14. Pensad en Flebas

Balveda estaba contemplando la llanura nevada que se extendía a su alrededor. Era de noche. La luna del Mundo de Schar brillaba en la negrura del cielo tachonado de estrellas. El viento se había calmado y hacía mucho frío. La Turbulencia en cielo despejado era visible al otro extremo de la llanura blanca iluminada por la luna, una masa metálica medio escondida bajo la nieve.

La mujer inmóvil ante la entrada que daba a los túneles contempló la noche y se estremeció.

El Cambiante seguía sin recobrar el conocimiento. Horza yacía sobre una camilla hecha con láminas de plástico que había encontrado entre los restos de los trenes. La unidad se encargaba de sostenerla, balbuceando incesantemente. Balveda le había vendado la cabeza. No podía hacer nada más por él. Los equipos médicos y todo lo que trajeron consigo se había perdido en la destrucción provocada por el choque de los trenes, y ahora debían estar enterrados bajo los escombros cubiertos de espuma que llenaban la estación siete. La Mente podía flotar. Balveda la encontró suspendida en el aire sobre la plataforma de la estación. La Mente comprendía sus preguntas, pero no podía hablar, emitir ninguna clase de señal o moverse por sus propios medios. Balveda le dijo que mantuviera anulado su peso y fue empujándola y tirando de ella hasta llevarla al tubo de tránsito más cercano, seguida por Unaha-Closp que sostenía la camilla.

Una vez dentro de la pequeña cápsula el viaje de regreso duró sólo media hora. Balveda no se detuvo para recoger los cadáveres.

Rodeó su brazo fracturado con unas cuantas tiras de tela y lo entablilló, se sumió en un breve sueño-trance que sólo duró una fracción del viaje y llevó su carga por los túneles de servicio hasta llegar a la zona de habitáculos y la oscura entrada del túnel, donde los Cambiantes muertos seguían yaciendo como en un muestrario de los distintos aspectos que podía cobrar un cadáver congelado. Después descansó unos instantes en la oscuridad sentada sobre el suelo del túnel entre los montoncitos de nieve traída hasta allí por el viento antes de dirigirse hacia la nave.

Sentía un dolor sordo en la espalda, la cabeza le latía lentamente y su brazo estaba entumecido. Llevaba puesto el anillo que había cogido del dedo de Horza, y tenía la esperanza de que su traje —y, quizá, los sistemas eléctricos de la unidad—, sirvieran para que la nave les identificara como amigos.

Si no les identificaba como tales… Bueno, entonces morirían.

Se volvió hacia Horza.

El rostro del hombre que yacía sobre la camilla estaba tan blanco e inexpresivo como la nieve. Los rasgos seguían allí —ojos, nariz, cejas, boca—, pero daban la impresión de no estar unidos por ningún tipo de relación. Parecían objetos independientes, y eso hacía que el rostro cobrara una apariencia de anonimato desprovista de todo carácter, animación o profundidad. Era como si todas las personas, todas las suplantaciones y papeles que el Cambiante había representado a lo largo de su vida hubieran aprovechado el coma para escapar de su interior, como si cada uno de ellos se hubiera llevado consigo una pequeña parte de su yo real, dejándole vacío. El Cambiante parecía una pizarra en blanco.

Unaha-Closp balbuceó algo en un idioma que Balveda no logró reconocer, pero siguió sujetando la camilla. Su voz hizo que el túnel se llenara de ecos y acabó desvaneciéndose en el silencio. La Mente seguía inmóvil suspendida en el aire, un ovoide hecho de plata deslustrada. Balveda podía verse reflejada en algunos puntos de aquella superficie parecida a un espejo iridiscente. La tenue luz del exterior, el hombre y la unidad también eran visibles en la estructura elipsoidal.

Se puso en pie y fue empujando la camilla con una mano hacia la nieve iluminada por la luna, hundiéndose en aquella masa blanca hasta los muslos. Cada movimiento de la mujer hacía bailar su silenciosa sombra azul acero, y la sombra parecía querer liberarse del cuerpo que la proyectaba para huir hacia la luna y las oscuras y distantes montañas, donde un telón de nubes tormentosas colgaba del cielo como si fuese una noche aún más negra. La mujer de la Cultura iba dejando un rastro de pisadas muy profundas que nacían en la boca del túnel. El esfuerzo de seguir avanzando y el dolor de sus lesiones hicieron que empezara a llorar, pero su llanto apenas podía oírse.

Durante el trayecto alzó un par de veces la cabeza hacia la oscura silueta de la nave con una mezcla de miedo y esperanza en el rostro. Estaba aguardando el destello luminoso y el impacto del láser indicadores de que los sistemas automáticos de la nave habían decidido que era una enemiga; de que la unidad y el traje de Horza se encontraban en tan mal estado que se habían vuelto irreconocibles para la nave; de que todo había terminado y que estaba condenada a morir aquí, a cien metros de la seguridad y de la única forma de abandonar el planeta, sólo porque un conjunto de circuitos automáticos tan fieles como incapaces de pensar le impedían subir a bordo de la nave.

Colocó el anillo de Horza sobre los controles del ascensor y vio abrirse la puerta. Tiró de la unidad y de la camilla con el hombre hasta meterlos en el compartimento. Unaha-Closp murmuró algo ininteligible; el hombre estaba tan silencioso e inmóvil como una estatua caída.

Su intención había sido desconectar los sistemas de vigilancia automática de la nave y volver enseguida a por la Mente, pero la gélida inmovilidad del hombre la asustó. Fue a coger el equipo médico de emergencia y conectó la calefacción, pero cuando volvió a inclinarse sobre la camilla el Cambiante ya estaba muerto. Su rostro seguía tan frío e inexpresivo como antes.

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