1. Sorpen

El nivel del líquido había llegado a su labio superior. Tenía la cabeza pegada a las piedras que formaban la pared de su celda, pero aun así su nariz apenas quedaba por encima de la superficie. No conseguiría liberarse las manos a tiempo; iba a ahogarse.

Una parte de su mente intentó reconciliarle con la idea de su muerte. Iba a morir en la oscuridad de aquella celda, rodeado por su pestilencia y su calor, con el sudor corriendo por su frente y sobre sus tensos párpados mientras el trance seguía y seguía… Pero había algo más, algo que se negaba a desaparecer, algo inútil y que sólo servía para molestarle, como un insecto invisible zumbando en el silencio de una habitación. Era una frase irrelevante y carente de sentido, una frase tan vieja que ya no recordaba dónde la había oído o leído, y la frase daba vueltas y más vueltas dentro de su cabeza como una canica girando dentro de un recipiente:


«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios de los familiares más próximos al nuevo Rey Anual ahogándolos en las lágrimas del Empatauro Continental durante su Estación de la Tristeza.»


Poco después de que comenzara su ordalía el trance aún no había llegado a ser tan profundo, y hubo un momento en el que se preguntó qué sucedería si vomitaba. Ocurrió cuando las cocinas del palacio —unos quince o dieciséis pisos por encima de su cabeza, si sus cálculos eran correctos—, enviaron sus desperdicios por la sinuosa red de cañerías y conductos que terminaban en el recinto de la alcantarilla. El torrente de líquido gorgoteante había dejado libre un poco de comida podrida que debía de llevar allí desde la última vez en que algún pobre desgraciado se ahogó entre la basura y los excrementos, y fue entonces cuando tuvo la sensación de que podía acabar vomitando. Comprender que eso no alteraría en nada el momento de su muerte casi le resultó consolador.

Después sucumbió a ese estado de nerviosa frivolidad que aflige en algunas ocasiones a los que se encuentran atrapados por una amenaza letal y no pueden hacer nada salvo esperar, y se preguntó si el llorar aceleraría su muerte. En teoría sí, aunque en términos prácticos la cantidad de líquido representada por las lágrimas era totalmente irrelevante; pero ése fue el momento en que la frase empezó a dar vueltas por su cabeza.


«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios…»


El líquido que podía oler, sentir y oír con una claridad excesiva —y que probablemente también habría podido ver con esos ojos suyos que distaban tanto de ser corrientes, suponiendo que los hubiera tenido abiertos—, se agitó y entró en contacto con la base de su nariz. Sintió como se introducía por sus fosas nasales, llenándolas con una pestilencia que le revolvió el estómago. Pero meneó la cabeza, intentó conseguir que su cráneo quedara todavía más pegado a las piedras y aquella sopa repugnante se alejó. Expulsó el aire por la nariz y sintió que podía volver a respirar.

Ya no faltaba mucho. Volvió a examinar sus muñecas, pero era inútil. Necesitaría otra hora o más, y sólo disponía de minutos, suponiendo que tuviera suerte.

Y, de todas formas, el trance ya había empezado a disiparse. Estaba volviendo a lo que era la conciencia casi total, como si su cerebro quisiera saborear plenamente el momento de su muerte y su propia extinción. Intentó pensar en algo profundo o ver cómo su vida pasaba velozmente ante sus ojos, o recordar repentinamente algún viejo amor, una profecía o premonición olvidada desde hacía mucho tiempo; pero no había nada, sólo una frase hueca y desprovista de significado, y las sensaciones lógicas de alguien que se está ahogando en la basura y los excrementos de otras personas.

«Viejos bastardos», pensó. Uno de sus pocos rasgos de originalidad o humor había sido el planear una forma elegante e irónica de morir. Oh, sí, qué adecuado debía parecerles mientras arrastraban sus cuerpos decrépitos hasta las letrinas de la sala de banquetes para, literalmente, defecar sobre todos sus enemigos y matarles con ese acto.

La presión del aire estaba aumentando y un distante rugido líquido le indicó que se aproximaba otra oleada procedente de las alturas. «Viejos bastardos… Bueno, espero que al menos hayas mantenido tu promesa, Balveda.»

«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios…», pensó una parte de su cerebro mientras las cañerías del techo borboteaban y un chorro de basura y excrementos caía sobre la masa de líquido caliente que casi llenaba la celda. La ola pasó por encima de su rostro y retrocedió dejándole la nariz libre durante un segundo, con lo que le proporcionó el tiempo suficiente para llenarse los pulmones de aire. Después el líquido fue subiendo lentamente de nivel hasta volver a rozarle la base de la nariz, y se quedó allí.

Contuvo el aliento.


* * *

Cuando le colgaron al principio sintió dolor. Sus manos atadas y recubiertas por tensas bolsas de cuero quedaban justo encima de su cabeza. Estaban sujetas por gruesos aros de hierro incrustados en las paredes de la celda que soportaban todo su peso. Le habían atado los pies, dejándolos colgar en el interior de un tubo de hierro también unido a la pared, lo que le impedía descargar su peso sobre los pies o las rodillas y, al mismo tiempo, hacía que sólo pudiera mover las piernas un palmo en cualquier dirección. El tubo terminaba justo por encima de sus rodillas; encima de él sólo había un viejo taparrabos manchado que cubría la mugrienta desnudez de su cuerpo senil.

Eliminó el dolor procedente de sus muñecas y sus hombros antes de que los cuatro corpulentos centinelas —dos de ellos subidos en escaleras—, hubieran terminado de colocarle en aquella posición. Aun así, podía sentir una especie de cosquilleo en su nuca, la indicación de que debería estar sufriendo algún dolor. El lento ascenso del líquido pestilente que caía en su celda-alcantarilla había hecho flotar su cuerpo, y la sensación fue disminuyendo gradualmente hasta desaparecer.

Empezó a sumirse en el trance apenas se hubieron marchado los centinelas, aun sabiendo que probablemente no le serviría de nada. Su soledad no duró mucho. La puerta de la celda volvió a abrirse cuando sólo habían transcurrido unos minutos, la luz del pasillo hizo retroceder la oscuridad y un centinela dejó caer una pasarela metálica sobre las húmedas losas que formaban el suelo de la celda. Detuvo el trance del Cambio y giró la cabeza tensando el cuello para ver a su visitante.

La marchita y encorvada silueta de Amahain Frolk, ministro de seguridad de la Gerontocracia de Solpen, entró en la celda empuñando un báculo que emitía una fría claridad azulada. El anciano le sonrió, asintió con expresión aprobadora y se volvió hacia el pasillo. Alzó una mano flaca y pálida y le hizo señas de que entrase a alguien que estaba fuera de la celda. El prisionero supuso que debía de ser Balveda, agente de la Cultura y, en efecto, era ella. Los pies de la mujer se movieron con agilidad sobre la pasarela metálica, su cabeza giró lentamente para contemplar lo que la rodeaba y sus ojos acabaron posándose en la silueta suspendida de la pared. El prisionero sonrió y movió la cabeza en un intento de saludarla, sintiendo como sus orejas rozaban la desnudez de sus brazos.

—¡Balveda! Tenía la corazonada de que volveríamos a encontrarnos… ¿Has venido para ver al anfitrión de la fiesta?

Se obligó a sonreír. Oficialmente, aquél era su banquete; era el anfitrión. Otra de las pequeñas bromas de la Gerontocracia… Esperaba que su voz no contuviera ninguna huella de miedo.

Perosteck Balveda, agente de la Cultura, le sacaba toda una cabeza de ventaja al anciano que estaba en pie junto a ella, y seguía siendo asombrosamente bella incluso bajo la pálida claridad azulada del báculo. El prisionero vio como meneaba lentamente su hermoso y delicado cráneo. Su corta cabellera negra cubría su cabeza igual que una sombra.

—No —dijo—. No quería verte ni despedirme de ti.

—Tú me has traído aquí, Balveda —dijo el prisionero en voz baja.

—Sí, y es aquí donde debes estar —dijo Amahain-Frolk, avanzando por la pasarela todo cuanto pudo sin perder el equilibrio y verse obligado a pisar las húmedas losas del suelo—. Yo quería torturarte antes, pero la señorita Balveda aquí presente… —el ministro volvió la cabeza hacia la mujer y su voz aguda y estridente creó ecos en la celda—, intercedió por ti, aunque sólo Dios sabe qué razones puede tener para ello. Pero no cabe duda de que éste es el sitio donde debes estar, asesino.

Alzó el báculo y lo blandió ante el hombre casi desnudo que colgaba de la sucia pared de la celda.

Balveda se contempló los pies, apenas visibles bajo el extremo de la larga túnica gris que cubría su cuerpo. La luz del pasillo se reflejaba en el pendiente circular suspendido de una cadena que llevaba alrededor del cuello y lo hacía brillar. Amahain-Frolk retrocedió hasta quedar detrás de ella, alzó el báculo luminoso y contempló al prisionero con los ojos entrecerrados.

—¿Sabes una cosa? Incluso ahora… Casi podría jurar que es Egratin quien está colgado de la pared. Apenas… —Meneó su flaca y huesuda cabeza—. Apenas si puedo creer que no es él. Al menos, no hasta que abre la boca… ¡Dios mío, estos Cambiantes son unas criaturas peligrosas y aterradoras!

Se volvió hacia Balveda. La agente se pasó la mano por la nuca alisándose el cabello y bajó los ojos hacia el anciano.

—También son un pueblo antiguo y orgulloso, Ministro, y quedan muy pocos de ellos. ¿Puedo pedirle un poco más de tiempo? Por favor… Déjele vivir. Quizá…

El Gerontócrata alzó una mano flaca y nudosa ante ella y su rostro se retorció en una mueca.

—¡No! Señorita Balveda, haría bien olvidándose de todo el asunto. No siga pidiendo clemencia para este…, este asesino, este espía cobarde y traicionero. ¿Acaso cree que podemos tomarnos a la ligera el que asesinara a uno de nuestros ministros de Ultramundo y adoptara su personalidad? ¿Qué daños podría haber causado esta.., esta criatura? ¡Vaya, pero si cuando la arrestamos dos de nuestros guardias murieron a causa de unos meros arañazos! ¡Y otro ha quedado ciego de por vida después de que este monstruo le escupiera en los ojos! Bien, no importa… —Amahain-Frolk contempló al hombre encadenado a la pared y sonrió despectivamente—. Ya le hemos dejado sin dientes para herir, y tiene las manos encadenadas para que no pueda arañarse. —Se volvió nuevamente hacia Balveda—. ¿Dice que ya quedan muy pocos de ellos? Pues yo digo que es una suerte, y digo que pronto habrá uno menos. —El anciano entrecerró los ojos y contempló a la mujer—. Le agradecemos que nos revelara la auténtica identidad de este suplantador y asesino, pero no crea que eso le otorga el derecho a decirnos lo que debemos hacer. Algunos Gerontócratas no quieren tener ni la más mínima relación con ninguna influencia exterior, y sus voces se hacen más fuertes a medida que la guerra se aproxima a nosotros. No creo que le convenga indisponerse con aquellos que apoyamos su causa.

Balveda frunció los labios, volvió a clavar los ojos en sus pies y cruzó sus delgadas manos a su espalda. Amahain-Frolk se había encarado con el hombre que colgaba de la pared y estaba agitando su báculo ante él mientras hablaba.

—¡Pronto habrás muerto, impostor, y los planes de tus amos para dominar nuestro pacífico sistema morirán contigo! El mismo destino aguarda a cualquiera que pretenda invadirnos. Nosotros y la Cultura somos…

El prisionero meneó la cabeza todo cuanto pudo y le interrumpió con un rugido.

—¡Frolk, eres un idiota! —El anciano se encogió sobre sí mismo como si hubiera recibido un golpe físico. El Cambiante siguió hablando—. ¿No te das cuenta de que acabaréis siendo conquistados? Probablemente serán los idiranos, pero si no son ellos será la Cultura. Ya no controláis vuestros destinos; la guerra ha puesto fin a todo eso. Este sector no tardará en ser una parte más del frente…, a menos que lo convirtáis en una parte de la esfera idirana. Me enviaron para deciros aquello que ya deberíais saber, no para que os engañara y os hiciera cometer actos que luego lamentaríais. Por el amor de Dios, viejo, los idiranos no se os comerán crudos…

—¡Ja! ¡Pues por su aspecto nadie lo diría! Monstruos con tres pies; invasores, asesinos, infieles… ¿Y quieres que nos unamos a ellos? ¿Quieres que nos aliemos con monstruos que miden tres zancadas de alto? ¿Quieres que nos arrastremos bajo sus pezuñas y que adoremos a esos falsos dioses suyos?

—Al menos ellos tienen un Dios, Frolk. La Cultura ni tan siquiera tiene eso. —El esfuerzo de concentración que le exigía el hablar estaba haciendo que volviera a notar el dolor de sus brazos. Cambió de posición todo cuanto pudo y volvió a bajar los ojos hacia el ministro—. Al menos ellos piensan igual que vosotros. La Cultura no.

—Oh, no, amigo mío, oh, no. —Amahain-Frolk alzó una mano y meneó la cabeza—. No creas que te será tan fácil sembrar las semillas de la discordia.

—Dios mío… Viejo estúpido. —El prisionero se rió—. ¿Quieres saber quién es el auténtico representante de la Cultura en este planeta? No es ella. —Señaló a la mujer con la cabeza—. Es la rebañadera automática de carne que la sigue a todas partes, ese proyectil cuchillo suyo… Puede que ella tome las decisiones y el proyectil quizá haga lo que ella le dice, pero esa cosa es el auténtico emisario. Eso es lo único que interesa a la Cultura: las máquinas. Crees que el que Balveda tenga dos piernas y la piel suave hace que debáis poneros de su lado, pero en esta guerra sólo hay un bando que esté de parte de la vida, y es el de los idiranos y sus aliados…

—Bueno, pronto habrás muerto y podrás dejar de preocuparte por qué bando defiende la causa de la vida. —El Gerontócrata lanzó un bufido y miró a Balveda, quien estaba contemplando al hombre encadenado a la pared con el ceño fruncido—. Salgamos de aquí, señorita Balveda —dijo Amahain-Frolk, dándose la vuelta y cogiendo a la mujer por el brazo para guiarla hacia el pasillo—. La presencia de esta…, esta cosa me resulta todavía más pestilente que la celda.

Y entonces Balveda alzó los ojos hacia él ignorando al diminuto ministro que intentaba llevarla hacia la puerta. Clavó los ojos en el prisionero como si intentara atravesarle con la límpida negrura de sus ojos y extendió los brazos a los costados.

—Lo lamento —le dijo.

—Lo creas o no, yo también lo lamento —replicó él asintiendo con la cabeza—. Pero prométeme una cosa, Balveda. Prométeme que esta noche comerás y beberás poco… Me gustaría pensar que allí arriba hay una persona que está de mi parte y que esa persona quizá sea mi peor enemigo.

Había tenido la intención de que sus palabras sonaran como un desafío irónico, pero cuando las pronunció se dio cuenta de que en ellas no había nada salvo amargura. Apartó los ojos del rostro de la mujer.

—Lo prometo —dijo Balveda.

Se dejó llevar hasta la puerta y la pálida luz azulada se fue alejando del húmedo recinto de la celda, haciéndose cada vez más débil. Balveda se detuvo en el umbral. El prisionero podía verla si estiraba el cuello al máximo. Se dio cuenta de que el proyectil cuchillo también estaba allí: probablemente había estado todo el tiempo dentro de la celda, pero no había visto su reluciente y esbelto cuerpo flotando en la oscuridad. El proyectil cuchillo se movió y el prisionero clavó la mirada en los oscuros ojos de Balveda.

Durante un segundo pensó que Balveda le había dado instrucciones de que le matase deprisa y en silencio mientras su cuerpo se interponía entre él y Amahain-Frolk, y su corazón latió con más fuerza. Pero la máquina diminuta se limitó a pasar junto al rostro de Balveda y desapareció en el pasillo. Balveda alzó una mano en un gesto de adiós.

—Adiós, Bora Horza Gobuchul —dijo.

Se dio la vuelta rápidamente, bajó de la pasarela y salió de la celda. El centinela tiró de la pasarela hasta hacerla desaparecer y la puerta se cerró acompañada por el roce de las pestañas de goma sobre las losas mugrientas. Los sellos internos entraron en funcionamiento con un siseo haciendo que la puerta se convirtiera en un panel hermético que no dejaría escapar ni una sola gota de líquido. El prisionero se quedó inmóvil y contempló el suelo invisible durante un momento antes de volver al trance que Cambiaría sus muñecas, adelgazándolas lo suficiente para que pudiese escapar. Pero algo oculto en la extraña solemnidad con que Balveda pronunció su nombre, como si lo articulara por última vez, había hecho que un inmenso peso invisible le aplastara las entrañas y, en el caso de que no lo hubiera sabido antes, entonces supo que no habría escapatoria.


* * *

«…ahogándolos en las lágrimas…»

¡Sus pulmones estaban a punto de reventar! Su boca temblaba espasmódicamente, su garganta casi había sucumbido a las náuseas y tenía las orejas llenas de líquido pestilente, pero aun así pudo oír un terrible rugido y vio luces en la negrura. Los músculos de su estómago estaban tensándose y relajándose, y tuvo que apretar las mandíbulas para impedir que su boca se abriese buscando el aire que no estaba allí. Ahora. No… Ahora tenía que rendirse. Todavía no… Sí, ahora seguramente sí.

Ahora, ahora, ahora, en cualquier segundo; tenia que rendirse a ese horrendo vacío negro que había en su interior… Tenía que respirar… ¡Ahora!

Y antes de que pudiera abrir la boca algo aplastó su cuerpo contra la pared haciendo que las piedras se clavaran en su carne como si un puño de hierro gigantesco le hubiera golpeado. Dejó escapar el aire rancio que había estado conteniendo dentro de sus pulmones en una sola exhalación convulsiva. Su cuerpo se había enfriado repentinamente, y todas las partes de él que se hallaban en contacto con la pared palpitaban de dolor. Al parecer la muerte era peso, dolor, frío… y demasiada luz…

Alzó la cabeza. Vio la luz y lanzó un gemido. Intentó distinguir algo, intentó aguzar el oído. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué respiraba? ¿Por qué volvía a pesar tanto? Su cuerpo intentaba arrancarle los brazos de los hombros; la carne de sus muñecas se había desgarrado hasta casi mostrar el hueso. ¿Quién le había hecho todo esto?

La pared de enfrente se había convertido en un inmenso agujero de contornos irregulares cuya parte inferior se extendía por debajo del suelo de la celda. Los excrementos y la basura habían huido por aquel agujero. Los últimos riachuelos de líquido pestilente se deslizaron con un siseo sobre los bordes calientes del agujero produciendo vapores que se enroscaron alrededor de la silueta que impedía el paso del aire y de casi toda la luz procedente del exterior de Sorpen. La silueta medía tres metros de alto y guardaba un vago parecido con una pequeña nave espacial blindada sostenida por un trípode de patas muy gruesas. Su casco parecía lo bastante grande para contener tres cabezas humanas puestas en fila. Una de sus gigantescas manos sostenía casi despreocupadamente un cañón de plasma tan pesado que Horza habría necesitado las dos manos sólo para levantarlo; la otra mano de la criatura sostenía un arma algo más grande. Detrás de ella había una plataforma artillera idirana iluminada por el resplandor de las explosiones. Estaba acercándose al agujero, y Horza pudo sentir las vibraciones a través del hierro y la piedra a los que estaba encadenado. Alzó la cabeza para saludar al gigante inmóvil en el centro de la brecha y trató de sonreír.

—Bueno… —graznó. Su voz se convirtió en un balbuceo y tuvo que escupir—. Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?

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