Fal 'Ngeestra observó durante un rato como las sombras de las nubes se movían sobre la llanura de la que le separaban diez kilómetros en el sentido horizontal y uno en el vertical, lanzó un suspiro y alzó los ojos hacia la hilera de montañas coronadas de nieve que se encontraba al final de los pastizales. La cordillera estaba a más de treinta kilómetros de sus ojos, pero la tenue atmósfera invadida por las rocas y la resplandeciente blancura helada de las cimas hacía que los contornos de éstas fueran visibles con toda claridad. Su resplandor hería los ojos incluso a esa distancia y a través de toda aquella masa atmosférica.
Fal dio la vuelta y caminó sobre las grandes losas de la terraza del albergue moviéndose con un envaramiento nada propio de su juventud. El entramado de listones que había encima de su cabeza estaba cubierto de flores blancas y rojas, y proyectaba una pauta regular de sombras sobre la terraza. Fal caminó a través de la luz y la penumbra, con su cabellera volviéndose alternativamente oscura y dorada a medida que cada paso vacilante la llevaba desde la sombra hasta la claridad del sol.
La masa metálica de la unidad llamada Jase apareció al otro extremo de la terraza emergiendo del albergue. Fal sonrió al verla y tomó asiento sobre un banco de piedra que asomaba del múrete usado como separación entre la terraza y el paisaje. Estaban a bastante altura, pero hacía un día cálido y con mucho viento. Fal se limpió unas gotas de sudor de la frente mientras la vieja unidad flotaba sobre la terraza aproximándose a ella. Los haces oblicuos del sol pasaban sobre su cuerpo moviéndose siempre al mismo ritmo. La unidad se posó sobre las piedras que había junto al banco, y el gran disco en que terminaba su cuerpo metálico quedó al mismo nivel que la coronilla de la cabeza de la joven.
—Hace un día precioso, ¿verdad, Jase? —exclamó Fal volviéndose hacia las montañas.
—Sí —dijo Jase.
La unidad poseía una voz desusadamente grave y capaz de muchos matices, y siempre procuraba sacarle el máximo provecho posible. Desde hacía cuatro mil años o más las unidades conscientes de la Cultura poseían campos aurales cuyo color cambiaba según su estado anímico en un equivalente de la expresión facial o el lenguaje corporal, pero Jase era viejo y había sido construido cuando los campos aurales eran algo inconcebible, y se había negado a dejar que le hicieran las alteraciones necesarias para poder usarlos. Prefería confiar en su voz para expresar lo que sentía o ser inescrutable.
—Maldición… —Fal meneó la cabeza sin apartar los ojos de la nieve que brillaba en la lejanía—. Ojalá estuviera allí arriba haciendo alpinismo.
Chasqueó la lengua y bajó la vista hacia su pierna derecha, extendida rígidamente ante ella. Se había roto la pierna ocho días antes mientras escalaba las montañas que se alzaban al otro extremo de la llanura. El miembro fracturado estaba entablillado por el fino encaje de un campo de fuerza oculto bajo la elegante pernera de un pantalón muy ceñido.
Fal pensaba que Jase debería haber aprovechado sus palabras como excusa para volver a sermonearla sobre los peligros del alpinismo y recordarle que la única escalada prudente era la que se practicaba con un arnés de flotación puesto, con un robot de rescate cerca o, por lo menos, con algún acompañante humano, pero la vieja máquina no dijo nada. Fal la contempló. Su rostro bronceado brillaba bajo la luz del sol.
—Bueno, Jase, ¿tienes algo para mí? ¿Trabajo?
—Me temo que sí.
Fal se instaló lo más cómodamente posible sobre el banco de piedra y cruzó los brazos. Jase emitió un pequeño campo de fuerza para sostener la pierna, aun sabiendo que los campos del entablillado se encargaban de absorber toda la tensión exigida por aquella postura.
—Escúpelo —dijo Fal.
—Quizá recuerdes una entrada de la sinopsis diaria de hace dieciocho días que hacía referencia a una de nuestras naves espaciales. La nave fue construida por una fábrica de navíos en el volumen de espacio Interior del Golfo Sombrío; la fábrica tuvo que autodestruirse y, posteriormente, la nave tuvo que hacer lo mismo.
—Lo recuerdo —dijo Fal, quien olvidaba muy pocas cosas de lo que fuera, y que nunca olvidaba nada de una sinopsis diaria—. La nave fue una especie de trabajo improvisado. La fábrica estaba intentando conseguir que una Mente categoría VGS pudiera salir de allí.
—Bien —dijo Jase con un cierto tono de cansancio—, tenemos un pequeño problema con eso.
Fal sonrió.
No cabía duda de que la Cultura confiaba plenamente en sus máquinas tanto para la estrategia como para las tácticas de la guerra en que se hallaba comprometida. De hecho, podía afirmarse que la Cultura era sus máquinas, y que éstas la representaban a un nivel más fundamental que cualquier ser humano o grupo de humanos integrados en su sociedad. Las Mentes que estaban siendo producidas por las fábricas Orbitales situados en zonas seguras y VGS de mayor tamaño se contaban entre algunos de los conjuntos de materia más sofisticados existentes dentro de la galaxia. Eran tan inteligentes que ningún ser humano podía comprender hasta dónde llegaba su inteligencia (y las mismas máquinas eran incapaces de explicar y describir dicha inteligencia a una forma de vida tan limitada como la humana).
Mucho antes de que la guerra con los idiranos hubiera sido prevista la Cultura ya había preferido la máquina al cerebro humano, y había depositado su confianza en toda la gama de inteligencias mecánicas, desde aquellos colosos mentales y las máquinas más corrientes que seguían estando dotadas de conciencia hasta los ordenadores inteligentes pero, en última instancia, mecánicos y predecibles, y el más diminuto de los circuitos incorporados a un microproyectil que apenas si era más inteligente que una mosca. La razón de tal comportamiento era que la Cultura se veía a sí misma como una sociedad racional y autoconsciente; y las máquinas, incluso las máquinas inteligentes, eran más capaces de alcanzar ese estadio tan deseado y, al mismo tiempo, más eficientes a la hora de utilizarlo en cuanto se hubiese logrado. La Cultura se conformaba con eso.
Además, eso permitía que los humanos de la Cultura quedaran libres para ocuparse de las cosas que realmente importaban en la vida, como el deporte, los juegos, el amor, el estudiar lenguas muertas, sociedades bárbaras y problemas imposibles, y escalar montañas de gran altura sin la ayuda de un arnés de seguridad.
Una lectura hostil de semejante situación podía llevar a la conclusión de que el descubrimiento hecho por las Mentes de la Cultura de que algunos humanos eran capaces de igualar y, ocasionalmente, superar su capacidad de juzgar con precisión y sin errores un conjunto de hechos determinados haría que las máquinas sufrieran un ataque de indignación y les estallaran los circuitos, pero no había sido así. El hecho de que un conjunto de facultades mentales tan caótico y diminuto fuese capaz de emplear algún extraño truco de magia neurónica para producir una respuesta a un problema tan buena como la obtenida por las Mentes era algo que las fascinaba. Había una explicación, naturalmente, y quizá tuviera algo que ver con las pautas de causa y efecto que incluso el poder cuasidivino de las Mentes tenía muchas dificultades para desentrañar; también tenía mucho que ver con el puro y simple peso de los números.
La Cultura contaba con más de dieciocho trillones de personas, y prácticamente cada una de ellas estaba bien alimentada, había gozado de una excelente educación y contaba con una mente despierta y vivaz, y sólo treinta o cuarenta de ellas habían dado muestras de poseer la inusual habilidad de predecir y emitir juicios que estuvieran a la altura de los emitidos por una Mente bien informada (de las cuales ya existían muchos centenares de millares). No era imposible que fuese un puro caso de suerte; si se arrojan dieciocho trillones de monedas al aire durante cierto tiempo algunas de ellas tienen que caer del mismo lado durante mucho, mucho tiempo.
Fal 'Ngeestra era una Referenciadora de la Cultura, una de esas treinta o quizá cuarenta personas de entre sus dieciocho trillones de habitantes que podían darte una idea intuitiva de lo que iba a ocurrir, o explicarte por qué creían que algo que ya había ocurrido ocurrió de una forma determinada, acertando prácticamente siempre. Fal recibía un chorro continuo de ideas y problemas, y era utilizada y observada al mismo tiempo. Nada de cuanto decía o hacía escapaba a los archivos; nada de cuanto experimentaba era pasado por alto. Aun así, Fal insistía en que cuando estaba practicando el alpinismo sola o con amigos debía estar abandonada a sus propios recursos y hallarse libre de toda observación por parte de la Cultura. Durante aquellas excursiones Fal siempre llevaba consigo una terminal de bolsillo para registrarlo todo, pero no disponía de una conexión en tiempo real con ninguna parte de la red de Mentes de la Meseta en la que vivía.
Esa insistencia había sido la causa de que se pasara todo un día y una noche en la nieve con una pierna fracturada antes de que un equipo de búsqueda lograra dar con ella.
Jase había empezado a proporcionarle los detalles del viaje de la nave sin nombre desde el momento en que abandonó su fábrica madre, así como de su intercepción y autodestrucción. Pero Fal había vuelto la cabeza hacia las montañas y sólo le dedicaba una parte de su atención. Sus ojos y su mente estaban absortos en la contemplación de las distantes laderas nevadas que tenía la esperanza de volver a escalar dentro de pocos días, en cuanto los estúpidos huesos de su pierna hubieran curado del todo.
Las montañas eran muy hermosas. Había otras montañas en el otro extremo de la terraza del albergue y sus cimas parecían llegar al límpido cielo azul, pero comparadas con esos picachos afilados que se alzaban al otro lado de la llanura eran un simple juego de niños. Fal sabía que ésa era la razón de que la hubiesen instalado en el albergue; tenían la esperanza de que preferiría escalar esas montañas, con lo que se evitaría la molestia de subir a un deslizador y cruzar la llanura. Era una estupidez, claro. Tenían que dejarle ver las montañas o no sería ella misma; y mientras pudiera verlas no le quedaba más remedio que escalar esas cimas. Idiotas…
«En un planeta no podrías verlas tan bien —pensó—. No serías capaz de ver las primeras estribaciones de la cordillera, la forma en que las montañas brotan de la llanura…»
El albergue, la terraza, las montañas y la llanura se hallaban en un Orbital. Los humanos habían construido este lugar o, al menos, habían construido las máquinas que construyeron las máquinas que… Bueno, podías seguir así durante mucho tiempo. La Placa del Orbital era casi perfectamente lisa; de hecho, verticalmente era un poco cóncava, pero como el diámetro interno del Orbital terminado —sólo se le consideraba adecuadamente formado cuando todas las Placas individuales habían quedado unidas y se eliminaba la última pared divisoria—, medía más de tres millones de kilómetros la curvatura era mucho menor que en la superficie convexa de cualquier globo habitable por seres humanos. Eso hacía que la altura a la que se encontraba Fal le permitiera ver la base de aquella cordillera distante.
Fal pensaba que vivir en un planeta y ver las cosas a lo largo de una curvatura debía de ser muy extraño; por ejemplo, los mástiles de un barco aparecerían en el horizonte antes que el resto de la embarcación.
De repente se dio cuenta de que si estaba pensando en planetas era por algo que Jase había dicho. Se dio la vuelta y contempló la máquina color gris oscuro mientras su memoria a corto plazo le repetía exactamente lo que acababa de decir.
—¿La Mente se desplazó por el hiperespacio para llegar hasta el planeta? —preguntó—. ¿Y luego utilizó el campo distorsionante para esconderse?
—Eso es lo que dijo que intentaría hacer cuando envió el mensaje codificado en sus pautas de destrucción. El planeta sigue allí, así que debió conseguirlo. Si hubiera fracasado, un mínimo de la mitad de su masa habría reaccionado con la sustancia planetaria como si fuese antimateria.
—Comprendo —Fal se rascó la mejilla con un dedo—. Creía que eso era imposible…
El tono de su voz era interrogativo. Miró a Jase.
—¿El qué? —preguntó la unidad.
—Hacer… —el que Jase no la hubiera entendido al instante hizo que moviera la mano en un gesto de impaciencia mientras fruncía el ceño—. Hacer lo que hizo. Meterse por debajo de algo tan grande en el hiperespacio y rebotar por encima luego. Me dijeron que era algo absolutamente inconcebible, algo con lo que no podíamos contar…
—También se lo dijeron a esa Mente, pero estaba desesperada. El mismísimo Consejo de Guerra General decidió que deberíamos intentar duplicar esa hazaña usando una Mente similar y un planeta del que se pudiera prescindir.
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Fal, sonriendo ante la idea de un planeta «del que se pudiera prescindir».
—Ninguna Mente quiso tomar en consideración la idea; es demasiado peligroso. Hasta las Mentes elegibles del Consejo de Guerra se negaron.
Fal se rió y alzó los ojos hacia las flores rojas y blancas que cubrían el entramado de listones. Jase —que, en lo más hondo de su ser, era un romántico incurable— estaba convencido de que su risa era idéntica al murmullo tintineante de los arroyos de montaña, y siempre la grababa para disfrutar de ella posteriormente, incluso cuando se trataba de meros bufidos o risotadas, incluso cuando Fal estaba de mal humor y la risa era un arma más con que expresar su irritación. Jase sabía que una máquina no podía morirse de vergüenza —ni tan siquiera una máquina consciente—, pero también sabía que si Fal llegaba a enterarse de que grababa sus risas sería justamente lo que le ocurriría. Fal dejó de reír.
—¿Qué aspecto tiene esa cosa? —preguntó—. Quiero decir que… Nunca las ves sueltas, siempre están metidas en algo…, una nave o lo que sea. ¿Y cómo se las arregló para…? ¿Qué usó para crear el campo distorsionador?
—Externamente es un elipsoide —dijo Jase con su voz tranquila y mesurada de costumbre—. Cuando conecta los campos se parece a una nave muy pequeña. Mide unos diez metros de largo y unos dos y medio de diámetro. Internamente, cuenta con millones de componentes, pero los más importantes son las partes pensantes y la memoria de la Mente propiamente dicha; son muy densos y eso es lo que la hace tan pesada. Pesa casi quince mil toneladas. Naturalmente, posee su propia fuente de energía y cuenta con varios generadores de campo, cualquiera de los cuales puede ser utilizado como motor de emergencia en un momento dado. De hecho, se los diseña pensando en tal eventualidad… La única parte de la Mente que siempre está en el espacio real es la envoltura. El resto, al menos, todas las partes pensantes, se mantiene en el hiperespacio.
»Dando por supuesto, como debemos hacer, que la Mente hizo lo que dijo que pensaba hacer, sólo hay una forma posible de llevar a cabo esa tarea, dado que no posee un Desplazador o un motor de campo distorsionante. —Jase hizo una pausa y vio como Fal se inclinaba hacia adelante con los codos en las rodillas y las manos cruzadas debajo del mentón. Vio como movía la espalda para desplazar su peso, y captó la levísima mueca de dolor que cruzó por sus rasgos y desapareció casi al instante. Jase decidió que el banco de piedra estaba empezando a resultarle incómodo, y se puso en contacto con uno de los robots del albergue para ordenarle que trajese algunos almohadones—. La Mente posee un distorsionador interno, pero se supone que sólo debe ser utilizado para expandir volúmenes microscópicos de la memoria con el fin de crear más espacio alrededor de las secciones de información, en forma de partículas-espirales elementales del tercer nivel, que desee alterar. El límite de volumen normal de ese distorsionador es inferior a un milímetro cúbico. No sabemos cómo, pero esa Mente se las arregló para manipularlo de tal forma que abarcara toda su masa y la permitiera reaparecer bajo la superficie del planeta. Un lugar donde hubiera bastante espacio libre habría sido el objetivo más lógico, y los túneles del Sistema de Mando parecen una elección obvia; la Mente dijo que pensaba dirigirse hacia allí.
—Bien —dijo Fal asintiendo con la cabeza—. De acuerdo. Y ahora, ¿cuáles…? Oh.
Un robot de pequeño tamaño que sostenía dos almohadones enormes en su campo de fuerza acababa de aparecer junto a ella.
—Hmmm… Gracias —dijo Fal, sosteniéndose con una mano mientras colocaba un almohadón debajo de su cuerpo y ponía el otro detrás de su espalda—. ¿Esto ha sido cosa tuya, Jase? —le preguntó.
—No —mintió Jase, secretamente complacido—. ¿Qué ibas a preguntarme?
—Esos túneles… —dijo Fal, inclinándose hacia adelante de una forma bastante más cómoda que la vez anterior—. Ese Sistema de Mando… ¿Qué es?
—Para decirlo brevemente, consiste en dos aros gemelos interconectados de túneles que miden veintidós metros de diámetro enterrados a cinco kilómetros de profundidad. El conjunto del sistema mide varios centenares de kilómetros de longitud. Los trenes fueron diseñados para ser usados en tiempo de guerra como centros de mando móviles de un estado que existió en el planeta cuando éste se hallaba en la fase intermedia-sofisticada de la etapa tres. El arma más avanzada de aquella época era la bomba de fusión transportada mediante un cohete guiado transplanetario. El Sistema de Mando fue diseñado para…
—Sí —Fal alzó la mano y la movió rápidamente de un lado a otro—. Protegerles y mantenerles en movimiento para que no pudieran hacerlos volar en pedazos. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Qué clase de protección rocosa tenían?
—Granito —dijo Jase.
—¿Batolítico?
—Un momento… —dijo Jase mientras hacía una consulta—. Sí. Correcto: un batolito.
—¿Un batolito? —preguntó Fal enarcando las cejas—. ¿Sólo uno?
—Sólo uno.
—¿Es un mundo de gravedad ligeramente baja? ¿Corteza gruesa?
—Ambas cosas.
—Ya… Así que la Mente está dentro de esos… —Sus ojos se pasearon por la terraza sin ver nada de lo que había en ella, pero el ojo de su mente estaba contemplando kilómetros de túneles sumidos en la oscuridad (y pensando que sobre ellos podía haber algunas montañas realmente impresionantes. Todo ese granito y la baja gravedad… Sería un territorio magnífico para el alpinismo). Acabó volviéndose de nuevo hacia la máquina—. Bien, ¿y qué ocurrió? Es un Planeta de los Muertos. ¿Los nativos lograron acabar consigo mismos o qué?
—Eliminaron su raza hasta el último humanoide hace once mil años. Utilizaron armas biológicas, no nucleares.
—Hmmm —Fal asintió.
El motivo de que los Dra'Azon hubieran convertido el Mundo de Schar en uno de sus Planetas de los Muertos resultaba obvio. Si eras una superespecie de energía pura que llevaba mucho tiempo alejada de la vida galáctica normal basada en la materia y tu objetivo era acordonar y conservar esos dos o tres planetas que creías podían ser un monumento adecuado a la muerte y la futilidad, el Mundo de Schar, con su sórdida y breve historia, parecía el tipo de sitio que pondrías en uno de los primeros lugares de tu lista.
Algo pasó por su cabeza.
—Ha transcurrido muchísimo tiempo. ¿Cómo es posible que los túneles no estén obstruidos? La presión correspondiente a cinco kilómetros…
—No lo sabemos —Jase suspiró—. Los Dra'Azon no se han mostrado muy dispuestos a proporcionar información al respecto. Es posible que los ingenieros del Sistema dieran con una técnica gracias a la cual los túneles han podido soportar la presión durante semejante período de tiempo. Admito que es improbable, pero por aquellos tiempos eran muy ingeniosos.
—Es una lástima que no consagraran algo más de ingenio a la tarea de mantenerse con vida, en vez de a concebir una carnicería masiva lo más eficiente posible —dijo Fal, y emitió una especie de resoplido.
Las palabras de la chica hicieron que Jase sintiera un cierto placer (el resoplido no) pero, al mismo tiempo, detectó en ellas una leve huella de esa mezcla de desprecio y autosatisfacción complaciente que la Cultura encontraba tan difícil de contener cuando observaba los errores cometidos por sociedades menos avanzadas, pese al hecho de que las civilizaciones que habían servido como fuentes a su pasado de mestizaje habían sido igualmente falibles. Aun así, Fal tenía razón. La experiencia y el sentido común indicaban que el método más fiable de escapar a la autoextinción era empezar no equipándose con los medios para llevarla a cabo.
—Bueno… —dijo Fal bajando la vista y golpeando las piedras grisáceas con el talón de su pierna sana—. La Mente está en los túneles; los Dra'Azon están fuera. ¿Cuál es el límite de la Barrera del Silencio?
—El habitual, la mitad de la distancia hasta la estrella más cercana. Por el momento y en el caso del Mundo de Schar, trescientos diez días luz estándar.
—¿Y…? —Extendió una mano hacia Jase, alzó la cabeza y enarcó las cejas. Una brisa casi imperceptible acarició el entramado de listones que había encima de su cabeza, y las sombras de las flores se movieron sobre su cuello—. ¿Cuál es el problema?
—Bueno —dijo Jase—, la razón de que la Mente estuviera dentro de esa nave es…
—Que tenía graves problemas. De acuerdo. Sigue.
Jase no había vuelto a irritarse ante las continuas interrupciones de Fal desde la primera vez en que ésta le regaló una flor cogida en la cima de una montaña.
—El Mundo de Schar cuenta con una pequeña base, al igual que ocurre en casi todos los Planetas de los Muertos —siguió diciendo—. Como de costumbre, el personal procede de alguna pequeña sociedad no dinámica nominalmente neutral de cierta madurez galáctica…
—El Cambiante —le interrumpió Fal hablando muy despacio, como si por fin hubiera encontrado la respuesta a un enigma que la había estado obsesionando durante horas y que debía haber sido muy fácil de resolver. Alzó los ojos hacia el entramado cubierto de flores y contempló el cielo azul que había más allá. Unas nubéculas blancas avanzaban muy despacio hacia el horizonte. Sus ojos volvieron a posarse en la unidad—. Tengo razón, ¿verdad? Ese Cambiante que…, y esa agente especial de Circunstancias, Balveda, y el sitio donde tienes que haber entrado en plena senilidad para gobernar… Los de la base del Mundo de Schar son Cambiantes y ese tipo… —Se quedó callada y frunció el ceño—. Pero creía que había muerto.
—Ahora no estamos tan seguros. El último mensaje de la UGC Energía nerviosa parecía indicar que quizá hubiera logrado escapar.
—¿Qué ha sido de la UGC?
—No lo sabemos. Perdimos el contacto con ella mientras intentaba capturar la nave idirana en vez de limitarse a destruirla. Se supone que ambas han dejado de existir.
—Capturarla, ¿eh? —dijo Fal con cierta sorna—. Otra Mente presumida… Pero se trata de eso, ¿verdad? Los idiranos podrían utilizar los servicios de ese tipo… ¿Cómo se llama? ¿Conocemos su nombre?
Bora Horza Gobuchul.
—Y nosotros no disponemos de ningún Cambiante.
—Tenemos una, pero se encuentra al otro extremo de la galaxia en una misión urgente no relacionada con la guerra; haría falta un año para traerla hasta aquí. Además, nunca ha estado en el Mundo de Schar y el aspecto más peligroso de todo el problema es que Bora Horza Gobuchul sí ha estado allí.
—Oh, oh —dijo Fal.
—Además, tenemos informaciones sin confirmar de que la misma flota idirana que interceptó a la nave también intentó seguir a la Mente hasta el Mundo de Schar enviando una pequeña fuerza de desembarco, pero no tuvo éxito. Por lo tanto, el Dra'Azon que se ocupa del Mundo de Schar quizá sospeche algo. Puede que deje pasar a Bora Horza Gobuchul porque ha trabajado antes con el personal de cuidadores del planeta, pero ni tan siquiera él tiene la seguridad de que se le permitirá llegar al planeta. Cualquier otra persona… Realmente, es muy dudoso.
—Naturalmente, ese pobre diablo podría estar muerto.
—Los Cambiantes son notoriamente difíciles de matar y, además, dadas las circunstancias, limitarse a confiar en esa posibilidad no me parece nada prudente.
—Y te preocupa que el Cambiante pueda encontrar a esa preciosa Mente y entregársela a los idiranos.
—Podría ocurrir.
—Suponiendo que ocurriera, Jase… —dijo Fal entrecerrando los ojos e inclinándose hacia la máquina—. ¿Qué más da? ¿Crees que eso cambiaría mucho la situación? ¿Qué ocurriría si los idiranos pudieran echarle mano a esa joven Mente que, y eso lo admito, parece tener tantos recursos?
—Dando por supuesto que vamos a ganar la guerra… —dijo Jase con voz pensativa—. Podría hacer que el proceso durase un puñado de meses más.
—¿Y cuántos meses se supone que alargaría eso el proceso? —preguntó Fal.
—Supongo que entre tres y siete. Depende de a qué especie pertenezca la mano que utilices.
Fal sonrió.
—Y el problema es que la Mente no puede destruirse sin hacer que el Planeta de los Muertos acabe todavía más muerto de lo que ya está… De hecho, si se destruye el planeta quedará convertido en un cinturón de asteroides.
—Exactamente.
—Por lo tanto, es posible que ese diablillo haya cometido un grave error salvándose de la quema. Quizá debería haberse hundido con su nave.
—Eso se llama instinto de supervivencia. —Jase hizo una pausa mientras Fal asentía y siguió hablando—. Está programado en la inmensa mayoría de seres vivos. —Su campo de fuerza acarició la pierna fracturada de la joven en una exhibición más bien melodramática—. Aunque, naturalmente, siempre hay excepciones…
—Sí —dijo Fal, obsequiándole con una mueca que esperaba resultase lo más parecida posible a una sonrisa condescendiente—. Muy gracioso, Jase.
—Captas el problema, ¿verdad?
—Capto el problema —dijo Fal—. Naturalmente, podríamos abrirnos paso hasta el planeta por la fuerza y, si es necesario, podríamos volarlo en pedacitos, y al infierno con los Dra'Azon.
Sonrió.
—Sí —admitió Jase—, y eso nos enemistaría con un poder cuya nebulosa y desconocida magnitud es exactamente igual a la extensión de su inmensidad, lo que pondría en peligro todo el desenlace de la guerra. También podríamos rendirnos a los idiranos, pero dudo mucho de que optemos por esa solución.
—Bueno, ya que estamos tomando en consideración todas las opciones posibles…
Fal se rió.
—Oh, sí.
—De acuerdo, Jase, si eso es todo… Deja que piense en el problema durante un tiempo —dijo Fal 'Ngeestra, irguiéndose en el banco y estirándose con un bostezo—. Parece interesante. —Meneó la cabeza—. Pero se trata de un problema cuya solución está en manos de los dioses, ¿no te parece? Tenme informada de todo lo que te parezca relevante o relacionado con el problema… Cualquier cosa, sea lo que sea. Me gustaría concentrarme en esta faceta de la guerra durante un tiempo; y quiero toda la información de que dispongamos sobre el Golfo Sombrío… Al menos, toda la que yo pueda absorber. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Jase.
—Hmmm —murmuró Fal, asintiendo distraídamente con los ojos clavados en la nada—. Sí… Todo lo que tenemos sobre esa área… Me refiero al volumen…
Movió la mano en un lento círculo, y en su imaginación el gesto abarcó un cubo cuya arista medía varios millones de años luz.
—Muy bien —dijo Jase.
Se alejó lentamente de la mirada de la chica. Flotó sobre la terraza moviéndose entre los haces de sol y sombra, desplazándose por debajo de las flores hacia el albergue.
La chica se quedó sola en el banco, meciéndose hacia adelante y hacia atrás mientras canturreaba en voz baja, las manos bajo el mentón y los codos encima de las rodillas, con una articulación doblada y la otra recta.
«Aquí estamos —pensó—, matando a los inmortales, faltando muy poco para que nos metamos en los asuntos de algo que casi todas las personas llamarían un dios, y aquí estoy yo, a ochenta mil años luz de distancia, metro más o menos, y se supone que he de pensar cómo salimos de esta ridícula situación. Vaya broma… Maldición. Ojalá me dejaran trabajar como Referenciadora de Campo, allí donde está la acción. Pero no, tengo que estar lejos de todo, tan lejos que hacen falta más de dos años luz sólo para llegar hasta allí. Oh, bueno, qué se le va a hacer…»
Desplazó su peso sobre el banco y se sentó de lado para que su pierna rota descansara sobre la superficie de piedra. Después volvió la cabeza hacia las montañas que brillaban al otro extremo de la llanura. Apoyó el codo en el parapeto de piedra y se sostuvo la cabeza con la mano mientras sus ojos absorbían el panorama.
Se preguntó si realmente harían honor a su promesa de no mantenerla bajo observación cuando practicaba el alpinismo. Fal les creía perfectamente capaces de tener una miniunidad, un microproyectil o algo parecido cerca de ella por si se daba el caso de que le ocurría algo, y una vez ocurrido ese algo —después del accidente, después de que se hubiera caído—, dejarla tirada en la nieve, asustada, sufriendo las punzadas del frío y el dolor sólo para convencerla de que no la vigilaban y para ver qué efecto tenía aquella experiencia sobre ella. Siempre que no corriera ningún auténtico peligro mortal, claro… Después de todo, sabía cómo funcionaban sus Mentes. Si ella estuviese al mando, era justo el tipo de plan que podría haberle pasado por la cabeza.
«Quizá debería limitarme a hacer las maletas y largarme de aquí. Dejarles solos para que se metan su guerra donde les quepa… El problema es que… Todo esto me gusta tanto…»
Contempló una de sus manos, la piel de un marrón dorado bajo el rayo de sol. La abrió y la cerró observando atentamente los dedos. «De tres… a siete…» Pensó en una mano idirana. «Depende…»
Sus ojos recorrieron la llanura surcada de sombras hasta posarse en las montañas y suspiró.