—¿Qué? —rugió Horza.
—Blanco / adqui… —empezó a repetir el traje.
—¡Oh, cállate! —gritó Horza.
Empezó a pulsar los botones de la consola incrustada en la muñeca del traje mientras contorsionaba el cuerpo a un lado y a otro examinando la oscuridad que le rodeaba. Debía existir alguna forma de conseguir una proyección global en la parte interior del visor del casco que le mostrara la dirección de la que estaban llegando las señales, pero no tenía el tiempo necesario para familiarizarse hasta ese extremo con los sistemas del traje, y no lograba encontrar el botón adecuado. Un instante después comprendió que si quería una proyección probablemente le bastaría con pedirla.
—¡Traje! ¡Dame una proyección global sobre la fuente de transmisiones!
La parte superior izquierda del visor se iluminó. Horza siguió girando lentamente sobre sí mismo hasta que un puntito rojo que se encendía y apagaba se materializó encima de la superficie transparente. Volvió a pulsar los botones de la muñeca, y el traje expulsó varios chorros de gas por los agujeros de las suelas de sus botas. Horza salió disparado a algo menos de una gravedad con un siseo de gases expulsados. Nada pareció cambiar aparte de su peso, pero la luz roja se desvaneció durante una fracción de segundo, aunque volvió a aparecer enseguida. Horza lanzó una maldición.
—Blanco / adquisición… —dijo el traje.
—Ya lo sé —replicó Horza.
Cogió la pistola de plasma de su brazo, activó los láseres del traje y desconectó el sistema que expulsaba los chorros de gas. Fuera lo que fuese, dudaba de que el traje pudiera moverse lo bastante deprisa para dejar atrás a su perseguidor. Volvía a carecer de peso. La lucecita roja seguía encendiéndose y apagándose en el visor. Horza se dedicó a observar las pantallas internas. La fuente de transmisiones estaba aproximándose en un rumbo curvo a cero coma cero un año luz en el espacio real. La señal del radar era de baja frecuencia, y no parecía especialmente potente. La tecnología era demasiado primitiva para pertenecer a la Cultura o los idiranos. Le dijo al traje que cancelara la proyección, hizo bajar los amplificadores de la parte superior del casco y los conectó, enfocándolos hacia el punto del que llegaba la emisión de radar. Una variación doppler de la señal que seguía apareciendo en una de las pequeñas pantallas internas del casco anunciaba que, fuera lo que fuese, aquello estaba reduciendo su velocidad. ¿Pensarían recogerle en vez de limitarse a hacerle pedazos?
Horza vio una imagen nebulosa en el campo de los amplificadores. La señal de radar se desvaneció. Su perseguidor estaba muy cerca. Tenía la boca seca, y las manos le temblaban dentro de los gruesos guantes del traje. La imagen de los amplificadores pareció estallar en una oleada de oscuridad. Horza los retrajo hacia la parte superior del casco y contempló los campos estelares y el océano de tinta de la noche. Algo hecho de la más pura negrura cruzó velozmente ante su campo visual moviéndose por el telón de fondo del cielo en el silencio más absoluto. Horza pulsó el botón que activaba el radar aguja del traje e intentó seguir aquella silueta que estaba pasando ante él ocultándole las estrellas; pero no lo consiguió, por lo que no tenía forma de saber lo cerca que estaba o cuál era su tamaño. Había perdido el rastro del objeto en los espacios vacíos que se abrían entre las estrellas cuando la oscuridad que tenía delante se iluminó. Horza supuso que el objeto debía de estar virando. Unos instantes después el traje volvió a captar la emisión de radar.
—Bla…
—Cállate —dijo.
Comprobó la pistola de plasma. La silueta oscura se expandió: la tenía casi delante. Las estrellas que había a su alrededor oscilaron, y su brillo aumentó de intensidad gracias al efecto lente del campo distorsionante de un motor no muy bien ajustado que se producía al iniciar el proceso de la desconexión. El objeto estaba cada vez más cerca. La señal de radar volvió a esfumarse. Horza conectó su radar aguja y el haz recorrió la nave que tenía delante. Estaba observando la imagen resultante en una pantalla interna cuando el gráfico parpadeó y se desvaneció, los siseos y zumbidos del traje se detuvieron y las estrellas empezaron a esfumarse.
—Proyector / absorción / dis… parado —dijo el traje mientras él y Horza se sumían en la flaccidez de la inconsciencia.
Había algo duro debajo de él. Le dolía la cabeza. No podía recordar dónde se encontraba o qué se suponía que debía estar haciendo. Sólo recordaba su nombre, Bora Horza Gobuchul, Cambiante del asteroide Heibohre empleado por los idiranos en su guerra santa contra la Cultura. Pero ¿qué relación podía tener eso con el dolor que sentía en el cráneo y con el duro y frío metal que notaba debajo de su mejilla?
Le habían dado de lleno. Aún no podía ver, oler u oír nada, pero sabía que le había ocurrido algo bastante grave, algo que casi había llegado a la categoría de fatal. Intentó recordar lo ocurrido. ¿Dónde estaba antes? ¿Qué había estado haciendo?
¡La mano de Dios 137!
El recuerdo hizo que el corazón le diera un vuelco. ¡Tenía que escapar! ¿Dónde estaba su casco? Xoralundra… ¿Por qué le había abandonado? ¿Dónde estaba ese medjel estúpido que debía traerle el casco? ¡Socorro!
Descubrió que no podía moverse.
Y, de todas formas, no estaba en La mano de Dios 137 ni en ninguna nave idirana. La cubierta era fría y dura —si es que aquello era una cubierta—, la atmósfera estaba saturada de olores extraños y, además, ahora podía oír voces de personas hablando. Pero seguía sin ser capaz de ver. No sabía si tenía los ojos abiertos y estaba ciego, o si los tenía cerrados y no podía abrirlos. Intentó llevarse las manos al rostro para descubrirlo, pero descubrió que tampoco podía moverlas.
Las voces eran humanas, y había varias. Estaban hablando la lengua de la Cultura, el marain, pero eso no quería decir gran cosa. Durante los últimos milenios el marain había ido haciéndose cada vez más corriente como segunda lengua de la galaxia. Horza podía hablarlo y comprenderlo, aunque no lo había usado desde…, desde que habló con Balveda, de hecho, pero antes de eso había estado mucho tiempo sin usarlo. Pobre Balveda… Pero aquellas personas no paraban de hablar, y Horza no lograba captar ninguna palabra. Intentó mover los párpados, y acabó sintiendo algo. Seguía sin tener ni idea de dónde podía estar.
Toda esta oscuridad… Entonces recordó que había estado dentro de un traje, y una voz que le hablaba de blancos o algo parecido. Comprendió que había sido capturado o rescatado. Olvidó cualquier intento de abrir los ojos y se concentró al máximo en lo que estaban diciendo aquellas personas. Había usado el marain hacía muy poco tiempo; podía conseguirlo. Tenía que conseguirlo. Tenía que enterarse de lo que estaban diciendo.
—… maldito sistema durante dos semanas y lo único que hemos encontrado es un viejo metido en un traje.
Una de las voces. Le pareció que pertenecía a una mujer.
—¿Qué diablos esperabas, una nave estelar de la Cultura?
Una voz masculina.
—Bueno, mierda… Esperaba encontrar un trozo de alguna.
La voz femenina de nuevo. Risas.
—Es un buen traje. Hecho en Riarch, a juzgar por su aspecto… Creo que me lo quedaré.
Otra voz masculina, con el tono inconfundible de quien está al mando.
Imposible. Demasiado bajo.
—Se adaptan, idiota.
El Hombre de nuevo.
—…habrá fragmentos de naves idiranas y de la Cultura flotando por toda la zona y podríamos…, ese láser de proa…, sigue jodido.
Otra voz de mujer.
—Nuestro proyector no lo habrá dañado, ¿verdad?
Otra voz masculina; joven, aparentemente, hablando al mismo tiempo que la mujer.
—Estaba preparado para chupar, no para destrozar —dijo el capitán, o lo que fuese.
¿Quiénes eran estas personas?
—… mucho menos que ese abuelo de ahí —dijo uno de los hombres.
¡Estaban hablando de él! Intentó no dar ninguna señal de vida. Acababa de comprender que estaba fuera del traje, naturalmente, yaciendo a unos metros de distancia de unas personas que debían de encontrarse de pie alrededor del traje. Suponía que algunos estarían dándole la espalda. Yacía con un brazo debajo del cuerpo, de lado, desnudo y de cara a ellos. La cabeza seguía doliéndole, y podía sentir el gotear de la saliva que brotaba de su boca entreabierta.
—…un arma de alguna clase. Pero no la encuentro —dijo el Hombre, y el tono de su voz se alteró como si estuviera cambiando de posición mientras hablaba.
Daba la impresión de que habían perdido la pistola de plasma. Eran mercenarios. Tenían que serlo. Bucaneros…
—Kraiklyn, ¿puedo quedarme con tu traje viejo?
El hombre joven.
—Bueno, eso es todo —dijo el Hombre. A juzgar por su voz se había levantado del sitio donde estaba acuclillado o se acababa de dar la vuelta. Parecía haber ignorado al que había hablado antes—. Quizá no sea gran cosa, pero por lo menos tenemos el traje. Más vale que nos larguemos de aquí antes de que aparezcan los pesos pesados.
—Y ahora ¿qué?
Una mujer de nuevo. Tenía la voz bonita. Ojalá pudiera abrir los ojos…
—Ese templo debería de ser carne fácil incluso sin el láser de proa. Sólo está a diez días de aquí. Echaremos mano a unos cuantos tesoros de sus altares y luego compraremos algún armamento pesado en Vavatch. Podemos gastarnos todas nuestras ganancias ilegales allí. —El Hombre, Krakeline o como se llamara, hizo una pausa. Se rió—. Doro, no pongas esa cara de susto. Será muy sencillo. Cuando seamos ricos me agradecerás el que oyera hablar de ese sitio. Pero si los malditos sacerdotes ni tan siquiera llevan armas… Será sencillísimo.
—Sí, ya lo sabemos.
Una voz de mujer; la más agradable. Horza empezaba a ser consciente de la luz: una claridad rosada delante de sus ojos. Seguía doliéndole la cabeza, pero ya se encontraba algo mejor. Hizo un examen de su cuerpo, y su mente pidió una respuesta a los nervios de retroalimentación para calibrar su estado físico. Descubrió que se encontraba bastante por debajo de lo normal, y no llegaría al máximo hasta que los últimos efectos de su apariencia geriátrica se hubieran desvanecido, cosa que requeriría unos cuantos días…, suponiendo que viviera tanto tiempo. Tenía la sospecha de que aquellas personas le creían muerto.
—Zallin, tira esa basura —dijo el Hombre.
Horza abrió los ojos sobresaltado al oír el eco de unos pasos aproximándose. ¡El Hombre había estado hablando de él!
—¡Ahh! —gritó una voz cerca de él—. No está muerto. ¡Ha abierto los ojos!
Los pasos se detuvieron de repente. Horza logró sentarse y entrecerró los párpados para proteger sus ojos de toda aquella luz. Le costaba respirar, y el esfuerzo de incorporarse hizo que le diera vueltas la cabeza, pero ya podía ver con claridad.
Estaba en un hangar pequeño, pero brillantemente iluminado. Una vieja lanzadera ocupaba la mitad del espacio disponible. Su espalda casi rozaba un mamparo; el grupo de personas a las que había oído hablar estaba de pie junto a otro mamparo. A medio camino entre él y el grupo había un joven corpulento y desgarbado de cabellos plateados y brazos muy largos. Tal y como había supuesto, el traje estaba en el suelo rodeado por el grupo de humanos. Horza tragó saliva y parpadeó. El joven de los cabellos plateados le miró y se rascó nerviosamente una oreja. Vestía pantalones cortos y una camiseta bastante maltrecha. La voz de uno de los hombres más altos del grupo —el que Horza había decidido debía ser el capitán—, hizo que el joven diera un salto.
—Wubslin, ¿qué le pasa a ese proyector? —Se volvió hacia otro hombre—. ¿Es que tampoco funciona?
«¡No permitas que hablen de ti como si no estuvieras aquí!» Horza carraspeó para aclararse la garganta y habló en el tono de voz más potente y decidido de que fue capaz.
—Vuestro proyector funciona perfectamente.
—En tal caso deberías estar muerto —dijo el hombre alto, sonriendo y enarcando una ceja.
Todos estaban mirándole, la mayoría con expresiones de suspicacia. El joven seguía rascándose la oreja; daba la impresión de estar perplejo, incluso asustado, pero el resto parecía querer librarse de Horza lo más pronto posible. Todos eran humanos, o estaban muy cerca de serlo; tanto los varones como las hembras; la mayoría vestían trajes, partes de trajes o pantalones cortos y camiseta. El capitán se abrió paso por entre el grupo y fue hacia Horza. Era alto y musculoso. Tenía una frondosa cabellera oscura que llevaba peinada hacia atrás, lejos de la frente; la tez, cetrina, y había algo de fiera en la expresión de los ojos y la boca. La voz le sentaba a la perfección. Cuando estuvo más cerca, Horza vio que empuñaba una pistola láser. Vestía un traje negro, y sus pesadas botas crearon ecos sobre el metal desnudo de la cubierta. Avanzó hasta quedar a la altura del joven de los cabellos plateados, quien estaba jugueteando con su camiseta mientras se mordisqueaba el labio.
—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó el Hombre en voz baja y suave mirándole fijamente.
—Porque soy mucho más duro de lo que parezco —replicó Horza.
El Hombre asintió y sonrió.
—Debes serlo. —Se dio la vuelta para lanzarle una rápida mirada al traje—. ¿Qué estabas haciendo en pleno espacio metido dentro de ese trasto?
—Trabajo para los idiranos. No querían que la nave de la Cultura me capturase, y creyeron que podrían rescatarme más tarde, así que me echaron por una escotilla para que esperase a la flota. Por cierto, estarán aquí dentro de ocho o nueve horas, así que yo no me quedaría mucho tiempo.
—¿De veras? —preguntó el capitán volviendo a enarcar la ceja—. Pareces estar muy bien informado, viejo.
—No soy tan viejo. Esto es un disfraz para mi último trabajo…, una droga agática. Los efectos ya están empezando a desvanecerse. Un par de días y volveré a ser útil.
El Hombre meneó la cabeza con tristeza.
—No, no lo serás. —Se dio la vuelta y fue hacia los demás—. Échale fuera —le dijo al joven de la camiseta.
El joven dio un paso hacia adelante.
—¡Eh, maldita sea, espera un momento! —gritó Horza poniéndose en pie.
Retrocedió con las manos extendidas hasta pegar la espalda al mamparo, pero el joven ya venía en línea recta hacia él. Los otros le miraban o miraban a su capitán. Horza movió la pierna en un gesto demasiado rápido para el joven de los cabellos plateados. Su pie le acertó en la ingle. El joven jadeó y cayó sobre la cubierta, rodeándose el cuerpo con los brazos. El Hombre se había dado la vuelta. Bajó los ojos hacia el joven y miró a Horza.
—¿Sí? —preguntó.
Horza tenía la impresión de que estaba pasándoselo en grande.
—Ya te dije que podía ser útil —explicó, señalando al joven, que había logrado ponerse de rodillas—. Soy bueno peleando. Puedes quedarte con el traje…
—Ya me lo he quedado —dijo secamente el capitán.
—Bueno, al menos podrías darme una oportunidad, ¿no? —Los ojos de Horza recorrieron los rostros del grupo—. Sois mercenarios o algo parecido, ¿verdad? —Nadie dijo nada. Sintió como el sudor empezaba a correr por su rostro y lo detuvo—. Deja que me una a vosotros. Sólo pido una oportunidad, nada más… Si la cago a la primera vez, echadme por la escotilla.
—¿Y por qué no te echamos ahora y nos ahorramos todos esos problemas?
El capitán extendió los brazos hacia él y dejó escapar una carcajada. Algunos de los demás también se rieron.
—Una oportunidad —repitió Horza—. Mierda, no creo que sea pedir mucho, ¿verdad?
—Lo siento. —El Hombre meneó la cabeza—. Ya tenemos problemas de espacio.
El joven de los cabellos plateados estaba mirando a Horza con el rostro distorsionado por el dolor y el odio. Los otros miembros del grupo observaban a Horza con sonrisas burlonas o hablaban en voz baja entre ellos y le señalaban con la cabeza. Horza fue repentinamente consciente de que tenía todo el aspecto de un viejo desnudo.
—¡A la mierda! —rugió clavando los ojos en el rostro del Hombre—. Dame cinco días y acabaré contigo cuando me dé la gana.
El capitán enarcó las cejas. Durante un segundo dio la impresión de que iba a ponerse furioso, pero acabó echándose a reír. Señaló a Horza con el láser.
—De acuerdo, viejo, te diré lo que vamos a hacer… —Se puso las manos en la cintura y señaló con la cabeza al joven que seguía arrodillado sobre la cubierta—. Puedes luchar con Zallin. ¿Qué, Zallin, te sientes con ánimos?
—Le mataré —dijo Zallin sin apartar los ojos de la garganta de Horza.
El Hombre se rió. Algunos mechones de su cabellera negra asomaban por encima del cuello del traje.
—De eso se trata. —Miró a Horza—. Ya te he dicho que tenemos problemas de espacio. Si quieres quedarte con nosotros tendrás que provocar alguna baja en el personal. —Se volvió hacia los demás—. Dejad un poco de sitio, y que alguien le traiga unos pantalones cortos al viejo. Verle desnudo me está revolviendo el estómago.
Una de las mujeres le arrojó unos pantalones cortos. Horza se los puso. El traje fue recogido del suelo y la lanzadera desplazada un par de metros hacia un lado hasta quedar pegada al otro extremo del hangar. Zallin acabó levantándose de la cubierta y fue a reunirse con los demás. Alguien le roció los genitales con un anestésico. «Benditos sean los órganos sin protección», pensó Horza. Estaba descansando apoyado en el mamparo sin apartar los ojos del grupo. Zallin era el más alto de todos. Tenía unos brazos tan largos que casi parecían rozarle las rodillas, y su grosor casi igualaba el de los muslos de Horza.
Horza vio como el capitán le señalaba con la cabeza y una de las mujeres fue hacia él. Tenía los rasgos pequeños y la expresión dura. Su piel era bastante morena, y poseía una erizada cabellera rubia. Todo su cuerpo parecía esbelto y fuerte; Horza pensó que caminaba como un hombre. Cuando estuvo más cerca vio que la piel de su rostro, brazos y piernas estaba cubierta por una ligera capa de vello. La mujer se detuvo ante él y su mirada le recorrió desde los pies hasta los ojos.
—Soy tu ayudante —dijo la mujer—, aunque no sé si eso va a servirte de mucho.
Era la de la voz bonita. Horza estaba asustado, pero aun así se llevó una decepción. Agitó una mano.
—Me llamo Horza. Gracias por preguntármelo.
«¡Idiota! —se dijo a sí mismo—. Ahora ya saben cómo te llamas. Anda, ¿por qué no les cuentas también que eres un Cambiante? Maldito estúpido…»
—Yalson —dijo la mujer secamente, y le ofreció la mano.
Horza no estaba seguro de si aquella palabra era un saludo o su nombre. Estaba enfadado consigo mismo. Como si no tuviera bastantes problemas, había cometido la estupidez de revelar su verdadero nombre… Lo más probable era que eso no tuviese ninguna importancia, pero sabía que aquellos pequeños deslices y los errores aparentemente sin consecuencias solían significar toda la diferencia entre el éxito y el fracaso…, incluso entre la vida y la muerte. Cuando comprendió qué se esperaba de él extendió el brazo y estrechó la mano de la mujer. Su mano era seca y fresca, y muy fuerte. La mujer le apretó los dedos, pero le soltó la mano antes de que Horza tuviera tiempo de devolverle el apretón. No tenía ni idea de cuál era su origen, por lo que no sabía cómo interpretar el gesto. En el sitio del que venía Horza aquello habría sido considerado una invitación de naturaleza bastante precisa.
—Horza, ¿eh? —La mujer asintió y se puso las manos en las caderas tal y como había hecho el capitán—. Bien, Horza, buena suerte. Creo que Kraiklyn piensa que Zallin es el tripulante más inútil con que contamos, así que si ganas no le importará demasiado. —Bajó los ojos hacia la fláccida piel del vientre de Horza, observó la delgadez de su pecho tensado por las costillas, y frunció el ceño—. Si ganas —repitió.
—Muchísimas gracias —dijo Horza, intentando esconder el estómago y abombar el pecho. Señaló a los demás—. ¿Están haciendo apuestas?
Intentó sonreír.
—Sí, pero sólo sobre el tiempo que aguantarás.
Horza dejó que su intento de sonrisa se desvaneciera. Apartó los ojos de la mujer.
—¿Sabes una cosa? Probablemente sería capaz de deprimirme yo solo sin tu ayuda. Si quieres apostar algo de dinero, adelante…
Sus ojos se posaron en el rostro de la mujer. No vio compasión, ni tan siquiera simpatía. La mujer volvió a mirarle de arriba abajo, asintió, giró sobre sus talones y se reunió con el resto del grupo. Horza lanzó una maldición.
—¡Bien!
Kraiklyn hizo chocar sus manos enguantadas en una fuerte palmada. El grupo se disgregó y fue desplazándose por el hangar, ocupando la longitud de dos mamparos. Zallin estaba mirando fijamente a Horza desde el otro extremo del espacio que acababan de despejar. Horza se apartó del mamparo y se sacudió, intentando relajar los músculos con el fin de prepararse para la pelea.
—Es una pelea a muerte, ¿entendido? —anunció Kraiklyn sonriendo—. Nada de armas, pero no veo a ningún arbitro, así que… Todo vale. De acuerdo…, empezad.
Horza dejó un poco más de espacio entre él y el mamparo. Zallin estaba aproximándose con el cuerpo encorvado y los brazos extendidos como si fueran las mandíbulas de un insecto gigante. Horza sabía que si usaba todas las armas incorporadas a su organismo (suponiendo que dispusiera de todas ellas; tenía que recordarse continuamente que le habían arrancado los dientes venenosos en Sorpen), lo más probable era que ganase la pelea sin demasiados apuros, siempre que Zallin no tuviera la suerte de asestarle un golpe fatal. Pero estaba igualmente seguro de que si utilizaba la única arma efectiva que conservaba —las glándulas venenosas que había bajo sus uñas—, los otros se darían cuenta de lo ocurrido y Horza acabaría muerto. Una mordedura de sus dientes quizá le habría permitido salir bien librado. El veneno afectaba al sistema nervioso central, y las reacciones de Zallin se habrían ido volviendo gradualmente más lentas; probablemente nadie habría adivinado lo ocurrido. Pero arañarle sería fatal para los dos. El veneno contenido en las glándulas que había bajo las uñas de Horza paralizaba los músculos siguiendo una secuencia que se iniciaba en el punto de entrada del veneno, y resultaría obvio que Zallin había sido arañado por algo muy distinto a unas uñas corrientes. Aun suponiendo que los otros mercenarios no considerasen que había hecho trampa, existían bastantes posibilidades de que Kraiklyn, el Hombre, adivinara que Horza era un Cambiante y ordenara su muerte.
Un Cambiante era una amenaza para cualquiera que gobernase mediante la fuerza, tanto si empleaba la fuerza de voluntad como la fuerza de las armas. Amahain-Frolk lo había comprendido, y Kraiklyn también lo comprendería. Además, la especie a la que pertenecía Horza siempre provocaba un cierto grado de repugnancia en todos los seres humanos. Aparte de las considerables alteraciones que les separaban del material genético corriente, los Cambiantes eran una amenaza a la identidad, un desafío al individualismo de todos los que les rodeaban, incluso de aquellos que, probablemente, jamás podrían ser candidatos a la suplantación. No tenía nada que ver con las almas o la posesión espiritual o física; lo que causaba esa repugnancia era el que los Cambiantes copiaban la conducta de otro ser, y eso era algo que los idiranos entendían muy bien. La individualidad —ese aspecto que la mayoría de seres humanos valoraban por encima de cualquier otra cosa— era degradada por la facilidad con que un Cambiante podía ignorar las limitaciones que imponía y utilizarla en tanto que disfraz.
Horza había usado el Cambio para convertirse en un viejo, y su legado seguía con él. Zallin estaba muy cerca.
El joven se lanzó hacia adelante usando sus enormes brazos como un par de pinzas en un torpe intento de agarrar a Horza. Horza se agachó y saltó a un lado con mucha más rapidez de la que Zallin había previsto. Antes de que pudiera dar la vuelta para seguir a Horza el Cambiante ya había lanzado una patada dirigida a su cabeza que se estrelló contra el hombro del joven. Zallin lanzó una maldición y Horza le imitó. Se había hecho daño en el pie.
El joven volvió a avanzar hacia él frotándose el hombro. Al principio se movió de una forma casi despreocupada, pero uno de sus largos brazos salió disparado de repente y el puño casi chocó con el rostro de Horza. El Cambiante sintió el viento creado por el golpe rozándole la mejilla. Si ese puñetazo hubiera dado en el blanco habría puesto punto final a la pelea. Horza hizo una finta, saltó en dirección opuesta, giró sobre un talón y volvió a lanzar una patada, ahora hacia la ingle del joven. El pie llegó a su objetivo, pero Zallin se limitó a curvar los labios en una medio sonrisa mueca de dolor y volvió al ataque. El rociado anestésico debía haber dejado insensible toda aquella zona de su cuerpo.
Horza empezó a moverse en círculos alrededor del joven. Zallin le observaba con mucha atención. Seguía manteniendo los brazos extendidos delante del cuerpo igual que si fueran un par de pinzas, y los dedos se flexionaban de vez en cuando como si anhelaran desesperadamente entrar en contacto con la garganta de Horza. Horza apenas si era consciente de las personas que le rodeaban, o de las luces y el equipo del hangar. Lo único que podía ver era el cuerpo agazapado del joven que tenía delante, con sus inmensos brazos y sus cabellos plateados, su camiseta deshilachada y sus zapatillas deportivas. Zallin se lanzó al ataque y las suelas de goma chirriaron sobre el metal de la cubierta. Horza giró sobre sí mismo y su pierna derecha trazó una curva. Su pie acertó a Zallin en la sien derecha, y el joven se alejó bailoteando mientras se frotaba la oreja.
Horza sabía que estaba volviendo a jadear. Mantener el estado de tensión máxima exigía demasiada energía. Tenía que estar preparado para el siguiente ataque y, mientras tanto, no le estaba haciendo el daño suficiente a Zallin. Tal y como iban las cosas el joven no tardaría en dejarle agotado aunque no le diera ni un solo golpe. Zallin volvió a extender los brazos y avanzó. Horza saltó a un lado y sus músculos de anciano protestaron. Zallin giró sobre sí mismo. Horza saltó hacia adelante moviéndose sobre un pie y lanzó el talón del otro hacia la cintura del joven. El pie dio en el blanco con un thump muy satisfactorio, Horza se dispuso a apartarse… y se dio cuenta de que no podía mover el pie. Zallin había logrado atraparlo con una mano. Horza cayó sobre la cubierta.
Zallin estaba tambaleándose con una mano sobre la base de su caja torácica, jadeando con el cuerpo casi doblado en dos. Horza pensó que debía haberle roto una costilla, pero Zallin seguía sujetándole el pie con la otra mano. Por mucho que tirara y se retorciese, Horza era incapaz de romper la presa.
Intentó establecer un pulso de sudor en la parte inferior de su pierna derecha. No había practicado esa maniobra desde sus combates de ejercicio en la Academia de Heibohre, pero valía la pena intentarlo; cualquier truco que ofreciera una posibilidad de aflojar esa presa era digno de ser intentado… No funcionó. Quizá había olvidado el procedimiento adecuado, o quizá el envejecimiento artificial sufrido por sus glándulas sudoríparas había hecho que fueran incapaces de reaccionar con la rapidez exigida. Fuera cual fuese la respuesta, su pie seguía atrapado entre los dedos del joven. Zallin estaba recuperándose del golpe que le había propinado Horza. Sacudió la cabeza y las luces del hangar se reflejaron en su cabellera. Después agarró el pie de Horza con la otra mano.
Horza estaba caminando alrededor del joven apoyándose en las manos, con una pierna aprisionada y la otra colgando en un intento de descargar algún peso sobre la cubierta. Zallin miró al Cambiante e hizo girar las manos como si intentara arrancarle el pie derecho. Horza había previsto la maniobra e hizo girar todo su cuerpo antes de que Zallin empezara a ponerla en práctica. Acabó donde había empezado, con el pie entre las manos de Zallin y sus palmas desplazándose como cangrejos a través de la cubierta mientras intentaba seguir los movimientos del joven. «Puedo llegar hasta su pierna; una torsión del cuello y un mordisco —pensó Horza, intentando desesperadamente dar con alguna solución—. En cuanto empiece a reaccionar más despacio tendré una oportunidad. No se darán cuenta. Lo único que necesito es…» Y, entonces, naturalmente, se acordó. Le habían arrancado esos dientes. Parecía que esos viejos bastardos —y Balveda—, conseguirían acabar con él después de todo, y en el caso de Balveda sería una venganza desde más allá de la tumba. Mientras Zallin siguiera sujetándole el pie la pelea sólo podía seguir un camino.
«Qué diablos… Voy a morderle de todas formas». El pensamiento fue una sorpresa incluso para él mismo; su mente lo concibió y su cuerpo lo puso en práctica antes de que tuviera tiempo de tomar en consideración lo que hacía. Lo siguiente que supo era que estaba usando la pierna atrapada y el empujón dado con las manos para impulsarse hacia Zallin, y que su cuerpo estaba entre las piernas del joven. Horza clavó todos los dientes que le quedaban en la pantorrilla derecha del muchacho.
—¡Ah! —gritó Zallin.
Horza mordió con más fuerza, sintiendo cómo la presión ejercida sobre su pie se aflojaba ligeramente. Alzó la cabeza intentando desgarrar la carne del joven. Tenía la impresión de que su rótula iba a estallar y de que su pierna se partiría en dos, pero siguió masticando la carne viva que le llenaba la boca y sus puños se alzaron para golpear el cuerpo de Zallin con todas sus fuerzas. Zallin le soltó.
Horza dejó de morder al instante y se apartó antes de que las manos del joven pudieran caer sobre su cabeza. Logró ponerse en pie. Tenía el tobillo y la rodilla algo doloridos, pero no era grave. Zallin fue hacia él cojeando con la pantorrilla cubierta de sangre. Horza cambió de táctica y saltó hacia adelante, golpeando al joven en el vientre bajo la rudimentaria guardia de sus inmensos brazos. Zallin se llevó las manos al estómago y la parte inferior de la caja torácica, y se agachó en un movimiento reflejo. Horza pasó junto a él, se dio la vuelta y dejó caer las dos manos sobre su cuello.
Normalmente el golpe habría sido mortal, pero Zallin era fuerte y Horza seguía estando débil. El Cambiante se irguió y se dio la vuelta, pero tuvo que evitar a los mercenarios que estaban de pie junto al mamparo; la pelea había atravesado el hangar de un extremo a otro. Horza no tuvo tiempo de asestar otro golpe. Zallin había vuelto a incorporarse con el rostro contorsionado por la agresividad frustrada. Lanzó un grito y corrió hacia Horza, quien esquivó limpiamente la embestida. Pero Zallin tropezó, y el azar quiso que su cabeza chocara con el estómago de Horza.
El golpe resultó todavía más doloroso y desmoralizador porque era totalmente inesperado. Horza cayó y rodó sobre sí mismo intentando librarse de Zallin, pero el joven se desplomó sobre él, aprisionándole contra la cubierta. Horza se retorció, pero no ocurrió nada. Estaba atrapado.
Zallin se irguió apoyándose en una palma y tensó la otra mano convirtiéndola en un puño mientras contemplaba con una sonrisa burlona el rostro del hombre que tenía debajo. Horza comprendió que no podía hacer nada. Vio como aquel puño inmenso subía lentamente y empezaba a bajar. Tenía el cuerpo pegado a la cubierta y los brazos atrapados, y supo que ése era el final. Había perdido. Se preparó para mover la cabeza lo más deprisa posible apartándola del puñetazo destructor de huesos que estaba claro llegaría en cualquier momento y volvió a hacer un intento de mover las piernas, pero sabía que era inútil. Quería cerrar los ojos, pero sabía que debía mantenerlos abiertos. «Puede que el Hombre se apiade de mí. Debe haberse dado cuenta de que he luchado bien. Quizá decida detenerle…»
El puño de Zallin se inmovilizó durante una fracción de segundo, como si fuera la hoja de una guillotina en el punto más alto de su trayectoria antes de ser liberada.
El golpe nunca llegó a caer. Zallin tensó el cuerpo y la mano con que sostenía el peso de su torso resbaló sobre la cubierta; los dedos se deslizaron sobre su propia sangre y dejaron de soportar su masa. Zallin lanzó un gruñido de sorpresa. Cayó hacia Horza y retorció el cuerpo. El Cambiante pudo sentir como el peso que le aprisionaba disminuía bruscamente, y logró apartarse de la trayectoria seguida por el joven mientras éste intentaba rodar sobre sí mismo. Horza rodó en dirección opuesta, y casi chocó con las piernas de los mercenarios que observaban la pelea. La cabeza de Zallin se estrelló contra la cubierta. El golpe no fue demasiado fuerte, pero antes de que el joven pudiera reaccionar, Horza ya estaba sobre su espalda rodeándole el cuello con las manos y tirando de su cabeza hacia atrás. Dejó resbalar sus piernas por los flancos de Zallin, montando a horcajadas sobre él, y lo inmovilizó.
Zallin se quedó muy quieto. Su garganta dejó escapar una especie de gorgoteo. Le sobraban fuerzas para librarse del Cambiante o rodar sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y aplastarle, pero antes de que pudiera hacer cualquiera de esas dos cosas un leve gesto de las manos de Horza le habría roto el cuello.
Zallin alzó los ojos hacia Kraiklyn, quien estaba prácticamente enfrente de él. Horza, cubierto de sudor y tragando aire con un jadeo espasmódico, también alzó la cabeza hacia los oscuros ojos del Hombre. Zallin intentó moverse. Horza tensó los antebrazos y el joven volvió a quedarse muy quieto.
Todos estaban mirándole… Todos los mercenarios, piratas, bucaneros o como quisieran llamarse. Permanecían inmóviles ante las dos paredes del hangar que habían ocupado durante la pelea y miraban a Horza. Pero el único que le miraba a los ojos era Kraiklyn.
—No tiene por qué ser a muerte —jadeó Horza. Bajó la vista durante una fracción de segundo hacia los cabellos plateados que tenía delante, algunos de ellos pegados al cuero cabelludo del chico por el sudor, y alzó nuevamente los ojos hacia Kraiklyn—. He ganado. Puedes desembarcar al chico en vuestra próxima parada. O dejarme allí. No quiero matarle.
Algo cálido y pegajoso estaba deslizándose sobre la cubierta junto a su pierna derecha. Horza comprendió que era la sangre que brotaba de la herida de Zallin. Kraiklyn estaba contemplándole con una expresión extrañamente distante. La pistola láser que había enfundado emergió de su pistolera, y su mano izquierda la alzó apuntando el cañón hacia el centro de la frente de Horza. El silencio del hangar le permitió oír con toda claridad el chasquido y el zumbido a un metro escaso de su cráneo: el Hombre había accionado el control de encendido de la pistola.
—Entonces morirás —dijo Kraiklyn con voz átona y tranquila—. En esta nave no hay sitio para alguien a quien no le gusta matar de vez en cuando.
Horza fue siguiendo con la vista el cañón de la pistola láser y siguió levantando la cabeza hasta que su mirada llegó a los ojos de Kraiklyn. El arma no se movió ni una fracción de milímetro. Zallin dejó escapar un gemido.
El crujido resonó en el hangar metálico como si fuera un disparo. Horza abrió los brazos sin apartar los ojos del rostro del jefe de los mercenarios. El fláccido cuerpo de Zallin cayó como un fardo sobre la cubierta, igual que si se desmoronara bajo su propio peso. Kraiklyn sonrió y enfundó el arma. El chasquido de la desconexión se convirtió en un leve zumbido que no tardó en morir.
—Bienvenido a la Turbulencia en cielo despejado.
Kraiklyn suspiró y pasó por encima del cadáver de Zallin. Fue hacia el punto central de un mamparo, abrió una puerta y cruzó el umbral.
Sus botas resonaron sobre un tramo de escalones. Casi todos los mercenarios le siguieron.
—Bien hecho.
Horza seguía arrodillado y se volvió al oír las palabras. Era la mujer de la voz hermosa, Yalson. Volvió a ofrecerle su mano, esta vez para ayudarle a levantarse. Horza la aceptó con gratitud y se puso en pie.
—No ha sido ningún placer —le dijo. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y la miró a los ojos—. Dijiste que te llamabas Yalson, ¿no?
La mujer asintió.
—Y tú eres Horza.
—Hola, Yalson.
—Hola, Horza.
Le obsequió con una leve sonrisa. Horza descubrió que le gustaba su sonrisa. Contempló el cadáver que yacía sobre la cubierta. La herida de la pierna ya no sangraba.
—¿Qué hacemos con ese pobre bastardo? —preguntó.
—Lo mejor será tirarle por la escotilla —dijo Yalson.
Miró a las únicas personas que quedaban en el hangar aparte de ellos, tres machos muy corpulentos cubiertos por una espesa capa de vello que vestían pantalones cortos. Los tres se habían quedado junto a la puerta por la que se habían marchado los demás y estaban contemplándole con expresiones de curiosidad. Los tres calzaban botas bastante gruesas, como si hubieran empezado a ponerse el traje espacial y les hubieran interrumpido en el mismo momento. Horza sintió deseos de reír, pero lo que hizo fue sonreír y saludarles con la mano.
—Hola.
—Ah, ésos son los Bratsilakin —dijo Yalson mientras los tres cuerpos peludos le devolvían el saludo de forma no muy sincronizada agitando tres manos de un gris oscuro—. Uno, Dos y Tres —siguió diciendo Yalson señalando con la cabeza a cada uno por turno—. Debemos ser la única Compañía Libre con un grupo clónico que sufre de psicosis paranoica.
Horza la miró para ver si hablaba en serio y los tres humanos peludos fueron hacia ellos.
—No creas ni una sola palabra de lo que dice —le aconsejó uno de ellos. Tenía una voz muy suave que Horza encontró más bien sorprendente—. Nunca le hemos gustado. Bueno, esperamos que estés de nuestro lado…
Seis ojos contemplaron a Horza con expresiones de preocupación. Horza hizo cuanto pudo por sonreír.
—Podéis contar con ello —dijo.
Los tres le devolvieron la sonrisa, se miraron e intercambiaron asentimientos de cabeza.
—Metamos a Zallin en un vactubo. Supongo que nos libraremos de él más tarde —dijo Yalson volviéndose hacia el trío velludo.
Fue hacia el cadáver y dos Bratsilakin la siguieron. Entre los tres llevaron el fláccido cuerpo de Zallin hasta una zona de la cubierta del hangar de la que quitaron algunas planchas metálicas revelando una escotilla curva. Después metieron el cuerpo en un espacio bastante angosto, cerraron la escotilla y volvieron a poner las planchas en su sitio. El tercer Bratsilakin cogió un paño de un panel mural y limpió la sangre que había caído sobre la cubierta. Después, el velludo grupo de clones fue hacia la puerta y se alejó por las escaleras. Yalson miró a Horza y movió la cabeza señalando a un lado.
—Ven conmigo —dijo—. Te enseñaré dónde puedes limpiarte.
Horza la siguió por la cubierta del hangar rumbo a la puerta. Yalson se volvió hacia él mientras caminaban.
—El resto ha ido a comer. Si acabas a tiempo te veré en el comedor. Basta con que te dejes guiar por tu nariz. De todas formas, tengo que cobrar mis ganancias.
—¿Tus ganancias? —preguntó Horza cuando llegaron al umbral.
Yalson puso la mano sobre lo que Horza supuso debían ser interruptores de la luz, se volvió hacia él y le miró a los ojos.
—Claro —dijo, y pulsó uno de los interruptores sobre los que había puesto la mano. La intensidad de las luces no varió, pero Horza sintió una vibración bajo sus pies. Oyó un silbido y lo que parecía una bomba poniéndose en funcionamiento—. Aposté por ti —dijo Yalson.
Se dio la vuelta y subió corriendo por la escalera que había más allá del umbral, saltando los peldaños de dos en dos.
Horza contempló el hangar vacío y la siguió.
La Turbulencia en cielo despejado expulsó el fláccido cuerpo de Zallin unos segundos antes de que la nave volviera al hiperespacio y sus tripulantes se sentaran a la mesa. El hombre vivo dentro de un traje que habían encontrado fue sustituido por un joven muerto que vestía pantalones cortos y una camiseta deshilachada, un cadáver que empezó a congelarse y dar vueltas lentamente sobre sí mismo mientras un delgado cascarón de moléculas de aire se iba expandiendo a su alrededor como si fuera una imagen de la vida que le había abandonado.