11. El Sistema de Mando: Estaciones

Alguien le estaba sacudiendo suavemente para despertarle.

Vamos, despierta. Venga, venga, despierta… Vamos, es hora de levantarse…

Reconoció la voz. Era Xoralundra. El viejo idirano estaba intentando despertarle. Fingió que seguía dormido.

Sé que estás despierto. Venga, ya es hora de levantarse.

Abrió los ojos con una falsa mueca de cansancio. Xoralundra estaba allí, en una habitación circular azul provista de muchos divanes que ocupaban las pequeñas alcobas esparcidas alrededor de las paredes. Alzó la cabeza y vio un cielo blanco con nubes negras. La habitación estaba brillantemente iluminada. Se protegió los ojos con una mano y miró al idirano.

¿Qué ha sido del Sistema de Mando? preguntó, recorriendo la habitación circular de paredes azules con la vista.

Ese sueño ha terminado. Lo has hecho estupendamente y se te ha concedido la nota máxima. Tanto la Academia como yo estamos muy contentos de ti.

No pudo evitar el sentirse complacido. Un halo cálido pareció envolver su cuerpo, y no pudo impedir que sus labios se fueran curvando en una sonrisa.

Gracias dijo. El Querl asintió.

Tu interpretación de Hora Horza Gobuchul fue soberbia dijo Xoralundra con su vozarrón de trueno. Ahora deberías tomarte un poco de tiempo libre. Ve a divertirte con Gierashell.

Cuando Xoralundra pronunció esas palabras estaba bajando los pies de la cama y se preparaba para ponerlos en el suelo. Se volvió hacia el viejo Querl y le sonrió.

¿Con quién?

Se rió.

Con tu amiga Gierashell dijo el idirano.

Querrás decir Kierachell.

Se rió y meneó la cabeza. ¡Xoralundra debía estar haciéndose viejo!

No, quiero decir Gierashell insistió fríamente el idirano, dando un paso hacia atrás y contemplándole con extrañeza. ¿Quién es Kierachell?

¿Quieres decir que no lo sabes? Pero ¿cómo es posible que no sepas pronunciar bien su nombre? exclamó.

El error cometido por el Querl hizo que volviera a menear la cabeza. ¿O sería parte de alguna otra prueba?

Un momento dijo Xoralundra. Contempló algo que tenía en la mano, un objeto que proyectaba luces multicolores sobre su rostro. Después se llevó la otra mano a la boca y se volvió hacia él con una expresión de sorpresa y perplejidad en el rostro. ¡Oh, lo siento!

Se inclinó sobre él y volvió a empujarle hacia la…


* * *

Se irguió de golpe. Algo zumbaba en su oreja.

Se echó lentamente hacia atrás mientras observaba la textura granulosa de la oscuridad para averiguar si alguien más había despertado, pero todas las siluetas seguían inmóviles. Pulsó un botón ordenando a la alarma del sensor remoto que se desconectara. El zumbido se desvaneció. Unaha-Closp era visible en lo alto de la estructura de acceso al tren.

Horza subió el visor de su casco y se limpió el sudor de la frente y las cejas. Estaba seguro de que la unidad le había visto despertar. Se preguntó qué estaría pensando y qué opinaría de él. ¿Podría ver lo bastante bien para darse cuenta de que había sufrido una pesadilla? ¿Sería capaz de ver su rostro más allá del visor, de captar los leves movimientos que agitaban su cuerpo mientras su cerebro iba construyendo imágenes con los restos de todos los días que había vivido? Podía opacar el visor; podía hacer que el traje se expandiera y tensar las articulaciones dejándolas rígidas…

Pensó en el aspecto que debía tener para Unaha-Closp. Un pequeño objeto blando y desnudo que se retorcía dentro de aquel duro capullo de metal y plástico, convulsionándose a causa de las ilusiones que le dominaban durante su coma…

Decidió seguir despierto hasta que los demás empezaran a moverse.


* * *

La noche llegó a su fin, y la Compañía Libre despertó para enfrentarse de nuevo con la oscuridad y el laberinto. La unidad no dijo si le había visto despertar durante la noche, y Horza no se lo preguntó. Se mostró falsamente alegre y jovial, rió y dio palmaditas en la espalda de los demás, diciéndoles que hoy llegarían a la estación siete y que una vez allí podrían activar los sistemas de iluminación y hacer funcionar los tubos de tránsito.

—¿Sabes una cosa, Wubslin? —exclamó, contemplando al ingeniero con una sonrisa en los labios. Wubslin estaba frotándose los ojos—. Intentaremos poner en marcha uno de esos trenes. Sólo para divertirnos un poco y ver cómo funcionan… ¿Qué te parece?

—Bueno… —Wubslin bostezó—. Si tú crees que no será peligroso, entonces…

—¿Por qué no? —dijo Horza extendiendo los brazos—. Creo que el Señor Corrección lo ha dejado todo en nuestras manos. Tengo la impresión de que ha decidido hacer la vista gorda hasta que todo esto haya acabado. Pondremos en marcha uno de esos supertrenes, ¿de acuerdo?

Wubslin se estiró, sonrió y asintió con la cabeza.

—Bueno, sí… Creo que es una idea magnífica.

Horza le obsequió con una gran sonrisa, le guiñó el ojo y fue a soltar a Balveda. «Es como abrir la jaula de un animal salvaje», pensó mientras apartaba el enorme tambor de cable que había usado para bloquear la puerta. Casi esperaba descubrir que Balveda había desaparecido, que había logrado liberarse milagrosamente de sus ataduras y había salido del almacén sin abrir la puerta; pero cuando asomó la cabeza por el umbral vio que estaba allí. La agente de la Cultura yacía tranquilamente envuelta en sus ropas de abrigo. El arnés de sujeción había dejado señales sobre la piel de la chaqueta, y la estructura metálica seguía unida a la pared, tal y como la había dejado Horza.

—¡Buenos días, Perosteck! —dijo Horza con voz jovial.

—Horza —dijo la mujer con cara de mal humor, irguiéndose lentamente mientras flexionaba los hombros y arqueaba el cuello—, veinte años viviendo con mi madre, un montón de años que me gustaría olvidar como joven alocada disfrutando de todos los placeres que la Cultura ha llegado a producir a lo largo de su existencia, uno o dos de madurez, diecisiete en Contacto y cuatro en Circunstancias Especiales no han conseguido hacer de mí una persona con la que sea fácil llevarse bien, y tampoco me han enseñado a saltar de la cama alegremente por las mañanas. Supongo que no se te habrá ocurrido traerme un poco de agua, ¿verdad? He dormido demasiado rato, no estaba nada cómoda, hace frío y todo está oscuro, he tenido pesadillas que creí eran realmente horribles hasta que despertaba y me acordaba de la realidad y… Hace un momento he dicho algo de agua, ¿me has oído? ¿O es que ni tan siquiera puedo beber un poco de agua?

—Iré a buscarte algo de agua —dijo Horza. Fue hacia la puerta y se detuvo junto al umbral—. Por cierto, tienes toda la razón. Por las mañanas resultas realmente insoportable.

Balveda meneó la cabeza en la oscuridad. Se metió un dedo en la boca y lo pasó por un lado de ésta, como si estuviera dándose masaje en las encías o intentando limpiarse los dientes. Después se quedó inmóvil con la cabeza entre las rodillas, contemplando el vacío negro azabache del frío suelo de roca fundida que había bajo ella, preguntándose si éste sería el día de su muerte.


* * *

Estaban en una inmensa estancia semicircular tallada en la roca contemplando el oscuro espacio de la zona de mantenimiento y reparaciones de la estación cuatro. La caverna medía trescientos metros cuadrados o quizá un poco más, y desde la galería en la que se hallaban hasta el suelo cubierto de equipo y maquinaría de aquella inmensa caverna había una distancia de treinta metros en línea vertical.

Enormes grúas capaces de levantar y sostener en el aire todo un tren del Sistema de Mando colgaban del techo sobre sus cabezas a otros treinta metros de distancia por entre la penumbra. Una pasarela emergía de la caverna hasta llegar a una galería en el otro lado, dividiendo en dos mitades la oscura masa de la caverna.

Estaban listos para moverse. Horza dio la orden.

Wubslin y Neisin activaron sus unidades antigravitatorias y se dirigieron hacia los pequeños túneles secundarios que llevaban al túnel principal del Sistema de Mando y el tubo de tránsito, respectivamente. Una vez dentro de los túneles se mantendrían a la altura del grupo principal. Horza activó la unidad antigravitatoria de su traje, quedó suspendido a un metro escaso del suelo y fue por un túnel que se originaba en la galería donde se encontraban. Después fue avanzando lentamente por entre la oscuridad con rumbo hacia la estación cinco, que se hallaba a treinta kilómetros de distancia. El resto le seguiría flotando sobre el suelo gracias a sus unidades antigravitatorias. Balveda compartiría la plancha con el equipo que habían traído consigo.

Cuando vio a Balveda sentada sobre la plancha, Horza sonrió. La imagen le hizo acordarse de Fwi-Song sentado sobre su litera en aquella espaciosa playa, con la luz del sol que caía sobre un lugar ahora desaparecido. La comparación le pareció maravillosamente absurda.

Horza siguió flotando a lo largo del túnel, deteniéndose para inspeccionar los tubos laterales a medida que iban apareciendo y poniéndose en contacto con los demás cada vez que inspeccionaba uno. Los sentidos mecánicos de su traje estaban ajustados al máximo de potencia disponible. Cualquier emisión luminosa, el más leve ruido, la alteración del movimiento del aire, incluso las vibraciones transmitidas por la roca que le rodeaba… Todo era captado y analizado. Los olores que se salieran de lo normal también eran captados por el traje, así como la energía que se desplazara por los cables enterrados en las paredes del túnel o cualquier clase de transmisión mediante ondas.

Horza pensó en si sería conveniente mandar señales a los idiranos mientras avanzaba, pero acabó decidiendo no hacerlo. Había enviado una señal de muy corta duración desde la estación cuatro sin recibir ninguna contestación, pero si (tal y como sospechaba) los idiranos no estaban de humor para escucharle; enviar más señales mientras se desplazaba sería demasiado peligroso.

Avanzó a través de la oscuridad como si estuviera sentado en un asiento invisible con el SAERC acunado en sus brazos. Podía oír los latidos de su corazón, el sonido de su aliento y el leve deslizarse de aquella atmósfera fría y un tanto estancada alrededor de su traje. Los sensores captaban un vago telón de fondo de radiación emitida por el granito que le rodeaba, puntuado ocasionalmente por algún que otro rayo cósmico. El visor de su casco le ofrecía una fantasmagórica imagen radar de los túneles a medida que iban serpenteando y extendiéndose por entre la roca.

Había tramos donde el túnel era totalmente recto. Si se daba la vuelta podía ver al grupo principal siguiéndole a medio kilómetro de distancia. En otros lugares el túnel describía una serie de curvas muy pronunciadas, con lo que la imagen proporcionada por el haz del radar quedaba limitada a doscientos metros o menos, y Horza tenía la impresión de estar flotando en aquella negrura gélida.


* * *

Cuando llegaron a la estación cinco se encontraron con un campo de batalla.

Su traje había captado olores extraños. Ésa había sido la primera señal: moléculas orgánicas carbonizadas flotando en el aire. Horza ordenó a los demás que se detuvieran y avanzó lo más cautelosamente posible.

Cuatro medjels muertos yacían junto a una pared de la oscura caverna. Sus cuerpos quemados y desmembrados recordaban el agrupamiento de cadáveres helados de los Cambiantes que había encontrado en la base de superficie. Símbolos religiosos idiranos trazados con láser cubrían las paredes por encima de los cadáveres.

Aquel lugar había sido escenario de un encarnizado tiroteo. Las paredes de la estación estaban repletas de pequeños cráteres y largas cicatrices dejadas por los láseres. Horza encontró los restos de un rifle láser con un trocito de metal incrustado en la culata. Los cuerpos de los medjels habían sido destrozados por centenares de aquellos minúsculos proyectiles metálicos.

Fue al otro extremo de la estación, hasta los restos de una rampa de acceso medio demolida, y encontró las piezas y componentes dispersos de una máquina bastante tosca que parecía haber sido montada a toda prisa, una especie de cañón sobre ruedas que hacía pensar en un vehículo blindado miniatura. Su maltrecha tórrela seguía conteniendo cierta cantidad de municiones, y aquella ruina destrozada por las llamas estaba rodeada de pequeños proyectiles metálicos. Horza cogió algunos de aquellos proyectiles no utilizados, los sopesó en la palma de la mano y contempló el vehículo destrozado con los labios curvados en una débil sonrisa.


* * *

—¿La Mente? —exclamó Wubslin contemplando los restos del pequeño vehículo—. ¿La Mente fabricó este trasto?

Se rascó la cabeza.

—Tiene que haber sido ella —dijo Horza, observando cómo Yalson empujaba cautelosamente un fragmento metálico con la puntera de su bota. Su arma estaba lista para disparar—. Aquí abajo no había nada remotamente parecido a esto, pero no habría costado mucho fabricarlo en uno de los talleres. Parte de la vieja maquinaria sigue siendo capaz de funcionar. Resultaría bastante difícil, desde luego, pero si la Mente conserva algunos campos y puede que una o dos unidades móviles…, podría hacerlo. Desde luego, ha tenido tiempo más que suficiente para ello.

—Bastante tosco —dijo Wubslin, dando vueltas a una pieza del mecanismo que hacía funcionar el cañón en la palma de su mano—. Pero no cabe duda de que ha sido lo bastante eficaz —añadió contemplando los cuerpos de los medjels.

—Según mis cálculos, ya no quedan más medjels —dijo Horza.

—Aún quedan dos idiranos —dijo Yalson con voz irritada.

Su pie golpeó una ruedecilla de goma, que rodó un par de metros sobre los escombros y acabó deteniéndose junto a Neisin, quien estaba celebrando el descubrimiento de los medjels muertos con un trago de su petaca.

—¿Estás seguro de que esos idiranos no siguen por aquí? —preguntó Aviger mirando a su alrededor con cara de preocupación.

Dorolow también estaba inspeccionando la oscuridad que les rodeaba, y Horza vio como hacía el Signo de la Llama.

—Sí, estoy seguro —dijo Horza—. Lo he registrado todo.

La estación cinco no había sido muy difícil de registrar. Era una estación corriente, con unos cuantos compartimentos, una interrupción del doble trazado del Sistema de Mando y un sitio para que los trenes se detuvieran y pudieran ponerse en conexión con los equipos de comunicación que transmitían señales a la superficie del planeta. Había unos cuantos almacenes y habitaciones junto a la caverna principal, pero no había equipo para transmitir o acumular energía y la estación carecía de salas de control o una gran zona de mantenimiento y reparaciones. Las señales visibles en el polvo indicaban el punto donde los idiranos se habían alejado de la estación después de la batalla con el tosco autómata de la Mente. Estaba claro que iban hacia la estación seis.

—¿Crees que habrá un tren en la siguiente estación? —preguntó Wubslin.

Horza asintió.

—Tendría que haber uno.

El ingeniero asintió y contempló con rostro inexpresivo el doble trazado de raíles de acero que relucía sobre el suelo de la estación.

Balveda bajó de la plancha y estiró las piernas. Horza seguía teniendo activado el sensor infrarrojo del traje, y vio como el aliento de la agente de la Cultura emergía de su boca formando una nubécula cálida que brillaba débilmente. Balveda dio unas cuantas palmadas y golpeó el suelo con los pies.

—Sigue haciendo bastante frío, ¿no? —dijo Balveda.

—No te preocupes —gruñó la unidad desde debajo de la plancha—. Puede que este lugar pronto empiece a estar excesivamente caldeado. Eso debería hacer que os sintáis cómodos hasta que yo empiece a derretirme.

Balveda sonrió y volvió a sentarse sobre la plancha.

—¿Sigues pensando que podrás convencer a tus amigos trípedos de que todos estáis en el mismo bando? —preguntó volviéndose hacia el Cambiante.

—¡Ja! —exclamó la unidad.

—Ya veremos —se limitó a decir Horza.


* * *

Y, una vez más, el ruido de su aliento, los latidos de su corazón, la lenta caricia de la atmósfera estancada…

Los túneles se adentraban en la noche de aquella vieja roca como si fueran un insidioso laberinto circular.

—La guerra no terminará con la victoria de un bando —dijo Aviger—. No, la guerra sólo acabará cuando no quede nadie que pueda seguir luchando, ya lo veréis.

Horza flotaba por el túnel escuchando distraídamente lo que decían los demás por el canal general mientras le seguían. Había sintonizado los micrófonos externos de los altavoces del casco para que dieran señal en una pantallita situada cerca de su mejilla. De momento la pantalla no se había activado.

—No creo que la Cultura vaya a rendirse como afirma todo el mundo —siguió diciendo Aviger—. Los idiranos tampoco se rendirán nunca. Seguirán luchando hasta el último miembro de su raza, y ellos y la Cultura seguirán matándose los unos a los otros hasta que las hostilidades se extiendan a toda la galaxia, y sus armas, bombas, rayos y demás cacharros irán siendo cada vez más eficientes y terribles, y al final la galaxia entera se convertirá en un campo de batalla. No pararán hasta haber hecho volar en pedazos todas las estrellas, planetas y Orbitales, y todo lo que sea bastante grande para que puedas vivir encima, y luego cada bando destruirá todas las naves grandes del otro, y luego destruirán todas las naves pequeñas, y al final todo el mundo acabará viviendo dentro de trajes individuales, y seguirán atacándose los unos a los otros con armas capaces de aniquilar planetas…, y así acabará todo. Probablemente inventarán armas o unidades todavía más pequeñas, y al final sólo habrá máquinas cada vez más y más diminutas luchando por controlar lo que quede de la galaxia, y no quedará nadie que sepa por qué empezó todo.

—Bueno —dijo Unaha-Closp—, eso suena muy divertido. ¿Y si las cosas van mal?

—Venga, Aviger, esa actitud tuya es tan negativa que no merece ni ser discutida —dijo la voz de Dorolow, tan estridente como siempre—. Tienes que ser más positivo. La competición es un proceso formativo; la batalla es una prueba; la guerra es una parte de la vida y del proceso evolutivo. Sus rigores permiten que nos encontremos a nosotros mismos.

—Casi siempre para descubrir que la mierda nos llega al cuello —dijo Yalson.

Horza sonrió.

—Yalson, aunque tú no… —empezó a decir Dorolow.

—Callaos —dijo Horza de repente. La pantalla situada junto a su mejilla acababa de emitir un parpadeo—. Que todo el mundo se quede quieto donde está sin hacer ningún movimiento. Estoy captando sonidos delante de mí.

Horza dejó de avanzar, quedó suspendido en el aire y pasó el sonido a los altavoces de su casco.

Un ruido grave y regular, como el oleaje oído desde una gran distancia o una tormenta en una cordillera muy lejana.

—Bueno, ahí delante hay algo que hace ruido —dijo Horza.

—¿Cuánto falta para la próxima estación? —preguntó Yalson.

—Unos dos kilómetros.

—¿Crees que son ellos?

Neisin parecía estar bastante nervioso.

—Probablemente —dijo Horza—. Bien, yo iré delante. Yalson, ponle el arnés de sujeción a Balveda. Que todo el mundo compruebe sus armas y se asegure de que funcionan. Nada de ruidos. Wubslin, Neisin, avanzad lentamente. Deteneos tan pronto como podáis ver la estación. Intentaré hablar con esos tipos.

El ruido seguía retumbando delante de él, y le hizo pensar en una avalancha de rocas oída desde el interior de una mina perdida en las profundidades de una montaña.


* * *

Estaba bastante cerca de la estación. Vio aparecer una puerta de seguridad detrás de un giro del túnel. La estación debía estar a sólo cien metros de distancia. Oyó unos cuantos ruidos metálicos envueltos en ecos que emergían de la oscuridad del túnel. La distancia apenas disminuía su intensidad. Parecía como si alguien estuviera uniendo los eslabones de una cadena colosal o como si accionara unos interruptores de palanca inmensos. El traje captó la presencia de moléculas orgánicas flotando en el aire: la atmósfera olía a idirano. Horza dejó atrás la puerta de seguridad y vio la estación.

La estación seis disponía de luz. Era una débil claridad amarillenta, como la que emite una linterna cuando se le están acabando las pilas. Esperó a que Wubslin y Neisin le dijeran que podían ver la estación desde sus túneles y siguió avanzando.

La estación seis albergaba un tren del Sistema de Mando, un objeto enorme que tenía tres pisos de alto y medía trescientos metros de longitud. El tren ocupaba la mitad de aquella caverna cilíndrica. La luz procedía del extremo más alejado del tren, allí donde estaba la sala de control. Los sonidos también venían del tren. Horza avanzó unos metros más para poder ver el resto de la estación.

La Mente estaba suspendida en el aire flotando sobre el otro extremo de la plataforma.

Horza la observó durante un momento y aumentó la imagen para estar absolutamente seguro de lo que veía. Sí, tenía todo el aspecto de una Mente. Era un elipsoide de unos quince metros de longitud y tres de diámetro al que la débil claridad de la cabina de control del tren arrancaba destellos entre amarillos y plateados. La Mente flotaba en aquella atmósfera estancada como un pez muerto en la superficie de una charca. Horza echó un vistazo al sensor de masas del traje. El sensor mostraba una débil mancha luminosa producida por las emisiones del reactor instalado a bordo del tren, pero nada más.

—Yalson —dijo hablando en voz baja aunque sabía que no era necesario—, ¿detectas algo en ese sensor de masas?

—Nada salvo una mancha débil y borrosa. Supongo que debe de ser un reactor.

—Wubslin —dijo Horza—, puedo ver lo que parece la Mente en la estación, flotando al final de la plataforma. Pero no aparece en ninguno de los dos sensores. ¿Crees que su sistema de antigravedad puede hacer que escape a la detección?

—No debería hacerlo —respondió Wubslin. Parecía perplejo—. Eso podría engañar a un sensor de gravedad pasiva, pero…

Horza oyó un fuerte ruido de algo metálico que se rompía dentro del tren. Su traje captó un brusco aumento en la radiación local.

—¡Mierda santa! —exclamó.

—¿Qué está pasando? —preguntó Yalson.

Nuevos chasquidos y crujidos metálicos crearon ecos en toda la estación, y otra débil luz amarillenta iluminó la parte inferior del vagón que contenía el reactor, hacia el centro del tren.

—Están hurgando en el reactor, eso es lo que ocurre —dijo Horza.

—Dios —exclamó Wubslin—. ¿No saben lo vieja que es toda esta maquinaria?

—¿Y para qué están hurgando en el reactor? —preguntó Aviger.

—Quizá están intentando poner en marcha el tren —dijo Horza—. Locos bastardos…

—Quizá son demasiado perezosos para volver a la superficie remolcando su trofeo —sugirió la unidad.

—Esos… Esos reactores nucleares no pueden estallar, ¿verdad? —preguntó Aviger.

Justo en ese instante una cegadora claridad azulada emergió de la parte central del tren. Horza se encogió sobre sí mismo y cerró los ojos. Oyó la voz de Wubslin gritando algo. Aguardó la onda expansiva, el ruido, la muerte.

Elevó la mirada. La luz seguía parpadeando debajo del vagón donde estaba el reactor. Oyó una especie de silbido intermitente, como de estática.

—¡Horza! —gritó Yalson.

—¡Por las pelotas de Dios! —gritó Wubslin—. Ha faltado poco para que me llenara los pantalones de orina.

—No pasa nada —dijo Horza—. Creía que habían hecho volar todo el maldito tren… ¿Qué ha sido eso, Wubslin?

—Creo que están soldando algo —dijo Wubslin—. Parece un arco eléctrico.

—Sí, debe ser eso —dijo Horza—. Detengamos a esos locos antes de que nos hagan volar a todos por los aires. Yalson, reúnete conmigo. Dorolow, ve con Wubslin. Aviger, quédate con Balveda.

Los demás necesitaron unos cuantos minutos para obedecer sus órdenes. Horza siguió observando el parpadeo de la luz azul que chisporroteaba bajo la parte inferior del tren. La luz desapareció de repente. Ahora la estación sólo estaba iluminada por las débiles luces del vagón que albergaba el reactor y la sala de control. Yalson apareció flotando por el túnel para peatones y se posó sin hacer ningún ruido junto a Horza.

—Listos —dijo Dorolow por el intercomunicador.

Una pantalla del casco de Horza emitió un destello; un altavoz zumbó en su oído. Algo había transmitido una señal bastante cerca de ellos. La señal no venía ni de sus trajes ni de la unidad.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Wubslin, y añadió:— Mirad, allí… En el suelo. Parece un comunicador. —Horza y Yalson intercambiaron una rápida mirada—. Horza —dijo Wubslin—, hay un comunicador en el suelo del túnel, y creo que está activado. Debe haber captado el ruido que hizo Dorolow cuando se posó a mi lado. Eso es lo que ha transmitido. Están usando el comunicador como sistema de alarma para que les advierta de si se acerca alguien.

—Lo siento —dijo Dorolow.

—Bueno, no se os ocurra tocar ese trasto —se apresuró a decir Yalson—. Podría ser algún tipo de trampa.

—Ahora ya saben que estamos aquí, ¿no? —dijo Aviger.

—De todas formas, no iban a tardar en saberlo —dijo Horza—. Intentaré hablar con ellos. Que todo el mundo está preparado por si no tienen ganas de conversar.

Horza desconectó su unidad antigravitatoria y fue hasta el final del túnel, deteniéndose a pocos metros de donde empezaba la plataforma de la estación. Otro comunicador colocado en el suelo transmitió su señal de aviso. Horza contempló la inmensa masa oscura del tren y activó el altavoz exterior de su traje. Tragó una honda bocanada de aire y se preparó para hablar en idirano.

Algo emitió un destello desde una ventana parecida a una tronera situada a un extremo del tren. La nuca de Horza chocó con el recubrimiento interior de su casco aturdiéndole y haciendo que le silbaran los oídos. Su cuerpo cayó al suelo. El sonido del disparo creó ecos por toda la estación. La alarma del traje estaba zumbando frenéticamente. Horza rodó sobre sí mismo hasta quedar pegado a la pared del túnel y recibió unos cuantos impactos más que arrancaron destellos a su casco y al resto del traje.

Yalson se agachó todo lo que pudo y corrió hacia él. Patinó hasta el comienzo del túnel y lanzó una ráfaga contra la tronera desde la que procedían los disparos. Giró sobre sí misma, cogió a Horza de un brazo y tiró de él haciéndole retroceder por el túnel. Chorros de plasma se estrellaron contra la zona de pared junto a la que había estado pegado.

—¿Horza? —gritó Yalson, sacudiéndole.

—Anulación de órdenes nivel cero —trinó una vocecita casi inaudible a causa del zumbido que había invadido los oídos de Horza—. Este traje ha sufrido daños fatales para el sistema, por lo que todas las garantías quedan automáticamente revocadas a partir de este momento. Cualquier utilización posterior del traje puede suponer un serio riesgo para el usuario. Disminución de energía.

Horza intentó tranquilizar a Yalson diciéndole que estaba bien, pero el comunicador no funcionaba. Se señaló la cabeza con la mano para hacérselo entender. Un instante después la atmósfera del túnel vibró con el eco de nuevos disparos y el ruido del tren. Yalson se arrojó al suelo y empezó a devolver el fuego.

—¡Disparad! —gritó por el canal general—. ¡Acabad con esos bastardos!

Horza vio como Yalson disparaba contra el final del tren. Los haces láser emergieron parpadeando del lado izquierdo del túnel y los proyectiles trazadores del derecho cuando los demás empezaron a usar sus armas. La estación se llenó de una luz llameante y temblorosa. Las sombras bailaban y saltaban sobre las paredes y el techo. Horza siguió inmóvil, aturdido y confuso, escuchando la cacofonía de sonidos que se estrellaba contra su traje como las olas de un mar embravecido. Sus dedos lucharon con los controles del rifle láser intentando recordar cómo dispararlo. Tenía que ayudar a los demás. Sentía un dolor terrible en la cabeza.

Yalson dejó de disparar. La parte del tren sobre la que había concentrado su fuego brillaba con un resplandor rojizo. Los proyectiles explosivos del arma de Neisin habían destrozado la ventana de la que salieron los primeros disparos. Wubslin y Dorolow habían salido del túnel principal y ya habían dejado atrás el promontorio formado por la parte trasera del tren. Estaban agazapados junto a la pared, disparando contra la misma ventana que Neisin.

El arma de plasma había dejado de disparar. Los humanos también dejaron de disparar poco a poco. La estación se fue sumiendo en las tinieblas. Los ecos de los disparos se fueron acallando. Horza intentó ponerse en pie, pero alguien parecía haberle extirpado los huesos de las piernas.

—Que alguien… —empezó a decir Yalson.

Un diluvio de fuego cayó sobre Wubslin y Dorolow. Los disparos procedían de la parte inferior del último vagón. Dorolow gritó y cayó al suelo. Los espasmos que se adueñaron de su mano hicieron que el arma empezara a disparar contra el techo de la caverna. Wubslin rodó sobre el suelo devolviendo el fuego. Yalson y Neisin también empezaron a disparar. El ataque combinado hizo que el metal del vagón se cubriera de agujeros y abolladuras. Dorolow seguía caída en la plataforma, gimiendo y moviéndose espasmódicamente.

Una nueva salva de disparos brotó de la parte delantera del tren e hizo impacto alrededor de las entradas del túnel. Un instante después algo se movió junto al último vagón, cerca de la estructura metálica que daba acceso al tren. Un idirano salió corriendo por el hueco de la puerta y empezó a subir por la rampa central. Alzó su arma y disparó, primero contra Dorolow, que seguía caída en el suelo, y luego contra Wubslin, que estaba tumbado cerca del tren.

El traje de Dorolow se incendió y empezó a rodar sobre el negro suelo de la estación. El arma de Wubslin recibió un impacto. Un instante después la ráfaga disparada por Yalson se dispersó sobre el traje del idirano, la estructura de la grúa y el flanco del tren. Los soportes de la rampa cedieron bajo el traje blindado del idirano. La grúa se fue ablandando y desintegrando a causa del torrente de fuego y acabó derrumbándose. La plataforma superior de la rampa cayó encima del guerrero idirano, atrapándole bajo los escombros humeantes. Wubslin maldijo y empezó a disparar contra el morro del tren y el segundo idirano que seguía intentando acabar con ellos desde allí.

Horza yacía con el cuerpo pegado a la pared. Sentía un continuo rugir en los oídos, y tenía la piel fría y cubierta de sudor. Estaba aturdido, como si todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor no guardara ninguna relación con él. Quería quitarse el casco y tragar un poco de aire fresco, pero sabía que no debía hacerlo. Aunque dañado, el casco seguía siendo capaz de protegerle de un segundo impacto. Se decidió por un compromiso y subió el visor. Los sonidos invadieron sus oídos. Las detonaciones y ondas expansivas tamborileaban sobre su pecho. Yalson le miró y le hizo señas para que retrocediera un poco más por el túnel mientras una nueva ráfaga de disparos se estrellaba en el suelo. Horza se puso en pie, pero cayó y perdió el conocimiento durante una fracción de segundo.

El idirano situado en el morro del tren dejó de disparar unos momentos. Yalson aprovechó la oportunidad para volverse hacia Horza, quien estaba caído en el suelo del túnel moviéndose débilmente. Después se volvió hacia Dorolow. Su traje estaba destrozado y echaba humo. Neisin casi había salido de su túnel y estaba disparando ráfagas que se esparcían por la estación. El morro del tren desapareció bajo una granizada de pequeñas explosiones. El ruido de su arma hizo vibrar la atmósfera, y los ecos se desplazaron velozmente por toda la caverna, acompañados por una especie de parpadeo luminoso que parecía originarse allí donde estallaban los proyectiles.

Yalson oyó gritar a alguien. Era una voz de mujer, pero el arma de Neisin hacía tanto ruido que no logró entender nada de lo que decía. Varios chorros de plasma emergieron de la parte delantera del tren para barrer la plataforma. El tirador se encontraba bastante arriba, cerca de la rampa de acceso. Yalson devolvió el fuego. Neisin lanzó unas cuantas ráfagas en la misma dirección que ella y dejó de disparar.

—¡…no! ¡Alto! —gritó aquella voz de mujer en los oídos de Yalson. Era Balveda—. Tu arma tiene problemas, va a… —Neisin volvió a disparar, y el ruido de sus ráfagas ahogó la voz de la agente de la Cultura—. ¡Va a estallar!

Yalson captó toda la desesperación que había en el grito de Balveda, y un segundo después una línea de luz y sonido pareció invadir toda la estación con Neisin como punto final. El tallo de ruido y llamas se expandió y floreció hasta convertirse en una explosión tan potente que Yalson pudo sentirla a través de su traje. Fragmentos del arma de Neisin llovieron sobre toda la plataforma. Neisin salió despedido hacia atrás y chocó contra la pared. Cayó al suelo y se quedó inmóvil.

—Mierda, mierda, mierda —se oyó decir Yalson.

Echó a correr por la plataforma hacia el morro del tren intentando abrir un poco más el ángulo de tiro. Las ráfagas del enemigo bajaron de nivel para seguirla y se interrumpieron. Yalson siguió corriendo sin dejar de disparar, y el segundo idirano apareció en el último nivel de la rampa de acceso empuñando una pistola con las dos manos. El idirano alzó su arma sin hacer caso de las ráfagas de Yalson y Wubslin, y disparó contra la Mente que seguía inmóvil al otro extremo de la caverna.

El elipsoide plateado se puso en movimiento y avanzó hacia el túnel para peatones más alejado. El primer disparo pareció atravesarlo, igual que el segundo; el tercer disparo hizo que se desvaneciera, dejando una nubécula de humo minúscula para indicar el sitio donde había estado.

Las ráfagas de Yalson y Wubslin dieron en el blanco. El traje del idirano empezó a brillar. El guerrero se tambaleó. Giró sobre sí mismo como si quisiera disparar contra ellos y el blindaje cedió justo cuando completaba el movimiento. El idirano salió despedido hacia atrás y voló sobre la grúa. Uno de sus brazos desapareció en una nube de llamas y humo. Cayó de la rampa y se estrelló contra el nivel central. El traje estaba ardiendo, y una pierna quedó enganchada en la barandilla de la rampa central. La pistola de plasma escapó de entre sus dedos. Nuevas ráfagas se estrellaron contra el gran casco, agrietando el visor ennegrecido. El idirano siguió colgando en aquella posición durante unos cuantos segundos, envuelto en llamas y sacudiéndose con cada nuevo impacto de láser. La pierna que se había enganchado en la barandilla y que estaba soportando todo su peso se desprendió del cuerpo y cayó al suelo de la estación. El idirano chocó con la superficie de la rampa y se quedó inmóvil, convertido en una masa de llamas y humo.


* * *

Horza estaba intentando oír algo. Seguía sintiendo un terrible zumbido en los oídos.

El silencio había vuelto a adueñarse de la estación. Una humareda acre compuesta por los vapores del plástico quemado, el metal fundido y la carne chamuscada invadió sus fosas nasales.

Había estado inconsciente y despertó con el tiempo justo de ver a Yalson corriendo por la plataforma. Intentó proporcionarle fuego de cobertura, pero le temblaban demasiado las manos y ni tan siquiera logró hacer funcionar el arma. Ahora todo el mundo había dejado de disparar y el silencio era absoluto. Horza se puso en pie y avanzó con paso tambaleante hacia la estación. El tren había quedado envuelto en nubes de humo.

Wubslin estaba arrodillado junto a Dorolow, intentando quitarle uno de los guantes con una sola mano. Su traje seguía humeando. El visor del casco estaba manchado de rojo. La sangre había cubierto toda la parte interior, ocultando el rostro de Dorolow.

Horza vio como Yalson volvía hacia ellos. Seguía manteniendo el arma en posición de disparar. Su traje había recibido un par de impactos de plasma en la zona central. Las señales en forma de espiral parecían cicatrices negras sobre la superficie gris. Yalson alzó los ojos hacia las rampas de acceso traseras donde un idirano yacía atrapado e inmóvil y las contempló con suspicacia. Después se subió el visor del casco.

—¿Te encuentras bien? —preguntó mirando al Cambiante.

—Sí. Un poco aturdido. Me duele la cabeza —dijo Horza.

Yalson asintió y fueron hacia donde yacía Neisin.

Neisin seguía vivo, pero a duras penas. Su arma había explotado llenándole el pecho, los brazos y la cara de metralla. Los gemidos emergían como burbujas de la ruina carmesí en que se había convertido su rostro.

—Mierda, mierda —dijo Yalson.

Sacó un minibotiquín de su traje y metió la mano por entre los restos del visor de Neisin para inyectar un calmante en el cuello del moribundo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la voz de Aviger. Venía del casco de Yalson—. ¿Ya no hay peligro?

Yalson rniró a Horza, quien se encogió de hombros y asintió con la cabeza.

—Sí, Aviger, ya no hay peligro —dijo Yalson—. Puedes venir.

—Dejé que Balveda usara el micrófono de mi traje; dijo que…

—Ya lo oímos —dijo Yalson.

—Algo acerca de un… ¿Estallido del cañón? ¿Era eso…? —Horza oyó la voz de Balveda diciendo que sí—. Creía que el arma de Neisin podía reventar o algo parecido.

—Bueno, pues ha reventado —dijo Yalson—. Tiene bastante mal aspecto. —Se volvió hacia Wubslin, quien estaba dejando la mano de Dorolow en el suelo. Wubslin se dio cuenta de que Yalson estaba mirándole y meneó la cabeza—. Dorolow ha sido alcanzada, Aviger —dijo Yalson.

El viejo guardó silencio durante unos momentos.

—¿Y Horza? —preguntó después.

—Recibió un disparo de plasma en plena cabeza. El traje está dañado; el comunicador no funciona. Vivirá. —Yalson hizo una pausa y suspiró—. Pero parece que hemos perdido a la Mente. Ha desaparecido.

Aviger guardó silencio unos momentos más antes de volver a hablar y cuando lo hizo le temblaba la voz.

—Bueno, vaya catástrofe… Entrada fácil, salida fácil. Otro triunfo. ¡Nuestro amigo Cambiante ha sabido seguir dignamente los pasos de Kraiklyn!

La voz de Aviger se convirtió en un alarido de rabia que se extinguió en cuanto desconectó el canal de su comunicador.

Yalson miró a Horza y meneó la cabeza.

—Viejo gilipollas —dijo.

Wubslin seguía arrodillado junto al cuerpo de Dorolow. Le oyeron sollozar un par de veces antes de que él también desconectara el canal general de su comunicador. El aliento de Neisin borboteaba abriéndose paso por entre una máscara de sangre y carne, y se iba haciendo más lento e imperceptible a cada segundo que pasaba.


* * *

Yalson trazó el signo del Círculo de Llamas sobre la neblina roja que ocultaba el rostro de Dorolow y tapó el cuerpo con una sábana que había cogido de entre el equipo. El aturdimiento que se había apoderado de Horza se fue desvaneciendo. Ya no le zumbaban los oídos. Balveda, nuevamente libre del arnés de sujeción, estaba observando como el Cambiante se ocupaba de Neisin. Aviger estaba de pie junto a Wubslin, a quien ya le habían curado la herida del brazo.

—Oí el ruido que hacía —explicó Balveda—. Es un ruido muy característico.

Wubslin le había preguntado cómo era posible que el arma de Neisin hubiera estallado, y cómo sabía que iba a estallar.

—Yo también habría reconocido ese ruido si no hubiera recibido el impacto en la cabeza —dijo Horza.

Estaba arrancando fragmentos de visor del rostro del hombre inconsciente y rociando gelipiel sobre las zonas que sangraban. Neisin se hallaba sumido en un profundo shock y lo más probable era que le faltase muy poco para morir, pero ni tan siquiera podían sacarle del traje. La cantidad de sangre que se había coagulado entre su cuerpo y los materiales del traje era tan grande que lo impedía. La sangre coagulada taponaría de forma muy efectiva la enorme cantidad de pequeñas heridas que había sufrido hasta que le sacaran el traje, pero en cuanto lo hicieran, Neisin empezaría a desangrarse por tantos sitios a la vez que no podrían contener la hemorragia. No tenían más remedio que dejarle dentro del traje, como si los daños sufridos por ambos hubieran hecho que el humano y la máquina se convirtieran en un solo organismo de considerable fragilidad.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó Wubslin.

—El cañón de su arma reventó —dijo Horza—. Ese tipo de proyectiles estan preparados para detonar en cuanto reciban un impacto, pero los del arma de Neisin debían haber sido ajustados para estallar ante un impacto demasiado suave, por lo que empezaron a hacer explosión cuando se encontraron con la onda expansiva de los proyectiles que los habían precedido en vez de al dar en el blanco. Neisin siguió disparando, con lo que la onda expansiva fue retrocediendo hasta llegar a su arma.

—Las armas disponen de sensores para impedir que ocurra eso —añadió Balveda torciendo el gesto como si estuviera sintiendo el dolor de Neisin cuando Horza extrajo un fragmento de visor que se había introducido en uno de sus ojos—. Supongo que los suyos no debían funcionar.

—Cuando compró esa arma ya le dije que se la habían vendido demasiado barata —masculló Yalson, poniéndose junto a Horza.

—Pobre desgraciado —dijo Wubslin.

—Dos muertos más —anunció Aviger—. Espero que esté satisfecho, señor Horza. Espero que esté complacido ante el comportamiento de esos «aliados» suyos que…

—Aviger —dijo Yalson sin perder la calma—, cierra el pico.

El viejo la miró con rabia durante un segundo y se alejó haciendo mucho ruido con los pies. Fue hacia Dorolow y se quedó inmóvil ante ella, contemplándola fijamente.

Unaha-Closp bajó de la rampa de acceso trasera.

—Ese idirano de ahí arriba sigue vivo —dijo con la voz un poco más aguda que de costumbre para ocultar la sorpresa que sentía—. Tiene un par de toneladas de escombros encima, pero aún respira.

—¿Y el otro? —preguntó Horza.

—Ni idea. No quiero acercarme demasiado. Toda esa zona ha quedado destrozada.

Horza dejó a Yalson para que cuidara de Neisin y fue por la plataforma cubierta de escombros hasta llegar al acceso posterior de la estructura.

Llevaba la cabeza al descubierto. El casco estaba destrozado, y en cuanto al traje había perdido la mayor parte de sus sentidos, así como la unidad antigravitatoria y la energía motriz. Los sistemas de emergencia aún eran capaces de alimentar las luces y la pantallita repetidora incrustada en una muñeca. El sensor de masas estaba dañado; cuando la sintonizaba con el sensor, la pantalla de la muñeca se llenaba de estática e interferencias, y apenas lograba registrar la señal emitida por el reactor del tren.

Al menos su rifle seguía funcionando, aunque no sabía muy bien para qué podía servirle ahora.

Se detuvo unos instantes en el nacimiento de las rampas y sintió los restos de calor emanados por los soportes metálicos allí donde habían dado los disparos de los láseres. Tragó una honda bocanada de aire y subió por la rampa hasta donde yacía el idirano. Su enorme cabeza asomaba a través de los escombros, atrapada entre los dos niveles de la rampa. El idirano volvió lentamente la cabeza para mirarle y un brazo se tensó ejerciendo presión sobre los escombros, que crujieron y se movieron unos centímetros. El guerrero logró liberar el brazo del metal que le aprisionaba y abrió el cierre del casco cubierto de señales y quemaduras, dejando que cayera al suelo. Aquel enorme rostro en forma de silla de montar contempló al Cambiante.

—Los saludos del día de la batalla —dijo Horza en su mejor idirano.

—Oh —atronó la voz del idirano—, el diminuto habla nuestra lengua.

—No sólo eso sino que además estoy de vuestra parte, aunque no espero que me creas. Pertenezco a la sección de inteligencia de la Primera Dominación Marina y estoy a las órdenes del Querl Xoralundra. —Horza se sentó en la rampa, y sus ojos quedaron casi a la altura de los del idirano—. Fui enviado aquí para averiguar el paradero de la Mente —siguió diciendo.

—¿De veras? —preguntó el idirano—. Lástima. Creo que mi camarada la ha destruido.

—Eso he oído comentar —dijo Horza alzando su rifle láser y apuntando el cañón hacia el enorme rostro atrapado entre las retorcidas planchas metálicas—. También «desunisteis» a los Cambiantes de la base. Yo soy un Cambiante; ésa es la razón de que los amos a quienes ambos servimos me enviaran aquí. ¿Por qué matasteis a mis congéneres?

—¿Qué otra cosa podíamos hacer, humano? —replicó el idirano con impaciencia—. Eran un obstáculo. Necesitábamos sus armas. Podrían haber intentado detenernos. Éramos demasiado pocos. No podíamos hacerlos prisioneros.

El peso de la rampa que oprimía su torso y el cilindro de sus costillas hacía que la voz del idirano sonara jadeante y tensa. Horza alzó el rifle un poco más.

—Bastardo asqueroso… Tendría que volarte esa jodida cabeza ahora mismo.

—Adelante, enano. —El idirano sonrió y la mueca hizo que su doble juego de labios se distendiese—. Mi camarada ya ha caído valerosamente. Quayanorl ha empezado su largo viaje a través del Mundo Superior. Yo he sido capturado, pero también he logrado alcanzar la victoria, y ahora me ofreces el consuelo del arma. No cerraré los ojos, humano.

—No hace falta que los cierres —dijo Horza bajando el cañón del arma.

Sus ojos escrutaron la oscuridad de la estación, intentando ver el cuerpo de Dorolow, y acabaron posándose en la tenue luz medio oculta por el humo que brillaba a lo lejos. El morro y la sala de control del tren seguían emitiendo su pálida claridad, iluminando el trozo de suelo vacío sobre el que había estado flotando la Mente. Horza se volvió hacia el idirano.

—Voy a llevarte con nosotros. Creo que sigue habiendo unidades de la Rota Noventa y Tres al otro lado de la Barrera del Silencio. Tengo que informar de que he fracasado y entregar una agente de la Cultura al Inquisidor de la Flota. Informaré que te excediste al matar a los Cambiantes de la base, aunque supongo que hacerlo no servirá de nada, ¿verdad?

—Tu historia me aburre, diminuto. —El idirano apartó la mirada y su cuerpo volvió a tensarse contra el peso del metal retorcido que le cubría, pero el esfuerzo no sirvió de nada—. Mátame ahora. Apestas, y tu discurso hace que me duelan los oídos. Nuestro idioma no ha sido hecho para que lo empleen los animales.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Horza.

La cabeza en forma de silla de montar se volvió nuevamente hacia él. Los ojos parpadearon lentamente.

—Xoxarle, humano. Ahora supongo que insultarás mi nombre intentando pronunciarlo, ¿verdad?

—Bueno, Xoxarle, descansa y no te muevas de ahí. Como te he dicho hace un momento, pienso llevarte con nosotros. Primero quiero averiguar si esa Mente que habéis destruido era lo que parecía. Se me acaba de ocurrir una idea.

Horza se puso en pie. Sentía un dolor terrible en la parte de su cabeza que había chocado con el recubrimiento interior del casco, pero ignoró las dolorosas palpitaciones que atravesaron su cráneo y bajó por la rampa cojeando levemente.

—Tu alma es mierda —retumbó la voz del idirano llamado Xoxarle a su espalda—. Tu madre debería haber sido estrangulada apenas entró en celo. Pensábamos comernos a los Cambiantes que matamos, ¡pero apestaban!

—No malgastes el aliento, Xoxarle —dijo Horza sin mirar al idirano—. No voy a dispararte.

Horza se encontró con Yalson esperándole al final de la rampa. La unidad había accedido a cuidar de Neisin. Horza se volvió hacia el otro extremo de la estación.

—Quiero echar un vistazo al sitio donde estaba la Mente.

—¿Qué crees que le ha ocurrido? —preguntó Yalson, empezando a caminar junto a él. Horza se encogió de hombros—. Quizá repitió su truco de antes. Puede que haya vuelto a refugiarse en el hiperespacio. Quizá ha reaparecido en algún otro punto del complejo de túneles.

—Quizá —dijo Horza. Se detuvo junto a Wubslin, le cogió por el codo y le apartó del cadáver de Dorolow. El ingeniero había estado llorando—. Wubslin, vigila a ese bastardo —le dijo—. Puede que intente provocarte para que le pegues un tiro, pero no lo hagas. Eso es lo que quiere. Pienso llevar a ese hijo de puta con nosotros y entregarlo a la flota para que le formen un consejo de guerra. Ensuciar su nombre es un castigo; matarle sería hacerle un favor, ¿comprendes?

Wubslin asintió. Horza se alejó por la plataforma frotándose la zona dolorida de su cabeza. Yalson le siguió.

Llegaron al sitio sobre el que había estado flotando la Mente. Horza encendió las luces de su traje e inspeccionó el suelo. Se inclinó junto a la entrada del túnel que llevaba a la estación siete y cogió un objeto de pequeño tamaño que daba la impresión de estar medio calcinado.

—¿Qué es eso? —preguntó Yalson.

La mujer había estado observando el cadáver del idirano que yacía sobre la otra estructura de acceso.

—Creo que es una pequeña unidad controlada a distancia —dijo Horza, dando vueltas a la máquina todavía caliente que sostenía en el hueco de su mano.

—¿La Mente se la dejó olvidada al desaparecer?

Yalson se acercó para verla mejor. No era más que un montón de sustancia ennegrecida con algunos tubos y filamentos asomando de la superficie irregular y llena de bultos provocados por el impacto de los chorros de plasma.

—Sí, no cabe duda de que pertenecía a la Mente —dijo Horza. Miró a Yalson—. ¿Qué ocurrió exactamente cuando dispararon contra la Mente?

—Cuando por fin logró darle la Mente se desvaneció. Había empezado a moverse, pero no hay forma de que pudiera alcanzar semejante aceleración. Habría notado el impacto del aire que desplazaba. Sencillamente se desvaneció.

—¿Fue como si alguien apagara un proyector de hologramas? —preguntó Horza.

Yalson asintió.

—Sí. Y también hubo un poco de humo, no demasiado. ¿Qué estás sugiriendo?

—Cuando por fin logró darle… ¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que necesitó disparar tres o cuatro veces para darle —dijo Yalson, poniéndose una mano en la cadera y contemplándole con cara de impaciencia—. Los primeros disparos pasaron a través de ella. ¿Estás intentando decirme que era una proyección?

Horza asintió y alzó la pequeña máquina que sostenía en la palma de su mano.

—Te lo explicaré. Esta unidad controlada a distancia se encargó de producir un holograma de la Mente. También debía poseer un campo de fuerza no muy potente para que se la pudiera tocar y empujar igual que si fuese un objeto sólido, pero lo único que había dentro era esto. —Contempló los restos de la unidad y sus labios se curvaron en una leve sonrisa—. No me extraña que ese maldito trasto no apareciera en nuestros sensores de masas.

—Entonces la Mente sigue estando en algún lugar de los túneles —dijo Yalson contemplando la pequeña unidad.

El Cambiante asintió en silencio.


* * *

Balveda vio como Yalson y Horza se adentraban en la oscuridad al otro extremo de la estación. Fue hasta la unidad, que flotaba encima de Neisin controlando sus funciones vitales. Unaha-Closp estaba examinando algunos frasquitos de medicinas que había sacado del minibotiquín. Wubslin seguía apuntando con su arma al idirano atrapado entre los escombros, pero usó el rabillo del ojo para mantener bajo observación a Balveda. La mujer de la Cultura se sentó junto a la camilla y cruzó las piernas.

—Antes de que me lo preguntes… No, no puedes hacer nada por él —dijo la unidad.

—Ya me lo había imaginado, Unaha-Closp —dijo Balveda.

—Hmmm… Entonces, ¿es que disfrutas con esta clase de espectáculos?

—No. Quería hablar contigo.

—¿De veras?

La unidad siguió inspeccionando los medicamentos.

—Sí… —Balveda se inclinó hacia adelante, colocó el codo sobre una rodilla y apoyó el mentón en la mano. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz bastante más bajo que antes—. ¿Estás esperando el momento adecuado, o qué?

La unidad giró sobre sí misma hasta que su parte frontal quedó ante Balveda. Los dos sabían que era un gesto innecesario, pero solía hacerse.

—¿Que si espero el momento adecuado?

—Hasta ahora te has limitado a permitir que te utilice. Me preguntaba hasta cuando piensas seguir consintiéndoselo.

La unidad se alejó un poco de ella y volvió a quedar suspendida sobre el agonizante.

—Puede que no se haya dado cuenta de ello, agente Balveda, pero mis opciones en este asunto son casi tan escasas como las suyas.

—Yo sólo dispongo de dos brazos y dos piernas, y me atan y me encierran cada noche. Tú te encuentras en una situación muy distinta.

—Tengo que montar guardia. Además, Horza posee un sensor de movimientos y siempre lo deja conectado, por lo que si intentara escapar se daría cuenta enseguida. Y suponiendo que lograra escapar… ¿Adónde iría?

—A la nave —sugirió Balveda sonriendo.

Se volvió hacia las tinieblas de la estación. Las luces de sus trajes le permitieron ver a Yalson y al Cambiante. Horza estaba agachándose para recoger algo del suelo.

—Necesitaría su anillo. ¿Quiere intentar quitárselo? Por mí adelante.

—Debes poseer un sistema efector. ¿No podrías engañar a los circuitos de la nave? Bastaría con que lograras engañar a ese sensor de movimientos…

—Agente Balveda…

—Llámame Perosteck.

—Perosteck, soy un civil y se me utiliza en labores no especializadas. Poseo campos de poca intensidad; el equivalente de muchos dedos sin ningún miembro capaz de ejercer una fuerza considerable. Puedo producir un campo capaz de cortar los objetos, pero su profundidad esde escasos centímetros y no es capaz de atravesar ninguna clase de blindaje. Puedo entrar en conexión con otros sistemas electrónicos, pero no puedo interferir con los circuitos protegidos del equipo militar. Poseo un campo de fuerza interno que me permite flotar sea cual sea la gravedad, pero aparte de para utilizar mi propia masa como arma no creo que sirva para mucho, ¿verdad? De hecho, no soy especialmente fuerte. Cuando el trabajo que desempeñaba exigía que lo fuese tenía a mi disposición equipo con el que podía conectarme. Desgraciadamente, cuando fui secuestrado no estaba trabajando con ninguna clase de equipo pesado. De haberlo estado empleando probablemente ahora no me encontraría aquí.

—Maldición —dijo Balveda dando la impresión de que hablaba con las sombras—. ¿No tienes ningún as guardado en la manga?

—Ni tan siquiera tengo mangas, Perosteck.

Balveda tragó una honda bocanada de aire y contempló la negrura del suelo con expresión lúgubre.

—Oh, cielos —dijo.

—Nuestro líder se aproxima —dijo Unaha-Closp con un falso tono de cansancio en la voz.

Giró sobre sí mismo y dirigió su parte frontal hacia Yalson y Horza, que volvían del otro extremo de la caverna. El Cambiante estaba sonriendo. Horza le hizo una seña y Balveda se puso en pie con un solo y fluido movimiento.


* * *

—Perosteck Balveda —dijo Horza, en pie junto a los demás al comienzo de la estructura de acceso posterior, extendiendo una mano hacia el idirano atrapado bajo los escombros—, te presento a Xoxarle.

—Humano, ¿ésta es la hembra que, según tú, trabaja como agente para la Cultura? —preguntó el idirano, moviendo la cabeza con un considerable esfuerzo para contemplar al grupo que tenía debajo.

—Encantada de conocerle —murmuró Balveda, enarcando una ceja y alzando la cabeza para observar al idirano atrapado.

Horza subió por la rampa dejando atrás a Wubslin, quien continuaba apuntando al idirano atrapado con su arma. Horza seguía sosteniendo la unidad controlada a distancia en el hueco de la mano. Llegó hasta el segundo nivel de la rampa y bajó los ojos hacia el rostro del idirano.

—¿Ves esto, Xoxarle?

Alzó la mano que sostenía la unidad. Las luces de su traje le arrancaron destellos.

Xoxarle asintió lentamente.

—Es una pequeña pieza de alguna maquinaria, y parece considerablemente estropeada.

Su vozarrón sonaba más ronco y jadeante que antes, y Horza pudo ver un hilillo de sangre color púrpura deslizándose por el suelo de la rampa junto al cuerpo de Xoxarle.

—Bien, orgullosos guerreros, éste es el objeto contra el que disparasteis creyendo disparar contra la Mente. Allí no había nada más que esta unidad manejada por control remoto proyectando un solidograma de poca potencia. Si hubierais vuelto a reuniros con la flota llevando esto os habrían arrojado al interior del agujero negro más cercano y habrían borrado vuestros nombres de los registros. El que yo apareciera justo en ese momento… Bueno, puedes considerarte muy afortunado.

El idirano contempló los restos de la unidad con expresión pensativa durante unos segundos.

—Eres más rastrero y despreciable que cualquier alimaña, humano —dijo por fin—. Tus mentiras y tus trucos patéticos harían reír hasta a una criatura de un año. Tu grueso cráneo debe contener todavía más grasa de la que hay esparcida sobre tus delgados huesos. No eres digno ni de ser vomitado.

Horza subió a la rampa que había caído sobre el idirano. Oyó cómo el ser tragaba aire con un ronco jadeo por entre sus tensos labios y fue lentamente hasta donde el rostro de Xoxarle asomaba por entre los escombros.

—Y tú, maldito fanático, no eres digno de vestir ese uniforme. Voy a encontrar esa Mente que creías haber destruido, y te llevaré a la flota, donde si tienen algún sentido común dejarán que el Inquisidor te ajuste las cuentas por estupidez pura y simple.

—Que se… joda… tu… —el idirano tragó aire con un gemido de dolor—, tu alma animal…

Horza apuntó con el aturdidor neurónico a Xoxarle y disparó. Después él, Yalson y Unaha-Closp apartaron la rampa que había caído sobre el cuerpo del idirano y dejaron que cayera por los aires hasta chocar con el suelo de la estación. Cortaron las articulaciones de la armadura que cubría el cuerpo del gigante para poder quitársela, le ataron las piernas con cable metálico y le ataron los brazos, dejándoselos pegados a los costados. Xoxarle no había sufrido ninguna fractura, pero la queratina de uno de sus flancos estaba agrietada y rezumaba sangre, y otra herida abierta entre las placas de su cuello y la de su hombro derecho se había cerrado por sí sola en cuanto su cuerpo dejó de soportar la presión de los escombros. Xoxarle era grande incluso para ser idirano. Medía unos tres metros y medio de altura, y no estaba precisamente flaco. Horza se alegró de que el gigantesco macho —según las insignias de la armadura que llevaba su rango era el de líder de sección— tuviera muchas probabilidades de haber sufrido heridas internas que le provocarían considerables dolores. Eso haría que el problema de vigilarle en cuanto despertara no fuese tan grave. Xoxarle era tan corpulento que el arnés de sujeción le quedaba pequeño.


* * *

Yalson estaba sentada en el suelo comiendo una barra de las raciones con el rifle en equilibrio sobre una rodilla. El cañón del arma apuntaba al idirano inconsciente. Horza estaba sentado al final de la rampa e intentaba reparar su casco. Unaha-Closp seguía junto a Neisin, aunque la unidad podía hacer tan poco por él como cualquiera de los demás.

Wubslin estaba sentado sobre la plancha del equipo haciendo algunos ajustes en el sensor de masas. Ya había llevado a cabo una breve inspección del tren, pero lo que realmente deseaba era ver uno funcionando, con más luz y sin radiaciones que le impidieran echar un vistazo al vagón que albergaba el reactor.

Aviger había permanecido un rato junto al cadáver de Dorolow. Después fue hacia la otra rampa de acceso. El cuerpo del otro idirano al que Xoxarle había llamado Quayanorl yacía entre los escombros, maltrecho y lleno de agujeros. Había perdido un brazo y una pierna. Aviger miró a su alrededor y creyó que no había nadie observándole, pero tanto Horza —quien alzó los ojos del casco que intentaba remendar—, como Balveda —que iba dando vueltas de un lado para otro golpeando el suelo con los pies en un intento de no pasar frío—, vieron como el viejo alzaba el pie y pateaba con todas sus fuerzas el casco que cubría la cabeza del cadáver. El casco se desprendió del traje. El pie de Aviger se estrelló contra la cabeza del idirano. Balveda miró a Horza, meneó la cabeza y siguió yendo de un lado para otro.

—¿Estás seguro de que ya no quedan más idiranos? —preguntó Unaha-Closp.

La unidad había flotado por la estación y había acompañado a Wubslin durante su inspección del tren. Ahora estaba flotando delante de Horza, con su parte frontal vuelta hacia él.

—No queda ni uno —dijo Horza, sin apartar los ojos del confuso amasijo de fibras ópticas deformadas y semifundidas que había dejado al descubierto en cuanto quitó la placa externa del casco—. Ya viste las huellas.

—Hmmm —dijo Unaha-Closp.

—Hemos ganado, unidad —dijo Horza, con los ojos clavados en las entrañas del casco—. Conectaremos la energía en la estación siete, y en cuanto lo hayamos hecho no tardaremos mucho en dar con la Mente.

—Tu «Señor Corrección» parece no preocuparse en lo más mínimo por las libertades que nos hemos tornado con su tren de juguete —observó la unidad.

Horza se volvió hacia los escombros esparcidos alrededor del tren, se encogió de hombros y volvió a concentrar su atención en los sistemas del casco.

—Puede que no le importe —dijo.

—O quizá se lo está pasando en grande —dijo Unaha-Closp. Horza le miró—. Después de todo, este lugar es un monumento a los muertos —siguió diciendo la unidad—. Un lugar sagrado… Puede que tenga tanto de altar como de monumento, y quizá nos estamos limitando a hacer un sacrificio a los dioses.

Horza meneó la cabeza.

—Máquina, creo que se les olvidó incluir algún fusible en tus circuitos de imaginación —dijo, y volvió a concentrarse en la reparación del casco.

Unaha-Closp emitió una especie de siseo y volvió a observar a Wubslin, quien seguía hurgando en el sensor de masas.

—¿Qué tienes contra las máquinas, Horza? —preguntó Balveda, interrumpiendo sus paseos de un lado a otro para detenerse junto a él.

La agente de la Cultura se pasaba las manos por la nariz y las orejas de vez en cuando. Horza suspiró y dejó el casco en el suelo.

—Nada, Balveda, mientras sepan quedarse en su sitio.

Balveda dejó escapar un bufido y reanudó sus paseos.

—¿Has dicho algo divertido? —le preguntó Yalson desde más arriba de la rampa.

—He dicho que las máquinas deberían saber quedarse en su sitio. No es la clase de observación que le guste mucho oír a alguien de la Cultura.

—Ya —dijo Yalson sin apartar los ojos del idirano. Cuando lo hizo fue para contemplar la quemadura que cubría la parte delantera de su traje, allí donde había sido alcanzado por un chorro de plasma—. Horza, ¿podemos hablar? —le preguntó—. Aquí no, en algún otro sitio…

Horza alzó los ojos hacia ella.

—Claro —dijo con cara de perplejidad.

Wubslin sustituyó a Yalson en la rampa. Yalson fue hacia Unaha-Closp, que seguía flotando junto a Neisin. La unidad tenía las luces a la potencia mínima y un campo que parecía una niebla casi imperceptible sostenía un inyector.

—¿Cómo está? —preguntó Yalson.

Unaha-Closp aumentó la intensidad de sus luces.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó la unidad. Horza y Yalson no dijeron nada. La unidad apagó sus luces—. Puede que dure unas cuantas horas más.

Yalson meneó la cabeza y fue hacia la entrada del túnel que llevaba al tubo de tránsito. Horza la siguió. Yalson se detuvo una vez dentro del túnel, allí donde los demás no podían verles, y se volvió hacia el Cambiante. Daba la impresión de estar buscando palabras con las que expresarse y de que no lograba encontrarlas. Acabó meneando la cabeza, se quitó el casco y apoyó la espalda en la curvatura de la pared del túnel.

—¿Cuál es el problema, Yalson? —le preguntó Horza. Intentó cogerle la mano, pero Yalson se cruzó de brazos—. ¿Es que has cambiado de parecer? ¿No quieres seguir adelante con esto?

Yalson meneó la cabeza.

—No; pienso seguir adelante. Quiero ver ese condenado supercerebro. No me importa quién se apodere de él o si acaba hecho pedazos; pero quiero encontrarlo y ver qué aspecto tiene.

—Vaya, no creía que te importara tanto.

—Ha llegado a ser importante. —Yalson apartó la vista durante unos segundos. Cuando volvió a mirarle sonreía con expresión de incertidumbre—. Diablos, habría venido de cualquier forma… Sólo para cuidar de ti y evitar que te metieras en líos.

—Tenía la impresión de que durante los últimos tiempos nos habíamos distanciado un poco —dijo Horza.

—Sí —dijo Yalson—. Bueno, la verdad es que no he estado… Ah… —Dejó escapar un lento suspiro—. Qué diablos.

—¿Qué? —preguntó Horza.

Vio como se encogía de hombros. La pequeña cabeza casi desprovista de cabello volvió a inclinarse y sus contornos se recortaron contra las luces distantes.

Yalson meneó la cabeza.

—Oh, Horza —dijo, y lanzó una carcajada que casi parecía un gruñido—. No vas a creértelo.

—¿Que es lo que no voy a creer?

—No estoy muy segura de que deba decírtelo.

—Dímelo.

—No espero que me creas; y si me crees no espero que te guste. Estoy convencida de que no va a gustarte nada. Hablo en serio. Quizá no debería…

Parecía realmente preocupada. Horza dejó escapar una risita nerviosa.

—Vamos, Yalson —dijo—. Ahora no puedes callártelo. Acabas de decir que estabas dispuesta a seguir adelante. ¿Qué ocurre?

—Estoy embarazada.

Al principio Horza creyó haberla entendido mal y estuvo a punto de hacer alguna clase de broma sobre lo que creía haber oído, pero una parte de su cerebro le repitió los sonidos creados por la voz de Yalson, los repasó y Horza supo que eso era exactamente lo que había dicho. Tenía razón. No lo creía. No podía creerlo.

—No me preguntes si estoy segura —dijo Yalson. Había vuelto a bajar la vista y estaba jugueteando con sus dedos, contemplándoselos o mirando el suelo que se perdía en la oscuridad. Se había quitado los guantes y sus manos asomaban de las mangas del traje, estrujándose nerviosamente la una a la otra—. Estoy segura. —Le miró, aunque Horza no podía verle los ojos y ella tampoco podía ver los suyos—. Tenía razón, ¿verdad? No me crees, ¿eh? Quiero decir… Es tuyo. Por eso te lo he contado. No habría dicho nada si.., si no fueras…, si fuese de otro. —Se encogió de hombros—. Pensé que quizá lo adivinarías cuando te pregunté cuánta radiación habíamos absorbido… Pero ahora estás preguntándote cómo ha podido ocurrir, ¿verdad que sí?

—Bueno —dijo Horza, carraspeando para aclararse la garganta y meneando la cabeza—, desde luego no debería haber sucedido. Ambos somos… Pero nuestras especies son muy distintas; no debería ser posible.

—Bueno, hay una explicación. —Yalson suspiró y siguió contemplando sus dedos, entrelazándolos y retorciéndolos—, pero creo que tampoco te va a gustar.

—Ponme a prueba.

—Es… Verás, mi madre… Mi madre vivía en una Roca. Una Roca que se movía en un enjambre con otras muchas Rocas, ¿comprendes? Una de las más antiguas. Llevaba… Puede que llevara unos ocho o nueve mil años dando vueltas por la galaxia, y…

—Espera un momento —dijo Horza—. Una de las más antiguas… ¿Qué? ¿A qué sociedad pertenecían esas Rocas?

—Mi padre era…, era de otro lugar, de un planeta en el que la Roca se detuvo una vez. Mi madre dijo que volvería pasado algún tiempo, pero nunca regresó. Yo le dije que volvería en alguna ocasión para verle, si es que seguía vivo… Supongo que fue puro sentimentalismo por mi parte, pero dije que lo haría y volveré allí, aunque no sé cuando… Si salgo viva de todo esto, claro. —Emitió la misma mezcla de risa y gruñido de antes y dejó de observar el movimiento de sus dedos durante un segundo. Sus ojos recorrieron los oscuros confines de la estación. Después su rostro se volvió nuevamente hacia el Cambiante y su voz adoptó un tono apremiante, casi de súplica—. Horza, por nacimiento… Sólo una mitad de mi herencia pertenecía a la Cultura. Me marché de la Roca en cuanto fui lo bastante mayor para saber apuntar con un arma. Sabía que la Cultura no era el lugar adecuado para mí. Así es como heredé los genes alterados necesarios para el apareamiento con otra especie. Nunca había pensado en ello antes. Se supone que es algo deliberado o, por lo menos, tienes que dejar de pensar que no quieres quedar embarazada, pero esta vez no ha funcionado. Puede que bajara la guardia, no lo sé… No fue deliberado, Horza, de veras, te lo aseguro. Ni tan siquiera se me pasó por la cabeza. Sencillamente, ocurrió. Yo…

—¿Cuánto hace que lo sabes? —le preguntó Horza en voz baja.

—Desde que estábamos a bordo de la Turbulencia en cielo despejado. Aún nos faltaban unos cuantos días para llegar aquí. No recuerdo exactamente cuándo lo supe. Al principio no lo creí. Pero ahora sé que estoy embarazada. Mira… —Se acercó un poco más a él y su voz volvió a adoptar el tono suplicante de antes—. Puedo abortar. Si quieres basta con que lo piense para abortar. Quizá ya debería haberlo hecho, pero me hablaste de que no tenías familia, nadie que transmitiera tu apellido y yo pensé… Bueno, mi apellido no me importa… Pero pensé que quizá tú…

Se calló antes de completar la frase. Echó bruscamente la cabeza hacia atrás y volvió a entrelazar sus dedos.

—Bueno, Horza, te dejo escoger —dijo sin mirarle—. Puedo dejar que la cosa siga adelante. Puedo dejar que crezca… Tú decides. Quizá no quiero verme obligada a tomar la decisión. Lo que quiero decir es… Quizá no estoy siendo tan noble como parece. Puede que no esté dispuesta a ese sacrificio, pero ahí está. Tú decides. No sé qué extraña especie de mestizo puedo llevar dentro, pero pensé que debías saberlo. Porque me gustas mucho y… Porque… No sé… Porque ya iba siendo hora de que hiciese algo por otra persona. —Volvió a menear la cabeza y su voz sonó simultáneamente confusa, resignada y compungida—. O quizá porque quería hacer algo para ser más feliz y estar satisfecha de mí misma, como de costumbre. Oh…

Horza había empezado a rodearla con los brazos atrayéndola hacia él. Yalson se lanzó hacia adelante y sus brazos le envolvieron apretándole con todas sus fuerzas. Sus trajes hicieron que el abrazo resultara bastante incómodo y la postura algo forzada hizo que Horza empezara a sentir dolor en la espalda, pero siguió abrazándola y la meció suavemente hacia atrás y hacia adelante.

—Horza, si quieres sólo será Cultura en una cuarta parte. Siento hacerte cargar con el peso de esa decisión. Pero si no quieres saber nada del asunto… No me importa. Volveré a pensar en ello y acabaré tomando mi propia decisión. Sigue siendo una parte de mí, por lo que quizá no tenía ningún derecho a contártelo. Te juro que yo no… —Dejó escapar un ruidoso suspiro—. Oh, Dios, no sé qué hacer, Horza, la verdad es que no sé qué hacer…

—Yalson —dijo él, habiendo meditado muy bien lo que iba a decirle—, me importa un comino que tu madre fuese de la Cultura. Me importa un comino el porqué ha ocurrido lo que ha ocurrido. Si quieres seguir adelante… Bueno, por mí estupendo. Y lo de que sea un mestizo también me importa un comino. —La apartó unos centímetros de su cuerpo y contempló la oscuridad que era su rostro—. Me siento muy halagado, Yalson, y también te estoy muy agradecido. Ha sido una buena idea. Y, como tú dirías… ¡Qué diablos!

Horza se echó a reír y Yalson rió con él, y se abrazaron muy fuerte el uno al otro. Horza notó como los ojos se le llenaban de lágrimas, aunque lo incongruente de toda aquella situación hacía que sintiera deseos de reír a carcajadas. El rostro de Yalson rozaba la dura superficie del hombro de su traje, muy cerca de la quemadura dejada por un láser. Su cuerpo temblaba levemente dentro de su traje.

Detrás de ellos, en la estación, el agonizante se agitó casi imperceptiblemente y dejó escapar un gemido que se perdió en el frío y la oscuridad sin crear ni un solo eco.

Horza siguió abrazándola durante unos momentos. Después Yalson se apartó y volvió a mirarle a los ojos.

—No se lo digas a los demás.

—Claro que no. Si es lo que tú quieres…

—Por favor —dijo ella.

Las tenues luces de sus trajes hacían que el vello de su rostro y el escaso cabello que cubría su cabeza parecieran brillar, como si fuesen un capa de atmósfera muy tenue alrededor de un planeta visto desde el espacio. Horza volvió a estrecharla entre sus brazos. No sabía qué decir. En parte era por la sorpresa, naturalmente…, pero además estaba el hecho de que esta revelación hacía que lo existente entre ellos dos —fuera lo que fuese— se hubiera vuelto súbitamente mucho más importante, y ahora le preocupaba más que nunca el que pudiera decir algo equivocado. No quería cometer ningún error. Tampoco podía permitir que aquello significara mucho para él… Al menos, todavía no. Yalson acababa de hacerle el mayor elogio que había recibido en toda su existencia, pero el valor que encerraba era tan grande que le asustaba y hacía que no supiera cómo reaccionar. Horza tenía la sensación de que fuera cual fuese la clase de continuidad para su apellido o su clan que estaba ofreciéndole aún no podía edificar sus esperanzas sobre ella. El brillo de aquella sucesión potencial parecía demasiado débil y, aunque no estaba muy seguro del porqué, también le parecía peligrosamente tentador, como si entregarse a él significara perder la capacidad de enfrentarse a la eterna medianoche gélida de los túneles.

—Gracias, Yalson. Terminemos con lo que nos ha traído a este sitio y después podremos pensar con más claridad en lo que queremos hacer. Pero aun suponiendo que luego cambies de parecer… Gracias.

Era todo cuanto podía decir.

Volvieron a entrar en la oscura caverna de la estación con el tiempo justo de ver como la unidad cubría la inmóvil silueta de Neisin con una sábana.

—Oh, estáis ahí —dijo Unaha-Closp—. Me pareció que no valía la pena avisaros. —Su voz era casi inaudible—. Nadie podría haber hecho nada por él.


* * *

—¿Satisfecho? —preguntó Aviger volviéndose hacia Horza después de que hubieran colocado el cadáver de Neisin junto al de Dorolow.

Estaban junto a la estructura de acceso y Yalson había reanudado su vigilancia junto al idirano inconsciente.

—Siento lo de Neisin y lo de Dorolow —dijo Horza—. Yo también les apreciaba, y comprendo perfectamente que su muerte te haya alterado. No hace falta que sigas adelante con nosotros. Si quieres puedes volver a la superficie. Ahora ya no hay ningún peligro. Hemos acabado con el enemigo.

—Y casi has acabado con nosotros, ¿verdad? —dijo Aviger con amargura—. Eres igual que Kraiklyn.

—Cállate, Aviger —dijo Yalson desde lo alto de la estructura de acceso—. Sigues vivo, ¿no?

—Y a ti tampoco te ha ido demasiado mal, ¿verdad, jovencita? —dijo Aviger alzando la cabeza hacia ella—. Oh, no, tú y tu amiguito aquí presente os las habéis arreglado muy bien…

Yalson guardó silencio durante un momento.

—Eres más valiente de lo que pensaba, Aviger —dijo por fin—. Pero recuerda que el hecho de que seas más viejo y más débil que yo no me molesta en lo más mínimo. Si quieres que te reviente las pelotas a patadas… —Asintió y frunció los labios sin apartar los ojos del fláccido cuerpo del oficial idirano que yacía ante ella—. Bueno, viejo amigo, será un auténtico placer.

Balveda fue hacia Aviger y pasó el brazo alrededor del suyo, tirando de él para alejarle de allí.

—Aviger —dijo—, voy a contarte lo que me ocurrió cuando estaba en…

Pero Aviger la apartó con un encogimiento de hombros y se marchó para acabar sentándose con la espalda apoyada en la pared de la estación delante del vagón que contenía el reactor.

Los ojos de Horza recorrieron la plataforma hasta posarse en la silueta del viejo sentado.

—Será mejor que vigile su contador de radiaciones —dijo volviéndose hacia Yalson—. Los alrededores de ese vagón están bastante calientes.

Yalson empezó a mordisquear otra barra de las raciones.

—Oh, deja que se fría. Viejo bastardo… —murmuró.


* * *

Xoxarle acababa de despertar. Yalson vio como recobraba el conocimiento y agitó el arma ante sus ojos.

—Oye, Horza, ¿quieres decirle a ese bicho que empiece a bajar lentamente por la rampa?

Xoxarle miró a Horza y logró ponerse en pie con un considerable esfuerzo.

—No te molestes —dijo en marain—. Puedo ladrar esa miserable parodia de lenguaje tan bien como tú. —Se volvió hacia Yalson—. Después de usted, caballero.

—Soy una hembra —gruñó Yalson, y movió el arma señalando hacia el final de la rampa—. Y ahora, mueve ese culo tan raro que tienes y empieza a bajar.


* * *

La unidad antigravitatoria del traje de Horza no volvería a funcionar y aunque hubiera podido utilizarla, Xoxarle pesaba demasiado para Unaha-Closp, por lo que tendrían que caminar. Aviger podía flotar, igual que Wubslin y Yalson, pero Balveda y Horza tendrían que turnarse para ir en la plancha del equipo, y en cuanto a Xoxarle, no le quedaría más remedio que recorrer a pie los veintisiete kilómetros que les separaban de la estación siete.

Dejaron los dos cadáveres junto a los tubos de tránsito con la idea de llevárselos cuando volvieran. Horza arrojó los restos de la unidad controlada a distancia al suelo de la estación y los derritió con su láser.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Aviger.

Horza alzó los ojos hacia el viejo. Aviger flotaba dentro de su traje listo para entrar en el túnel con los demás.

—Voy a decirte una cosa, Aviger. Si quieres hacer algo útil, ¿por qué no subes flotando hasta esa rampa de acceso y disparas unas cuantas veces contra la cabeza del camarada de Xoxarle para asegurarte de que está muerto y bien muerto?

—Sí, capitán —dijo Aviger, y le saludó con expresión burlona.

Se alzó por los aires hasta llegar a la rampa donde yacía el cuerpo del idirano.

—Bueno, en marcha —dijo Horza volviéndose hacia los demás.

Entraron en el túnel justo cuando Aviger se posaba en el nivel central de la rampa de acceso.

Aviger contempló al idirano. El traje blindado estaba cubierto de agujeros y quemaduras. La criatura había perdido un brazo y una pierna. Charcos de negra sangre coagulada estaban esparcidos a su alrededor. Uno de los lados de la cabeza del idirano estaba chamuscado, y Aviger pudo ver la queratina agrietada debajo de la cuenca del ojo izquierdo, allí donde la había pateado antes. El ojo muerto le miraba fijamente. Daba la impresión de haberse desprendido de su hemisferio de hueso, y había rezumado una especie de pus. Yalson apuntó con su arma a la cabeza ajusfando los controles para que no disparase a ráfagas. El primer chorro de energía hizo saltar el ojo; el segundo agujereó el rostro de la criatura por debajo de lo que podría haber sido su nariz. Un chorro de líquido verde brotó del agujero y se esparció sobre la parte delantera del traje de Aviger. Aviger echó un poco de agua de su cantimplora sobre la mancha y dejó que el líquido viscoso fuera goteando del traje.

—Qué asco —murmuró echándose el arma al hombro—. Todo esto es una auténtica mierda.


* * *

—¡Mirad!

Llevaban recorridos menos de cincuenta metros de túnel. Aviger acababa de entrar en él y se les aproximaba flotando cuando Wubslin lanzó su grito. Todos se detuvieron y se volvieron hacia la pantalla del sensor de masas.

La pantalla mostraba una mancha grisácea casi en el centro del apretado diagrama de líneas verdes. Era la huella del reactor que ya estaban tan acostumbrados a ver. La pila nuclear del tren que habían dejado atrás engañaba a los mecanismos del sensor, haciéndoles creer que habían detectado lo que buscaban.

Pero casi pegada al borde de la pantalla, a unos veintiséis kilómetros de distancia, había otro eco. No era ninguna mancha gris o una señal falsa. Era un puntito de luz tan brillante que parecía una estrella.

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