salir por el hueco de las puertas; de lo contrario quedaría irremisiblemente atrapado dentro de la lanzadera.

Estuvo respirando lo más profundamente posible durante todo un minuto pese al dolor de sus costados, y el nivel del agua fue aumentando gradualmente hasta obligarle a meter la cabeza en el ángulo creado por el techo del puente y el panel de instrumentos. Cuando hubo llenado sus pulmones de aire se sumergió.

Fue bajando por el compartimento, alejándose del asiento aplastado en el que había muerto Mipp y dejó atrás los retorcidos paneles de aleaciones ligeras que habían sido el mamparo. Podía ver una vaga claridad entre gris y verde que formaba un rectángulo ante él. El aire atrapado dentro de su traje burbujeaba a su alrededor deslizándose por sus piernas con dirección a sus pies. El aire de sus botas le hizo flotar durante unos segundos y detuvo su avance. Horza pensó que no iba a conseguirlo, que se quedaría atrapado en aquella posición y que acabaría ahogándose con la cabeza hacia abajo y los pies apuntando hacia arriba. Un instante después el aire escapó con un leve burbujeo por los agujeros que el láser de Lamm había hecho en sus botas y Horza siguió bajando.

Se abrió paso por entre el agua con dirección al rectángulo de luz, cruzó el hueco de las puertas y se adentró en las espejeantes profundidades verdosas que había debajo del aparato. Movió las piernas y empezó a subir, emergiendo de las olas con un jadeo que llenó sus pulmones de aire cálido. Sintió cómo sus ojos se adaptaban a la claridad oblicua pero aún potente de las últimas horas del atardecer.

Se agarró al metal abollado y lleno de agujeros del morro —que asomaba unos dos metros por encima del agua—, y miró a su alrededor intentando ver la isla, pero no lo consiguió. Siguió moviéndose lo justo para permanecer a flote dejando que su maltrecho cuerpo y su cerebro tuvieran tiempo de recuperarse. Vio como el morro del aparato se iba hundiendo en el agua y se deslizaba lentamente hacia adelante de tal forma que la lanzadera acabó flotando sobre las olas que lamían su parte superior. El Cambiante logró izarse al techo de la lanzadera con un esfuerzo que creó nuevos dolores en sus brazos, y se quedó tumbado allí como un pez varado en la playa.

Empezó a desconectar las señales del dolor, como si fuese un sirviente cansado que recoge los trocitos de los objetos frágiles destrozados por su amo en un ataque de rabia.

Y sólo entonces, tumbado sobre la parte superior del fuselaje de la lanzadera sintiendo el roce de las olas, se dio cuenta de que toda el agua que había estado tragando y escupiendo entre toses era agua dulce. Hasta aquel momento ni se le había pasado por la cabeza que el Mar Circular pudiera ser otra cosa que una inmensa extensión de agua salada, como la mayoría de océanos planetarios, pero el agua no contenía ni pizca de sal y Horza se alegró, pensando que por lo menos no moriría de sed.

Se incorporó cautelosamente sobre el techo mientras las olas se estrellaban contra sus pies. Miró a su alrededor y pudo ver la isla…, a duras penas. La claridad del atardecer hacía que pareciese muy pequeña y distante y, aunque había una débil brisa cálida que soplaba más o menos hacia la isla, Horza no tenía ni idea de en qué dirección podían llevarle las corrientes, si es que las había.

Se sentó sobre el fuselaje y acabó acostándose, dejando que las aguas del Mar Circular se deslizaran por la superficie que había debajo de su espalda y se dispersaran, formando pequeñas murallas de espuma al chocar contra su cada vez más destrozado traje. Pasado un rato se quedó dormido. No había sido su intención, pero cuando se dio cuenta de que estaba adormilándose no se resistió. Se dijo que sólo dormiría una hora.

Despertó para ver un sol que seguía alto en el cielo, pero ahora brillaba con un resplandor rojo oscuro a través de las capas de polvo que cubrían el lejano perfil del Muro. Volvió a ponerse en pie; la lanzadera no parecía más hundida que antes. La isla continuaba estando bastante lejos, pero daba la impresión de haberse acercado un poco. Las corrientes o los vientos parecían estarle llevando en la dirección adecuada. Horza volvió a sentarse.

El aire seguía siendo bastante cálido. Pensó en quitarse el traje, pero acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo. Le molestaba, pero sin él quizá tuviera demasiado frío. Acabó tumbándose sobre el fuselaje.

Se preguntó dónde estaría Yalson ahora. ¿Habría sobrevivido a la bomba de Lamm y a la destrucción del Megabarco? Esperaba que lo hubiese conseguido. Horza creía que era bastante probable; no podía imaginársela muerta o agonizando. No era mucho en que basarse, y Horza se negaba a creer que fuera supersticioso, pero ser incapaz de imaginársela muerta le resultaba extrañamente reconfortante. Yalson sobreviviría. Hacía falta algo más que una bomba nuclear táctica y un Megabarco estrellándose contra un iceberg tan grande como un pequeño continente para acabar con ella. Horza se dedicó a repasar sus recuerdos de Yalson, y descubrió que estaba sonriendo.

Habría querido pasar más tiempo acordándose de Yalson, pero había otro asunto en el que debía pensar.

Esta noche Cambiaría.

Era lo único que podía hacer. Probablemente a esas alturas ya no serviría de nada. Kraiklyn estaba muerto o —suponiendo que hubiese sobrevivido—, lo más probable era que nunca volviera a encontrarse con Horza, pero el Cambiante se había preparado para la transformación. Su cuerpo estaba esperándola, y no se le ocurría nada mejor.

Se dijo que la situación no era desesperada. No había sufrido heridas graves, parecía estar aproximándose a la isla —y la lanzadera quizá siguiera allí—, y si conseguía llegar a tiempo siempre estaba Evanauth y esa partida de Daño. Además, la Cultura quizá anduviera buscándole, por lo que mantener la misma identidad durante demasiado tiempo podía resultar peligroso. Qué diablos… Cambiaría. Se quedaría dormido siendo el Horza que habían conocido los miembros de la Compañía y despertaría convertido en una copia del capitán de la Turbulencia en cielo despejado.

Preparó su cuerpo maltrecho y dolorido para la alteración tan bien como pudo. Relajó los músculos, activó glándulas y grupos de células y su cerebro envió señales al cuerpo y el rostro usando nervios que sólo los Cambiantes poseían.

Contempló el sol. Su brillo rojizo iba disminuyendo y la esfera luminosa estaba cada vez más cerca del océano.

Ahora dormiría; dormiría y se convertiría en Kraiklyn. Adoptaría otra identidad, otra forma que añadir a las muchas que había asumido durante su existencia…

Quizá no sirviera de nada, quizá estuviera a punto de adoptar otra identidad sólo para morir con ella. «Pero, ¿qué puedo perder?», pensó.

Horza observó el lento descenso del cada vez más oscuro ojo rojizo del sol hasta sumirse en el sueño del Cambio, y aunque el trance del Cambio se llevaba a cabo con los ojos cerrados y esos mismos ojos estaban alterándose bajo sus párpados, tuvo la impresión de que seguía viendo aquel resplandor agonizante…


* * *

Ojos de animal. Los ojos de un depredador. Estaba atrapado detrás de ellos contemplando lo que había fuera.. Nunca dormía, porque era tres personas. Propiedad; rifle, nave y Compañía. Quizá no fuese gran cosa, pero algún día…, con solo un poquito de suerte, sólo la pequeña ración de suerte que todo el mundo tiene derecho a esperar…, oh, sí, un día les daría una buena lección. Sabía lo bueno que era, sabía para qué estaba preparado y quién podía ayudarle. Los demás sólo eran objetos sin valor. Eran suyos porque estaban bajo su mando; después de todo, la nave era propiedad suya, ¿no? Las mujeres especialmente… No eran más que piezas del juego. Podían ir y venir, y no le importaba en lo más mínimo. Bastaba con que compartieras sus peligros y creían que eras maravilloso. No podían comprender que para él no había ningún peligro; aún le quedaba mucho que hacer en la vida. Sabía que no iba a morir ninguna estúpida y miserable muerte en combate. Algún día toda la galaxia conocería su nombre, y cuando llegara el momento de su muerte le lloraría o le maldeciría… Aún no había decidido si prefería el llanto o las maldiciones… Puede que la elección dependiera de cómo le tratase la galaxia hasta que llegara ese momento… Lo único que necesitaba era un poquito de suerte, una pequeña ocasión que aprovechar, justo lo que habían tenido los demás, los líderes de las Compañías Libres más grandes y de más éxito, las más conocidas, temidas y respetadas. Ellos también debían haber tenido sus momentos de suerte, ¿no? Quizá parecieran mucho más grandes de lo que él era ahora, pero un día alzarían los ojos para contemplarle. Todo el mundo lo haría. Todos conocerían su nombre: Kraiklyn.


* * *

Horza despertó bajo la claridad del amanecer. Seguía tumbado sobre el techo de la lanzadera sintiendo la caricia de las olas, como un trozo de carne cuidadosamente lavado y colocado encima de una mesa. Estaba medio dormido y medio despierto. Hacía más frío y la luz era algo más tenue y azulada, pero todo lo demás seguía igual que antes. Su mente volvió a sumirse en el sueño, alejándose del dolor y las esperanzas perdidas.

Nada había cambiado, sólo él…


* * *

Tendría que nadar hasta la isla.

Despertó por segunda vez aquella misma mañana. Se sentía distinto, más fuerte y descansado. El sol iba emergiendo de la calina que había sobre su cabeza.

La isla se encontraba más cerca, pero iba a pasar de largo. Las corrientes estaban haciendo que él y la lanzadera se alejaran de aquel pedazo de tierra firme después de haberles llevado hasta unos dos kilómetros del grupo de arrecifes y bancos de arena que rodeaban la isla. Horza se maldijo por haber dormido tanto tiempo. Se quitó el traje —ya no servía de nada y merecía que lo abandonara—, y lo dejó sobre el techo de la lanzadera para que fuese lamido por las olas. Tenía hambre y su estómago había empezado a protestar con rugidos ahogados, pero se sentía con fuerzas más que suficientes para la travesía a nado. Calculaba que la isla debía estar a unos tres kilómetros de distancia. Se zambulló y hendió las aguas. La pierna derecha seguía doliéndole a causa del disparo de Lamm, y aún notaba alguna que otra molestia en varias zonas de su cuerpo, pero podía conseguirlo. Estaba totalmente seguro de que podría llegar hasta la isla.

Miró hacia atrás después de haber nadado unos minutos. Podía ver el traje, pero no la lanzadera. El traje vacío era como el capullo abandonado por algún animal después de su metamorfosis, un cascarón vacío que parecía flotar sobre las olas que se agitaban a su espalda. Horza se dio la vuelta y siguió nadando.

La isla se iba acercando muy despacio. Al principio el agua estaba caliente, pero pareció irse enfriando, y los dolores de su cuerpo se fueron haciendo más intensos. Hizo caso omiso de ellos y envió señales de desconexión a los nervios, pero podía sentir cómo su avance iba haciéndose más lento, y comprendió que había empezado la travesía con demasiado ímpetu. Se quedó quieto durante unos segundos, moviéndose en el agua para mantenerse a flote; tragó un sorbo de agua dulce y reanudó su avance, nadando a un ritmo más suave pero igualmente decidido hacia la torre gris que coronaba la isla.

Se repitió a sí mismo lo afortunado que había sido. El impacto sufrido por la lanzadera no le había causado heridas graves, aunque los dolores seguían molestándole, como si fuesen parientes ruidosos encerrados en una habitación lejana que le impedían concentrarse debidamente. El agua cálida parecía estar enfriándose, cierto, pero al menos era agua dulce, por lo que podía bebería y no se deshidrataría; aun así, le pasó por la cabeza que le habría costado menos mantenerse a flote si fuese agua salada.

Siguió avanzando. Tendría que haber sido fácil, pero cada momento que transcurría hacía que nadar le resultara más difícil. Dejó de pensar en ello y se concentró en los movimientos; el lento subir y bajar rítmico de piernas y brazos que le impulsaba a través del agua; enfrentarse a una ola, superarla, bajar por ella; una ola, superarla, bajar por ella…

«Con mis propios recursos —pensó—, con mis propios recursos, sin nadie que me ayude.»

La montaña de la isla iba aumentando de tamaño muy despacio. Tenía la sensación de estar construyéndola, como si el esfuerzo necesario para que fuera haciéndose más grande ante sus ojos fuese idéntico al que le habría exigido la edificación de aquel picacho; amontonar una roca encima de otra con sus propias manos…

Dos kilómetros. Después sólo uno.

El sol iba subiendo en ángulo por el cielo.

Y, finalmente, el primer círculo de arrecifes y los bajíos; los atravesó casi sin darse cuenta de lo que hacía y se encontró en aguas poco profundas.

Un mar de dolor. Un océano de agotamiento.

Nadó hacia la playa abriéndose paso por entre un abanico de olas y espuma que irradiaba de la brecha en el anillo de arrecifes por la que había pasado…

… y sintió como si no se hubiera quitado el traje, como si aún siguiera llevándolo, y la oxidación o el paso del tiempo habían hecho que el traje se volviera rígido, o como si estuviera lleno de agua o arena húmeda. El traje se tensaba y tiraba de él intentando hacerle retroceder.

Podía oír el ruido de las olas rompiendo en la playa, y cuando alzó los ojos pudo ver gente; siluetas delgadas de piel morena vestidas con harapos que se agrupaban alrededor de tiendas redondas y hogueras o caminaban por entre ellas. Algunas estaban en el agua transportando cestas, unas inmensas cestas de juncos que sostenían junto a sus cinturas. Iban recogiendo cosas del mar mientras caminaban por entre las olas, poniendo lo que encontraban dentro de los cestos.

No le habían visto. Siguió nadando, moviendo lentamente los brazos e impulsándose con débiles patadas.

La gente que estaba recogiendo la cosecha del mar no parecía haberse dado cuenta de su presencia. Seguían caminando por entre las olas, agachándose de vez en cuando para desenterrar algo oculto en la arena, moviendo los ojos incesantemente de un lado para otro en una continua búsqueda cuyo objetivo estaba tan cerca de ellos que les impedía verle. El ritmo de las brazadas se fue frenando hasta convertirse en un lento manoteo agónico. No podía sacar los brazos del agua, y sus piernas estaban paralizadas…

Y entonces oyó varias voces que gritaban cerca de él y un sonido de chapoteo que se fue aproximando, abriéndose paso por entre el estruendo del oleaje como algo surgido de un sueño. Seguía nadando débilmente cuando otra ola le alzó en su seno, y vio a varias siluetas muy delgadas vestidas con taparrabos y túnicas harapientas que avanzaban por el agua hacia él.

Sus brazos sostuvieron a Horza guiándole por entre las olas, a través de los últimos bajíos moteados de sol y, finalmente, le llevaron a las arenas doradas. Horza se dejó caer sobre la playa rodeado de aquellas personas flacas de expresiones adustas. Estaban hablando en voz baja entre ellas usando una lengua que no había oído nunca. Horza intentó moverse, pero no lo consiguió. Sus músculos parecían haberse convertido en harapos mojados.

—Hola —graznó.

Repitió el saludo en todas las lenguas que conocía, pero aquella gente no parecía entender ninguna. Observó los rostros de las personas que le rodeaban. Eran humanos, desde luego, pero aquella palabra podía aplicarse a muchas especies distintas esparcidas por toda la galaxia, lo cual había creado una interminable discusión sobre quién era humano y quién no lo era. Al igual que ocurría en un número excesivo de asuntos, el consenso de la opinión general estaba empezando a aproximarse considerablemente a las teorías de la Cultura sobre el tema. La Cultura fijaba las leyes (dejando aparte, claro está, el hecho de que la Cultura no tenía ninguna ley realmente digna de ese nombre) sobre en qué consistía el ser humano, o hasta dónde llegaba la inteligencia de una especie determinada (y, al mismo tiempo, dejaba bien claro que la inteligencia pura por sí sola no significaba gran cosa), o cuánto tiempo debían vivir las personas (aunque sólo como un tosco criterio de guía aproximado, naturalmente), y la gente aceptaba todas aquellas afirmaciones sin ponerlas en tela de juicio porque todo el mundo creía la propaganda de la Cultura, y esa propaganda sostenía que la Cultura era una sociedad sincera y carente de prejuicios, justa y totalmente desinteresada cuya única meta era la verdad absoluta…, etcétera.

Por lo tanto, ¿podía decirse que las personas que le rodeaban eran auténticos seres humanos? Su altura era bastante parecida a la de Horza, daban la impresión de poseer una estructura ósea y un sistema respiratorio muy similares, sus cuerpos mostraban una clara simetría bilateral; y sus rostros —aunque cada uno era distinto—, siempre contaban con ojos, orejas, boca y nariz.

Pero estaban mucho más delgados de lo que habría sido normal, y su piel, dejando aparte la textura o el color, parecía afectada por algún tipo de enfermedad.

Horza se quedó quieto. Volvía a tener la sensación de que pesaba mucho, pero al menos ahora se encontraba en tierra firme. Por otra parte, y a juzgar por el estado de los cuerpos que le rodeaban, la isla parecía ser bastante pobre en alimentos. Horza supuso que ésa era la razón de que todos estuvieran tan delgados. Alzó la cabeza e intentó ver la lanzadera que había divisado antes por entre aquel bosque de flacas piernas. Sólo consiguió ver la parte superior de la máquina asomando sobre una de las grandes canoas varadas en la playa. Sus puertas traseras estaban abiertas.

Una vaharada de un olor pestilente bailoteó bajo la nariz de Horza y le hizo sentir deseos de vomitar. Volvió a bajar la cabeza hacia la arena, exhausto.

Las personas que le rodeaban dejaron de hablar y sus cuerpos delgados y morenos o, por lo menos, de tez oscura, se volvieron lentamente hasta quedar de cara a la playa. Sus filas se abrieron para dejar un espacio justo por encima de la cabeza de Horza y, por mucho que lo intentara, el Cambiante descubrió que no podía apoyarse en un codo o mover la cabeza para ver qué o quién se aproximaba. Siguió tumbado sobre la arena y esperó. Las personas que había a su derecha retrocedieron, y una hilera de ocho hombres apareció a ese lado sosteniendo un palo muy largo en sus manos izquierdas y extendiendo el brazo derecho para conservar el equilibrio. Era la litera que les había visto transportar por la jungla el día antes, cuando la lanzadera había sobrevolado la isla. Horza intentó alzar la cabeza para ver lo que contenía. Dos hileras de hombres dieron la vuelta a la litera para que quedase de cara a Horza y la dejaron en el suelo. Después los dieciséis se sentaron en el suelo con expresión de estar agotados. Horza no podía apartar los ojos de la litera.

Sentado en ella estaba el ser humano más enorme y obscenamente gordo que había visto en toda su vida.

El día anterior había visto la litera y su inmensa carga desde la lanzadera de la Turbulencia en cielo despejado, y confundió al gigante con una pirámide de arena dorada. Ahora podía ver que su primera impresión se había aproximado bastante a la realidad, aunque sólo en la forma y no en la sustancia. Horza no estaba seguro de si aquel enorme cono de carne humana pertenecía a un varón o a una hembra; inmensos pliegues de carne con aspecto de mamas brotaban de la parte superior y central de su torso, pero colgaban sobre olas todavía más enormes de grasa desnuda y carente de vello, que eran sostenidas en parte por las piernas del coloso y en parte las rebasaban para reposar sobre la superficie de lona de la litera. Horza no pudo ver la más mínima prenda de ropa sobre el cuerpo de la monstruosidad, pero tampoco había ninguna señal de genitales; fueran lo que fuesen, quedaban enterrados bajo los rollos de aquella carne entre marrón y dorada.

Horza fue alzando los ojos hasta llegar a su cabeza. El grueso cono del cuello terminaba en baluartes concéntricos de papadas que sostenían la calva cúpula de carne hinchada en la que había una fláccida longitud de labios muy pálidos, una nariz minúscula en forma de botón y unas rendijas que debían contener los ojos. La cabeza reposaba sobre las capas de grasa del cuello, los hombros y el pecho como una gran campana dorada sobre un templo de muchos niveles. El gigante cubierto de sudor movió bruscamente las manos haciéndolas girar al extremo de los globos hinchados y recubiertos de grasa que tenía por brazos hasta que aquellos dedos —que, en comparación, resultaban meramente rollizos—, se encontraron y se unieron tan estrechamente como se lo permitía su tamaño. La boca se abrió para hablar, y uno de aquellos humanos flacuchos cuyos harapos parecían algo menos maltrechos que los de los demás entró en el campo visual de Horza, colocándose un poco detrás del gigante.

La cabeza con forma de campana se movió unos centímetros a un lado y giró lentamente sobre sí misma diciéndole algo al hombre que había detrás. Horza no logró oír las palabras. Después la montaña de carne alzó los brazos con un obvio esfuerzo y contempló a las delgadas siluetas agrupadas alrededor de Horza. Su voz parecía grasa semisólida derramándose dentro de un recipiente; Horza pensó que era una voz capaz de ahogarte, como si surgiera de una pesadilla. Aguzó el oído, pero no logró comprender ni una sola palabra del lenguaje que estaba utilizando. Miró a su alrededor para ver qué efecto estaban produciendo aquellas palabras sobre la multitud de aspecto famélico que le rodeaba. Sintió que la cabeza le daba vueltas durante un momento, como si su cerebro hubiera cambiado de posición mientras su cráneo seguía inmóvil; y fue como si estuviera de nuevo en el hangar de la Turbulencia en cielo despejado cuando los rostros de la Compañía se volvieron en su dirección haciéndole sentirse tan desnudo y vulnerable como se sentía ahora.

—Oh, no, otra vez no —gimió en marain.

—¡Oh-hoo! —dijeron los rollos de carne dorada. La voz se despeñó por las pendientes de grasa en una vacilante serie de tonos casi musicales—. ¡Magnífico! ¡Nuestro botín marino habla! —La cúpula sin vello giró un poquito más volviéndose hacia el hombre que estaba en pie junto a ella—. Señor Primero, ¿no es maravilloso? —burbujeó la voz de aquella masa de carne.

—El destino es bueno con nosotros, oráculo —dijo el hombre con voz malhumorada.

—Sí, Señor Primero, el destino favorece a quienes ama. Hace alejarse a nuestros enemigos y nos envía tesoros…, ¡tesoros del mar! ¡Alabado sea el destino!

La gran pirámide de carne empezó a temblar y los brazos se alzaron arrastrando tras ellos rollos de carne un poco más pálida. Aquella cabeza parecida a una tórrela se inclinó hacia atrás, y la boca se abrió para revelar un espacio oscuro en el que sólo había unos cuantos colmillos diminutos que brillaban como si estuvieran hechos de acero. Cuando la voz burbujeante volvió a hablar empleó el lenguaje que Horza no podía entender, pero se dio cuenta de que se limitaba a repetir la misma frase una y otra vez. El resto de la multitud no tardó en unirse a la montaña de carne, quien agitó las manos en el aire y empezó a canturrear con voz enronquecida. Horza cerró los ojos, intentando despertar de lo que sabía no era un sueño.

Cuando abrió los ojos los humanos seguían cantando, pero habían vuelto a rodearle con sus flacos cuerpos, impidiéndole ver a la monstruosidad de piel entre marrón y dorada. Aquella multitud de seres famélicos cayó sobre él sin interrumpir el cántico. Sus rostros estaban encendidos por un deseo feroz, abrían la boca mostrando los dientes y curvaban las manos como si fuesen garras.

Le quitaron los pantalones cortos. Horza intentó resistirse, pero eran demasiados y lograron inmovilizarle. Su estado de agotamiento hacía que sus fuerzas fuesen tan reducidas como las de cualquiera de ellos, y no les costó demasiado dominarle. Le dieron la vuelta, le hicieron poner las manos a la espalda y se las ataron. Después le ataron los pies y tiraron de sus piernas hacia atrás hasta que sus pies casi le rozaron las manos, y los ataron a sus muñecas con un trozo de cuerda. Desnudo y atado como un animal que es conducido al sacrificio, Horza fue arrastrado sobre la arena caliente hasta dejar atrás una hoguera que ardía con un débil llamear chisporroteante. Sus captores le hicieron erguirse y le obligaron a inclinarse sobre un pequeño poste clavado en la arena hasta pasarlo por entre su espalda y sus miembros inmovilizados por las cuerdas. Sus rodillas se hundieron en la arena soportando la mayor parte de su peso. La hoguera ardía ante él enviando nubes de un humo acre a sus ojos, y aquel olor horrendo volvió a invadir sus fosas nasales. Parecía venir de un grupo de cuencos y recipientes esparcidos alrededor de la hoguera. Horza vio que en la playa había más hogueras con grupos de recipientes a su alrededor.

El inmenso montón de carne que el Señor Primero había llamado «oráculo» fue depositado junto a la hoguera. El Señor Primero se quedó inmóvil junto al prodigio de obesidad contemplando a Horza con sus ojos hundidos en las cuencas de aquel rostro pálido y más bien sucio. La montaña dorada de la litera hizo entrechocar sus rechonchas manos.

—Forastero, regalo del mar —dijo—, bienvenido seas. Yo soy Fwi-Song, gran oráculo del destino.

Aquella inmensa criatura hablaba una variedad bastante tosca del marain. Horza abrió la boca para decirle su nombre, pero Fwi-Song siguió hablando antes de que pudiera hacerlo.

—¡Nos has sido enviado en nuestro tiempo de prueba como un fragmento de carne humana trasportado por la marea de la nada, una cosecha arrebatada a la insípida oleada de la vida, una golosina que repartir y ser compartida en nuestra victoria sobre la bilis ponzoñosa de la incredulidad! ¡Eres una señal del Destino, y damos las gracias por haberla recibido!

Fwi-Song alzó sus inmensos brazos; rollos de grasa oscilaron en los hombros a cada lado de aquella cabeza parecida a una torreta y casi cubrieron las orejas. Fwi-Song gritó algo en un lenguaje que Horza no conocía; y las siluetas que le rodeaban repitieron la frase, canturreándola varias veces.

Los brazos recubiertos de grasa volvieron a bajar.

—Eres la sal del mar, regalo del océano —dijo la almibarada voz de Fwi-Song volviendo a emplear el marain—. Eres una señal, una bendición del Destino; ¡eres el que ha de convertirse en muchos, el único que ha de ser compartido; tuyo será el don definitivo, la belleza bendita de la transustanciación!

Horza contempló horrorizado a aquella inmensidad dorada. No se le ocurría nada que decir. ¿Qué podías decirle a alguien semejante? Horza carraspeó para aclararse la garganta con la esperanza de decir algo, pero Fwi-Song siguió hablando.

—Sabe pues, regalo del mar, que somos los Devoradores; los Devoradores de cenizas, los Devoradores de basura, los Devoradores de arena, de hierbas y árboles; los más básicos, los más amados y los más reales. ¡Hemos trabajado duramente con el fin de prepararnos para nuestro día de prueba, y ahora ese día se encuentra gloriosamente cercano! —La voz del oráculo de la piel dorada se volvió estridente; varios pliegues de grasa temblaron cuando Fwi-Song extendió los brazos—. ¡Contémplanos mientras aguardamos el momento de nuestra ascensión y alejamiento de este plano mortal con los vientres vacíos, las entrañas huecas y las mentes hambrientas!

Las manos gordezuelas de Fwi-Song se encontraron en una palmada; los dedos se entrelazaron como inmensos gusanos engordados gracias a una buena dieta de carroña.

—Si puedo… —graznó Horza.

Pero la inmensidad de carne estaba hablando de nuevo con los humanos famélicos, y su voz burbujeaba sobre las arenas doradas, las hogueras para cocinar y los rostros adustos de aquellos seres malnutridos.

Horza meneó la cabeza y sus ojos recorrieron la playa hasta posarse en el hueco de las puertas de la lanzadera. Cuanto más la veía más seguro estaba de que era una máquina fabricada por la Cultura.

No se trataba de nada que pudiera definir con precisión, pero cada instante que pasaba contemplando la máquina hacía que estuviera más seguro de ello. Supuso que debía contar con cuarenta o cincuenta asientos; el tamaño justo para transportar a todas las personas que había visto en la isla. No parecía especialmente nueva o rápida, y no daba la impresión de tener ninguna clase de armamento, pero algo en la forma de diseñar y construir aquella silueta tan sencilla y utilitaria hablaba de la Cultura. Si la Cultura diseñase un carro de bueyes o un automóvil, aquellos artefactos seguirían compartiendo algo con la máquina que había al final de la playa, pese a todo el abismo de tiempo existente entre las épocas representadas por cada objeto. El enigma habría sido más fácil de resolver si la Cultura usase algún emblema o logotipo, pero su negativa a depositar ninguna fe en los símbolos era otro más de los muchos aspectos en que la Cultura mostraba su falta de realismo y su inexplicable orgullo. La Cultura afirmaba ser justamente lo que era y decía no necesitar ese tipo de representaciones exteriores. La Cultura estaba compuesta por todos y cada uno de los seres humanos y máquinas que vivían en ella, no por una sola cosa o faceta determinada. Al igual que no podía aprisionarse a sí misma con leyes, empobrecerse con el uso del dinero o engañarse confiando en los líderes, no estaba dispuesta a autorrepresentarse de forma engañosa mediante signos.

Aun así, la Cultura poseía un conjunto de símbolos del que estaba muy orgullosa, y Horza no tenía duda de que si la máquina que estaba contemplando era un producto de la Cultura habría unos cuantos caracteres del alfabeto marain escritos en alguna parte de ella.

Horza se preguntó si la presencia de la lanzadera guardaría alguna relación con la masa de carne que seguía arengando a los flacos humanos congregados alrededor de la hoguera. Lo dudaba. Fwi-Song hablaba un marain vacilante y bastante tosco. El dominio del marain del que podía enorgullecerse Horza distaba mucho de ser perfecto, pero conocía aquella lengua lo bastante bien para darse cuenta de que Fwi-Song la maltrataba cada vez que salía de sus labios. Y, de todas formas, la Cultura no tenía costumbre de alquilar sus vehículos a chalados religiosos. Entonces, ¿estaría allí para evacuarles? ¿Habría venido para llevarles hasta un lugar seguro cuando el huracán de mierda creado por la alta tecnología de la Cultura chocara contra el Orbital Vavatch? Horza comprendió que ésa era la respuesta más probable, y comprenderlo le deprimió considerablemente. Así que no había escapatoria… O era sacrificado o lo que fuese que pretendían hacerle aquellos chalados, o viajaría hasta el cautiverio por cortesía de la Cultura.

Se dijo que no debía dar por sentado lo peor. Después de todo, ahora tenía el aspecto de Kraiklyn, y no era probable que las Mentes de la Cultura hubiesen establecido todas las conexiones correctas entre él, la Turbulencia en cielo despejado y Kraiklyn. Nadie era capaz de pensar en todo, ni tan siquiera la Cultura. Pero… Probablemente sabían que había estado a bordo de La mano de Dios 137; probablemente sabían que había escapado de aquella nave; y probablemente también sabían que la Turbulencia en cielo despejado se hallaba dentro de aquel volumen de espacio en aquellos momentos. (Recordó las estadísticas que Xoralundra había citado cuando hablaba con el capitán de la Mano; sí, la UGC debía de haber salido vencedora de aquel combate… Recordó los toscos motores de campo de la Turbulencia en cielo despejado; lo más probable era que produjesen una estela que cualquier UGC que sintiese un mínimo de respeto hacia sí misma podría seguir desde siglos de distancia)… Maldita sea; quizá fueran capaces. Quizá estaban examinando a todas las personas que evacuaban de Vavatch. Lo identificarían en cuestión de segundos con sólo una muestra celular, una escama de piel o un pelo, y por lo que sabía quizá ya le hubiesen tomado una muestra. Un microproyectil enviado desde aquella lanzadera bien podía haberse llevado consigo algún trocito minúsculo de tejido… Dejó caer la cabeza, y los músculos de su cuello se unieron al concierto de dolores que atormentaba su maltrecho y exhausto cuerpo.

«Basta —se dijo—. Deja de pensar como un fracasado. Demasiada autocompasión, maldita sea. Haz algo para salir de este lío. Aún cuentas con tus dientes y tus uñas…, y con tu cerebro. Si sabes esperar a que llegue el momento adecuado…»

—Ved —trinó Fwi-Song—, los que no tienen dios, los más odiados, los despreciados-por-los-despreciados, los Ateos, los Anatematices, nos han enviado este instrumento de la Nada y del Vacío… —Horza alzó los ojos mientras la inmensidad de carne pronunciaba aquellas palabras y vio cómo Fwi-Song señalaba hacia la lanzadera—. ¡Pero no vacilaremos en nuestra fe! ¡Resistiremos el falso atractivo de la Nada que hay entre las estrellas donde moran los que no tienen dios, los Anatematizados del Vacío! No mantendremos ningún trato con la gran Blasfemia de lo Material. Actuaremos igual que las rocas y los árboles…, ¡seremos firmes, seguros, profundamente enraizados, sólidos e inflexibles!

Fwi-Song volvió a alzar los brazos y su voz atronó por toda la playa. El hombre de la expresión adusta y la piel de un color blanco sucio gritó unas cuantas palabras dirigidas a la multitud que se había sentado sobre la arena y ésta le devolvió el grito. Fwi-Song sonrió a Horza desde el otro lado de la hoguera. Su boca era un agujero negro con cuatro diminutas protuberancias metálicas que parecían colmillos asomando allí donde los labios formaban una sonrisa. Los colmillos reflejaban la luz del sol.

—¿Es así como tratáis a todos vuestros invitados? —preguntó Horza intentando no toser hasta el final de la frase.

Se aclaró la garganta. La sonrisa de Fwi-Song se desvaneció.

—No eres un invitado, oh despojo del mar, regalo de la sal. Eres una recompensa y un trofeo: nuestro para que nos lo quedemos, mío para que te utilice. Botín del mar y del sol y el viento que nos ha traído el Destino. Je, je, je… —La sonrisa de Fwi-Song volvió acompañada por una risita de colegiala, y una de sus inmensas manos se alzó para ocultar los pálidos labios—. ¡El destino reconoce a su oráculo y le envía sabrosos regalos! ¡Y se los envía justo cuando algunos miembros de mi rebaño habían empezado a sentir ciertas dudas! ¿No es así, Señor Primero?

La cabeza con forma de tórrela se volvió hacia la flaca silueta del hombre de la piel blanquecina que permanecía inmóvil junto a la montaña de carne con los brazos cruzados. El Señor Primero asintió en silencio.

—El destino es nuestro jardinero y nuestro lobo. El destino acaba con los débiles para honrar a los fuertes. El noble y viril oráculo ha hablado.

—Y la palabra que muere en la boca vive dentro del oído —dijo Fwi-Song, volviendo su inmensa cabeza hacia Horza.

«Bueno, al menos ahora sé que es un varón —pensó Horza—. No sé si me servirá de algo, pero siempre es un comienzo.»

—Poderoso oráculo —dijo el Señor Primero. La sonrisa de Fwi-Song se hizo un poco más ancha, pero siguió sin apartar los ojos de Horza.—. El regalo del mar debería ver el destino que le espera. Puede que el traicionero cobarde Veintisiete…

—¡Oh, sí! —Las inmensas manos de Fwi-Song se juntaron en una palmada y una sonrisa iluminó todo su rostro. Durante una fracción de segundo Horza creyó ver el blanco de unos ojos diminutos que le contemplaban desde más allá de las rendijas—. ¡Oh, sí, hagámoslo! Traed al cobarde, y hagamos lo que debe hacerse.

El Señor Primero se dirigió con voz cantarina a los humanos emaciades que seguían sentados alrededor de la hoguera. Algunos de ellos se pusieron en pie y se alejaron hacia la jungla. El resto empezó a gritar y canturrear.

Unos minutos después Horza oyó un grito seguido por una serie de alaridos y chillidos que se fueron aproximando poco a poco. Los que se habían marchado volvieron a aparecer trayendo consigo un tronco corto y grueso bastante parecido al que mantenía inmovilizado a Horza. Colgando del tronco había un joven que se debatía gritando y aullando en el lenguaje que Horza no entendía. Horza vio gotas de sudor y saliva resbalar por el rostro del joven, desprenderse de él y manchar la arena. Uno de los extremos del tronco estaba muy afilado. Los que habían traído al joven lo clavaron en la arena al otro lado de la hoguera que ardía ante Horza, de tal forma que el joven quedó colocado de cara al Cambiante.

—Este, mi libación de los mares —dijo Fwi-Song volviéndose hacia Horza mientras señalaba al joven que temblaba y gemía con los ojos girando locamente dentro de sus cuencas y los labios goteando saliva—, es mi muchacho travieso, llamado Veintisiete desde su renacimiento. Era uno de nuestros muy respetados y amadísimos hijos, uno de nuestros ungidos, uno de aquellos con quienes compartíamos la nobleza de ser bocados sabrosos, uno más de quienes forman la hermandad de papilas gustativas de la gran lengua de la vida. —La voz de Fwi-Song burbujeaba con una risa apenas contenida mientras hablaba, como si comprendiera lo absurdo del papel que estaba representando y apenas pudiera resistir la tentación de la autoparodia—. Esta astilla de nuestro árbol, este grano de nuestra playa, este réprobo se atrevió a correr hacia el siete veces maldito vehículo del Vacío. Rechazó el don de la carga con que le honramos; escogió abandonarnos y huir a través de las arenas cuando el enemigo alienígena pasó sobre nosotros el día de ayer. No confió en nuestra gracia salvadora, sino que se volvió hacia un instrumento de la oscuridad y la nada, hacia la sombra contaminante de quienes no tienen alma, los Anatemáticos… —Fwi-Song contempló al joven que seguía temblando en el poste clavado al otro lado de la hoguera. El rostro del oráculo se endureció en una mueca de reproche—. El Destino ha hecho que el traidor que abandonó nuestro bando y puso en peligro la vida de su oráculo fuera atrapado para que pudiera comprender su lamentable error y expiar su terrible crimen.

Fwi-Song bajó el brazo. La inmensa cabeza osciló lentamente de un lado para otro.

El Señor Primero se volvió hacia las siluetas sentadas alrededor de la hoguera y gritó algo. Las siluetas se volvieron hacia el joven llamado Veintisiete y empezaron a canturrear. Los horribles olores que Horza había captado antes volvieron con más fuerza cosquilleándole la nariz y haciendo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

El Señor Primero y dos mujeres desenterraron unos saquitos ocultos en la arena. Los demás seguían cantando y Fwi-Song no apartaba los ojos del joven. Los saquitos contenían unas cuantas prendas de tela muy delgada con las que se fueron vistiendo. Mientras se vestía, Horza vio una funda con una gran pistola de proyectiles de aspecto bastante pesado bajo la mugrienta túnica del Señor Primero. El Cambiante supuso que debía de ser el arma que había disparado contra la lanzadera el día anterior cuando él y Mipp sobrevolaron la isla.

El joven abrió los ojos, vio a las tres personas que acababan de vestirse y empezó a gritar.

—Escuchad cómo el alma apenada grita pidiendo su lección, oíd cómo suplica su botín de pena y dolor, su solaz de refrescante sufrimiento… —Fwi-Song miró a Horza y sonrió—. Nuestro pequeño Veintisiete sabe lo que le espera, y aunque su cuerpo que ya ha demostrado ser muy débil se quiebra ante la tormenta, su alma grita: «¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Poderoso Oráculo, socórreme! ¡Hazme parte de ti! ¡Dame tu fuerza! ¡Ven a mí!» ¿Acaso no te parece un sonido dulce y de lo más edificante?

Horza contempló los ojos del oráculo y no dijo nada. El joven seguía gritando e intentaba liberarse del tronco que le inmovilizaba. El Señor Primero se arrodilló ante él e inclinó la cabeza murmurando en voz baja para sí mismo. Las dos mujeres estaban llenando un gran número de cuencos con el líquido humeante de las ollas y recipientes que había alrededor de la hoguera, y empezaron a calentar algunos sobre las llamas. Los olores llegaron a Horza haciendo que se le revolviera el estómago.

Fwi-Song pasó al otro lenguaje y pronunció unas cuantas palabras volviéndose hacia las dos mujeres, quienes miraron a Horza y fueron hacia él sosteniendo un cuenco cada una. Las mujeres le pusieron los cuencos bajo la nariz y Horza apartó la cabeza. Sus rasgos se retorcieron en una mueca de repugnancia ante lo que parecía y olía como entrañas de pescado aliñadas con una salsa de excrementos. Las mujeres se llevaron los cuencos que contenían aquella horrible sustancia, pero las fosas nasales del Cambiante ya habían quedado impregnadas con la pestilencia que desprendía. Horza intentó respirar por la boca.

Las mujeres introdujeron unas cuñas de madera entre los labios del joven para que no pudiera cerrarlos y sus gritos ahogados cambiaron de tono. El Señor Primero le sujetó y las mujeres empezaron a introducir el líquido de los cuencos en su boca. El joven tosió y gimoteó, se atragantó e intentó escupir. Lanzó un gemido desgarrador y acabó vomitando.

—Deja que te muestre mi armamento y mi obra benefactora —dijo Fwi-Song volviéndose hacia Horza.

Metió la mano detrás de su vasto cuerpo, y cuando volvió a aparecer sus dedos sostenían un gran fardo de harapos que empezó a desplegar. Las telas se fueron apartando y revelaron un conjunto de objetos metálicos parecidos a cepos minúsculos que brillaron bajo los rayos del sol. Fwi-Song se llevó un dedo a los labios, examinó su colección de trampas metálicas y acabó cogiendo uno de los pequeños artilugios. Se lo metió en la boca e hizo encajar las dos partes del cepo en las protuberancias metálicas que Horza había visto antes.

—Ya eztá —dijo Fwi-Song, alzando su boca en una ancha sonrisa hacia el Cambiante—. ¿Qué opinaz de éztoz? —Los dientes artificiales brillaban en su boca. Horza vio hileras de puntas muy afiladas con los contornos aserrados—. O de éztoz otroz… —Fwi-Song se quitó el artefacto y lo sustituyó por uno repleto de colmillos minúsculos que parecían agujas. Después vino otro con dientes en ángulo que parecían ganchos recubiertos de pequeños pinchos, y luego otro cuyos dientes estaban agujereados—. Eztupendoz, ¿eh? —Sonrió a Horza enseñándole el último artefacto que se había colocado y se volvió hacia el Señor Primero—. ¿Qué opinaz, Zeñor Primero? ¿Eh? O… —Fwi-Song se quitó los dientes con agujeros y se puso otro artefacto que hacía pensar en un juego de palas muy largas parecidas a cuchillos—. ¿Éztoz? Éztoz zon muy bonitoz, ¿no oz parece? Zí, empecemoz con éztoz… Caztiguemoz a eze mocozo traviezo.

La voz de Veintisiete se había convertido en un gemido gutural. Cuatro hombres se arrodillaron ante él, le obligaron a extender una pierna y se la inmovilizaron. Fwi-Song fue transportado en la litera hasta quedar delante del joven. Abrió la boca enseñando los dientes que parecían cuchillos, se inclinó hacia adelante y le arrancó un dedo del pie a Veintisiete en un movimiento muy veloz curiosamente parecido a un asentimiento de cabeza.

Horza apartó la mirada.

Durante la siguiente media hora de tranquila deglución el inmenso oráculo fue mordisqueando varias partes del cuerpo de Veintisiete, atacando las extremidades y los escasos depósitos de grasa que aún le quedaban mediante varios juegos de dientes. Los gritos del joven iban haciéndose más fuertes con cada nueva carnicería.

Horza, tan pronto observaba como desviaba los ojos. Había momentos en que intentaba irritarse lo suficiente para llegar a un estado anímico desafiante que le permitiera encontrar un medio de dar su merecido a aquella grotesca distorsión de un ser humano, y había momentos en que sólo deseaba que aquella horrenda ceremonia llegara a su fin. Fwi-Song reservó los dedos de las manos de su ex discípulo para el final, y los devoró con los dientes agujereados, usándolos como si fueran herramientas para pelar cables eléctricos.

—Muy zabrozoz —dijo cuando hubo terminado, limpiándose el rostro manchado de sangre con un antebrazo gigantesco.

Veintisiete se hallaba cubierto de sangre y gemía débilmente. Estaba medio desmayado. Las mujeres le amordazaron con un trozo de harapo y el joven fue colocado de espaldas sobre la arena. Le atravesaron las palmas de sus manos destrozadas con estacas de madera y una inmensa roca le aplastó los pies. Cuando vio aproximarse la litera que transportaba al oráculo Fwi-Song empezó a gritar débilmente a través de su mordaza. Fwi-Song fue colocado casi encima de aquella silueta gimiente, y sus manos lucharon con unos cordoncillos que había a un lado de su litera hasta que consiguió abrir una trampilla situada en la parte inferior de ésta. El hueco de la trampilla quedaba justo sobre el rostro del infeliz humano cubierto de sangre que se retorcía encima de la arena. El oráculo hizo una seña y los porteadores le colocaron sobre el cuerpo del joven ahogando sus gemidos. El oráculo sonrió y se acomodó con leves y delicados movimientos de su inmenso cuerpo, como si fuera un pájaro que se coloca sobre sus huevos para empollarlos. Su masa colosal ocultaba todo el cuerpo del joven que había debajo de él. Fwi-Song empezó a canturrear para sí mismo mientras la multitud de aspecto famélico le contemplaba acompañándole con un canturreo casi inaudible mientras balanceaban sus cuerpos de un lado para otro sin moverse del sitio. Fwi-Song empezó a mecerse hacia adelante y hacia atrás, al principio muy despacio y luego cada vez más deprisa. Una capa de sudor perló la cúpula dorada de su rostro. Emitió un jadeo y alzó una mano hacia la multitud. Las dos mujeres vestidas con aquella especie de túnicas fueron hasta él y empezaron a lamer los hilillos de sangre que habían brotado de la boca del oráculo, siguiendo su trayectoria sobre los pliegues de sus papadas y la colosal extensión de sus tetillas y su tórax como si fueran chorritos de leche roja. Fwi-Song dio un respingo, pareció encogerse sobre sí mismo y se quedó inmóvil durante un segundo. Después sus inmensos brazos se movieron con una rapidez y una ferocidad sorprendentes y golpearon a las dos mujeres en la cabeza. Las mujeres huyeron corriendo y volvieron a reunirse con la multitud. El Señor Primero empezó a canturrear en un tono de voz bastante más alto y la multitud se unió a él.

Fwi-Song acabó dando la orden de que volvieran a levantarle. Los porteadores de la litera alzaron aquella montaña de carne por los aires revelando el cuerpo destrozado de Veintisiete. Sus gemidos habían sido silenciados para siempre.

El cadáver fue liberado de sus ataduras y decapitado. Le arrancaron la parte superior del cráneo y devoraron sus sesos. Horza había logrado aguantar hasta entonces, pero ver aquello hizo que vomitara.

—Y ahora todos nos hemos convertido en todos los demás —canturreó solemnemente Fwi-Song como si hablara con aquel objeto hueco que antes había sido la cabeza del joven.

Lanzó su cuenco ensangrentado por encima del hombro hacia el fuego. El resto del cuerpo fue llevado hasta el mar y arrojado a las aguas.

—Sólo la ceremonia y el amor del Destino nos distinguen de las bestias, oh señal de la devoción del Destino —trinó Fwi-Song volviéndose hacia Horza mientras el inmenso cuerpo del oráculo era limpiado y perfumado por las dos mujeres.

Horza, atado a su poste clavado en el suelo con la boca saturada de sabor a vómitos, había concentrado toda su atención en el acto de respirar y ni tan siquiera intentó contestarle.


* * *

El cadáver de Veintisiete se fue alejando lentamente sobre las olas. Sus seguidores secaron a Fwi-Song con toallas. Los humanos emaciados se sentaron sobre la arena con los ojos perdidos en el vacío, o se ocuparon de aquel líquido pestilente que burbujeaba en las ollas y recipientes. El Señor Primero y sus dos ayudantes se quitaron sus vestimentas, revelando los harapos maltrechos de las mujeres y la túnica mugrienta pero aún intacta del hombre. Fwi-Song hizo que los porteadores colocasen su litera delante de Horza.

—¿Ves, botín de las olas, cosecha del océano eternamente agitado? Mi pueblo se prepara para romper su ayuno.

El oráculo hizo girar uno de los temblorosos rollos de carne y grasa que eran sus brazos y señaló a los que se ocupaban de las hogueras y los recipientes. El olor de la comida putrefacta estaba invadiéndolo todo.

—Comen lo que los demás dejan y lo que los demás no quieren tocar porque quieren estar más cerca de la mismísima textura del Destino. Comen la corteza de los árboles y la hierba del suelo y el musgo de las rocas; comen la arena, las hojas, las raíces y la tierra; comen las conchas y las entrañas de los animales marinos y la carroña de la tierra y del océano; comen los productos de su cuerpo y comparten los míos. Yo soy la fuente. Soy el manantial, el sabor que hay en sus lenguas.

»Tú, burbuja que espumeas en el océano de la vida, eres una señal. Cosecha del océano, antes de que llegue el momento de tu disolución comprenderás que eres todo cuanto has comido, y que la comida no es más que excremento aún no digerido. Yo lo he visto y lo he comprendido; tú lo verás y lo comprenderás.

Una de las ayudantes volvió del mar con las dentaduras postizas de Fwi-Song que había estado limpiando en el agua. Fwi-Song las cogió y las envolvió en los harapos, volviendo a guardarlas detrás de su espalda.

—Todos caerán salvo nosotros. Todos se dirigen hacia sus muertes y su disolución. Sólo nosotros perduraremos sin desaparecer, llevados a la gloria de nuestra consumación definitiva.

El oráculo le sonrió. Las largas sombras del atardecer se deslizaban sobre la arena y aquellas personas emaciadas y de aspecto enfermizo se sentaron para consumir su repugnante alimento. Horza vio como intentaban comer. Algunos lo hicieron, animados por el Señor Primero, pero la mayoría eran incapaces de retener nada dentro de sus estómagos. Jadeaban intentando tragar aire y sorbían los líquidos, pero lo más frecuente era que acabasen vomitando aquello que habían logrado engullir con tanto esfuerzo. Fwi-Song les contempló con tristeza y meneó la cabeza.

—¿Ves? Ni aquellos de mis hijos que se encuentran más cerca de mí están preparados… Debemos rezar y suplicar al Destino para que estén preparados cuando llegue el momento, tal y como debe llegar y llegará en cuestión de pocos días. Debemos albergar la esperanza de que la falta de comprensión y simpatía con las cosas que atenaza sus cuerpos no les hará despreciables a los ojos y la boca de Dios.

«Gordo asqueroso… Estás dentro de mi radio de alcance. Si lo supieras… Podría cegarte desde aquí; podría escupir en tus ojillos y quizá…»

Pero quizá no pudiera conseguirlo. Los ojos del gigante estaban tan hundidos en la fláccida piel de sus mejillas y su frente que existía una considerable posibilidad de que el escupitajo venenoso con que Horza podía acertar al monstruo dorado no lograra abrirse paso hasta llegar a las membranas del ojo. Pero era todo cuanto Horza podía encontrar como alivio a su situación. Podía escupir al oráculo; y ahí se acababa todo. Quizá llegara un momento en el que aquello pudiese cambiar las cosas, pero hacerlo ahora sería una estupidez. Un Fwi-Song ciego y enfurecido le parecía algo todavía más peligroso y digno de ser evitado que un Fwi-Song sonriente y capaz de ver.

Fwi-Song siguió hablando sin parar, sin hacerle ni una sola pregunta y empezando a repetirse cada vez con mayor frecuencia. Le habló de sus revelaciones y de su vida anterior; primero como fenómeno de circo, luego como algo parecido a un animal doméstico en el palacio de un sátrapa de otra especie en un Megabarco y después como converso a una religión de moda en otro Megabarco. Su revelación tuvo lugar allí cuando convenció a unos cuantos conversos para que se marcharan a una isla donde esperarían el Fin De Todas Las Cosas. Cuando la Cultura anunció cuál iba a ser el destino del Orbital Vavatch llegaron más conversos. Horza le escuchaba sin prestarle demasiada atención. Su mente funcionaba a toda velocidad intentando dar con alguna forma de escapar.

—Aguardamos el fin de todas las cosas y la llegada del último día. Nos preparamos para nuestra consumación final mezclando los frutos de la tierra y el mar y la muerte con nuestros frágiles cuerpos de carne, sangre y hueso. Tú eres nuestra señal, nuestro aperitivo, nuestro aroma. Debes sentirte muy honrado.

—Poderoso Oráculo —dijo Horza, tragando saliva y esforzándose al máximo para conseguir que su voz sonara tranquila y firme. Fwi-Song se calló. Sus ojillos se hicieron todavía más pequeños y el inicio de un fruncimiento de ceño apareció en su frente. Horza siguió hablando—. Cierto, soy vuestra señal. Yo mismo he venido a vosotros; soy el seguidor…, el discípulo cuyo número es el Ultimo. Vengo a libraros de la máquina del Vacío. —Horza volvió los ojos hacia la lanzadera de la Cultura que seguía inmóvil con las puertas abiertas al final de la playa—. Sé cómo eliminar esa fuente de tentaciones. Deja que te demuestre mi devoción llevando a cabo este pequeño servicio para tu inmensa majestuosidad. Cuando lo haya hecho sabrás que soy tu último y más fiel servidor: aquel cuyo número es el Ultimo, el que se presenta antes de la disolución final con el fin de…, de templar el ánimo de tus seguidores para la prueba que se aproxima y acabar con el artefacto tentador de los Anatemáticos. Me he mezclado con las estrellas, el aire y el océano, y te traigo este mensaje y esta liberación.

Horza se calló. Tenía la garganta y los labios resecos, y una ligera brisa cargada con la pestilencia mezclada al olor de especias que brotaba de la comida de los Devoradores estaba haciendo que le llorasen los ojos. Fwi-Song se había quedado totalmente inmóvil en su litera, contemplando el rostro de Horza con sus ojillos casi cerrados y su bulbosa frente llena de arrugas.

—¡Señor Primero! —dijo Fwi-Song, volviéndose hacia el hombre de piel blanquecina vestido con la túnica.

El Señor Primero estaba masajeando el vientre de un Devorador mientras el infortunado seguidor yacía gimiendo sobre la arena. El Señor Primero se puso en pie y fue hacia el oráculo, quien señaló a Horza con la cabeza y habló en el lenguaje que el Cambiante no podía entender. El Señor Primero hizo una pequeña reverencia y se colocó detrás de Horza sacando algo de debajo de su túnica mientras desaparecía del campo visual del Cambiante. El corazón de Horza empezó a latir a toda velocidad y sus ojos desesperados se posaron en el rostro de Fwi-Song. ¿Qué había dicho? ¿Qué iba a hacerle el Señor Primero? Unas manos aparecieron sobre la cabeza de Horza sosteniendo algo. El Cambiante cerró los ojos.

Un harapo cayó sobre su boca y fue sujetado con un nudo muy tenso. Apestaba a aquella comida repugnante. Las manos tiraron de su cabeza obligándole a apoyarla en el tronco. El Señor Primero volvió a ocuparse del Devorador que seguía gimiendo sobre la arena. Horza miró a Fwi-Song.

—Bueno, ya está —suspiró éste—. Y ahora, como iba diciendo antes…

Horza dejó de escucharle. La cruel fe del obeso oráculo era muy parecida a un millón de credos esparcidos por toda la galaxia. Lo único que la hacía destacar en aquellos tiempos teóricamente civilizados era su increíble grado de barbarie. Otro efecto colateral de la guerra, quizá; otra cosa de que culpar a la Cultura. Fwi-Song siguió hablando, pero escucharle no serviría de nada.

Horza recordó que la actitud de la Cultura ante alguien que creía en un Dios omnipotente era compadecerle, y prestar tan poca atención a la sustancia de su fe como se la habría prestado a los delirios balbuceantes de alguien que afirmara ser el Emperador del Universo. La naturaleza de la creencia no era totalmente irrelevante —unida al historial de la persona y a su educación, podía darte alguna pista sobre qué problema particular había acabado llevándola a tan penosa situación—, pero lo que nunca debías ni podías hacer era tomártela en serio.

Eso era justamente lo que Horza sentía hacia Fwi-Song. Tenía que tratarle como el maníaco que obviamente era. El hecho de que su locura estuviera envuelta en los oropeles de la religión no significaba nada.

Horza tenía la seguridad de que la Cultura no habría estado de acuerdo con él. La Cultura opinaba que la locura y las creencias religiosas compartían muchas facetas pero, después de todo, ¿qué se podía esperar de la Cultura? Los idiranos sabían cosas que la Cultura ignoraba, y aunque no estaba de acuerdo con todo cuanto defendían y representaban, Horza respetaba sus creencias. Toda su forma de vida y casi cada pensamiento individual estaba iluminado, guiado y gobernado por el conjunto de su religión/filosofía: una creencia en el orden y el lugar y una especie de racionalidad sacra.

Los idiranos creían en el orden porque habían mantenido una larga relación con su opuesto, primero en su propio telón de fondo planetario mientras tomaban parte en la competición evolutiva extraordinariamente feroz de Idir, y luego —cuando entraron en la sociedad de su grupo de sistemas estelares—, en las especies que les rodeaban. Esa falta de orden había hecho que padecieran terribles sufrimientos. Habían muerto a millones en guerras estúpidas inspiradas por la codicia que les habían acabado involucrando sin que ellos lo quisieran. Habían sido ingenuos e inocentes, y habían dependido excesivamente del instinto que les impulsaba a creer que las otras especies compartían la clase de pensamiento racional y tranquilo que les guiaba.

Los idiranos creían en el destino del lugar. Algunos individuos tenían que estar en ciertos lugares —las tierras altas, los campos fértiles, las islas de clima templado y apacible—, tanto si habían nacido allí como si no; y lo mismo se aplicaba a tribus, clanes y razas (e incluso a las especies; la mayoría de viejos textos sagrados habían demostrado ser lo suficientemente flexibles y vagos para vérselas con el descubrimiento de que los idiranos no estaban solos en el universo. Los textos que afirmaban lo contrario no tardaron en ser abandonados, y sus autores sufrieron primero la maldición ritual y luego el más absoluto olvido). Tomado en su expresión más mundana, el credo podía definirse como la certeza de que había un sitio para todo y de que todo debía estar en su sitio. Cuando todo se hallara en su sitio Dios estaría satisfecho del universo y la paz y la alegría eternas sustituirían al caos actual.

Los idiranos se veían a sí mismos como agentes de aquel inmenso reordenamiento. Eran los escogidos, los primeros a quienes se concedió la paz necesaria para comprender lo que Dios deseaba, y cuando lo hubieron comprendido fueron impulsados a la acción en vez de a la contemplación por esas mismas fuerzas del desorden que, poco a poco, vieron era su obligación combatir. Dios tenía un propósito inextricable reservado para ellos. Tenían que encontrar su sitio en el conjunto de la galaxia; y quizá incluso fuera de ella. Las especies más maduras podían buscar su propia salvación; tenían que crear sus propias reglas y hallar su propia paz con Dios (y el que Dios se alegrara de sus logros incluso cuando negaban Su existencia era un signo más de la generosidad divina). Pero las otras especies, las razas sumidas en el caos y los conflictos…, necesitaban ser guiadas.

Había llegado el momento de olvidar los juguetes de la lucha y el esfuerzo guiados por el interés egoísta. Que los idiranos lo hubiesen comprendido era un signo de que ese momento ya había llegado. Un nuevo mensaje había empezado a difundirse en ellos y en la Palabra que era su herencia de lo divino, el Hechizo contenido dentro de su herencia genética: Creced. Portaos bien. Preparaos.

Horza compartía la incredulidad de Balveda hacia la religión de los idiranos, y aquellos ideales excesivamente planeados y deliberados le parecían idénticos a las fuerzas restrictivas de la vida que tanto despreciaba en la ética de la Cultura, aunque en principio ésta fuese bastante más benigna. Pero los idiranos confiaban en sí mismos, no en sus máquinas, y eso hacía que siguieran formando parte de la vida. Horza opinaba que ésa era la gran diferencia, y se conformaba con ella.

Horza sabía que los idiranos jamás lograrían someter a todas las civilizaciones en vías de desarrollo esparcidas por la galaxia. El día del juicio con el que soñaban no llegaría jamás. Pero la misma certeza de esa derrota final hacía que los idiranos no resultaran peligrosos, los convertía en normales y les hacía formar parte de la vida general de la galaxia. Los idiranos eran una especie más que crecería, se iría expandiendo hasta llegar a la fase de meseta que acaban alcanzando todas las especies no suicidas, y se conformaría con lo que había conseguido hasta entonces. Dentro de diez mil años los idiranos serían una civilización más que se contentaría con llevar una existencia tranquila. La era actual de conquistas quizá fuese recordada con cariño, pero a esas alturas se habría convertido en algo irrelevante explicado más que de sobras por alguna teología creativa. Los idiranos ya habían pasado por un período de calma e introspección; con el tiempo volverían a entrar en otro.

Y, en última instancia, eran seres racionales. Escuchaban los dictados del sentido común con preferencia a sus propias emociones. Su única creencia carente de pruebas era que la vida tenía un sentido y un propósito, que existía algo que en la mayoría de lenguajes se traducía como «Dios» y que ese Dios deseaba una existencia mejor para Sus creaciones. Por ahora los idiranos perseguían ese objetivo ellos mismos y se consideraban los dedos, las manos y los brazos de Dios. Pero cuando llegara el momento serían capaces de asimilar la comprensión de que se habían equivocado y de que la llegada del orden definitivo no era asunto suyo. Acabarían calmándose y encontrarían el lugar que les correspondía. La galaxia y sus muchas y variadas civilizaciones les asimilarían.

La Cultura era distinta. Horza no podía ver fin a su política de interferencia continua en eterna escalada. Esa política no estaba gobernada por ninguna clase de limitaciones naturales, y eso hacía que pudiera seguir adelante por los siglos de los siglos. Al igual que una célula trastornada o un cáncer cuya composición genética no lleva incorporada la orden «desconectarse», la Cultura seguiría expandiéndose mientras pudiera hacerlo. No se detendría por voluntad propia y, por lo tanto, había que detenerla.

Mientras escuchaba el canturreo estridente de Fwi-Song, Horza se dijo que había decidido consagrarse a aquella causa hacía ya mucho tiempo. Y si no lograba escapar de los Devoradores no podría seguir sirviéndola en el futuro…

Fwi-Song siguió hablando durante un rato y —después de que el Señor Primero le dijera algo—, hizo que los porteadores le dieran la vuelta a la litera para que pudiera dirigirse a sus seguidores. La mayor parte de ellos se encontraban muy enfermos o daban la impresión de estarlo. Fwi-Song pasó a emplear el lenguaje local que Horza no entendía y les soltó lo que, evidentemente, era un sermón, ignorando las ocasionales y ruidosas vomitonas de algún que otro miembro de su rebaño.

El sol iba descendiendo hacia el océano, y la atmósfera se estaba enfriando.

El sermón llegó a su fin y Fwi-Song se quedó inmóvil y silencioso en su litera mientras los Devoradores se aproximaban a él uno por uno, hacían una reverencia y le hablaban con voz apremiante. La cabeza en forma de cúpula del oráculo oscilaba de vez en cuando en lo que parecía una señal de asentimiento, y sus labios se mantenían curvados en una gran sonrisa.

Después, los Devoradores cantaron y gritaron mientras las dos mujeres que habían ayudado como oficiantes en la muerte de Veintisiete lavaban y frotaban a Fwi-Song con aceites aromáticos. Después, Fwi-Song fue llevado por la playa saludando alegremente a su rebaño con la mano mientras su inmenso cuerpo reflejaba los últimos rayos del sol poniente, y acabó desapareciendo en la pequeña jungla que había detrás del único promontorio existente en la isla.

Los Devoradores trajeron madera, alimentaron las hogueras con ella y se fueron dispersando para refugiarse en sus tiendas o alrededor de los fuegos. Algunos se marcharon con toscos cestos de mimbre, aparentemente en busca de algún despojo fresco que intentarían comer más tarde.

El Señor Primero se reunió con los cinco Devoradores silenciosos que habían estado sentados alrededor de esa hoguera a la que Horza ya estaba empezando a hartarse de contemplar. Faltaba poco para el crepúsculo. Los emaciados humanos apenas si habían prestado atención a la presencia del Cambiante, pero el Señor Primero se sentó muy cerca del hombre atado al poste. Horza vio que una de sus manos sostenía una piedra, y la otra una de las dentaduras postizas que Fwi-Song había utilizado sobre el cuerpo de Veintisiete unas horas antes. El Señor Primero empezó a afilar y pulir la dentadura postiza mientras hablaba con los otros Devoradores. Un par de ellos acabaron marchándose a sus tiendas y el Señor Primero se colocó detrás de Horza y le quitó la mordaza. Horza respiró por la boca para librarse de aquel sabor a rancio, ejercitó su mandíbula y se removió intentando aliviar los dolores que se iban acumulando en sus brazos y sus piernas.

—¿Cómodo? —preguntó el Señor Primero volviendo a sentarse sobre la arena.

Siguió afilando los colmillos metálicos que brillaban bajo la luz de la hoguera.

—Me he sentido mejor —dijo Horza.

—También te sentirás peor…, amigo.

El Señor Primero se las arregló para que la última palabra sonara como una maldición.

—Me llamo Horza.

—No me importa cómo te llames. —El Señor Primero meneó la cabeza—. Tu nombre no importa. Tú no importas.

—Había empezado a formarme esa impresión —admitió Horza.

—Oh, ¿de veras? —exclamó el Señor Primero. Se puso en pie y se acercó un poco más al Cambiante—. ¿De veras? —Movió la mano que sostenía los dientes metálicos y las puntas arañaron la mejilla izquierda de Horza—. Te crees muy listo, ¿eh? Crees que vas a salir bien librado de ésta, ¿eh? —Le pateó el vientre. Horza jadeó y se atragantó—. ¿Ves? No importas. No eres más que un pedazo de carne. Como todo el mundo… Carne, sólo carne. Y, de todas formas —volvió a patearle—, el dolor no es real. Todo es cuestión de sustancias químicas, electricidad y esa clase de cosas, ¿verdad que sí?

—Oh —graznó Horza, sintiendo una breve punzada de dolor en sus heridas—. Sí. Tienes razón.

—Estupendo. —El Señor Primero sonrió—. Recuerda esto mañana. Estupendo… No eres más que un pedazo de carne, y el oráculo es un pedazo de carne mucho más grande que tú.

—Tú… Eh… Así que no crees en las almas, ¿eh? —preguntó Horza con el máximo respeto posible, esperando que aquello no le ganara otra patada.

—¿Almas? A la mierda con tu alma, desconocido. —El Señor Primero se rió—. Más te vale que no exista. Hay personas que son devoradores natos y las hay cuyo destino es ser devoradas, y estoy convencido de que las almas de quienes son devorados acaban sufriendo el mismo destino que los cuerpos. Por lo tanto, y teniendo en cuenta que tú eres uno de los que han nacido para ser devorados, más te vale que eso de las almas sea un mito. Es tu única esperanza, créeme. —El Señor Primero cogió el harapo que había usado como mordaza y volvió a colocarlo sobre la boca de Horza—. No… En tu caso, amigo mío, te conviene más no tener alma. Pero si acaba resultando que tienes alma te agradeceré que vuelvas y me lo digas para que pueda reírme un buen rato, ¿de acuerdo?

El Señor Primero tensó el nudo de la mordaza y la cabeza de Horza volvió a entrar en contacto con el tronco.

El lugarteniente de Fwi-Song acabó de afilar los relucientes juegos de dentaduras postizas, se puso en pie y habló con los Devoradores que seguían sentados alrededor de la hoguera. Pasado un rato fueron a las tiendas y la playa quedó desierta. Horza se dedicó a contemplar la agonía de las hogueras.

Las olas rompían suavemente contra la arena, las estrellas se movían en lentos arcos sobre su cabeza y el lado diurno del Orbital era una línea de luz en lo alto. La silenciosa masa de la lanzadera enviada por la Cultura esperaba en silencio reflejando la luz de las estrellas y del Orbital. El hueco de sus puertas traseras parecía una caverna que ofrecía el refugio de la oscuridad.

Horza ya había examinado los nudos que le inmovilizaban las manos y los pies. Disminuir el grosor de sus muñecas no serviría de nada; la cuerda, liana o lo que fuera que habían utilizado para atarle estaba tensándose de forma casi imperceptible a cada momento, por lo que compensaría la reducción en grosor apenas se produjera. Quizá se encogía al secarse y la habían mojado antes de atarle. No tenía forma de saberlo. Podía aumentar la cantidad de ácido producida por sus glándulas sudoríparas allí donde la cuerda tocaba su piel, y siempre valía la pena intentarlo, pero lo más probable era que ni la larga noche de Vavatch fuera lo suficientemente prolongada para que el proceso sirviera de algo.

«El dolor no es real —se dijo—. Gilipolleces.»


* * *

Despertó cuando amanecía, al mismo tiempo que unos cuantos Devoradores, y les vio caminar lentamente hacia el mar para lavarse en las olas. Horza tenía frío. Empezó a temblar apenas hubo despertado, y era consciente de que el leve trance necesario para alterar las células de la piel de sus muñecas había hecho que su temperatura corporal bajase bastante durante la noche. Tiró de las ataduras manteniéndose atento a la más leve señal de debilitamiento o rotura de las fibras. Nada, sólo más dolor en las palmas de sus manos allí donde algunas gotas de sudor habían caído sobre la piel que no había alterado y que, por lo tanto, no tenía ninguna protección contra el ácido excretado por sus glándulas sudoríparas. Aquello le preocupó durante unos segundos, pues sabía que si deseaba poder pasar por Kraiklyn sin levantar sospechas tendría que copiar sus huellas dactilares y palmarias, por lo que necesitaba que su piel estuviera en una condición de Cambio perfecta. Un instante después se rió de sí mismo por preocuparse pensando en aquello cuando lo más probable era que no llegase a ver el ocaso de aquel día.

Pensó vagamente en suicidarse. Podía hacerlo. Unos pequeños preparativos internos le permitirían utilizar uno de sus propios dientes para envenenarse. Pero mientras hubiera alguna posibilidad de salir con vida no podía considerar seriamente aquella solución. Se preguntó cómo se encararían con la guerra las gentes de la Cultura. Se suponía que ellas también podían tomar la decisión de morir, aunque los rumores afirmaban que en su caso el suicidio requería algo más complicado que un veneno. Pero, ¿cómo se las arreglaban aquellas almas blandas y mimadas por la paz? ¿Cómo podían resistir el deseo de morir? Horza las imaginó entrando en combate y practicando la autoeutanasia apenas oían los primeros disparos y veían las primeras heridas. La idea le hizo sonreír.

Los idiranos poseían un trance de muerte, pero sólo se usaba en casos de extrema humillación y caída en desgracia, o cuando la obra de una vida estaba completa, o ante la amenaza de una enfermedad incurable y muy dolorosa. Y a diferencia de la Cultura —o de los Cambiantes—, los idiranos no poseían inhibidores incorporados al genotipo, por lo que sentían todo el dolor de la situación sin nada que lo amortiguase. Los Cambiantes opinaban que el dolor era una especie de residuo semi-redundante de la evolución animal y la Cultura se limitaba a temerlo, pero los idiranos lo trataban con una especie de orgulloso desprecio.

Los ojos de Horza recorrieron la playa, dejaron atrás las dos canoas y se posaron en las puertas traseras de la lanzadera. Dos pájaros de plumaje multicolor iban y venían por su techo con leves movimientos ritualizados. Horza les observó durante un rato mientras el campamento de los Devoradores iba despertando y el sol de la mañana brillaba cada vez con más fuerza. La niebla brotaba de la jungla y había unas cuantas nubes perdidas en lo más alto del cielo. El Señor Primero salió de su tienda bostezando y estirándose, sacó la pesada pistola de proyectiles que llevaba debajo de la túnica y disparó al aire. Aquello parecía una señal para que los Devoradores despertaran y emprendieran sus tareas cotidianas, suponiendo que aún no lo hubieran hecho.

El ruido de la tosca arma asustó a los dos pájaros posados sobre el techo de la lanzadera enviada por la Cultura, que emprendieron el vuelo y se alejaron sobre los árboles y la maleza dirigiéndose hacia el otro lado de la isla. Horza les vio desaparecer, dejó que sus ojos se posaran sobre la arena dorada y empezó a respirar de una forma lenta y profunda.

—Tu gran día, desconocido —dijo el Señor Primero con una sonrisa yendo hacia él.

Metió la pistola en la funda que llevaba debajo de la túnica. Horza le miró, pero no dijo nada. «Otro banquete en mi honor», pensó.

El Señor Primero caminó alrededor de Horza observándole atentamente. Horza le fue siguiendo con los ojos siempre que podía y esperó a que se diera cuenta de los daños que el sudor ácido hubiera logrado infligir a las ataduras que rodeaban sus muñecas, pero el Señor Primero no dio señales de haber visto nada que se saliera de lo habitual. Cuando reapareció en el campo visual de Horza sus labios seguían curvados en la misma sonrisita de antes. Asintió con la cabeza, aparentemente convencido de que el hombre atado al tronco seguía siendo incapaz de moverse. Horza tensó los músculos de sus brazos al máximo intentando romper las ataduras de sus muñecas. Las fibras no cedieron ni una fracción de milímetro. No había funcionado. El Señor Primero se marchó para supervisar la botadura de una canoa pesquera.


* * *

Fwi-Song emergió de la jungla sentado en su litera poco antes del mediodía, justo cuando la canoa volvía de su expedición.

—¡Regalo de los mares y del aire! ¡Tributo de la inmensa riqueza del gran Mar Circular! ¡Observa el maravilloso día que te aguarda! —Fwi-Song se hizo transportar hasta Horza y ordenó que le depositaran al otro lado de la hoguera. Miró al Cambiante y le sonrió—. Has tenido toda la noche para pensar en lo que te reserva este día; has podido contemplar los frutos del Vacío durante todas las horas de la oscuridad. Has visto los espacios que se extienden entre las estrellas, y has comprendido lo abundante que es la nada y lo escasa que es la vida. ¡Ahora puedes apreciar qué honor se te ha concedido; lo afortunado que eres al haberme sido ofrecido como signo y ofrenda!

Fwi-Song dio una palmada de puro placer y su inmenso cuerpo tembló en todas direcciones. Sus manos regordetas subieron hasta su boca mientras hablaba y los pliegues de carne que había encima de sus ojos se alzaron durante una fracción de segundo para revelar el blanco de las órbitas.

—¡Jo, jo, jo! ¡Ah, cómo vamos a divertirnos!

El oráculo hizo una señal y los porteadores le llevaron al mar para la ceremonia de lavarle y ungirle.

Horza observó cómo los Devoradores preparaban su comida. Destriparon los peces arrojando la carne a un lado y recogiendo las entrañas, pieles, cabezas y espinas en recipientes. Sacaron los crustáceos de sus caparazones y tiraron todas las partes comestibles. Después trituraron los caparazones y conchas hasta formar un puré que también contenía algas y algunas orugas marinas de muchos colores. Horza observó cómo todo aquello ocurría ante él y se dio cuenta de hasta dónde llegaba la desnutrición y debilidad de los Devoradores. Vio las costras y llagas, las enfermedades causadas por las deficiencias alimentarias y la debilidad general que les dominaba. Los temblores y toses, la piel escamada y los miembros parcialmente deformados indicaban una dieta cuyo resultado final sólo podía ser la muerte. La carne y los animales marinos fueron devueltos a las aguas mediante grandes cestos manchados de sangre. Horza lo observó todo tan atentamente como se lo permitían su mordaza y la distancia, pero no vio que ninguno de los Devoradores mordiera disimuladamente algún pedazo de carne cruda mientras la arrojaban de los cestos a las olas.

La litera de Fwi-Song estaba en la arena a poca distancia de donde rompían las olas. El oráculo contempló cómo la comida era arrojada al mar y asintió en señal de aprobación, animando de vez en cuando a su rebaño con alguna que otra palabra de aliento. Después dio una palmada y la litera fue transportada lentamente a lo largo de la playa hasta la hoguera y el Cambiante.

—¡Objeto de la ofrenda! ¡Benefacción! ¡Prepárate a ti mismo! —trinó Fwi-Song, acomodándose en su litera con pequeños movimientos que hicieron ondular los inmensos pliegues y curvas de aquel cuerpo colosal.

La respiración de Horza se aceleró. Su corazón palpitaba con fuerza. Tragó saliva y luchó con las ataduras que le inmovilizaban las manos. El Señor Primero y las dos mujeres estaban cavando en la arena para desenterrar los sacos que contenían sus atuendos.

Todos los Devoradores se congregaron alrededor de la hoguera mirando fijamente a Horza. Sus ojos parecían bolas de negrura o se limitaban a mostrar un vago interés, nada más. Sus acciones y expresiones estaban envueltas en un aura de abatimiento y apatía que Horza encontraba todavía más deprimente de lo que le habrían parecido el odio declarado o la alegría del sadismo.

Los Devoradores empezaron a canturrear. El Señor Primero y las dos mujeres estaban envolviendo sus cuerpos con aquella especie de túnicas. El Señor Primero miró a Horza y sonrió.

—¡Oh, momento feliz de los últimos días! —dijo Fwi-Song, alzando las manos y subiendo el tono de voz. Sus palabras crearon ecos que se alejaron hacia el centro de la isla. La pestilencia de la repugnante cocina de los Devoradores volvió a invadir las fosas nasales del Cambiante—. ¡Hagamos que la disolución y sublimación de esta criatura sea un símbolo para nosotros! —siguió diciendo Fwi-Song, y dejó que sus brazos cayeran sobre los inmensos rollos de carne blanca. Las superficies de un marrón dorado reflejaban la luz del sol. El oráculo entrelazó sus gordos dedos—. ¡Que su dolor sea nuestro deleite, así como nuestra disolución será nuestra unión; que su despellejamiento y consumación sean nuestra satisfacción y delectación!

Fwi-Song alzó la cabeza y empezó a canturrear en el lenguaje que hablaban sus seguidores. El cántico se hizo más potente y su ritmo se alteró. El Señor Primero y las dos mujeres se aproximaron a Horza.

Horza sintió cómo el Señor Primero le quitaba la mordaza de la boca. El hombre de la piel blanquecina se volvió hacia las dos mujeres, les dijo algo y fue hacia las ollas donde burbujeaba el líquido pestilente. Horza sentía que la cabeza le daba vueltas. Su garganta estaba saturada por un sabor que le resultaba terriblemente familiar, como si parte del ácido de sus muñecas hubiera logrado encontrar un camino que lo había llevado hasta su lengua. Luchó contra las ataduras sintiendo cómo le temblaban los músculos. El cántico seguía y seguía; las mujeres estaban llenando recipientes con aquel potaje repugnante. Su estómago vacío ya empezaba a protestar.


Hay dos formas básicas de escapar a las ataduras aparte de las que están abiertas a los no-Cambiantes [decían los textos de la Academia]: mediante la pulsación de sudor ácido a un nivel sostenido allí donde la sustancia de la que están compuestas las ataduras es susceptible a tal ataque; y mediante el adelgazamiento preferencial maleable del extremo del miembro involucrado.


Horza intentó exprimir un poco más de energía de sus cansados músculos.


Un exceso de sudor ácido puede dañar no sólo las superficies de piel adyacentes, sino también el cuerpo como conjunto a través de la peligrosa alteración que suponen los desequilibrios químicos. El exceso en el segundo método supone correr el riesgo de que los músculos se vean sometidos a tal consunción y el hueso se debilite de tal forma que su uso subsiguiente puede verse severamente restringido tanto a corto como a largo plazo después del intento de evasión.


El Señor Primero estaba acercándose con los trozos de madera que metería en la boca de Horza. Un par de los Devoradores más corpulentos se habían puesto en pie y dieron unos cuantos pasos hacia adelante, listos para ayudar al Señor Primero si lo necesitaba. Fwi-Song ya estaba metiendo la mano detrás de su espalda. Las mujeres empezaban a alejarse de las ollas burbujeantes.

—Ábrela bien, desconocido —dijo el Señor Primero enseñándole los dos trozos de madera—. ¿O quieres que usemos una palanqueta?

El Señor Primero sonrió.

Horza tensó los brazos. Uno de sus antebrazos se movió. El Señor Primero captó el movimiento y se quedó quieto durante un momento. Una de las manos de Horza logró liberarse de sus ataduras. La mano giró en una fracción de segundo con las uñas listas para arañar el rostro del Señor Primero. El hombre de piel blanquecina retrocedió, pero no fue lo bastante rápido.

Las uñas de Horza se engancharon en las ropas del Señor Primero cuando éstas se separaron de su cuerpo al encogerse para esquivarle. Horza, que había tensado sus músculos al máximo para alejarse lo más posible del tronco, sintió cómo sus uñas se abrían paso a través de las dos capas de tela sin entrar en contacto con la carne que había debajo. El Señor Primero retrocedió tambaleándose y chocó con una de las mujeres que traían los cuencos de líquido apestoso. Las manos de la mujer dejaron caer el cuenco. Una de las cuñas de madera salió disparada por los aires y aterrizó en la hoguera. El brazo de Horza completó su giro justo cuando los dos Devoradores que se habían puesto en pie acababan de recorrer la distancia que les separaba de él y agarraban al Cambiante por la cabeza y el brazo.

—¡Sacrilegio! —gritó Fwi-Song. El Señor Primero miró a la mujer con la que había chocado, a la hoguera, al oráculo y, finalmente, le lanzó una mirada de furia al Cambiante. Alzó un brazo e inspeccionó los desgarrones de su atuendo—. ¡El regalo-basura profana nuestras vestimentas! —gritó Fwi-Song. Los dos Devoradores seguían sujetando a Horza y empezaron a retorcerle el brazo para devolverlo a su posición original mientras le obligaban a pegar la cabeza al tronco. El Señor Primero dio unos pasos hacia Horza, sacó la pistola que llevaba debajo de la túnica y la cogió por el cañón como si fuera un garrote—. ¡Zeñor Primero! —dijo secamente Fwi-Song. Su grito hizo que el hombre de piel blanquecina se quedara tan inmóvil como una estatua—. ¡Atráz! Guarda eza arma; ¡yo le enzeñaré a ezte niño traviezo cómo tratamoz a loz de zu claze!

Los dos Devoradores tiraron del brazo de Horza hasta dejarlo extendido ante él. Uno de los Devoradores pasó una pierna por detrás del tronco, apoyó el cuerpo en él y atrapó la otra mano de Horza con su peso. Fwi-Song se había puesto el reluciente juego de dientes de acero con agujeros. Miró fijamente al Cambiante, y el Señor Primero retrocedió sosteniendo la pistola de proyectiles por el cañón. El oráculo hizo una seña con la cabeza a otros dos Devoradores que se acercaron a Horza y le obligaron a abrir los dedos de la mano atándole la muñeca a un palo. Horza podía sentir cómo todo su cuerpo temblaba. Desconectó toda las sensaciones de aquella mano.

—¡Traviezo, traviezo regalo del mar! —dijo Fwi-Song.

Se inclinó hacia adelante y el dedo índice de Horza desapareció dentro de su boca. Fwi-Song cerró el juego de dientes con agujeros sobre él atravesando la carne y se echó hacia atrás en un movimiento muy rápido.

El oráculo masticó y tragó sin apartar los ojos del rostro del Cambiante y frunció el ceño.

—¡No ez muy zabrozo, bendición de laz corrientez del océano! —El oráculo se lamió los labios—. Y, dezde luego, tampoco ha zido zuficiente para dejarme zatizfecho, ¿verdad que no? Veamoz qué otro bocado puede zatizfacerme…

Fwi-Song volvió a fruncir el ceño. Los ojos de Horza fueron más allá de los Devoradores que le sujetaban y se posaron en la mano atada al palo y el dedo índice despojado de su carne. Los huesos colgaban flaccidamente y la sangre goteaba del extremo del último huesecillo.

Fwi-Song se quedó inmóvil en su litera frunciendo el ceño con el Señor Primero a su lado. El Señor Primero no apartaba los ojos de Horza y seguía agarrando el arma por el cañón. El silencio de Fwi-Song se prolongó durante tanto rato que el Señor Primero acabó volviéndose hacia el oráculo.

—Veamoz zi…, zi otro bocado… —dijo Fwi-Song.

Alzó la mano con cierta dificultad y se quitó los dientes agujereados de la boca. Los dejó junto a los demás juegos encima del harapo que tenía delante y se llevó una mano regordeta a la garganta y la otra al vasto hemisferio de su vientre. El Señor Primero siguió contemplándole durante unos momentos y se volvió hacia Horza, quien hizo cuanto pudo por sonreír. El Cambiante abrió las glándulas de sus dientes y chupó veneno.

—Señor Primero… —empezó a decir Fwi-Song. Apartó la mano de su vientre y la extendió hacia su lugarteniente. El Señor Primero no parecía saber qué hacer. Se pasó la pistola de una mano a otra y cogió la mano que le ofrecía el oráculo con la que tenía libre—. Creo que yo…, yo… —dijo Fwi-Song y sus ojos empezaron a abrirse. Las rendijas se convirtieron en pequeños óvalos. Horza podía ver cómo su cara empezaba a cambiar de color. «Pronto perderá la voz. En cuanto las cuerdas vocales reaccionen…»—. ¡Ayúdeme, Señor Primero!

Los dedos de Fwi-Song se cerraron sobre uno de los rollos de grasa que cubrían su garganta como si intentara aflojarse un chal demasiado apretado; se metió los dedos en la boca introduciéndolos hasta su garganta, pero Horza sabía que eso no le serviría de nada. Los músculos estomacales del oráculo ya estaban paralizados. No podía expulsar el veneno vomitándolo. Los ojos de Fwi-Song se habían convertido en dos círculos blancos; su rostro estaba volviéndose de un gris azulado. El Señor Primero estaba contemplando al oráculo como si no pudiera creer lo que veía y seguía sosteniendo su manaza. Sus dedos habían quedado enterrados en las profundidades del gran puño dorado de Fwi-Song.

—¡A-a-ayu-da! —graznó el oráculo.

Un instante después ya sólo podía emitir jadeos ahogados. Los círculos blancos de sus ojos se desorbitaron todavía más, el inmenso cuerpo se estremeció y la cabeza en forma de cúpula se volvió de color azul.

Alguien empezó a gritar. El Señor Primero miró a Horza y alzó su enorme pistola. Horza tensó el cuerpo y escupió con todas sus fuerzas.

El escupitajo cayó sobre el rostro del Señor Primero abarcando desde la boca hasta una oreja en una especie de hoz que también cubría un ojo. El Señor Primero retrocedió tambaleándose. Horza inhaló una bocanada de aire, chupó más veneno y escupió y sopló al mismo tiempo: el segundo chorro de saliva venenosa cayó justo sobre los ojos del Señor Primero. El Señor Primero se llevó la mano al rostro dejando caer el arma. Su otra mano seguía atrapada entre los dedos de Fwi-Song. El obeso oráculo temblaba y se estremecía. Sus ojos estaban muy abiertos, pero no veía nada. Los Devoradores que mantenían sujeto a Horza vacilaron; el Cambiante captó el estremecimiento de sus cuerpos. Ahora había más personas gritando. Horza retorció la espalda y lanzó un nuevo escupitajo al rostro de uno de los hombres que sostenían el palo al que estaba atado. El hombre dejó escapar un chillido estridente y cayó de espaldas; los demás soltaron el palo y huyeron a la carrera. Fwi-Song estaba empezando a ponerse azul del cuello para abajo. Seguía temblando y agarrándose el cuello con una mano y al Señor Primero con la otra. El Señor Primero estaba de rodillas con el rostro inclinado hacia el suelo. Gemía e intentaba quitarse la saliva venenosa de la cara para aliviar la insoportable sensación de quemadura que estaba consumiéndole los ojos.

Horza miró rápidamente a su alrededor. Los Devoradores miraban fijamente a su oráculo y su primer discípulo o a él, pero no hacían nada para ayudarles o para impedirle escapar. No todos gritaban o lloraban; algunos seguían cantando con voz rápida y temerosa, como si alguna de las palabras que salían de sus labios pudiera detener aquellos acontecimientos terribles que estaban teniendo lugar ante ellos. Pero todos estaban empezando a retroceder, alejándose poco a poco del oráculo y el Señor Primero, así como del Cambiante. Horza tensó el brazo intentando liberar la mano que seguía atada al palo; podía notar cómo las ligaduras empezaban a ceder.

—¡Aah!

El Señor Primero alzó la cabeza con la mano tapándose un ojo mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones. La mano que seguía atrapada entre los dedos del oráculo se tensó en un intento de liberarse. Pero Fwi-Song seguía sin soltarle aunque su cuerpo temblaba y se ponía azul y sus ojos estaban cada vez más desorbitados. Horza logró soltarse la mano; tiró de las ligaduras que le sujetaban al tronco e hizo cuanto pudo con su mano herida para desatar los nudos. Los Devoradores estaban gimiendo. Algunos seguían canturreando, pero todos habían empezado a alejarse. Horza lanzó un rugido dirigido en parte a ellos y, en parte, a los tozudos nudos que había a su espalda. Varios Devoradores echaron a correr. Una de las mujeres vestidas con aquella especie de túnicas gritó, lanzó su cuenco de líquido pestilente hacia Horza sin acertarle y se derrumbó sollozando sobre la arena.

Horza sintió que las cuerdas empezaban a ceder. Logró liberarse el otro brazo y un pie. Se puso en pie con bastante dificultad y observó como Fwi-Song gorgoteaba y se asfixiaba mientras el Señor Primero aullaba moviendo la cabeza a un lado y a otro mientras movía el brazo aprisionado como en una monstruosa parodia de un apretón de manos. Los Devoradores habían echado a correr hacia las canoas o la lanzadera, y algunos se arrojaban de bruces sobre la arena. Horza logró liberarse del todo y avanzó hacia el dúo grotescamente disparejo de hombres unidos por la mano. Saltó hacia adelante y se apoderó de la pistola caída sobre la arena. Mientras se arrodillaba y se ponía en pie, Fwi-Song emitió un último gorgoteo que se convirtió en un sonido balbuceante, como si sus ojos hubieran recuperado la capacidad de ver a Horza, y se fue derrumbando lentamente hacia el Señor Primero, que seguía tirando de él. El Señor Primero volvió a caer de rodillas sin dejar de gritar mientras el veneno destrozaba las membranas de sus ojos y atacaba los nervios que había detrás de ellas. Fwi-Song seguía cayendo como una montaña que se moviera a cámara lenta. Su mano y su brazo se fueron aflojando y el Señor Primero alzó la cabeza y miró a su alrededor con el tiempo justo de ver el inmenso cuerpo del oráculo precipitándose hacia él. Lanzó un aullido, una especie de inhalación de aire muy prolongada, y logró liberar su mano de aquellos dedos rechonchos que se habían convertido en una masa azulada. Empezó a incorporarse, pero Fwi-Song rodó sobre sí mismo y cayó sobre él aplastándole contra la arena. Antes de que el Señor Primero pudiese emitir otro sonido el inmenso oráculo ya había caído sobre su discípulo, hundiéndole en la arena desde la cabeza hasta las nalgas.

Los ojos de Fwi-Song se fueron cerrando lentamente. La mano que se había llevado a la garganta aleteó sobre la arena y acabó llegando a la hoguera, donde empezó a chamuscarse.

Las piernas del Señor Primero golpearon espasmódicamente la arena y el último de los Devoradores huyó corriendo, saltando tiendas y hogueras para alejarse hacia las canoas, la lanzadera o la jungla. El flaco par de piernas que asomaba bajo el cuerpo del oráculo sufrió una última serie de espasmos y, pasado un rato, se quedó quieto. Ninguno de sus movimientos había conseguido que el cuerpo de Fwi-Song se desplazara un solo centímetro.

Horza sopló sobre la pesada arma para quitarle los granos de arena que se le habían pegado y fue en la dirección del viento para escapar al hedor a carne quemada que brotaba de la mano del oráculo. Examinó el arma y contempló la extensión de playa desierta donde estaban las hogueras y las tiendas. Las canoas estaban siendo lanzadas a las aguas. Algunos Devoradores se agolpaban ante las puertas de la lanzadera enviada por la Cultura.

Horza estiró sus doloridos miembros y echó una mirada a los huesos de su dedo. Se encogió de hombros, se puso la pistola debajo de un sobaco, rodeó los huesos con su mano buena y tiró de ellos haciéndolos girar. Ya no le servían de nada. Los huesos se desprendieron de la articulación y Horza los arrojó al fuego.

«De todas formas, el dolor no es real», se dijo, y trotó hacia la lanzadera de la Cultura.


* * *

Los Devoradores que habían entrado en la máquina le vieron venir hacia ellos y empezaron a gritar. Salieron corriendo y algunos fueron hacia la playa para internarse entre las olas en pos de las canoas que huían mientras otros se dispersaban por la jungla. Horza aflojó el paso para darles tiempo de que escaparan y contempló cautelosamente el hueco de las puertas traseras. Podía ver asientos más allá de la corta rampa, luces y un mamparo al final del compartimento. Tragó una honda bocanada de aire, subió por la leve pendiente de la rampa y entró en la lanzadera.

—Hola —dijo una voz no muy bien sintetizada.

Horza miró a su alrededor. La lanzadera parecía bastante vieja y daba la impresión de haber sido muy utilizada. Estaba prácticamente seguro de que había sido fabricada en la Cultura, pero no tenía el aspecto impoluto y flamante que la Cultura tanto apreciaba en sus productos.

—¿Por qué te tenían tanto miedo?

Horza seguía mirando a su alrededor, preguntándose a quién debía dirigirle la palabra y en qué dirección.

—No estoy muy seguro —dijo encogiéndose de hombros. Estaba desnudo y seguía blandiendo el arma. El dedo mutilado por el oráculo apenas conservaba dos tirillas de carne, pero la hemorragia había cesado enseguida. Horza pensó que su aspecto debía resultar bastante amenazador, pero quizá la lanzadera no tuviese medios para verle—. ¿Dónde estás? ¿Qué eres? —preguntó, decidiendo fingir ignorancia.

Miró a su alrededor de la forma más obvia y teatral posible, e incluso se tomó la molestia de asomar la cabeza por la puerta del mamparo para examinar la zona de control que había al otro lado.

—Soy la lanzadera. Su cerebro. ¿Qué tal estás?

—Estupendamente —dijo Horza—, estupendamente… ¿Y tú?

—Considerando las circunstancias, muy bien, gracias. No es que me aburriera, pero siempre resulta agradable tener a alguien con quien conversar. Hablas un marain excelente. ¿Dónde lo aprendiste?

—Ah… Hice un cursillo —respondió Horza, y siguió mirando a su alrededor—. Oye, no sé adonde mirar cuando te hablo. Eh… ¿Hacia dónde debería mirar?

—Ja, ja —se rió la lanzadera—. Supongo que será mejor que mires hacia aquí… El mamparo y un poco más adelante. —Horza así lo hizo—. ¿Ves esa cosita redonda que hay en mitad del techo? Es uno de mis ojos.

—Oh —dijo Horza. Saludó con la mano y sonrió—. Hola. Me llamo… Orab.

—Hola, Orab. Yo me llamo Tsealsir. La verdad es que eso es sólo una parte del nombre con que se me designa, pero puedes llamarme así. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera? No he estado observando a las personas que vine a rescatar; me dijeron que no debía hacerlo porque eso podía hacer que se pusieran nerviosas, pero cuando se acercaron oí gritos y cuando entraron parecían bastante asustadas. Después te vieron y echaron a correr. ¿Qué llevas en la mano? ¿Es un arma? Tendré que pedirte que me la entregues para que te la guarde. Estoy aquí para rescatar a la gente que quiera ser rescatada y escapar a la destrucción del Orbital, y no podemos tener armas peligrosas a bordo. Alguien podría salir malparado, ¿no te parece? Oye, ¿te has hecho daño en el dedo? Dispongo de un equipo médico excelente. ¿Quieres utilizarlo, Orab?

—Sí, quizá sea buena idea.

—Estupendo. Está al otro lado de la puerta que lleva a mi compartimento frontal, a la izquierda.

Horza fue hacia el morro del aparato dejando atrás las hileras de asientos. Pese a su antigüedad, la lanzadera olía a… No estaba seguro de a qué olía. Supuso que debía de ser cosa de los materiales sintéticos con que había sido fabricada. Comparado con los olores naturales pero increíblemente repugnantes de la playa, el olor de la lanzadera era muy agradable, por mucho que fuese un objeto fabricado en la Cultura y, por lo tanto, propiedad del enemigo. Horza acarició el arma que sostenía como si le estuviera haciendo algo.

—Acabo de poner el seguro —le explicó al ojo del techo—. No quiero que se dispare por accidente, pero esas personas de ahí fuera intentaron matarme hace un rato, y me siento más seguro con ella en la mano. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Bueno, Orab… La verdad es que no del todo, pero… —dijo la lanzadera—. Sí, creo que te comprendo. Aun así, tendrás que entregarme el arma antes de que despeguemos.

—Oh, claro. Tan pronto como cierres esas puertas.

Horza ya había llegado a la puerta que separaba el compartimento principal de la pequeña zona de control. En realidad era un pasillo muy corto —menos de dos metros de longitud—, con una puerta que daba a cada compartimento. Horza miró rápidamente a su alrededor, pero no pudo ver ningún otro ojo. Un instante después vio abrirse un panel a la altura de su cadera. Dentro había un equipo médico muy completo.

—Verás, Orab, si pudiera cerraría esas puertas para hacer que te sintieras más seguro, pero debes comprender que he venido para rescatar a las personas que quieran ser rescatadas y que no deseen estar aquí cuando llegue el momento de destruir el Orbital, por lo que cualquiera que desee entrar tiene derecho a hacerlo. La verdad es que no logro comprender que alguien pueda tener razones para no querer escapar, pero me dijeron que si algunas personas decidían quedarse no debía preocuparme por ello. Aun así, debo decir que eso me parece más bien estúpido por su parte… ¿No opinas lo mismo, Orab?

Horza estaba hurgando en el equipo médico, pero sus ojos no paraban de recorrer los marcos de las puertas incrustadas en la pared de aquel corto tramo de pasillo.

—¿Hmmm? —murmuró—. Oh, sí, desde luego. De todas formas… ¿Cuándo está previsto que ocurra?

Asomó la cabeza por la esquina que daba al compartimento de control o puente de vuelo, y vio otro ojo colocado en la misma posición que el ojo del compartimento principal, pero éste había sido situado de tal forma que pudiera observar el otro lado de la gruesa pared que los separaba. Horza sonrió, saludó con la mano y se retiró.

—Hola. —La lanzadera se rió—. Bueno, Orab, me temo que nos veremos obligados a destruir el Orbital dentro de cuarenta y tres horas estándar. A menos que los idiranos se den cuenta de que están actuando como unos estúpidos, entren en razón y retiren su amenaza de utilizar Vavatch como base militar, claro está…

—Oh —dijo Horza.

Estaba observando el marco de una puerta situada junto al panel que contenía el equipo médico. Por lo que podía ver, los dos ojos quedaban separados por el grosor de la pared que había entre los dos compartimentos. A menos que hubiese un espejo que no podía localizar, mientras permaneciera en aquel corto tramo de pasillo la lanzadera no podía verle.

Se volvió hacia el hueco de las puertas traseras. El único movimiento visible era el del humo procedente de las hogueras y algún que otro temblor en las copas de unos árboles lejanos. Comprobó el arma. Los proyectiles parecían estar ocultos en una especie de cargador, pero un pequeño dial circular con una aguja indicaba que o bien quedaba una bala o sólo se había gastado una de las doce que había en el arma.

—Sí —dijo la lanzadera—. Es lamentable, naturalmente, pero supongo que en tiempos de guerra… Bueno, no hay más remedio que hacerlo, ¿no te parece? No es que pretenda entender mucho de esas cosas, claro está. Después de todo, no soy más que una humilde lanzadera. La verdad es que me cedieron como regalo a un Megabarco porque era demasiado anticuada y tosca para la Cultura, ¿sabes? Personalmente, creo que podrían haberme modernizado pero no quisieron hacerlo; se limitaron a regalarme. Bueno, tanto da… Ahora vuelvo a ser necesaria, y debo decir que eso me alegra mucho. Tenemos entre manos una tarea inmensa, ¿sabes? Transportar a toda la gente que quiere salir de Vavatch, nada menos. Sentiré verlo desaparecer; me lo he pasado muy bien aquí, créeme… Pero supongo que así es la vida, ¿no? Por cierto, ¿qué tal va ese dedo? ¿Quieres que le eche una mirada? Coge el equipo médico y llévalo a uno de los dos compartimentos para que pueda echarle un vistazo. Quizá pueda ayudarte, ¿sabes? ¡Oh! ¿Estás tocando algún otro panel del pasillo?

Horza estaba intentando abrir la puerta más cercana al techo usando el cañón del arma como palanca.

—No —dijo mientras seguía intentándolo—. No me he acercado a ninguno.

—Qué raro… Habría jurado que he sentido algo. ¿Estás seguro?

—Pues claro que estoy seguro —dijo Horza, dejando caer todo su peso sobre el cañón del arma.

La puerta cedió revelando tubos, conductos de fibras, botellas metálicas y más maquinaria irreconocible, así como sistemas eléctricos, equipo óptico y unidades de campo.

—¡Ay! —dijo la lanzadera.

—¡Eh! —gritó Horza—. ¡Se ha abierto solo! ¡Ahí dentro hay algo que arde!

Alzó el arma con las dos manos. Apuntó cuidadosamente… Sí, más o menos por esa zona.

—¡Fuego! —chilló la lanzadera—. ¡Pero eso es imposible!

—¿Crees que no sé reconocer el humo en cuanto lo veo, maldita máquina enloquecida? —gritó Horza.

Apretó el gatillo.

La detonación le hizo retroceder e impulsó sus brazos hacia arriba. El ruido de la exclamación de la lanzadera quedó ahogado por el estrépito del proyectil al dar en el blanco y estallar. Horza se tapó la cara con un brazo.

—¡No puedo ver! —gritó la lanzadera.

El humo estaba empezando a brotar del compartimento que Horza había forzado. El Cambiante entró tambaleándose en el compartimento de control.

—¡También estás ardiendo por aquí! —gritó—. ¡Sale humo de todas partes!

—¿Qué? Pero… No puede ser…

—¡Estás ardiendo! ¡No comprendo cómo es posible que no lo notes o lo huelas! ¡Vas a quedar convertida en cenizas!

—¡No confio en ti! —gritó la máquina—. Suelta esa arma o…

—¡Tienes que confiar en mí! —gritó Horza.

Sus ojos recorrieron el área de control buscando el cerebro de la lanzadera. Podía ver pantallas y asientos, hileras de indicadores e incluso el sitio donde podían estar ocultos los controles manuales, pero no había ninguna señal de dónde estaba el cerebro.

—¡Hay humo por todas partes! —repitió, intentando que su voz sonara lo más histérica posible.

—¡Aquí! ¡Coge el extintor! ¡Voy a conectar el mío! —gritó la máquina.

Un panel giró sobre sí mismo y Horza cogió el grueso cilindro unido a la parte interior del panel. Los cuatro dedos sanos de su mano herida apretaron con fuerza la culata del arma. Oyó una especie de siseo y vio una neblina parecida a vapor brotando de varios puntos del compartimento.

—¡No sirve de nada! —gritó Horza—. Hay montones de humo negro y… ¡Aarghhh! —Fingió toser—. ¡Aaarghhh! ¡Se está haciendo más espeso!

—¿De dónde viene? ¡Rápido!

—¡Sale de todas partes! —gritó Horza mientras sus ojos recorrían el área de control—. Cerca de tu ojo… Debajo de los asientos, encima de las pantallas, debajo de las pantallas… No puedo ver…

—¡Sigue! ¡Estoy empezando a oler el humo!

Horza se volvió hacia la casi imperceptible humareda grisácea producida por el pequeño incendio del hueco al que había disparado. Las hilachas de humo estaban empezando a filtrarse en el área de control.

—Viene de…, de esos sitios, y de las pantallas de datos que hay a cada lado de los asientos del final, y… Justo encima de los asientos, en las paredes laterales, allí donde hay esa especie de protuberancia que…

—¿Qué? —gritó el cerebro de la lanzadera—. ¿La de la izquierda que sobresale hacia adelante?

—¡Sí!

—¡Empieza por ése! —chilló la lanzadera.

Horza dejó caer el extintor y volvió a agarrar el arma con las dos manos apuntando el cañón hacia el abultamiento de la pared que había sobre el asiento de la izquierda. Apretó el gatillo: una vez, dos, tres veces. Las detonaciones del arma hicieron temblar todo su cuerpo; chispazos y fragmentos de maquinaria salieron despedidos por los agujeros de sus disparos.

—EEEeee… —dijo la lanzadera.

Luego, el silencio.

Una leve humareda brotó del abultamiento de la pared y se unió a la que llegaba del pasillo para formar una leve capa que se fue acumulando debajo del techo. Horza bajó lentamente el arma, miró a su alrededor y aguzó el oído.

—Blanco —dijo.


* * *

Usó el extintor manual para apagar los pequeños incendios en la pared del pasillo y el hueco que había albergado el cerebro de la lanzadera. Después salió al compartimento de pasajeros y se sentó junto a las puertas para esperar a que el humo acabara de disiparse. Sus ojos recorrieron la playa y la jungla, pero no pudo ver a ningún Devorador. Las canoas también habían desaparecido. Buscó los controles de la puerta y los encontró. Las puertas se cerraron con un siseo y Horza sonrió.

Volvió al área de control y empezó a pulsar botones y abrir paneles hasta conseguir que las pantallas cobraran una vida parcial. Las pantallas se encendieron cuando estaba jugueteando con los botones situados en el brazo de uno de aquellos asientos parecidos a divanes. El ruido de oleaje que invadió el puente de vuelo le hizo pensar que las puertas volvían a estar abiertas, pero no eran más que los micrófonos externos transmitiendo el sonido del exterior. Las pantallas parpadearon llenándose de diagramas y cifras, y los paneles situados delante de los asientos se abrieron sin hacer ruido. Las palancas y las ruedas de control brotaron de los huecos y se colocaron en posición de ser usadas. Horza las contempló. Llevaba muchos días sin sentirse tan feliz. El Cambiante dio comienzo a una búsqueda de alimentos que acabó siendo coronada por el éxito, pero que demostró ser bastante más larga y frustrante. Tenía un hambre terrible.


* * *

Una multitud de insectos estaba desfilando en hileras impecables por el inmenso cuerpo derrumbado sobre la arena. Una mano calcinada y ennegrecida yacía entre las agonizantes llamas de una hoguera.

Los insectos empezaron comiéndose los ojos hundidos en las órbitas. La lanzadera despegó y se alzó por el aire con una lenta serie de sacudidas, aceleró trazando un giro bastante desgarbado sobre la montaña y se alejó de la isla con un rugido atronador hendiendo el cielo de comienzos del atardecer. Los insectos apenas si le prestaron atención.

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